Epílogo
Al despedirnos, Antonio García Barón me hizo tres encargos: que le enviara una lupa de tamaño grande y libros de texto para sus hijos, y que saludara en su nombre al amigo, al hermano de la infancia en Monzón, Ramón Raluy Atanasio. «Ramón, que tenía muy buena memoria, podrá contarle muchas cosas de nuestro pueblo y de nuestra infancia. Dígale que le recuerdo con cariño».
Ramón, que trabajó en la Confederación Hidrográfica del Ebro, que fue concejal, teniente de alcalde y hasta alcalde durante unos meses y presidente de la Cruz Roja local, se sintió emocionado cuando le transmití los saludos de su amigo Antonio desde la lejana República del Quiquibey. Le pedí que me hablara de Antonio, de la vida en el pueblo durante aquellos años de la infancia, de los primeros días de la guerra… Lo hizo con mucho gusto y excelente memoria, todo ello enriquecido con textos de su libro Monzón, mi ciudad, 1920-1950 (edición del autor, Zaragoza, 1982). Este es el testimonio de un mundo, de una época, de unas costumbres y de unas gentes que tienen mucho que ver con el protagonista de esta historia.
* * *
Antonio García Barón fue amigo queridísimo mío en aquellos turbulentos años treinta, hasta que a los catorce se alistó como voluntario en la Columna Durruti. En 1936, hace casi sesenta años, lo vi por última vez. Marchaba al frente con los anarquistas, entre banderas rojinegras y puños en alto, mientras cantaba: «Negras tormentas agitan los aires. Nubes oscuras nos impiden ver. A las barricadas, a las barricadas, con el triunfo de la Confederación».
En la calle Nueva, donde ambos nacimos, y en la de Joaquín Costa después, en aquel entrañable Monzón de la anteguerra en el que todos nos conocíamos, surgió una gran amistad entre los padres de Antonio y los míos. Y si por esa circunstancia habría sido lógico que también los hijos hubiéramos sido amigos, esta amistad entre Antonio y yo rebasó esos límites: nos sentíamos fraternalmente unidos. De tal modo que, salvo en los horarios del colegio, que llevábamos con distinto maestro, nuestras vidas, nuestras muchas aventuras y nuestras inquietudes discurrían paralelas. Mejor dicho: yo me convertí en el más devoto de sus admiradores, y sus decisiones y sus actos eran para mí casi tan sagrados como las lecciones que en la Doctrina Cristiana nos hablaban de Dios.
Sí, porque Antonio tenía «algo» distinto, una personalidad superior a la de los demás; era un auténtico líder al que todos respetaban y seguían.
El padre de Antonio era pastor de su propio y numeroso ganado lanar: un ganadero. Por lo tanto, su vida transcurría durante las horas diurnas en el campo; pero sin permanecer ajeno a los aconteceres ciudadanos ni a las inquietudes culturales de sus hijos (Antonio tenía un hermano mayor llamado Ángel), a los que les proporcionaba los medios necesarios para su formación.
La madre, doña Francisca, de profundas convicciones religiosas, aunque de ideas más bien republicanas como su esposo, era un prodigio de sabiduría; era inteligente por naturaleza. Esa era a mi entender la principal razón de la arrolladora personalidad de Antonio. Para que el lector pueda hacerse idea del valor de esta mujer, puede sernos suficiente este pasaje de su vida ocurrido en la plaza de la República. La República había sido recibida con entusiasmo al son del Himno de Riego. El presidente del Centro Republicano gritó desde el balcón: «Monzoneses, la República ha entrado en España sin una sola gota de sangre: ¡Viva la República!». Corría el año 1934. En los porches del Ayuntamiento, donde se colocó un estrado de cara a la plaza abarrotada de público, un partido político daba un mitin cargado de insultos y amenazas a sus antagonistas. Aquello, que como todos sabemos era por entonces el pan nuestro de cada día, no tenía para mi familia ningún interés. Pero mi madre, como era noche veraniega y calurosa, me invitó a dar un paseo. Al pasar accidentalmente por allí, y al ver tanto gentío, nos sumamos por curiosidad a aquellas gentes enardecidas en su mayoría. Pasaron unos minutos y los insultos arreciaron de tal forma que un hombre, al parecer del partido insultado, subió al estrado pistola en mano y al momento sonó un disparo. La gente echó a correr, asustada. Al llegar a nuestra casa, mis piernas temblaban como si fueran de alambre y fue mi padre quien hubo de serenarnos aunque no logré pegar ojo durante toda la noche. Aquello se ponía feo. Al día siguiente se comentaba el caso en la ciudad y todos aseguraban que gracias a doña Francisca, la madre de Antonio García Barón, no hubo allí una tragedia; como se encontraba cerca del agresor, se abalanzó sobre él y le forzó hasta que el disparo salió hacia el cielo; mejor dicho, al techo del porche.
Cuento esto porque, como antes he señalado, es un fiel retrato del comportamiento, del coraje y del sentido de la justicia de nuestro personaje, Antonio. Eran personas siempre dispuestas a practicar el bien y a sacrificarse por los demás.
Yo, además de vivir las aventuras propias de la edad, podía ir al colegio del mismo modo que lo hacían Antonio y su hermano Ángel. Pero en aquel Monzón, entonces más bien agrícola, de cinco o seis mil habitantes, lejos de los quince mil de hoy, muy pocos chicos podían tener ese privilegio. Y, como los hermanos García Barón, también estudiaba música con el mismo profesor, don José Laplana (el Moro). Pero al ser dos años menor que Antonio y algunos más que su hermano Ángel, iba más retrasado que ellos y no podía tocar el violín más que en los ensayos, mientras ellos eran ya unos profesionales. Pero en verano nos asábamos en el estudio, por lo que Antonio, siempre con una imaginación desbordante, le sugirió al maestro que estudiáramos en el huerto que tenía cerca de su casa, donde el aire y las copas de los árboles hacían que nos sintiéramos a gusto.
