15.30

ES costumbre que antes de empezar un partido de rugby el capitán junte al equipo en una ronda apretada debajo de los postes para hacer su arenga. Estos discursos a la William Wallace, de volumen ascendente, plagados de exageraciones y malas metáforas, apuntan más a inflar el espíritu que a cuestiones tácticas. Muchas veces lo logran. He sufrido todo tipo de arengadores a lo largo de mi carrera rugbística, pero ninguno tan penoso como el Gordo Paoleri. El Gordo fue durante cinco años director del retiro espiritual del colegio. Tiene treinta y dos años, esposa y dos hijas. Me acuerdo cuando fui al retiro, él dio una charla sobre la familia y los valores. Qué hijos de puta, el buzón que nos vendieron. El Gordo es un hipócrita, voy a decirlo de una vez. Lo he visto en todas las infracciones posibles: de trampa por todos los boliches de la ciudad, haciéndose chupar por travestis en los bosques de Palermo, pagándoles a putas de quince años en la calle, y hasta tratando de convencer a una nena que vendía caramelos en un semáforo. Eso sí, al otro día, no se pierde una misa del San Martín de Tours. Va desde temprano, endomingado, de la mano de su mujer y sus hijas, con sus bermudas pinzadas, su camisa blanca, su rosario colgando y su pulóver de hilo sobre los hombros. Muy católico, muy apostólico y muy romano. Como jugador es bastante mediocre, pero los pilares no abundan y siempre se las arregla para jugar. El Gordo es muy amigo de sus amigos, dicen. La mayoría lo considera un buen tipo. Ahora es el capitán del equipo. Hasta el año pasado tuvimos otro capitán: Bernardo Casella. Bernardo es un gran jugador y una gran persona, un líder dentro y fuera de la cancha. Ahora está en un club de la segunda división de Italia. Le dan casa, auto y dos mil euros por mes.

Esa tarde no fue la excepción. A su perorata habitual, el Gordo le había agregado algunas frases robadas al capitán de los Pumas. Frases que ya daban vergüenza antes de un partido del mundial, ni que hablar antes de jugar contra San Roque. El Gordo gritó cada una de sus palabras, venoso y enrojecido:

«¡Cierren la ronda bien fuerte! Quiero que hagan fuerza con los brazos y se aprieten contra sus compañeros hasta que sientan que todos somos uno solo. El equipo tiene que estar unido cueste lo que cueste. Cuando era chico tuve un entrenador que era inválido. ¿Saben qué nos decía él antes de entrar a la cancha? Nos decía: ‘Cuando yo sueño, no sueño que camino, sueño que juego al rugby, por eso yo entro a la cancha a través de cada uno de ustedes’. Tenemos que jugar con esa pasión, dando la vida por el compañero. Si recibimos un golpe, no le decimos nada al referí. En la jugada siguiente, golpeamos nosotros tres veces más fuerte. Mírense las caras. Mírense a los ojos. Muchos de nosotros crecimos juntos. Nos conocemos desde chiquitos. Somos hermanos. Tenemos que jugar como hermanos. Si cada uno deja el alma en cada jugada, el equipo va a salir adelante. Escuchen al medio y al apertura, que son lo que van a ordenar al equipo. Tenemos que estar bien juntitos. El que se corta solo está cagándose en el equipo. Todo el sacrificio que hacemos los martes y los jueves tenemos que mostrarlo hoy. Quiero tackle, tackle y más tackle. Ahora vamos a salir con los dientes apretados y vamos a comernos la cancha. Cada uno tiene que volver a su casa sintiendo que dejó todo, que no se guardó nada. Vamos Christians, eh. ¡Vamos a romperles el culo a estos putos!»

No hay mucho para decir del partido en sí. Perdimos. Jugamos horrible y perdimos contra el San Roque. Me parece que al Gordo se le fue la mano con lo del entrenador inválido. No pude dejar de preguntarme durante todo el partido cómo había llegado a esa invalidez. Yo jugué bastante mal, lo admito. En el entretiempo tuve un cruce con el preparador físico. No me llevo muy bien con él. Es joven pero tiene alma y cabeza de milico. Él dice que yo no juego para el equipo, que juego para mí, que no me gusta el sacrificio. Claro que no. ¿A quién le gusta el sacrificio? Si me gustara, ya no sería sacrificio.

