20. El río hechizado
El jaguar ha mugido esta noche como una vaca. Busca compañera. Si pasa el tiempo y no la encuentra rugirá como un león. «¿Imagina —se interroga don Antonio— lo que podía pasar si eso mismo les ocurriera a los hombres, del mugido al rugido de león? Sus rugidos —añade pícaramente— se escuchan en un radio de varios kilómetros. Los machos se enzarzan en peleas por la hembra».
El pintado (la pantera) no abandona a su pareja, mientras que el colorado (el puma) deja a su señora que se las arregle como pueda. Se va. Emite un silbido lúgubre para amedrentar al resto de la fauna. Algunos animales, cuando sienten miedo, dejan al huir un olor muy particular. El tigrillo, el ocelote, emite el mismo silbido que el puma, sólo que menos penetrante. El otro día, Irma tuvo que espantara un águila que había venido a merendarse las gallinas. Hay que mantener la guardia día y noche. Te visitan cuando menos lo esperas. El mes pasado, las gallinas se pusieron a alborotar hacia las ocho de la mañana: el jaguar —leonado, de manchas negras— estaba allí sentado, tan campante, como dispuesto afumarse un pitillo. Miró a Irma y ala muchacha hasta que se cansó, se dio la vuelta y se fue a la manigua. Antes de penetrar en la selva, el jaguar volvió de nuevo, miró otra vez a Irma y a la chica como en actitud de despedida y se perdió camino de la fuente.
La ley de la selva. Los halconcitos se llevan los polluelos. Los cañeros penetran en los orificios del cuerpo humano y como un berbiquí taladran todos los órganos que encuentran a su paso. Las aletas le impiden regresar por donde entró. La anaconda estrangula al hombre, al que algunos indios creen que hipnotiza para mejor devorarlo. Según los expertos, para desembarazarse del abrazo mortal de la boa lo mejor es pegarle un mordisco. Hay que tener cuidado con el pez eléctrico que es como si estuviera enchufado a la red porque libera descargas de corriente. Don Antonio alaba la carne de tortuga y la de perdiz.
Son las mismas perdices que los indios del Amazonas le traían en sus piraguas a Francisco de Ore llana en 1542 cuando navegó por el «río hechizado». Antonio coincide en el gusto con los exploradores españoles del Amazonas que subían a sus bergantines cargados de perdices «y muchas tortugas que son tan grandes como adargas, y otros pescados».
Estos españoles de la expedición de Orellana, procedentes en su mayoría de tierras áridas, no podían sino sentirse fascinados por el bosque interminable. Lo mismo le ocurre al Robinsón del Quiquibey, al que la selva ha atrapado poco a poco en sus redes. Hasta tal punto lo ha hecho que ya ni siquiera baja al pueblo.
El aragonés llegó a estas tierras como los exploradores españoles que describe Pedro Cieza de León, «sin llevar carros de vituallas, ni gran recuaje, ni tiendas para recostarse, ni más que una espada y una rodela, y una pequeña talega». Orellana, el extremeño de Trujillo, disparaba su arcabuz, hijo del trueno y la espada. Antonio el maño, su oxidada escopeta canadiense de un tiro. A los primeros exploradores que buscaban el clavo, la canela y el Cacique Dorado, los indios que poblaban el río —bautizado por su descubridor Vicente Yáñez Pinzón con el nombre de Santa María del Agua Dulce— los asaeteaban con flechas envenenadas. Antonio no ha sufrido ningún flechazo de un indio chiman, yuracaré o chapacura, salvo el de Irma; pero mientras tendía una trampa al jaguar, se le disparó el arma y le voló la mano. Antonio no vino por el oro; ni siquiera dispone de una batea. Da todo lo que tiene y comparte su huerta y sus bananales. El aragonés no buscaba El Dorado o el Vellocino de Oro o el reino mágico de Pataiti.
Según la leyenda de las montañas de Nueva Granada el jefe de la tribu se untaba el cuerpo desnudo con una goma, sobre la que espolvoreaba fino oro molido. Después, para completar el ritual que traería buena suerte para la tribu, tomaba una balsa y era llevado hasta el centro del lago, donde se lavaba hasta desprenderse de su preciosa carga. García Barón no sufre de la fiebre del oro. Esas pesadillas que surgían de lo hondo de la selva —hombres de dos caras, dragones, mujeres guerreras que turbaban los sueños de los exploradores— nunca llegaron al cerebro de Antonio. Ni la codicia ni la quimera. Ha sufrido dos guerras seguidas y cinco años en un campo de exterminio: está curado de espantos. Ni la mitología ni la superstición perturban su vida.
