19. Feo como la piedra es el cristiano
Para Antonio, la soledad nunca ha sido un problema. El hombre más fuerte es el que está solo. Ha pasado largos meses en soltería y aislamiento absoluto.
Nunca me he aburrido. La soledad es algo que no existe para mí. Puede uno vivir alejado de los hombres. La mayoría de la gente no está dotada para la felicidad, se obsesiona, hace una montaña de la soledad. Aunque no tengo vocación de Simeón el Estilita, la busco a veces para dar tiempo y alas al pensamiento. No es verdad que el hombre solo vive en mala compañía. El silencio es lo más rico y necesario de vez en cuando, tanto como el oxígeno. San Juan de la Cruz hablaba de la música callada y de la soledad sonora.
Estuve tres años en mi cabaña sin bajar al pueblo y sin transistor. «¿No se aburre?», me preguntaban. «No —respondía—; me aburro cuando estoy dos días seguidos en el pueblo». He sabido adaptarme a las circunstancias desde niño. Siempre he vivido igual; en París, cuando trabajaba en la fábrica de discos Pathe Marconi, y en todas partes. Era entonces soltero y me sobraba el sueldo. Las vacaciones las tomaba cuando me daba la gana. Vivía a treinta kilómetros de París, en Saint-Germain. Me gustaban la música y la fotografía. Y era libre. Uno no sabe lo que es la libertad hasta que la pierde.
Pero don Manuel —se interrumpía—: aliméntese. ¿Quiere más pescado? Tenemos la tienda ahí enfrente, la mayor despensa del mundo: siete millones de kilómetros cuadrados con más de doscientos grandes ríos tributarios.
Antonio señalaba al río-madre, el río-tienda, el río-almacén, el río-vida.
Aquí no viven como en África grandes animales salvajes, el león o el elefante; pero tenemos al jaguar, que es un animal muy valiente, astuto y poderoso. Me han contado que en la lucha entre un tigre y un jaguar ha habido empate, sin vencedores ni vencidos. El tigre es experto en la ocultación y el enmascaramiento. Se funde con la selva. De un manotazo te degüella. Tengo por ahí un libro sobre el tigre de Kumaon en Bengala, en la India. Su brazo es potente y rápido. Ataca por la espalda, te tira al suelo y te descoyunta la cerviz.
Antonio cree que el tujuno es el pescado más fino de estas aguas del alto Amazonas; y opina que la trucha arco iris es el pez más hermoso que se pueda encontrar en mar y agua dulce.
Se le saca del agua y a la media hora empieza a transformarse; se vuelve, dorado, azulado, rosado, amarillento. Es grande; puede llegar a pesar veinticinco kilos. Cada vez se ven menos truchas arco iris. La desembocadura del Amazonas está llena de barcos de pesca japoneses y rusos. Se lo llevan todo en sus redes. El Amazonas vierte al mar sesenta veces lo que el río Nilo: unos treinta billones de litros diarios, doscientos cincuenta metros cúbicos por segundo. El pescado desaparece y el agua se pudre. Ahora debemos hervir el agua del río antes de bebería. Han envenenado el agua y asfixiado las especies. Los fuertes se salvan, los débiles mueren.
Entierras unas plantas silvestres y al año siguiente sólo podrás abrirte paso con un machete. La bóveda de árboles no deja pasar la luz y el suelo se corrompe. En Brasil hay fincas del tamaño de media España, con sus pistas de aterrizaje, alambradas, camiones, grúas y palas mecánicas, y dispuestos sus dueños a llevarse por delante lo que sea —la selva, los indios o los animales— con tal de hacer negocio. Esos sí que hacen daño.
Es una delicia acompañar a Irma y Antonio en la pesca. Su arco es de madera de palma chonta, de metro y medio. La flecha es de corona de caña, de un metro, con punta también de chonta y una varilla de arpones. Antonio calcula la trayectoria y la refracción del agua y a una distancia de veinte metros raras veces se le escapa un pez.
Antonio se disculpa, cruza el terreno de tierra apisonada y se interna en la espesura: «Voy a comprobar las huellas que ha dejado el jaguar en el sendero», dice desde el umbral de la jungla. Doña Irma se acerca a la mesa, vestida con su camisola de algodón de color violeta; espanta sin violencia a los gatos y, a tenazón, me plantea una inesperada pregunta. Tiene cara de luna y expresión de curiosidad, de intriga. Me sirve un vaso de chicha de mandioca:
—Don Manuel —dice—: quiero preguntarle sobre lo que piensa de mí, qué le parezco.