El liderazgo de Antonio no era impuesto ni votado en su numerosa cuadrilla de amigos. Más tarde leí en mi paisano Gracián algo que le iba de perillas: «Brilla en algunos un señorío innato, una secreta fuerza de impero que se hace obedecer, sin exterioridad de preceptos, sin arte de persuasión». Era bueno y fuerte, el jefe, porque así se lo reconocían tácitamente. Pero sus consignas estaban desprovistas de maldad; muy por el contrario, era fiel defensor de los débiles. Y si las bromas que su imaginación generaba podían resultar pesadas, se deshacía después en atenciones hacia su «víctima», que lejos de molestarse, se lo agradecía por lo que de enseñanza podía tener.
Antonio contribuyó en gran medida a mi formación en aquella infancia en la que todo era pecado y tantos tabúes nos atenazaban. En una ocasión, y como relato en mi libro Monzón, mi ciudad, 1920-1950, íbamos de romería entre olivos milenarios a la ermita de Nuestra Señora de la Alegría, que cada año se celebra los lunes de Pascua. Lo hacíamos por el antiguo camino, en el que en un lugar determinado hay una gran roca llamada la Peña del Cascabel, donde según una vieja leyenda habita una gigantesca serpiente de cascabel, cuyo tintineo se oía con sólo aplicar el oído a la piedra. Entre el temor por el crótalo y la ilusión de descubrir lo que de la piedra se decía, puse toda mi confianza en Antonio; con él nada me podía pasar. Al colocar mi cabeza junto a la roca, me preguntó si oía algo, el ruido que hace la cascabel con unos repliegues endurecidos que quedan después de la muda al final de la cola. «No oigo nada», le dije. Y poco a poco, y mientras me seguía preguntando, los golpes de mi cabeza sobre la piedra, impulsados por sus manos, eran cada vez más fuertes; hasta que caí en la cuenta de que la serpiente era mi cabeza. Así desvelé el secreto de la Peña del Cascabel. ¡Qué suerte la mía! Como cuando descubrí lo de los Reyes Magos o que los niños no los traían de París; me sentía ya un hombre mientras los de mi edad seguirían en la ignorancia. Todos estos ritos de iniciación se los debo a Antonio.
Sí; Antonio era un líder nato. Y yo era su amigo. Con su sola presencia se calmaba cualquier algarada; con cuatro palabras convencía a todo un ejército de chavales. Se hubiera sentido triste de haber tenido que propinar algún sopapo. Un día, al salir de la Doctrina Cristiana en Santa María, donde nos preparábamos para la primera Comunión, tuve la mala suerte de que unos chicos mayores que yo se metiesen conmigo por codiciar unos bonitos cromos Nestlé. Habría sido muy difícil conservarlos de no haber aparecido Antonio en aquel momento. Su sola presencia dejó a todos calladitos: «Es amigo de García», decían entre ellos. Con eso bastaba; tales eran su autoridad moral y su magnetismo.
Los domingos íbamos al cine Kursaal, que valía veinticinco céntimos en «gallinero». Pero Antonio no podía consentir que fuéramos menos que los señoritos que iban al moderno cine-teatro Goya, que costaba el doble. La solución la daba yéndonos a su casa y, mientras yo tenía la pretensión de que entretenía a su madre, él, valiéndose de un cuchillo, sacaba de una hucha de barro las monedas de cobre necesarias para los dos. El problema mayor sería luego el de su conciencia ante su hermano, «socio capitalista» del ahorro. Alguna solución tendría porque él era caritativo, fiel, honrado, valiente, estudioso…
La casa de uno de sus amigos daba justo frente a la suya por la parte trasera; y como era muy imaginativo, tenía un sistema de comunicación para ponerse de acuerdo a la hora de salir sin que nadie de casa se enterara. Salía Antonio a la terraza y empezaba a dar voces como si llamara a un gato: ¡michino… michino…! Si el amigo estaba listo, la respuesta debía ser: ¡miau… miau…! Si no contestaba, es que había moros en la costa.
Viví con Antonio —Antonié le llamaba, yo era Ramonín— experiencias familiares muy intensas derivadas de males sufridos por causas de brujería. En aquellos años no era raro aún encontrarse con estas situaciones. Quizá aquel fuera uno de los motivos que más marcaron la vida de Antonio, por lo que tuvo que ver y descubrir a través de una gran mujer, la vidente doña Francisca, que curó a su hermano. Pero eso sería adentrarnos en un terreno difícil que podría llevarnos a ser acusados de ignorantes o de faltos de preparación cultural, cuando fue todo lo contrario, como podríamos demostrar.
Hurgando en esa infancia vivida junto a Antonio García Barón, podría recopilar un sinfín de anécdotas curiosas que nos irían definiendo la personalidad de este hombre. Creo sin embargo que no es necesario insistir más en ellas porque lo que interesa al lector es esa vida intensa y cautivadora que el autor de este libro nos cuenta, después de que mis contactos se pierden cuando en 1936, a los catorce años, se incorpora a la Columna Durruti para empezar su odisea.
Acaso, y como dato de mucho valor para calibrar la valentía de este hombre, debería remitirme al testimonio de compañeros suyos en el campo de concentración, que me explicaban cómo, ante las horribles torturas a las que fue sometido por los alemanes, hasta el extremo de partirle la columna vertebral, no le oyó nadie el más leve quejido ni el más pequeño de los lamentos. Tanto fue así que finalmente le felicitaron sus torturadores, siendo quizá el principal motivo de que salvara su vida después de aquel infierno. Con Antonio no podía ser de otra forma.
Pero esto fue también motivo de que su madre, que tuvo noticias de él y sabía que estaba con vida, jamás diera a nadie explicaciones de su paradero. El temor de esta mujer por su hijo la llevó a vivir dos o tres años escondida en un pajar, desde que las tropas de Franco tomaron Monzón, hasta que, medio trastornada por el encierro y sus muchas horas de lectura, alguien logró convencerla de que nada le iba a pasar, pues la liberación de Antonio por las tropas norteamericanas ya se había producido y Ángel, el hijo mayor, había sido liberado también de un campo de concentración español en Marruecos. La de Ángel terminó por convertirse en una turbadora imagen, se paseaba por el pueblo tocando el violín. Manuel Leguineche publicó con Jesús Torbado un libro titulado Los topos con este tema de las personas escondidas tras la guerra. Aquí en esta ciudad altoaragonesa se dieron algunos casos; y el de esta mujer, la madre de Antonio, es bien conocido.