—¿Para qué carajo abriste esa pelota, nene? —me acusó frente a todos.

—No había nadie marcando y pensé que…

—Ése es tu problema, Mocho, vos no tenés que pensar. Para eso está tu medioscrum. Si a vos no te dicen que la abras, agachá la cabeza y empujá.

Hernán Perdomo es el nombre del preparador físico. Fue un jugador bastante bueno de Primera, pero se destrozó una rodilla y tuvo que dejar antes de tiempo. De ahí le debe venir el resentimiento. De ahí y de no poder haber hecho la carrera militar. Duchas frías a la madrugada, el individuo no es nada, el equipo es todo, saltos de rana, obediencia debida. Ése sería su paraíso. La disciplina y la convicción son esenciales para la milicia y para el rugby. No hay éxito sin disciplina y no hay disciplina sin la más ciega obediencia. Es raro que los alemanes no le hayan tomado cariño a este deporte.

La semana anterior le habían robado a Perdomo. Vive con su familia en una casita en La Lucila. Se había mudado a esa zona buscando tranquilidad, pero ya era la tercera vez que le robaban en dos años. Sé que es feo, más que nada por la pobre mujer y el hijo, pero una parte muy oscura de mí se alegró cuando nos enteramos de que le habían robado de nuevo. Me dio placer imaginarlo con las manos atadas, su cuerpo gigante, impotente. Esa noche de entrenamiento nos cruzamos de nuevo.

—Eran tres negritos de mierda, todos armados y duros que no podían ni hablar. Como son menores, la Justicia no hace nada. Entran por una puerta y salen por la otra. Me voy a comprar un chumbo y se acabó. Nunca más se la van a llevar de arriba. Al próximo que entra le vuelo la cabeza de un balazo.

—Todos los estudios demuestran que es mucho más peligroso tener un arma que no tenerla —comenté yo, que había estudiado para mi parcial de procedimiento penal, y además tenía ganas de fastidiar.

—No digas boludeces.

—En serio. Un arma en tus manos es la excusa perfecta para que te maten.

—No necesitan una excusa. Te matan por un par de zapatillas. Se las venden a diez pesos al mismo negro que les vende el paco. Lo que pasa es que vos vivís en una burbuja, Mocho. Salí un poco de tus libritos de Derecho, nene, y fijate cómo está la calle.

—Bueno, Rambo, comprá una pistola. Pero vos hoy la estás contando porque esa noche estabas desarmado.

El sueño de Perdomo es mudarse a un barrio privado, un lugar donde sus hijos puedan crecer en paz y en jardines verdes, pero creo que no le da la guita. Cuando terminó el partido, antes de ir para el vestuario, el entrenador nos juntó y nos cagó a puteadas por lo mal que habíamos jugado, por pensar antes en la joda que en el deporte. Después siguió Perdomo:

—Ustedes no tienen hambre de gloria. Como nunca les faltó un plato de comida, no saben lo que es el sacrificio.

No sé qué tiene que ver una cosa con la otra. Que yo sepa, los Pumas no nacieron en casas de chapa, parecen bastante bien comiditos y sin embargo mal no les va. No dije nada.

A un costado de la cancha, el hijo de Perdomo jugaba con las nenas del Gordo Paoleri. Dos años tiene el nene y ya lo habían disfrazado de rugbier, con una remerita de los All Blacks y una pelota del tamaño de un huevo de avestruz. Ojalá le salga bailarín o cantante de boleros. Cuando terminó el reto, Perdomo y el Gordo se unieron a sus mujeres e hijos. Los críos jugaban con la pelota y se revolcaban en el pasto. Los padres bromeaban y se abrazaban; eran felices porque disfrutaban del disfrute de sus hijos. Todavía le quedaba sol a la tarde.