—No tengo que mentir, ni siquiera lo pienso; me parece usted una mujer de una pieza, alegre, trabajadora y siempre bien dispuesta. Lo mejor que podía haber encontrado don Antonio ¿Algo más?
—No; con eso me basta.
Río durante un rato. Doña Irma es discreta y ágil, prefiere callar a hablar y escucha con mucha atención y provecho. Quizá haya en el pueblo, entre los blancos y mestizos, quienes piensen que doña Irma es poca cosa para don Antonio. Quién sabe si llegarán a decir que duerme de pie, recostada sobre las paredes, que es salvaje, indocumentada y supersticiosa, pescadora de arco y flecha, y que se alimenta de gusanos y de los huesos de los parientes muertos. Pero el aragonés, siempre precavido, supo elegir bien.
Vuelve don Antonio y nos dice que no hay huellas del jaguar. Le pregunto por los caimanes. Los indios chiman, pueblo de cazadores y agricultores, tienen una canción dedicada al caimán y al cristiano:
Mira, mira cómo se arrastra el caimán sobre la arena.
Estoy muerto: el convento es ahora mi morada.
Hosanna, hosanna
hosanna, estoy borracho.
¡Hosanna en las alturas!
Inviten al caimán a beber
¡Miren! Feo como la piedra es el cristiano.
Cuando llegué aquí —recuerda García Barón—, se decía «voy a caimanear», «voy a cuerear». Esas mandíbulas de caimán han triturado a mucha gente. Quedan más caimanes en el Mamoré que en el Beni. Lo siento por los ecologistas, pero al caimán no lo quiero nada. Otra cosa es que los hayan perseguido hasta el exterminio. Hay gente, depredadores, que han vivido de la caza del caimán. Por ahí, por Brasil, los han diezmado a tiros de ametralladora. También yo he cazado el caimán sobre piragua ligera, en noche oscura, la más apta, sin ruido, con tiento, sin el resplandor de la luna, nada. Se alumbra la luz de la linterna, se abre fuego a tres o cuatro metros. Si se acierta, el caimán se hunde, va al fondo. Si el tiro no ha sido mortal, se vuelve y levanta el brazo. El segundo cazador le toma de la mano, la aprieta sobre el borde de la canoa y con un hacha le secciona el cogote. Debe romperle el espinazo por el cuello para no perjudicar los bolsos de señora. Se le iza a la canoa y, si es grande, se le lleva hacia la orilla. Federico el gallego, el padre de Adolfo, mi yerno, disparó sobre un caimán enorme, le acertó en la punta del morro, brotó la sangre, se debatió en el agua y se hizo el muerto. Fue a por él cuando resucitó de pronto y casi se le lleva la mano. El caimán empezó a golpear la canoa como una ballena con la cola. Estuvimos a punto de irnos a pique. Menos mal que lancé un SOS y vinieron con otra canoa y le asestaron el golpe de gracia. De tanto porfiar con el caimán tenía la mano hinchada, dormida.
La señora pata y uno de los gatos, con cola de montes, se pelean ante nosotros.
Más de una vez me ha sangrado el brazo por la dentellada de un caimán. Los das por muertos y entre el agua sucia y la oscuridad, te clavan el diente. Las pirañas tienen mucha fama en las películas, pero por aquí yo no las he visto, al menos de esas que no dejan de otro animal ni un trozo de hueso. Las hay en los lagos, abajo.
Esta noche el jaguar ha vuelto a merodear en torno a las chozas. Lo he sabido por sus gruñidos, ese lastimero «juuuuu», el grito nocturno del jaguar, de que me ha hablado don Antonio.
Es un animal hermoso, pero no me deja en paz el gallinero, la cochiquera y, si te descuidas, hasta el rincón de los gatos. La pantera es de inferior tamaño, aunque puede derrotar a un hombre. El puma tiene, las yemas de los dedos alargadas; el jaguar tiene la yema del dedo redonda.
Antonio, que ha regalado un trozo de coco a Muchacho, su gato preferido, dibuja en la pizarra las huellas del jaguar, del puma, del tapir y del pécari.
Se sabe si el tapir es macho o hembra por su pisada. Tiene tres dedos y hocico largo. Es muy fuerte y pesado, de doscientos kilos o más. El jaguar le da muerte con facilidad y lo arrastra a su madriguera.
El Robinsón aragonés conoce al dedillo la nómina de sus compañeros —buenos unos, malos otros— de la selva amazónica.