El Monzón de Plaza Arriba, con sus burras, y el de Plaza Abajo, con sus muías y carros, era ejemplo de una agricultura intensiva de judías, alfalfa, habas, trigo, cebada, maíz, aceite y vino, que se complementó con el cultivo de la remolacha al instalarse la azucarera. Y sobre todo, se mantenían por parte de un numeroso grupo de hortelanos los antiquísimos cultivos de frutas y hortalizas. La estampa pintoresca de las caballerías de Monzón con su preciosa carga de hortalizas y frutas, entre las que destacaban las mundialmente famosas cerezas, se prodigaba por todos los caminos. Las ciruelas Claudias se facturaban aquí por vagones, ya secas y elaboradas con destino a Londres y otras capitales europeas. Y las judías caparronas, cuyas cosechas anuales sobrepasaban los doscientos mil kilos, salían con destino a todos los mercados nacionales. Los cultivos de judías y remolacha se practicaban a mano, con azadas, y la siega de cereales se llevaba a cabo con dallas y falces, que dejaban la garba más peinada y con menos pérdidas que las revolucionarias máquinas segadoras. La construcción de la azucarera de la Compañía Peninsular hizo que cambiaran la fisonomía, las costumbres y la vida social de Monzón de tal forma que una nueva era daba comienzo en la ciudad a partir de su puesta en marcha en 1929, cuando mi amigo Antonio contaba siete años.
Como cuento en Monzón, mi ciudad, los azucareros que llegaban a Monzón, al oasis en medio del desierto, tenían un sueldo fijo de diez pesetas. Eran la admiración de las mocitas, la satisfacción de los propietarios de bares y tabernas, y la envidia de los mozos del campo. Al contrario de lo que he visto en Andalucía, donde limpiaban la remolacha de pie, aquí las mujeres trabajaban de rodillas, rara vez sentadas, cubiertos sus hombros y espalda con toquillas de lana, y el cuerpo y las piernas con largas sayas. El transporte de la remolacha se efectuaba en aquellas famosas camionetas de Guarne y Francisco Llamas, alias el Roco. Había quien aseguraba que el Chevrolet del Roco sólo andaba cuando éste, encontrándose con piezas de más en las manos después de revisar el motor, sacaba el cuchillo de la faja y amenazaba a la camioneta: «O te pones en marcha o te rajo».
En aquel Monzón de la preguerra, cada casa comercial estaba especializada en algo y eran tan fieles sus parroquianos que hacer cualquier compra de esa especialidad en un establecimiento que no fuera el suyo representaba un sacrilegio. ¿Quién le decía a mi abuela que el chocolate de Juan Lacasa y Hermano de Jaca lo podía adquirir en otra tienda que no fuera Casa Sopeña, apodado el Diablo Triguero, en la calle Mayor? ¿En qué tienda podrían comprarse mejor aquellas alpargatas de suela de «cañimo» que valían una peseta, o las de suela de goma que por tres reales me compraba en aquel establecimiento? ¿Cómo hacerle comprender que la pana y los tapabocas de otros comercios de tejidos eran iguales a los que se vendían en Casa Ríos? Y ¿qué camisas podían parecerse más a las que aún llevaba mi abuelo, tejidas en casa hacía muchísimos años con el «cañimo» propio, que las que tenían en Casa de Carrasquer en la misma Plaza Mayor? ¿Cómo iban a ser así de fuertes y resistentes las de Almacenes San Pedro, una cadena de tiendas provinciales que osaban introducir géneros modernos? No, las compras no podían llevarse a cabo sin aquella devoción y aquella fe.
Mi casa, como la de Antonio García Barón, estaba situada en la calle Nueva. Mis abuelos maternos no sabían leer ni escribir. Que los chicos fueran a la escuela lo consideraban un lujo de «siñoricos». Nuestra infancia no rimaba del todo con la de aquellas grandes cuadrillas de niños que se pasaban la vida en el campo y que por las noches o en los días que por lluvias o inclemencias del tiempo se libraban de ir a él, establecían su cuartel general en el portal de Lérida o en la plaza de Santo Domingo, organizando juegos de todas clases los más pequeños y planeando golpes los mayores para asaltar los huertos y ferrinales del contorno y hacerse con las mejores frutas. Y todo más por el placer de la aventura que por la necesidad que de ellas tenían.
Sí; quizá Antonio y yo fuimos unos niños privilegiados. Yo podía ir a la escuela a pesar de la opinión de mis abuelos y a pesar de lo anormal que esto era para los hijos de los pequeños agricultores. Yo no asaltaba huertos y pude ir a la escuela porque mi padre pensaba de modo distinto al de mis abuelos. Por otra parte, mi padre, aunque hijo de agricultores, trabajaba desde 1929 en la Confederación Hidrográfica del Ebro, lo que suponía un jornal diario de 6,80 pesetas, lo que, unido a las tierras, nos permitía llevar una vida desahogada. Mi madre me tenía señalado el campo de acción desde la esquineta del herrero Sastre las Mieles, en la calle Mayor, hasta el portal de Lérida. Una de mis primeras aventuras consistió, una fría tarde de enero, en saltar la cicoleta (pequeña acequia) con una larga caña a modo de pértiga. En el primer intento caí al agua calándome hasta la cintura.