Los exploradores de Orellana, a los que el cacique llamó «hijos del Sol», buscaban el país de la canela, la flor de la canela de la canción de Chabuca Granda. También Colón buscaba las especias. El oro, la pimienta y la canela. Don Antonio ni siquiera cultiva la canela, la flor del «ispingo», la «riqueza morena y odorante».
Le han tocado, eso sí, las lluvias furiosas y los aguaceros que atraen ejércitos de mosquitos. El aragonés palmea con ruido y con acierto. Las picaduras de los tábanos y de los zancudos hacían que los exploradores del Amazonas se revolcaran por el suelo. No había remedio contra el acoso. Tampoco yo lo encuentro, porque los mosquitos, las arañas, las hormigas voraces traspasan el mosquitero, la empapada camiseta y la camisa. No valen ni los jabones germicidas ni las lociones contra los insectos. El sudor parece excitar aún más a los zancudos. Queda el cuerpo acribillado con hinchazón en los codos y en las piernas.
Por la noche, antes de rendirme al sueño, creo escuchar el grito del «tigre», del yanapuma, en la trocha. He leído que hipnotiza al hombre antes de atacarlo y le chupa la sangre y los sesos. También he visto bandadas de murciélagos que pasan a gran velocidad sobre nuestras cabezas. Me han dicho que el murciélago o «vampiro del Amazonas» emula al conde Drácula del castillo rumano, se cuela por el mosquitero y opera con anestesia total. La víctima se queda dormida. El vampiro chupa y chupa sin que te des cuenta. Tan sólo a la mañana siguiente descubrirás por los rastros de sangre que el murciélago la ha tomado contigo. El primer día dejé la linterna encendida y colgué de la viga unos ramos de cortadera como defensa contra el invasor. No pasó nada.
Antonio ríe ante los temores y precauciones del viajero de secano.
Para la serpiente shushupi, la noche es su elemento. Irma encaja con cuidado los bordes del mosquitero a la cama. Esta víbora es la única que no ha recibido la maldición de Dios. No serpentea, va recta al objetivo. ¿Qué decir de la tarántula, del alacrán, del ciempiés, que al picar en el oído te puede dejar sordo, de la avispa pucacuro, que deja ciegas a las personas y a los perros de caza? Una delicia, el Amazonas.
Don Antonio no ha visto ni en sueños a las mujeres guerreras, a esas amazonas que se amputaban un pecho para mejor ajustar la flecha al arco y que dieron nombre al río más caudaloso de la tierra.
La lluvia azota el techo de palma. Flota al amanecer una niebla baja que convierte el bosque en un espectro. Calor y humedad, calor y humedad. Las nubes bajas y grises, cargadas de vapor, presagian el vendaval. Es el mejor clima para azuzar el fantasma del «hombre del agua», de cara invertida, que rapta a las personas que le gustan; o del «pie desigual» de que nos hablaba César Huaman en Iquitos. «El pie desigual» vive en el interior del bosque y goza del don de la transmutación. Atrae a los incautos hasta el interior del bosque y los abandona. La sirena embriaga con sus canciones a los hombres en las noches de luna. El tunchi, el espíritu de los muertos, aterroriza y paraliza con su silbido. La boa «Madre del Monte» es un monstruo que mide más de sesenta metros, con un diámetro superior a un metro. Dicen que tiene una cabeza y unas fauces descomunales. Vive en los lugares más recónditos de la selva virgen, casi inmóvil, estirada a todo lo largo. Es muy astuta. Se disfraza de tronco viejo cubierto de hongos, musgos y pequeñas plantas. Cuando empieza a devorarte descubres que no es un árbol caído. El monstruo escocés del lago Ness deviene en un mito inofensivo si se le compara con estas fantásticas criaturas del río de las Amazonas que fulminan con rayos paralizantes y hacen naufragar embarcaciones. Almas de mujeres pecadoras, convertidas en briosas muías sobre las que cabalga el diablo en persona, lanzan llamaradas por la boca. Hay peces que se transforman en caballeros de temo negro y sombrero de tarro que enamoran a las quinceañeras.