Una tonadillera peruana canta en la radio: «Tengo el pelo completamente blanco, pero voy a sacar juventud de mi pasado».
El sol se filtra a través de las hojas de palma. Pronto se habrá perdido tras la copa de los gigantescos árboles de la otra orilla del Quiquibey.
Son casi las mismas leyes que rigen entre los hombres: el grande se come al chico —reflexiona García Barón.
El viento sur sopla hacia el Brasil. Viene primero en grandes tormentas, en vientos huracanados que descargan sobre Argentina y Chile, sobrepasan la cordillera y llegan a Bolivia y Ecuador. Las nubes llegan amontonadas, a gran velocidad. El viento del sur tiene otra forma de llegar: el cielo se negrea, se pone cárdeno. En pocos minutos cubre el cielo, arrastra una lluvia fuerte de gotas grandes y frías.
Don Antonio se refiere ahora a las propiedades del bejuco, la liana. Este bosque es una farmacia.
La corteza del bejuco es capaz de cicatrizar una herida de dos centímetros de profundidad de una manera más rápida y completa que cualquier fármaco. Aquí, a treinta y ocho grados a la sombra, las heridas se descomponen. Con esa planta, la infección se detiene. La picadura de la raya, ese pez que parece una sartén, puede dejar en la carne dos pulgadas de profundidad, como le ocurrió a una hermana de Irma. Tardó tres meses en sanar la herida con el fármaco convencional; el hermano de Dora sanó en ocho días con la corteza del bejuco. Se hierve la planta, se muele, se aplica como una cataplasma a la herida y a esperar. A Marquitos se le quedó un dedo de la mano derecha colgando; se lo cortó con un cuchillo. Los israelíes que acampaban aquí trajeron el botiquín, que por lo visto reunía lo último de la ciencia médica.
—Dejen eso de lado —les dije—; hay una cascara que no falla.
—¿Cómo una cascara? Esto que traemos en el botiquín de urgencia es buenísimo.
—Yo tengo una farmacopea mejor: una cascara que se hierve, se muele y se aplica a la herida. Vamos a pegar la carne suelta y limpiar la herida con un trozo de tela fina y un hilo de algodón. Hay que envolver el dedo.
—Eso se va a pudrir —dijo uno de ellos, que tenía estudios.
—Paciencia y a barajar.
Al cabo de un rato, media hora, sumergí la mano herida en agua tibia.
—Mañana —dije— se repite la operación.
Esperaban el resultado con mucha impaciencia. A la mañana siguiente el dedo colgante estaba soldado a la mano, limpio de infección y de sangre, rosadito, como nuevo. Los israelíes no se lo creían. Tiempo después vinieron otros. Lo primero que hicieron fue examinar el dedo de Marcos.
Iris trae agua hervida y limón. Otro remedio que recomienda este chamán de Huesca es la patata de lipio. Cuando el pie descalzo tropieza con el cacho, que es pura espina, el erizo de las plantas, lo mejor es el lipio.
La cola de caballo descarga los riñones. Para la diarrea, Antonio recomienda la guayaba, la planta con mayor componente de hierro.
Mi amiga Toji, la oropéndola, salta a la mesa. Le ofrezco agua en la cucharilla. Bebe. Ha aprendido a destapar el bote del azúcar. Es un pájaro goloso. Marquitos lo encontró en el nido. Los padres del tojo anidan siempre en árboles poblados de abejas: el autoservicio, se alimentan de ellas.
Debieron de matar a la madre —recuerda Antonio—; se quedó huérfano y lo criamos aquí. Es de la casa. Tiene mucha fuerza en el pico. Hemos tenido con nosotros algunos marimonos, pero son muy traviesos. No paran quietos. A Violeta, mi hija, la que está casada con Diéguez, el mono Mica le destapaba las ollas, le robaba la ropa, le bebía las pócimas. Se hizo impertinente y maleducado. Le dio por repartir sopapos. Tenía peleas constantes con Viola. Un día le mordió y nos desprendimos de Mica. Se la regalamos a un hombre del río. Era arisca, huraña. Cuando volví al pueblo pregunté por ella. Por allí venía por la calle del Comercio. Cuando me vio, corrió hacia mí, pegó un salto y se me abrazó. No sabía qué hacer de muecas y carantoñas. No se dejaba tocar por nadie. Enroscó la cola sobre mi cuello y no veía manera de despegarme de ella. Tuvieron que ofrecerle galletas para que Mica soltara su presa, que era yo.
