EL CHRISTIAN School es un colegio inglés y mixto. Fue mi colegio. Queda en la Avenida Figueroa Alcorta, una calle bastante coqueta. En este tipo de colegios el deporte es muy importante, más que la Historia o las Matemáticas. Para los varones hay dos opciones: el rugby o el vóleibol. Esta decisión parece insignificante, pero determina la vida social de cada alumno. El vóleibol es para los maricas, los que les gusta la poesía, los que tienen miedo a los golpes. El rugby es para los que no son maricas, los que no tienen miedo a los golpes. Con las mujeres pasa más o menos lo mismo pero con el hóckey: ellas son las lindas, las de pollerita corta y las piernas bronceadas, y las de vóley son las feas, las gordas y las de anteojos. Esta asignación de caracteres no siempre coincide con la realidad. Son etiquetas. Brenda jugaba al vóley y partía la tierra al medio. Pero en un colegio no hay nada más real que una etiqueta.
No es casualidad que el fútbol no sea una opción. Los dueños tienen miedo a que le saque gente al rugby. Un año hicieron la prueba y se pasó medio equipo. El fútbol nos gusta a todos. Los fundadores del colegio están todos muertos. Fueron los hermanos Allbright. Me acuerdo de uno de los viejos, el que murió último. Creo que se llamaba Andrew. Caminaba por el patio, con su cara de ave y su trajecito inglés, apoyado en un bastón de tres patas. Había que parar la pelota cuando aparecía, y el picado casi siempre terminaba entonces, porque el timbre sonaba antes de que el viejo llegara al otro lado. A veces se sentaba en su bastón que se hacía asiento, indicaba con la mano que siguiéramos el partido y nos miraba jugar como si mirara su pasado, empozado en una nostalgia inglesa, parecida a la porteña, pero más silenciosa. No parecía mal tipo, el viejo.
Ahora los que están a cargo del colegio son los hijos de los fundadores. Dicen que se odian entre sí. Esto suele pasar entre primos herederos. Dicen, también, que ya se patinaron media herencia entre whisky importado, apuestas y putas. A estos tipos sólo se los ve durante los partidos de rugby. No todos los partidos, los clásicos, como contra el Saint Morgan’s. Esos días se puede ver a los dueños de los dos colegios, disfrazados de ingleses, chupando brandy y cigarros desde el mediodía. Si el equipo gana, se acercan con sus narices como brasas y dicen: «¡Good game, boys!», y a veces hasta te dejan faltar a la mañana siguiente.
En el colegio teníamos muchas materias en inglés: Geografía, Educación Física, Biología, Economía, Química, Matemática y hasta Historia. La profesora de Historia se llamaba Marisa Calcagni; jovencita, buenas tetas. Era oriunda de Pergamino pero igual se las arreglaba para dar la clase en inglés. No era un inglés natural, como el de los directores, era un inglés aprendido, un poco forzado. Es raro tener historia argentina dada en inglés por una pergaminense nieta de italianos. Eso sí que es Argentina. Marisa nos hablaba de Péron (lo decía así, con la «p» suavizada y el acento en la «e»). The Central Bank was full of gold, but Péron…
Esas tardecitas inglesas de rugby son una parodia muy bien lograda. Una brillante puesta en escena. Mi tarde favorita era cuando jugábamos contra el Saint Paul’s School; un colegio pupilo que queda en la zona de Quilmes. Entrar allí es como entrar en las páginas de una novela inglesa. El predio ocupa más de diez manzanas, donde predominan el verde y la prolijidad. Las construcciones son gigantes y austeras, de principios de siglo. La casa de los directores, la de los chicos, la de las chicas, una capilla y un edificio central que parece un castillo, donde se encuentran las aulas, el auditorio y el comedor. Yo no entendía para quién era ese colegio, quiénes lo habitaban. No podía ser para la gente de Quilmes. Después, en la Facultad, conocí a un ex alumno. Se llama Eduardo Evans y su padre es un estanciero de San Antonio de Areco. Recién entonces me cerró la ecuación. Padres acomodados + pueblo chico + educación inglesa = mandemos al pibe al internado. Nosotros les decíamos, durante los partidos, para provocarlos, que estaban ahí porque sus padres no los querían. Es un milagro que mi viejo no me haya mandado para allá. El tercer tiempo lo hacían en un comedor enorme; servían té, chocolate caliente, tostadas, mermeladas, manteca y escones. Me contó Eduardo Evans que la vida en el Saint Paul’s era más soportable de lo que uno piensa. No había padres. En cambio, tenían curas, directores ingleses, y una legislación imposible, plagada de jerarquías, violencia y controles. Me dijo que por las noches soltaban a los perros para que los boys no cruzaran a la casa de las girls. Pero esto no hacía más que enriquecer la aventura. Un perro no es escollo para un adolescente con calentura. Tenían que trazar planes, saltar alambrados, encapucharse, usar linternas, correr, arriesgar. Era como vivir en una cárcel de juguete. Evans me dijo que la pasaban bomba.