A Antonio no le queda ni oído ni espacio en el cerebro para estas y otras tontunas. Es de comprender que espantaran a los hombres de Orellana, en su primera travesía del río-mar en 1542, pero no a él, ocupado en dar de comer a Irma, a los chicos y a las dos personas a su cargo: Dora y Pancho.
En la República del Quiquibey nadie pasa hambre. De haber llegado hasta aquí los esforzados expedicionarios españoles del siglo XVI, habrían hallado una hospitalidad que es la marca de la casa, el pescado asado a la hoja, carne de monte, plátanos tostados, arroz, maíz, sopa de frijoles o de cacahuete molido, yuca, tortillas de maíz, toronja, pomelo, zumo de pina, de papaya o de naranja, el masado, la chicha de yuca o la esencia de plátano.
Los españoles se volvieron locos de hambre. Después de comerse los caballos y los perros terminaron por comer raíces, hierbas y lianas. Antonio les habría ayudado a distinguir entre las hierbas malas y las buenas, las frutas buenas de las ponzoñosas. Les habría conducido hasta el árbol mayor de la Amazonia, el castaño o almendro, que sube hasta los sesenta metros y vive mil años. Fue el alimento principal de los pueblos amazónicos.
No les bastaban las invocaciones a Dios y a todos los santos de fray Gaspar de Carvajal, de la orden de predicadores, y de fray Gonzalo de la Vera, mercedario. Caminaban por estas orillas apoyados en cayados, débiles, enfebrecidos por la malaria. Para engañar el hambre ponían a la lumbre cueros, cintas y suelas de zapatos, los cocían y se los comían. Como Antonio en Mauthausen. El hambre desataba sus sueños: van a terminar por combatir contra las Amazonas, altas y blancas, procedentes de la Capadocia, que se servían de los hombres sólo para la procreación, que mataban a los hijos varones y salvaban a las hembras.
Los alisios calientes traen escuadrillas de jejenes y mosquitos, de larvas que ponen huevos bajo la piel. No cesan las batallas de los expedicionarios con los indios, combates que duran horas y horas. Regresan malheridos al bergantín. Saltan a la playa en busca de comida, reciben una lluvia de flechas y jabalinas y dardos de cerbatanas, lanzas buidas. Otra vez a huir. «Es una maraña tan grande de ríos y selvas —escribe Orellana— que sólo Dios podrá desenredarla». A proa, un ballestero lanza el grito: «¡Las Amazonas, las Amazonas!». Orellana y fray Gaspar estimulan a sus hombres: hay que acabar con las hijas del diablo, certeras con el arco y la flecha, incansables.
Los hombres de Orellana han bajado desde las tierras altas y los ventisqueros de los Andes, y han atravesado las cordilleras nevadas desde los cuatro mil setecientos metros hasta el infierno verde, hasta los ciento cincuenta metros sobre el nivel del mar de la Riberalta de hoy, las selvas húmedas de la canela, el clavo y la nuez moscada. De vez en cuando el cielo escucha las súplicas de los argonautas. Tribus pacíficas les traen fruta fresca, pavas de monte, pescado seco, venados, manatíes, tortugas y chicha fermentada. Es el hartazgo, tan peligroso para los estómagos vacíos sometidos a largos ayunos. El sistema digestivo extraña tan generosa comida, tan abundante. La famélica legión de Orellana se retuerce de dolor. Como en el campo de Mauthausen, después de la liberación algunos hombres sucumben al empacho. A fray Gaspar sólo le queda bendecir a los moribundos en su horrible agonía. Tienen el cuerpo ulcerado por los mosquitos; y los estómagos, incapaces de digerir, destruidos.
Antonio me receta aguardiente de caña para las picaduras y una infusión de coco para el cólico.
Un vecino perdido en algún bohío a lo largo de las riberas amazónicas se presenta ante García Barón con un cerdo que trae atado con una cuerda:
—Don Antonio: que el chancho tiene gusanera…
Y don Antonio busca entre sus frascos de remedios una cocción de corteza de árbol, que da a beber al animal.
—Váyase, hijo —le despide el aragonés—, que los gusanos están cayendo ya muertos. No tenga penas. Su chancho vivirá.