Antonio habla mal de la serpiente cascabel.
Su picada es mala —afirma, con gesto de repugnancia—; puede matar a un buey en pocos minutos. Las hay de varias clases, la lora es de un color hermoso de ver, de un verde en diversas tonalidades. Una vez maté una de metro y medio, delgada, de cabeza plana, como el oro y con ojos de cobra. Acababa de salir del baño y brillaba toda ella al sol. Es muy venenosa. Nunca vi otra como aquella. La víbora es más temible que el jaguar, que no ataca a menos que el hombre lo provoque. Lo peor de estas serpientes cascabel es que no las ves. Las pisas y te puedes dar por muerto. No te da tiempo a llegar a casa. Si está nerviosa y coloca una buena dosis, es mortal de necesidad. La víbora negra es de color brillante como el azabache. Esa mata a la pukara, a la cascabel. Salta y se lanza como un resorte y se enrosca en el cuerpo de la víctima. Es de color agrisado; de motas verdes y cuadros negros en el lomo. Maté muchas de ellas cuando vine para limpiar la zona, construir las chozas y plantar el huerto.
Atraído por la conversación se acerca un sapo.
Este es como de la familia. Se alimenta de sabandijas y cucarachas. Vive aquí debajo porque es un lugar húmedo en el que se siente a gusto. Se llama sapo-alcalde; aunque éste, por el tamaño, tan sólo es concejal. A veces vienen a visitarnos huéspedes engorrosos, como aquella boa que Irma y Dorita persiguieron hasta el interior de la selva. Las boas entran en el gallinero y se puede imaginar la escandalera. Yo entonces flecheaba bien. Le tiré un dardo de los de pescar y la ensarté en la cabeza. Con el arco y las flechas recorría entonces el río para pescar pakús, un pez dorado de hasta treinta kilogramos. Uno de ellos apareció un kilómetro río abajo con un dardo en las agallas. He flecheado de todo: sábalos, palometas, tijuros, pintados…
Don Antonio recuerda con nostalgia aquellos tiempos en los que el bosque y el río bullían de animales y peces.
Es pena que no pueda cazar una rata, el joche, de carne tan delicada para que usted la pruebe. Es la rata más grande, el joche; no supera los doce kilos. Es la carne más delicada que conozco; olvídese del caviar. Se alimenta, o mejor dicho, se alimentaba, porque hace tiempo que no los veo, de ramas, hierbas y plantas. He comido miles y miles de joches, bocatto di cardinale. En cuanto llovía, distinguía sus pasos, conocía sus escondrijos, sus refugios y sus caminos. Es tan aventurero como la liebre. Se le pone una trampa con un hilo conectado al gatillo. Es mejor que el arma dispare hacia la cabeza para que no estropee el cuerpo. Tiene un gran olfato. Hay que vigilar con cuidado la dirección del viento. Si tienes la mano sudorosa o perfumada por el jabón, escapa. El olfato es su única defensa. El joche es capaz de ver un hilo negro de coser en plena noche. Huele hasta la pólvora que acaba de disparar el cañón. Vive emparejado y hay que ser muy diestro para cazarlo. Cada día se ven menos joches. ¿Quedará alguno para contarlo?
Los buitres y los zopilotes describen amplios círculos sobre el reino del Quiquibey. Buscan carne muerta.
El buitre no tiene voz. El cuervo grazna, pero en este concierto de flautas, órganos, violines, liras, acordeones, arpas y trombones, el graznido monótono del cuervo tiene poco que hacer.
Cuando don Antonio llegó a Rurrenabaque, los «patas blancas», los blancos, y no sólo el cura suizo-alemán, le buscaban las vueltas. «Pueblo chico, infierno grande». Comprendieron en seguida que había ido a trabajar con sus manos, no a tumbarse a la bartola:
—Caballero —le decían muy ceremoniosos—: usted no es tan inteligente como parece; si no, no trabajaría.
Una mujer del pueblo era su confidente. La presencia de don Antonio, tan libre, tan misterioso, tan quijotesco, tan alejado del patrón general de comportamiento, chocaba en todas partes. Ese ha sido su destino.