Cuando daban comienzo las hostilidades entre bandas rivales, cada chico de Monzón comprendido entre los diez y los dieciocho años iba provisto de su honda y de su tirador, fabricada la primera con la mejor badana y el segundo con gomas sujetas a una horquilla de hierro o recio alambre. Yo no participé en batalla alguna. Las referencias que puedo dar de ellas son las recogidas en los diferentes partes de guerra, oídos cada noche en los mentideros formados en la retaguardia por los principales protagonistas. Ramón J. Sender en Crónica del alba refleja parecidos conflictos entre los chicos de Albalate y Alcolea del Cinca. Una cualquiera de esas peleas podría dar como resultado esta crónica: «Sobre las tres de la tarde, los bandos de Plaza Arriba, capitaneados por Simón Bonet (Camarada) el Petit, José Antonio (el Esquilador) y otros grupos de no menos importancia y arrojo como los formados por los hermanos Montaner (los de la Regina), los Abizanda (los de Auresa), se dispersaron sobre la falda del Morrerón, emprendiendo su ascenso con suma cautela por haber tenido noticia confidencial de que las cuadrillas de Plaza Abajo pudieran estar apostadas en la cúspide. Cuando todo parecía indicar que el ascenso iba a ser fácil, empezaron a llover las piedras por todos los lados. Sin embargo, cuando más desesperada era la situación, se desplegaron por ambos lados otras cuadrillas, que cercaron a los atacantes naciendo varios prisioneros, mientras el resto huía monte abajo…». Estos enfrentamientos entre bandas rivales dieron paso a combates mucho más crueles: la guerra civil de 1936-1939.
Don Antonio Teixidó, don Juan Permisan, don Antonio Charlez el Manco, don Sebastián Teres y don Babil Mayoral, grandes maestros, nos enseñaron entre otras cosas Urbanidad y Familia, dos asignaturas que han desaparecido de los planes de estudio de la enseñanza primaria. Se pierde la familia, se pierde la urbanidad.
Así fueron pasando los cinco años que precedieron a la guerra, con la que terminaron, de forma abrupta cuando tan sólo contaba doce años. Lo demás lo aprendimos en las aulas de la vida. En aquellos años de nuestra infancia sabíamos que a los mayores había que respetarlos como algo sagrado y que había que cederles la acera; que a los inválidos o ancianos había que ayudarles a cruzar la calle; que a las señoras había que cederles el asiento; que a los necesitados había que prestarles ayuda; que en las visitas no debíamos sentarnos si no nos lo indicaban los mayores y no debíamos hablar si no nos preguntaban; que los padres merecían profundo respeto; que no debíamos burlarnos de los defectos físicos de las personas; que debíamos acoger con hidalguía a los forasteros y atenderlos en sus necesidades…
Las estufas de la escuela estaban siempre sin carbón, a expensas de la leña que pudiéramos llevar los chicos. El frío calaba hasta los huesos. Nuestras manos se veían en muchas ocasiones incapaces de sujetar la pluma. Había que aprovechar la media hora de recreo y correr por la plaza para que nuestros cuerpos se reanimaran. Era tal el frío que allí llegamos a pasar que cualquier comentario al respecto se quedaría corto. Quizá pueda reflejarlo esta anécdota: era costumbre de la época que los retratistas, con aquellas cámaras del pajarito y del magnesio, con sus altos trípodes y sus negros faldones, retrataran en grupos a los niños de todos los colegios. Otra cosa era que todos aquellos niños tuvieran dinero para poder quedarse con un retrato de grupo. Pues bien; un frío día de invierno nos sentaron para tal menester en la escalinata del jardiné que daba acceso a la escuela. Yo había ido al retrete antes que el fotógrafo disparara el magnesio. Como llevaba un traje de pana nuevo, con los ojales de los botones muy inflexibles, me fue imposible abrocharme la bragueta. Mis manos estaban completamente heladas. Me pusieron sentado en primera fila. La única forma en que no se me viera la abertura, ya que no pensé en juntar las piernas, era poner las manos delante en lugar de hacerlo en los bolsillos. La pose resultó cómica en extremo porque el señor del pajarito debió de tardar media hora en disparar la máquina. Sólo nos recuperamos al llegar al fogaril, donde mi madre pudo abrocharme la bragueta del pantalón de pana.
En quinto curso hubo cambio de clase. Cuando llovía, las goteras inundaban la sala. Las ratas campaban por sus respetos en nuestras propias narices. Sin embargo estos inconvenientes no frenaban nuestra ilusión por el estudio ni la compenetración con el maestro. Un día o dos por semana la clase se trasladaba al campo. Allí aprendimos a medir un árbol, un poste o cualquier altura por su sombra; en aquellas lecciones al aire libre oímos hablar de la ley de la gravedad y medíamos la velocidad que un cuerpo tirado desde lo alto llevaba al caer; medíamos superficies de diferentes terrenos, formando figuras geométricas que nos daban la extensión exacta de las parcelas, por difícil que fuera su configuración. En aquellas excursiones construíamos grandes mapas orográficos de España y hacíamos que discurriera el agua de sus principales ríos y sus cuencas por sus vertientes Cantábrica, Atlántica y Mediterránea. La construcción con cortezas de pino de figuras diversas, cometas y planeadores que izábamos al aire completaban las jornadas campestres de aquella agradable época estudiantil que terminó en el verano de 1936. Empezaron a verse pistolas y malas caras por todas partes.
Después del colegio asistía a las clases de la Doctrina en los locales de la parroquia. Aquella frase de nuestros abuelos «Vas a ir más derecho que la caña de la Doctrina» empezaba a perder vigencia.
—A ver, Manuel: ¿qué es el dolor? —preguntaba el cura.
—Dolor, dolor… es… entrecavar panizo con la calor…
—Ja, ja, ja, ja —se reían los revoltosos.
—¡Silencio! —decía el cura. Y el cañazo descargaba sobre alguna cabeza.
—Que se atreva a pegarme el cura. ¿Sabes lo que hizo ayer la cuadrilla de mi hermano? Cuando el cura pronunciaba el sermón, entraron en la iglesia y esparcieron polvos de estornudar.
—¡Silencio he dicho! Tú: ese que está hablando. A ver, ¿cuántos dioses hay?
—Uno en cada casa…
—Ja, ja, ja, ja… La otra tarde los curas iban de paseo con el barón de Eroles por la vía adelante y les gritamos «Cuervos, cua, cua, cua». «Joaquinet, le decíamos al barón, a esos cuervos les sabrás dar las perras (monedas de cinco y diez céntimos)».
