I

BUENOS AIRES es un circo. Un desfile de pintorescas inequidades. Los viejos dicen que antes no era así, que éramos el granero del mundo, la séptima potencia y sas cosas, pero no sé si creerles demasiado. Ya sabemos cómo son los viejos con los tiempos pasados.

Déjenme darles un paseo. Soy el Mocho, tengo veintidós años y juego al rugby. Seré su guía durante este viaje. El estudio jurídico donde trabajaba queda sobre la calle Florida. Ya voy a hablar de ese estudio. Todos los días recorría la peatonal de punta a punta, de Plaza de Mayo a Plaza San Martín. La conozco bien. ¡Welcome to the tour, ladies and gents! ¡Bienvenidos! En estas pocas cuadras anidan más de cien personas pidiendo limosna de algún tipo. Salimos de la estación de subte Catedral. A su izquierda, un grupo de malabaristas. No le presten atención: a uno lo conozco del colegio, vive con sus papás en un dúplex en Belgrano. Mejor sigamos. A su derecha un viejito ciego, con bastón y anteojos negros a lo Ray Charles. Sacude la lata de monedas para llamar la atención. Un clásico. Conviene sumarse a la marea de caminantes y dejarse llevar. Andamos entre banqueros, empleados, abogados, secretarias, rugbiers, prestamistas, cadetes y empresarios. No dejen que las mujeres los distraigan. Ya sé que no es fácil, pero intentemos mantener la compostura. Estas minas están buenas en serio y con el calorcito parecen renacer. Nos muestran sus ombligos y sus piernas. Miren lo que tengo, nos dicen. Son una promesa de verano.

Volvamos a lo nuestro. Estén atentos a la gente que pide. La marea impone una marcha acelerada y no deja tiempo para admirar los edificios. El peatón fija la vista al frente, tratando de evitar colisiones, y esto puede ser un problema. Si uno camina por el medio de la calle, lo más probable es que no le lleguen los pedidos de auxilio. Los mendigos se instalan sobre las márgenes. Siempre lo hacen. Se manejan a ras del piso. Miren a esa mujer de rodillas en el suelo. Hay que estar atentos. A su izquierda, ladies and gents, no se lo pierdan: una auténtica familia de coyas vendiendo artesanías. Vamos a detenernos cinco minutos para que puedan sacar unas fotos. No son bolivianos. Son indios autóctonos del norte argentino. Miren qué ropa tan colorida. Sí, claro, pueden tomar al niño en brazos para la foto. Sonrían. Apriétense un poquito más. Digan whisky. Quedó preciosa. Tiene ese toque folclórico, esa cosita National Geographic que sólo el Tercer Mundo puede dar. Sigamos el paseo. A su izquierda, una mujer dándole la teta a su bebé. Ni siquiera pide en voz alta. Lo da por entendido. Díganme si no es una postal dickensiana. Pueden notar que ya está nuevamente embarazada. El viejo Charles se hubiera hecho un picnic con este tipo de musas.

Hay otro hermanito que anda pidiendo. Algunos creen que es mejor no darles plata a los niños. Se habla de redes de niños que responden a un adulto, que obliga a sus víctimas a pedir para poder comprar vino, en lugar de ir a trabajar y mandar a los hijos a la escuela. Si no le das plata al niño, no estás avalando el sistema, y de paso te ahorrás unas monedas. Yo no sé si es tan así, pero prefiero comprarles un alfajor. Darles un alfajor, sonreírles y revolverles el pelo cariñosamente. Eso es. Así manda el manual del buen compasivo.

Cruzamos Perón y casi llegamos a Sarmiento. Detengámonos unos minutos para escuchar a los músicos. Ya sé. Un músico callejero no es un mendigo, pero éstos hacen algo interesante. Vale la pena prestar atención. Escuchen las canciones: Silvio Rodríguez, León Gieco, Zitarrosa, Serrat, Mercedes Sosa, Pablo Milanés. Se dan cuenta, ¿no? Esto no es música, es una extorsión. Apelan al socialista escondido detrás de la corbata. Miren a ese tipo cincuentón, de traje italiano y gemelos de oro, que canta el estribillo de «Playa Girón» con lágrimas en los ojos. El tipo se está acordando de cuando tenía veinte años y creía en todo eso de «un mundo mejor», se acuerda de cómo era antes, más flaco y pintón, de las minas que se levantaba en los bailes, de la barra de pibes del club. El tipo regresa al presente y le deja unas monedas a la banda. Vuelve a su oficina y a la foto de su mujer en la billetera. Su hora de almuerzo ya está por terminar.