Para nosotros, el día del partido contra el Saint Paul’s era todo un evento, como una excursión hacia algo exótico. Recuerdo mi debut en el First Fifteen (ése es el pomposo nombre que se le da al mejor equipo del colegio). Yo recién estaba en cuarto año, pero me habían llamado para jugar con los más grandes. Pertenecer al First tenía sus privilegios: remera propia, corbata distintiva, y hasta un micro más grande y lujoso, con aire acondicionado y asientos reclinables. Era extraño salir de la Capital para el otro lado; no hacia el Norte, sino hacia el Sur. Recuerdo cruzar el Riachuelo y ver por primera vez la cancha de Boca. Recuerdo haberle mentido a mi compañero de asiento: le dije que había ido a la popular muchísimas veces. El micro agarró la autopista como para ir a Pinamar, pasó cerca de la cervecería Quilmes, por algunas calles de tierra y casas bajas, hasta que por fin llegó al inverosímil portón verde del Saint Paul’s. El viaje no duraba más de una hora, pero parecía más.
Ese partido, el de mi debut, la rompí. Metí dos tries y ganamos. Hasta el entrenador contrario me felicitó. A la vuelta, los más grandes me invitaron a viajar en el fondo del micro, donde se sienta la aristocracia del equipo. Viajamos cantando y golpeando las palmas contra la chapa del techo. Había tocado el cielo con las manos.
Y así fue como empecé a jugar al rugby. Como mi hermano mayor había sido capitán, a mí ni me preguntaron: derecho a la cancha con los botines y la ovalada. En el rugby hay un puesto para cada aptitud o defecto físico: los gordos a la primera línea, los altos a la segunda, los rápidos van de wines, los chiquitos de medioscrum. El rugby es especialmente amable con los gordos. Es uno de los pocos juegos que le permite al gordo un momento de gloria deportiva. Ya de niño yo era bastante alto, así que me mandaron de segunda línea. Éste es un puesto bastante pelotudo. Sólo los pilares son más pelotudos que nosotros. Siempre se escucha a los entrenadores decir: «El equipo es lo más importante» o «En el rugby no hay figuras», pero eso es un montón de mentiras. Ni ellos se las creen. ¿O no estábamos todos pendientes ese sábado de la lesión de Hernández? Yo siempre quise ser apertura, como era mi hermano. Si se filmara una película yanqui sobre un equipo de rugby, el apertura sería el que se va en andas y se coge a las porristas. El apertura, o a lo sumo el fullback, pero nunca el segunda línea.
Un equipo de rugby se puede dividir en dos: forwards y tres cuartos, con un nexo entre ambos, el medioscrum, por lo general un enano mandón y escurridizo. Las virtudes de los tres cuartos suelen ser la velocidad y la inteligencia. Las virtudes de los forwards: la fuerza y el coraje. «Un forward mete la cabeza donde otros no se animan a meter la mano», decía un viejo entrenador. Mi puesto —el de segunda línea— es el de un obrero raso, obediente y de una valentía estúpida. Pero ése no es mi caso. Muy temprano en mi vida me di cuenta de que era un cobarde. Lo supe cuando frente a mis narices le pegaron a un compañero: Simón. Lo agarraron entre dos, cuando el referí miraba para otro lado, y le dieron piñas hasta dejarlo sangrando en el piso. Yo no hice nada, me quedé parado y me hice el boludo. Cuando después me preguntaron, mentí y dije que no lo había visto. Pero Simón sabía que lo había visto. Él era un buen amigo y no me mandó al frente. Hubo un segundo de contacto entre nuestras miradas mientras él recibía la paliza; en sus ojos había súplica y en los míos una tibia resignación, como si la parálisis fuese ordenada por mi carga genética, contra la que no podía hacer nada, por más que quisiera.
El incidente no terminó ahí. Los dos tipos que se la habían dado a Simón después me quisieron pegar a mí, no porque yo les hubiera hecho algo, sino porque no había defendido a mi compañero. Me siguieron por toda la cancha gritando: «¡Cagón! ¡Cagón!». Esos dos tipos me querían pegar porque no había defendido al que ellos mismos le habían pegado. Es una lógica extraña, ¿no es cierto?
No se crean que soy mal jugador por esto que cuento. Fui titular en todos los equipos en que jugué. Simplemente no me gustaba el roce. De todas maneras, el rugby es un deporte mucho más táctico y estratégico de lo que se piensa. Se puede ser bueno usando la cabeza, entendiendo el juego, y dejando para los gordos y los brutos la parte de los golpes.
A mi favor, tengo que decir que soy una máquina de correr. Puedo correr durante horas sin cansarme, ayudado por una zancada larga y pareja, mucho más veloz de lo que parece. Por eso a mí no me molestan los entrenamientos. Hay algo sanador en eso de correr alrededor de una cancha como un imbécil. Lo único que me fastidia es la práctica del scrum, sin duda una de las más estúpidas del deporte mundial, junto con el lanzamiento de martillo. Lo voy a explicar como si se lo explicara a un hindú o a un extraterrestre. No tienen por qué saber de qué se trata.