—¿Y no os dijeron nada?
—Sí; nos encorrieron y uno se remangó la sotana y casi nos coge. Pero nos metimos por el puente del ferrocarril del Sosa y allí no se atrevió ya a pasar. Ya sabes que si viene el tren, te lleva por delante. ¿No te acuerdas cuando cogió al abuelo del Michino, que lo deshizo y aún vimos parte de sus manos cortadas en la vía?
Por temor a los piojos pocos chicos llevaban el pelo largo. Cabezas al cero y frotadas con engüento soldau eran la mejor prevención para que no aparecieran cubiertas de liendres. Para mi primera Comunión me dejaron crecer el pelo. Zapatos de charol de Casa Malos, traje azul marino de Casa Carrasquer, camisa y ropa interior de los Almacenes San Pedro. El devocionario, el rosario y la cruz me los prestó mi amigo García Barón. La iglesia, Santa María; donde me bautizaron y confirmaron, donde me casé, donde bauticé a mis hijas y donde cantaron los funerales por mis abuelos y por mis padres. Ayuné desde las doce de la noche. Mi abuela materna, nada más terminar la ceremonia de la Comunión, hizo que comiera en la misma iglesia una onza de chocolate de Juan Lacasa.
El almuerzo se celebró en casa, en familia. Sin ostentaciones, pero mejor que la fiesta de la primera Comunión de mi padre, que me contaba cómo ese día estrenó las primeras alpargatas (siempre llevaba abarcas) y se comió el primer huevo frito entero de su vida. Hubo regalos, atenciones, besos y el consabido: «Ahora ya eres un hombre». Visitas de rigor a todos los familiares por lejanos que fueran, acompañado de la abuela. «¡Marta, Joaquina, Josefa, Pilar, Antonia! ¡Esta noche, a las ocho, rosario por la muerte de la señora Manolina…, la del señor Marianet, el de Garrón! ¡Entierro… mañana a las cuatro de la tarde!». Así anunciaron el entierro de mi abuela materna. Las campanas tocaban «a lo pobre» —repique lento de una sola campana—, «a medio cabildo» —tañido de la mitad de las campanas— o a «to bando» —repique de todas las campanas—; según los posibles del muerto. Cada vez que fallecía alguien, se oía el pregón del entierro por todas y cada una de las esquinas de la ciudad, o de puerta en puerta de cada casa si era preciso. Juana la Avisadora daba pelos y señales del difunto, mencionaba los apodos de la casa para que no pudiera haber duda alguna de quién se trataba ni nadie pudiera alegar que no se había enterado. Con Juana la Avisadora desapareció en los años cincuenta una costumbre de siglos. Juana era pequeña de estatura, enjuta de carnes. Cuando se ponía en jarras desgranando aquellas retahílas de los nombres de todas las mujeres de Monzón, porque a todas las conocía, tenía el donaire y la gracia que sólo las grandes actrices son capaces de transmitir a su público.
En 1934, como cuento en Monzón, mi ciudad, mi abuela materna, que había sido sirvienta de don Ángel Dumas, me pidió que durante unos días y hasta que encontrara nueva criada, le ayudara a la señorita Paca, dueña de Casa Salazar y pariente de los Dumas. Tenía yo once años.
—Ramonet —me preguntaba la señorita Paca—: ¿qué hacemos hoy para comer?
—Pero ¿qué sé yo de eso?
—Mira: ve a casa de Patricio y que te ponga un brazuelo de a real, tres perretas de tocino, una perra gorda de hueso, otras tres perretas de tocino y un real de gallina: hoy haremos cocido.
Las derechas, las izquierdas, la República, la Falange… Entonces empecé a observar a unos y a otros y comprendí que los mítines que se daban en la Plaza Mayor, y que hasta aquel momento interpreté como fiestas, tenían otro contenido. Desde aquellas fechas vi que en los rostros de los manifestantes se traslucía el odio y que sus frases eran cada vez más ofensivas. Se perfilaba —decían— el enfrentamiento final entre las dos Españas. ¿Qué querrían decir con lo de las dos Españas?
Pronto llegaron las primeras prostitutas, que, al establecerse junto al hotel Banzo, se autotitularon «camareras» del Café de España. «Buen ganau ha traído la Cándida estos días», aseguraban los clientes. La Cándida, mujer guapa y fornida, era la «dueña». El Café España fue piedra de escándalo, pero no sólo por razones morales. El escándalo lo protagonizaban las esposas y las madres que, en ocasiones, acudían a la puerta del Café para esperar la salida de sus lujuriosos hijos o de sus adúlteros cónyuges. El Café España se trasladó luego a un lugar más discreto, en las afueras de la ciudad, donde las broncas fueran menos sonadas. El nuevo café disponía de puertas falsas para que mientras la esposa esperaba con las uñas afiladas la salida del infiel, este saliera corriendo por la puerta («fornix» lo llamaban los romanos, de ahí lo de fornicación). El marido llegaba a su casa antes que la esposa, y alguno tenía el descaro de pasarle cuentas por la ausencia del domicilio conyugal a tan altas horas de la madrugada.
Los solteros sin recursos llegaban a desvalijar los graneros y los corrales. Conejo «sartenero», camarera concedida; pollo tomatero, noche de juerga asegurada; «doble» (doble decalitro) de trigo, deseo satisfecho. Nos decían que aquellas mujeres eran malas. ¿Por qué malas? Veíamos que los hombres entraban allí medio a escondidas. ¿Por qué se escondían? Los padres se salían por las ramas cada vez que tocabas el asunto. Tenía que ser el sabiondo de la banda, el que ya era «hombre», el que diera las explicaciones, que sólo contribuían a confundirnos más.
—Mirad, la camarera se desnuda y el hombre…
—Pero…
—Nada. Tú, chaval, vete que eres un mocoso y no lo puedes entender. Además ahora subiremos al tejado del pajar de Rosalía y los veremos en la cama.