Llegamos a Corrientes. Eso que está ahí, tirando de un carrito, es un cartonero. Esta especie rescata de la basura las cosas que se pueden vender. Son negros buenos. Ejemplares. Les enseñan el oficio a sus hijos. Les están mostrando el futuro. Antes trabajaban con carros tirados por caballos, pero esto removió la sensibilidad de la Sociedad Protectora de Animales. Es un esfuerzo inhumano para un caballo, arguyeron. Ahora la gente tiene que tirar de sus propios carros. Está bueno no ser pobre.

Llegamos a Florida y Lavalle. Vamos a parar a un puestito para comprar remeras del Che Guevara. Veinte pesos cada una. Es cierto, el Che ha salido muy buenmozo en esa foto. Su sonrisa de habano es algo irresistible. Además, la remera tiene una cita estampada en la espalda: «Sean capaces siempre de sentir, en lo más hondo, cualquier injusticia realizada contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Ésa es la cualidad más linda de un revolucionario».

En esta cuadra, además, se puede conseguir sexo barato. Dominicanas, paraguayas, misioneras, bolivianas, chaqueñas, haitianas, formoseñas. Parecen traídas en containers. Media hora por diez pesos. Completito. Por apenas diez dólares pueden comprar la remera del Che y media hora de sexo americano. Una verdadera bicoca. ¿No están de humor para sexo barato? ¿No están in the mood? Bueno, sigamos camino hasta Tucumán.

Ese muchachito que parece agonizar contra la pared es un auténtico adicto al paco. Lata, mono, kete, bazuko, esta sustancia tiene muchos apodos. El paco es la basura de la droga, aunque tenga el nombre de un amigo juguetón y compinche. La gracia del paco es que es muy barato. Estos negros son los peores. Un negro desesperado es un negro peligroso. Pero acerquémonos un poco. Sin miedo. Son inofensivos en este estado. Las marcas que tiene en el antebrazo nos dicen que ha conocido el reformatorio. A las prisiones para jóvenes les decimos reformatorios. Así suena más lindo, más reversible y optimista. Es difícil saber su edad. Puede tener trece o veinte. Un año de paco son como siete años humanos. Suman como los perros. Tiene la boca cuarteada y seca. La piel pegada a los huesos. Los ojos en blanco, como si ya no sirvieran para ver. El paco te mata en menos de dos años. Los puede matar a todos si no se hace algo. Muchos abrigan esa malthusiana esperanza.

Discúlpenme si les he cortado el apetito. Les voy a mostrar a un triunfador para que vean la otra cara de la moneda. Suele hacerse lustrar los mocasines a esta hora. Ahí está, escondido detrás del diario de finanzas. Señores: con ustedes el joven Tommy Alderete Olmos. Es un amigo de mi hermano, eran compañeros de rugby, pueden preguntarle lo que quieran. ¿Nadie se anima? Bueno, arranco yo. Contanos, Tommy, ¿qué porcentaje de la gente dirías que es pelotuda?

—¿Qué hacés, Mocho querido? ¿Cómo anda tu hermano? ¿Sigue en Estados Unidos? Mirá, el porcentaje de pelotudos es elevadísimo. Pero el tema no es ése, tengo amigos súper exitosos que tienen el coeficiente intelectual de un espárrago. El que fracasa lo hace por cobarde más que por pelotudo. Los perdedores no se animan a plantearse objetivos y jugarse la vida para conseguirlos. Punto. Todos tenemos un plan económico. El tema es que sólo algunos nos animamos a hacer algo al respecto. Nada más. Tomá por ejemplo a esos flacos de la otra cuadra, a esa manga de hippies, tirados en la calle con una guitarra y bolsas de artesanías. Si les preguntás su opinión sobre el dinero, te van a decir que la guita aprisiona, que la gente como yo es esclava del billete, mientras que ellos viven como quieren. Te van a decir que son re libres. Pero decime una cosa: de todas las calles que uno puede elegir en Buenos Aires para tocar la guitarra descalzo, ¿por qué eligen Florida, la calle más transitada y turística de la ciudad? ¿Por qué deciden pasar doce horas por día, muriéndose de calor sobre el asfalto de Florida, y no van a una plaza en Wilde o Lugano? Les voy a decir la razón: es una forma de maximizar sus ganancias. Se hace más plata en el Microcentro que en Lugano. Punto. Ojo que tampoco soy un desalmado. Toti me lustra los zapatos desde que yo era operador junior en la Bolsa de Valores. Diez años charlando todos los miércoles. Cuando le ofrecí ayudarlo con unos mangos se negó, pero me pidió que fuera el padrino de su nieto. Me quedé duro, pero después entendí. No conozco a Toti fuera de nuestra relación lustrador-lustrado, pero acepté. Está haciendo la mejor jugada que puede hacer. A Toti no le queda mucho tiempo, pero se va a ir sabiendo que su nieto conoce a alguien que siempre le va a poder tirar una soga. ¿Cómo me voy a negar si yo hago lo mismo? El noventa por ciento de mi éxito viene de saber cómo relacionarme. Me saco la galera por Toti. Si se hubiera avivado antes, quizá yo le estaría lustrando los zapatos a él.