El scrum es una forma de poner la pelota en juego. Participan los ocho forwards de cada equipo. La idea es simple y primitiva: la pelota se tira entre los dos packs de forwards y éstos deben empujarse entre sí, para que la pelota quede de su lado. El scrum es la especialidad histórica del seleccionado argentino de rugby. El empuje no se hace así nomás; está regido por un minucioso código de normas. A la distancia, el scrum tiene la apariencia y el movimiento de un cangrejo mitológico. Hay quienes dicen que el scrum es mucho más que una jugada, que en su aparente simpleza se encuentran los valores del rugby y de la vida misma: empujando juntos se aprende sobre solidaridad, trabajo en equipo y sacrificio.
Si el scrum resulta absurdo durante un partido, mucho más bochornosa es su práctica. Los forwards teníamos que empujar durante horas una armazón de madera, lastrada con bloques de cemento, llamada «burra». Cuando el medioscrum arroja la pelota, por lo general grita el nombre de su equipo, un poco como arenga, como grito de guerra, y otro poco como aviso. ¡CHRIS-TIANS! El grito está marcadamente dividido en dos sílabas; con la primera el medioscrum advierte, y con la segunda, arroja la pelota. Los forwards, a su vez, debíamos reproducir este grito, para coordinar el empuje y para darnos valor: ¡CHRIS-TIANS… CHRIS-TIANS… CHRIS-TIANS! Una y otra vez, unidos, gritando de fuerza y dolor, empujábamos la burra de un extremo al otro de la cancha.
Cuando el scrum está asido como corresponde, la cabeza del segunda línea queda comprimida, como un melón en una prensa, entre los culos de la línea anterior. No es una linda experiencia. De tanto roce y presión, los forwards más aplicados tienden a perder las vueltas de sus orejas. Ellos exhiben con orgullo sus orejas de coliflor, como cicatrices de guerra. Una deforme evidencia de su coraje.
Cuando los alumnos del Christians egresan pueden seguir su deporte en el Christian Old Boys Rugby & Hockey Club. En un principio el club era exclusivo para ex alumnos, pero llegó un momento en que no alcanzaban los jugadores para los equipos ni las cuotas para las finanzas. Por eso la barrera cayó. Esa medida de apertura fue decidida mediante el voto de los socios y dividió las aguas del club entre conservadores y progresistas. Hasta hubo campaña política con panfletos y propaganda.
Los conservadores hablaban de «el espíritu del Christians» o «el deseo de los hermanos Allbright», acudían a máximas latinas: Non sibi, sed suis («No para sí mismos, sino para los suyos»), y cosas por el estilo.
Los progresistas tentaron a los votantes con promesas económicas y deportivas, citaron los ejemplos exitosos de otros clubes e hicieron especial hincapié en que cada aspirante debía ser presentado por dos socios y sus antecedentes rigurosamente estudiados para saber si eran compatibles con el espíritu del Christians. Con esto último convencieron a los indecisos y ganaron la pulseada. Hoy se acepta a cualquiera que pague la cuota por adelantado. Lucas es uno de los que vino de afuera del colegio, no me acuerdo quién lo trajo. Tiene más barrio que el resto, muchos músculos, un Chevrolet 76, un tatuaje de la madre en el pecho y un dogo que se llama Tyson. Era algo nuevo para nosotros. Manejo un boli-shopping en Avellaneda, dice Lucas. Eso es una feria de ropa trucha: Ribok, Naik, y cosas así. Lo de «boli» viene porque la mayoría de los puesteros son bolivianos, o tienen pinta de bolivianos, dice Lucas. Lucas siempre anda calzado, tiene una 38 cargada debajo del asiento del auto. Hay que tener cuidado con los bolitas, dice Lucas, si los sabés llevar, éste es el mejor negocio del mundo. Nada de cheques ni tarjetas, guita fresca, dice Lucas.
El club compite en la tercera división de la Unión de Rugby de Buenos Aires. El ascenso siempre está cerca, pero nunca se concreta. En esta categoría el rugby es más digno que glamoroso. Nunca toca jugar en San Isidro o en Pilar, ni hay modelos mirando en las tribunas. Más bien se visitan lugares como Florencio Varela, Ciudad Evita, Lanús o Ituzaingó; lugares con nombre de estación de tren, canchas sin pasto, de tierra dura y sangre en las rodillas, duchas de agua fría y comida de olla en el tercer tiempo. Nosotros somos los chetos de la división. Nuestro vestuario tiene tejas verdes y un cartel que dice Boys en la puerta. Esto da para la joda. Los primeros años los otros equipos entraban a la cancha y nos querían llevar por delante, de guapo nomás, pero con el tiempo nos fuimos endureciendo, y los otros se dieron cuenta de que la mano de un cheto pesa igual que la de cualquiera.