Hierba santa para el sarampión, aceite de boa contra el reumatismo, yerbabuena para los cólicos, manteca de iguana para los dolores musculares, cojones de mono para la virilidad apagada, toronja para la tensión alta, infusión de culantro para el paludismo, verdolaga para los riñones, saúco contra la tos, cocimiento de retama para el hígado, resina de grado para las infecciones bucales, jengibre para la úlcera, el orégano para el mal del aire, el llantén para los males de estómago, el ojé para la anemia, la caraña para la hernia, la cocona para la diabetes, la catahua para la sarna y el ajo sacha para la artritis. Una interminable batería de panaceas y elixires, de tisanas y bebedizos, de herbolarios, mejunjes y jarabes para casi todos los males conocidos. Antonio ha aprendido a leer la selva y saca provecho de ella. Su tocayo, el turco Antonio Sucre, le inició en los secretos de la herboristería y la medicina naturista. No ha dejado de preguntar por las propiedades de árboles y plantas.
—Antonio Sucre vivió ciento veinte años. Ni él mismo sabía a ciencia cierta la edad que tenía. «Tocayo —le preguntaba—: ¿cuántos años tiene?». «Más de cien y menos de ciento treinta», respondía. Era un anciano muy religioso, pero poco dado a la práctica. «Tengo fe en Dios, pero no voy a la iglesia», decía. Curaba el dolor de muelas; cobraba cinco pesos. La farmacia llegó en los años ochenta.
Vienen los sures, el viento sur. Trae a mi amiga Toji, la oropéndola, con él. Es un viento que arrastra la llovizna, el sirimiri, el chilche:
—Puede durar días y semanas. En otros tiempos he conocido hasta tres meses seguidos de lluvia, día y noche, sin parar. Baja la temperatura y sube el río, se hincha.
La estación de las lluvias termina en marzo o abril.
—Hay días —añade Antonio— en que los relámpagos proyectan una luz fluorescente que dura con sus intermitencias hasta dos o tres horas. Es de noche, pero puedo leer el periódico a saltos. El ventarrón sacude las palmeras y el cielo empieza a parpadear, pero no llueve. En mi época de contador de relámpagos anoté siete vueltas del ciclón en tres horas. Se iba para cargar las pilas.
Electromagnetismo en la atmósfera. Se erizan los pelos del brazo. Los animales parecen inquietos. «Ya empieza la batidora», ríe don Antonio. «Vamos rápido, Pancho —ordena Irma—: vamos a plantar el pimentón antes de que descargue. Falta media hora».
—En una ocasión —recuerda don Antonio— cruzábamos el río desde la otra orilla cuando estalló la tormenta. El río se encabritó. A duras penas logramos alcanzar esta orilla. Al llegar, la explosión de un rayo cayó sobre un árbol ambaibo y lo secó para siempre. A partir de entonces no creció nada en un semicírculo de treinta metros. La chispa eléctrica rompió entre dos nubes. La tierra olía a quemado y a ozono. Mi hija, Violeta, lo contempló todo desde arriba y se echó a llorar, asustada. Nos vio envueltos en el fogonazo. El resplandor la cegó por completo. Unos cincuenta monos amarillos que vivían en el manglar quedaron carbonizados.
Por las noches escucho el ruido sordo que hacen las toronjas al caer: «pom, pom, pom». Alguna de estas toronjas, sacudida por el ciclón, ha matado a una gallina al desprenderse de una rama alta del árbol.
Todas las mañanas, Antonio escribe en la pizarra un pensamiento para que su hijo Marcos lo lea. Hoy le ha tocado a Séneca: «Si vives de acuerdo con la naturaleza, jamás serás pobre».
Mientras tomo notas, Antonio le enseña a su hijo los rudimentos del ajedrez. «Don Manuel —me dice—: escribe usted hasta en la cabeza de un tiñoso».
Irma, Pancho y Dora traen haces de palmera. Van a fabricar esteras.
—Yo no me empalago nunca —asegura Irma—. El tiempo pasa volando en los huertos, en la pesca con mi arco y mis flechas, en la fabricación de esteras de palma y en los paseos por el monte. La gente no nos comprende y nos tira puyazos. «¿Por qué vivir mal pudiéndolo hacer bien?». ¡Qué sabrán ellos lo que es vivir bien…! Nunca explotamos a los indios chimanes como hacen otros. Dicen que vivimos como chanchos; pero el caso es que vivimos como queremos, y tenemos lo que la gente busca, pero no encuentra.
Irma despliega sobre la mesa una docena de granadillas y Toji salta sobre mi hombro.