En efecto, después de una lección teórica del que ya era «hombre», se subían al tejado del pajar, cuyo rasante coincidía con las ventanas de las habitaciones, y aprendían la lección práctica si antes no llegaba el dueño del pajar, que, haciéndoles correr de punta a punta del tejado, contribuía al rompimiento de tejas y al cierre precipitado de indiscretas ventanas.
La Cándida tenía una hija que jugaba con nosotros después de salir del colegio. Era muy desarrollada y vivaracha. Lo que más nos llamaba la atención era el despilfarro que hacía tirando los bocadillos de carne de membrillo, de jamón o embutido. En ocasiones cambiaba varias veces de merienda. Esto, visto por unos chavales que en su mayor parte iban provistos de un «zoquete» de pan con vino, era motivo de verdadera sorpresa. Alguien decía entonces que su madre, la Cándida, hacía un gran negocio. ¿Negocio que los hombres se acostaran con las «camareras»? Un misterio de la infancia.
El acarreo de las mieses a las eras producía una aglomeración tan grande que podía compararse a un gigantesco hormiguero, en el que mientras unos miembros forman largas hileras cargados, otros emprenden de nuevo el camino que lleva a las provisiones. Este acarreo que había estado precedido de unas agitadas jornadas de siega, compaginadas con la plantación de la remolacha, la siembra de las judías y el corte de la alfalfa, se realizaba también alternándolo con el entrecavado y enrame de las judías y con la trilla, que debía terminar como más tarde para «la Virgen de Agosto».
De esta forma se multiplicaban los miembros de cada familia. Así, en nuestro caso, mientras mi abuelo se quedaba haciendo algunas de las labores mencionadas, yo emprendía los viajes a la era. Y empecé a tan temprana edad que esta labor, aunque mi abuelo me cargaba las caballerías y mi abuela me las descargaba en la era, me hacía pasar verdaderos tormentos por los caminos cuando se me entorcía la carga. Porque no sólo no me veía con fuerza para desentorcerla, sino que ni siquiera llegaba a la altura de los ramales.
Cuando las mieses eran suficientes para hacer «pallada» (mies extendida sobre la era), se alternaban los del acarreo con los de la trilla. En muchas ocasiones no soplaba la «marinada» (viento de levante o venido del mar) para aventar y teníamos que dejar la «pallada» amontonada a la espera de ese viento, que a veces tardaba algunos días en llegar. El espectáculo de la trilla era maravilloso. Cientos y aun miles de personas de ambos sexos, de todas las edades, competían de forma amistosa en las faenas del campo. Al amanecer había que meter en los pajares la «sierra de la paja», de la mies del día anterior. El grano se había trasladado al granero aquella misma noche. Se tendían a continuación los fajos de mieses para una nueva jornada, de acuerdo con las caballerías y trillos de que disponía cada uno. En modo alguno se podía pasar de las cinco de la tarde sin haber hecho paja. El tren correo, que normalmente pasaba a las cuatro y media de la tarde era la señal. El hecho de ser los primeros en «dejuñir» (desuncir) era la aspiración y el orgullo de cada uno. Mi abuelo tenía la mala suerte de competir en desventaja con los medios de una casa rica: la de Playán. Mientras nosotros trillábamos con burras y pedreñas, ellos lo hacían con buenas muías, trillos «diablo» o de discos metálicos dentados. Por mucho que se arrearan las burras, nunca era posible «hacer paja» antes que ellos. Aunque mi abuelo deseara fervientemente que un día soplara el cierzo que llevara el polvo a la eruela de su vecino, la verdad es que todos los días nos empapuzaban echándonos a nuestra era todo el polvo. Por contrapartida, había una parte buena: la conformidad de las gentes ante la suerte de cada uno. Las canciones contagiaban el optimismo de unos a otros.
Los chicos cantábamos a coro la canción:
El sastre las Mieles
tira perretas
Y si no las tira,
que se vaya a hacer puñetas.
Los carnavales movilizaban a toda la población. La frase «Mascareta: ¿me conoces?», la pronunciaban los disfrazados en los bailes. Los vecinos de Plaza Arriba celebraban una «boda mora». Acompañando a los novios a caballo asistieron más de un centenar de invitados ataviados al estilo de los árabes.
Los herreros apodados Sastre las Mieles, grandes profesionales en el arte del forjado de hierro, sabían también preparar grasas y pomadas curativas que extraían de lagartos y culebras. Cualquier persona que sufriera de forúnculos, rozaduras o afecciones de la piel se curaba con esos ungüentos. Los herreros amaestraban cuervos y garzas, que dejaban sueltos por las calles y los chicos jugábamos con ellos. En las calles de Monzón se oían los pregones precedidos de toques de corneta: «Tararí… se hace saber… al que quiera comprar… sardineta de Tarragona… en casa Esteban se vende». Un pregón costaba dos pesetas allá por los años treinta, diez en los cuarenta y veinticinco pesetas en los cincuenta.
Vimos deambular por nuestras calles a la señora Esperanza y al señor Antonio el Apañaor. Y también el abuelo apodado Jabón que pregonaba: «se vende jabón, peines y todo lo demás». Ese «todo lo demás» estaba cargado de intención. Sus dientas sabían que llevaba chocolate, que compraban a escondidas; era poco menos que cosa de niños y enfermos. A los que se unían los afiladores gallegos, los «quinquillaires» y los gitanos con su obra de sarga cogida en el río a falta de mimbre. «A la sal en cuenta, trapos y alpargatas», pregonaba la señora Esperanza. «¡El estañaor y paragüero! ¡Se arreglan pucheros… cazuelas… cuencos… y paraguas!». Con esas voces recorría la calle Antonio el Apañaor. Llevaba con él su propia industria, un fogón portátil, unas barritas de estaño, unas grapas de alambre para coser rajas de cuencos, tinajas y unas varillas de paraguas. Su mujer adquiría todas las pieles de conejo a cambio de alfileres, beta blanca y negra, corchetes, botones y otros objetos del mismo valor.