—¿Seguís jugando al rugby, Tommy?

—No, Mocho, el rugby ya fue. A mí nunca me gustó mucho esa cosa del sacrificio y el equipo. Cuando sos pendejo está bien, sirve para contactarse. Ése fue el primer consejo que le di a Toti: mandá a tu nieto a la escuela pública, pero anotalo en un club de rugby. Cuanto más cheto sea el club, mejor. Conviene más invertir en contactos que en educación. Punto. Los negros tienen el fútbol, pero el rugby es la única esperanza de movilidad social que tienen los hijos de los porteros. A mi edad, lo único que sirve para relacionarse es el golf.

—Tommy, ¿qué significa esa pulserita roja y blanca con las siglas C.A.H.?

—Club Atlético Huracán. Es una pequeña debilidad que tengo.

—Un yuppie quemero. ¿Dónde se ha visto semejante cosa? Es casi un oxímoron.

—¿Un qué?

—Una contradicción. Me imagino que no fuiste criado en Parque Patricios.

—Aunque no lo creas, mi abuelo paterno, don Ángel Alderete, vivió toda su vida de zapatero en Parque Patricios. Pero no es por eso que soy hincha de Huracán. Es simplemente una excentricidad. Todos los aspirantes a millonarios tenemos una. Algunos adoptan mogólicos o nigerianos, o nigerianos mogólicos; yo elijo hinchar por Huracán. Punto. Se sufre mucho, no lo dudo, pero a la larga es menos engorroso. ¿Alguna otra consulta? ¿No? Bueno, mejor así. Me tengo que ir, Mocho, querido. Arreglamos uno de estos días para almorzar. Mandale saludos a tu hermano, haceme el favor.

¿No les pareció encantador? Ése fue Tommy Alderete Olmos: el as de la calle Florida. Sigamos viaje. Estamos por llegar a la Plaza San Martín y a uno de los hitos de esta calle. ¿Ven esa marca de tiza en el suelo a la entrada del restaurante? ¿Ven esas velas prendidas, esas virgencitas y ofrendas? Ahí murió un mendigo hace algunos meses. Días y noches pasaba tirado ahí. Ésa era su casa. Ahí dormía, meaba, comía y cagaba. Todo lo hacía en silencio. La gente caminaba por encima de sus piernas estiradas sin que él se molestara. Pasaron exactamente tres días entre su fallecimiento y el momento en que alguien se dio cuenta de ello. Durante tres días los peatones pasaron sobre su muerte sin siquiera notarla. Su cuerpo era apenas un escalón más para acceder al restaurante internacional. ¿Se dan cuenta? La metáfora es tan explícita que me da vergüenza decirla.

Al tercer día, el olor y las moscas terminaron por delatarlo. Mi kinesióloga trabaja en el edificio de al lado. El rugby me ha dejado las cervicales a la miseria. Se llama Natalia y es una buena mujer. Quiere a su esposo y a sus hijos, paga sus impuestos, escribe pésimos poemas de amor y a veces llora con las telenovelas venezolanas. No me di cuenta de que estaba muerto, me dijo cuando le pregunté. Nadie se había dado cuenta. Nadie lo había visto morir. Para él, la muerte no había sido un gran cambio. Había sido imperceptible, como la de una tortuga. La pobre Natalia se siente culpable ahora.

Ya sé. Buenos Aires es una gran ciudad: hay ricos y pobres. Chocolate por la puta noticia. Pero algo anda mal cuando una buena mujer camina por encima de un muerto sin darse cuenta. Algo anda decididamente mal.

¿Por qué digo todo esto? ¿Por qué este paseo? Tiene algo que ver con la historia. Ya verán. Ésta es la historia de una noche de sábado. No me la contaron, yo estaba ahí. ¿Para qué reconstruirla? Bueno, para que me quieran un poco.