La matanza del cerdo (matacías de los tocinos) era todo un acontecimiento. El abuelo tenía como misión hacer de fogonero. Procuraba que el fogaril estuviera siempre a punto para que el caldero hirviera cuando fuera preciso. El «joven» que ya tenía preparados los fajos de aliagas, fajuelos de vides o ramas de carrasca u olivera que había traído con las caballerías, estaba dispuesto para ayudar a los matarifes a sacar el cerdo de la corraleta y sujetarlo cuando llegaba la hora del sacrificio.
El señor Carlos (Carpi) y el señor Blas (Mollera) fueron los que durante largos años sacrificaron todos los puercos de la ciudad. Con sus fuertes ganchos, sus afilados cuchillos y su bacía de madera, recorrían todas las casas una tras otra, donde eran recibidos con gran alborozo de la chiquillería. Las mujeres, con el barreño que habían dispuesto horas antes, recogían la sangre, que sería la base principal para la elaboración de las morcillas y las tortetas. Tomaban parte en la fiesta de la matanza los amigos íntimos de cada familia, a los que se les ofrecía el llamado «presente», que consistía en un poco de cada cosa: desde un trozo de hígado hasta una ristra de chorizos. Los matarifes, para quitarse de encima a los chavales, que cuando dejaba de chillar el cerdo acudían como moscas a ver el despiece, les daban la «bichiga», que, una vez hinchada, les servía de pelota hasta que la reventaban a patadas.
En 1931 llegó el agua potable a las casas. Entre los concursos cabe destacar, por la trascendencia que tuvo en aquellos años treinta, el de la elección de Miss Monzón, título que ostentó la guapísima Pilarín Baso, de la plaza de San Juan. En el bar del Poli se instaló la pista de patinaje. Una moderna radiogramola amenizaba las horas de diversión con grandes sesiones de baile. Entre los deportes destacaba la afición al ciclismo, al boxeo y al fútbol. De la pasión por los toros salió el novillero local Joselito del Cinca, que llegó a actuar en una de las plazas de Barcelona.
En tiempos del cine mudo en los barracones de feria, el explicador decía a nuestros abuelos ante una escena de amor de una pareja: «Ahora, dise que no la quiere porque no tiene dinero, pero tiene un automóvil y la lleva de paseo». En el cine Kursaal, las películas de la Warner Bros se estrenaban al mismo tiempo que en Madrid o Barcelona. La inauguración en 1932 del cinema Goya supuso un duro golpe para el Kursaal. El Goya estrenaba las películas de la Metro Goldwin Mayer. No pocos adolescentes imitaban el bigote de Clark Gable, la dureza de James Cagney, los pasos de baile y de claque de Fred Astaire o los gestos del gángster George Raft.
La madrugada del 19 de julio de 1936, grandes reatas de caballerías se dispersaban desde la ciudad por todos los caminos. A las cuatro de la mañana de ese día, yo formaba parte de la caravana que se desparramaba a lo largo de toda la huerta. Estaba en pleno apogeo el cultivo de la judía caparrona. Por eso, el espectáculo que la huerta de Paules ofrecía aquel 19 de julio, domingo, era majestuoso. La presencia de gente de todas las edades en un único afán de trabajo, aquellas canciones, aquella camaradería entre vecinos prestándose o intercambiándose aperos, comida y botas de vino quedaba por poco tiempo, al margen de las intrigas que se fraguaban en otros ambientes, llenos de odio y deseos de venganza.
Al pasar a hora tan temprana frente al Centro Republicano nos llamó la atención que un grupo de personas concentradas allí estuvieran pendientes de la radio. Pero fue al mediodía cuando llegó la alarma a los campos. En lugar de recibir la comida de todos los días, a esa hora nos recomendaron que volviéramos con urgencia a nuestras casas. Había estallado la guerra. Al llegar a la ciudad, las calles aparecieron desiertas. Las puertas y ventanas estaban cerradas. Siguió un silencio total, roto con el patrullar de gentes armadas con escopetas de caza. El temor se apoderó de Monzón a medida que asaltaban casas y detenían a sus habitantes. ¿Qué conflicto es éste, nos preguntamos los niños que teníamos aún grabados los episodios de la guerra de la Independencia aprendidos en los textos escolares? En lugar de enfrentarse a los franceses detenían y mataban a nuestros vecinos y amigos. «Es una guerra civil», nos aclararon. ¿Civil? Los fascistas, los reaccionarios, los militares, los curas, frailes y monjas, los ricos, los falangistas, los que iban a misa y todos los que con ellos se relacionaban eran los «enemigos del pueblo», de la democracia, de la justicia social, de los obreros, del proletariado. Eran los «buenos» contra los «malos».
El pánico se apoderó de la ciudad, que veía cómo bandas incontroladas se adueñaban de ella causando grandes tragedias familiares. Cada día que pasaba aumentaba el número de muertes violentas, que culminaron en la matanza que se llevó a cabo en la plaza de la República la noche del 25 de julio. ¿Cómo nuestra ciudad —pacífica, armoniosa y próspera— podía albergar tantos odios? Creo que mis vivencias me autorizan a pensar que el desastre de los primeros días de la guerra del 36 en Monzón lo provocó aquella Amnistía General decretada por el gobierno de la República y de la que se beneficiaron muchos profesionales del crimen, detenidos por delitos comunes que se atribuyeron falsas etiquetas de partidos de izquierda.
Un día de aquel largo verano del 36 llegó mi abuela a casa con un sofoco impresionante. Venía de la finca.
—¡Ay qué desgracia, Marianet! —dijo a mi abuelo—. Los «felicianos» se nos llevan las uvas.
Mi abuela Manolina llamaba «felicianos» a los milicianos llegados de las cárceles de Cataluña. Eran los mismos que durante meses sembraron el pánico en toda la zona aragonesa perteneciente al bando republicano, asaltando viviendas y huertas, profanando iglesias y atemorizando a las mujeres. Con nombres tan macabros como Columna de la Muerte o tan agresivos como Los Aguiluchos, se adueñaron de las mejores torres del término municipal o de las casas de los ricos. Iban en «traje de Adán», se enorgullecían de sus tatuajes, prendían fuego a los objetos sagrados. «Si eres Dios —le gritaban a una talla de Cristo—, ¿por qué no te salvas?». Arrancaron el Vía Crucis en todo su trayecto. Saquearon iglesias y fusilaron Cristos. «No es esto, no es esto», dijo Ortega y Gasset, años antes. Un reducido grupo de extremistas fue capaz de hacer bailar en la cuerda floja a toda la ciudad. «Salud, camarada», y había que levantar el puño. CNT, AIT, FAI, UHP, POUM, PSOE, JSU, PCE, JJLL. Por todas las paredes aparecían pintadas estas siglas.
En Monzón, los socialistas fueron los más moderados y ecuánimes, los que más contribuyeron a la concordia y el orden. Al Partido Socialista y a su sindicato, UGT, deben los monzoneses la recuperación de una tranquilidad que parecía ya imposible en aquel sangriento verano de 1936. Esta afirmación la hago al margen de cualquier propaganda en favor de un partido al que no pertenezco, porque no creo en los partidos y mucho menos en el marxismo. Sería, sin embargo, injusto no reconocerlo así porque así se me quedó grabado en mi mente infantil cuando fui Pionero Rojo de las Juventudes Socialistas.
¿Por qué fui Pionero Rojo? Porque había que ser algo que te alejara de la calificación de fascista. Había que seguir la impetuosa corriente derivada de la gran tormenta española. «Eres un fascista —me dijo un amigo que era anarquista—. No podré responder de lo que os pase si no te vienes con nosotros». A los doce años me convertí en un miembro más de aquella pandilla de exaltados de la Casa Blas Sorribas. El choque emocional que me produjo el contacto con los anarquistas fue tan áspero y dejó tan profunda huella en mí, que es como una pesadilla su recuerdo. Aquellas excesivas formas de vida, aquellas formas libres de actuación y aquel enfrentamiento contra todo lo establecido eran el polo opuesto de lo que hasta entonces había visto y aprendido en mi familia, en mis educadores y en la sociedad que me había rodeado.
No fuimos libres en nuestra infancia ni en nuestra adolescencia. Nos hicimos «rojos» por temor y «azules», falangistas después de la guerra, por decreto. Aquel decreto por el que se creaba la obligación de pertenecer al Frente de Juventudes no pudo encontrar en Monzón mejor valedor que un funcionario tristemente famoso para nosotros. Un hombre que, al interpretar el decreto a su aire, martirizó a la juventud hasta límites inverosímiles. Era un oportunista que como alcalde de Monzón, por su extralimitada fidelidad al nuevo régimen (se decía que antes había sido republicano), creó dentro de un sistema dictatorial su pequeña y particular dictadura. Todos los domingos a las nueve de la mañana pasaban lista a los jóvenes en el incautado hotel Banzo, donde la Falange —o mejor el Movimiento— estableció su cuartel general. Desde allí, el dictadorzuelo impuso su ley y su crueldad. El alcalde hizo uso y abuso de un brigada de Carabineros que, tras su fusión con la Guardia Civil, fue trasladada aquí; y de un sargento que entonces se encontraba al frente de la Comandancia local. Después de pasar lista —faltar a ella representaba serias sanciones— se procedía a practicar la instrucción militar por las calles y plazas. El trato era muy duro. Uno de los actos principales era el de la redención de los ateos.
El 17 de febrero de 1941 —lo cuento en mi libro—, me encerraron junto con otros monzoneses en la cárcel de Barbastro. Tan sólo pude llevarme una manta. Para espantar el miedo y el frío polar bailábamos el «tiroliro» en medio de un gran coro. Me dejaron en libertad tras muy serias advertencias. Cualquier «tergiversación» de lo que allí habíamos visto podría acarrearnos graves disgustos. A las doce del mediodía de un domingo salí hacia Monzón a pie, acompañado de otros jóvenes paisanos.
¿Qué habría sido de mi amigo Antonio García Barón? Era un soñador, un idealista, un hombre bienintencionado que se alistó en la Columna Durruti. Le perdí la pista durante cincuenta años. Cuando salí de la cárcel de Barbastro, hacía más de un año que Antonio había entrado en el campo de exterminio de Mauthausen. Mi suerte fue mucho mejor que la suya. Aunque Antonio no fuera creyente yo pedía por él a nuestra Virgen de la Alegría según los versos que para el himno había compuesto mosén Agustín Bernaus:
Vamos a la Alegría
sus plantas a besar
Virgen sin par, hermosa Reina mía,
que tanto amáis la tierra de Aragón
y que tomáis el nombre de Alegría
para venir al trono de Monzón…
Antonio superó todas las pruebas y todos los peligros. Quiero creer que mis oraciones a la Virgen de la ermita contribuyeron a que saliera con vida.
Por fin mi querido y nunca olvidado Antonio García Barón, ahora en un rincón del Amazonas, dio señales de vida y fue entrevistado por el autor de este libro. Creo que le ha impresionado a Manuel su presencia y su historia, que ha querido testimoniar en esta obra. Y es tan intenso su contenido y de tal fuerza humana, que la realidad supera a la más grande de las fantasías. Yo estoy seguro de que Antonio, en su grandeza de alma, aún se habrá guardado algunos secretos. Conociendo a Antonio, no puedo sorprenderme de lo que en este libro se relata. Antonio García Barón, su protagonista, puede compararse con los caballeros andantes de la Edad Media o con los descubridores del Amazonas. Ninguno de ellos puede reunir la fuerza que Dios dio a este hombre. Antonio es un héroe que jamás será reconocido; un luchador por las libertades humanas que no tendrá nunca un premio Nobel; un idealista, un soñador, cuya meta principal es el bien del prójimo —hasta el extremo de que ofrenda su vida en el inicio de su adolescencia—, pero al que sólo Dios ha de reconocérselo. Lo de esta vida terrena es caduco; y por eso Antonio ha renunciado a la comodidad a la que tenía derecho después de tantos sufrimientos y de su lucha por las libertades, al recluirse en un lugar del mundo, donde con su familia no olvida ni la generosidad ni el amor.