Tardaron cinco años en venir, pero al fin vinieron a por mí. Eran dos carabineros enviados por algunos comerciantes. Me apuntaron con los máusers. «¿Están borrachos?, ¿qué significa esto?», pregunté. «Entre o disparo». «Si te tiemblan las manos; eres demasiado cobarde para disparar». «Mi teniente nos manda». «Pues manda a dos payasos. ¿Cuál es mi delito?». Bajó Irma al sentir voces alteradas… «Quieren comer, les invité, y arman para esto una comedia». Les invité a café y se fueron. No tardaría en llegar del pueblo un tal Raúl.
—Hemos acordado entre los comerciantes no comprarle ni venderle nada aquí, para que así tenga que bajar al pueblo —dijo—. Sin nosotros no puede vivir.
—¿Cree que soy tan peligroso como para merecer tanta escolta? Dígales a sus amigos que durante treinta y tres años no los conocí nunca y que puedo pasar otros treinta y tres años de la misma forma. ¿A cuántos representa, Raúl?
El bloqueo duró cinco años. Si no muerdes, piensan que no tienes dientes.
—Míreme a la cara: ¿cuál es su oficio? —pregunté a Raúl.
—Comerciante.
—Sí; vende unos platos de aluminio que en La Paz valen cincuenta centavos y aquí los cambia por una gallina. Es usted un triste ladrón de indios. Lleva el Santo Cristo colgado de una cadenita de plata y explota a los balseros, a los caucheros, a los indios y a sus propios braceros. ¿Es que ese Cristo que lleváis en el pecho no os dice nunca nada? Él te ve robar día a día, ve cómo te juegas la ganancia a las cartas, ve cómo te emborrachas de ron. ¿No os remuerde la conciencia? A ese Cristo no le engañas. Las mujeres de esos balseros que esperan ahí fuera tus órdenes te limpian las cagarrutas, te llevan el café y las tostadas a la cama, te abanican cuando aprieta el sol o ponen un paraguas sobre tu cabeza cuando llueve. Tú robas el trabajo, el esfuerzo de tus empleados; te aprovechas de su miseria y de su incapacidad para rebelarse. Yo no he venido a Bolivia a robar si es eso lo que quieres saber. Esta era una zona abierta, deshabitada y fértil: lo que busco. Me he ganado el derecho a vivir en paz.
Al cabo del discurso, Raúl y los balseros se fueron y no hubo nada. No volvieron a hostigarme.
Irma nació en San Buenaventura. En 1952, la primera vez que la vi iba acompañado de un amigo español, Benavent. Íbamos a comprar cacahuetes. La segunda fue un año más tarde. La tercera fue la vencida.
Todo fue más o menos rápido, recuerda don Antonio.
Un flechazo del curare del amor. Irma es una india robusta, excelente remera, de expresión abierta, aérea, ágil como el saltamontes y laboriosa como la hormiga. Ni ceremonia en la Iglesia ni papeles ni jueces; todo discurrió al estilo de un libertario.
Nuestra relación, cuando Irma y yo empezamos a vivir juntos, fue piedra de escándalo. Cuando algo escapa a su control y a sus reglas, gritan, se desgañitan. Pura hipocresía. Las dos enfermeras alemanas del pueblo, Inés y Petra, me sondeaban.
—Antonio, ¿está casado?
—Según se mire. De sobra lo saben ustedes. Según el juez o el cura, no estoy casado; según mis costumbres, lo estoy con todas las consecuencias.
Te someten a un cerco, murmuran. Aquí los matrimonios se vienen abajo más o menos a los siete años. Yo me casé como la canción mexicana, sin curas ni papeles, y llevo treinta años de felicidad conyugal. He tenido cuatro hijas y un hijo. Esto de las bodas lo inventaron como las confesiones de los curas: para controlar a la parroquia. Si conocen los secretos de alguien, lo tienen cogido por el cuello. Antes me buscaban para rellenar las fichas, como en Mauthausen, y yo respondía con barbaridades. Nunca más me llamaron.
La gente no está preparada en general para la vida en común. Se imaginan que el matrimonio va a ser como ese mundo que dicen que asoma por la televisión: bandidos elegantes, cochazos, mansiones de lujo, restaurantes de cinco estrellas y piscinas como las de Hollywood. Empiezan a desear cosas que antes no necesitaban. Puedo parecer anticuado, lo que se dice un moralista. Yo apenas si he visto alguna vez la televisión, pero por lo que me cuentan ha trastornado las vidas de la gente con su carrusel de tentaciones materiales. Las mujeres que salen por la televisión enseñan muy pronto las nalgas, pero de lo bueno enseñan poco. Ya ve que le digo lo que pienso; no soy gestero ni adulador ni coplista ni hipócrita como esos «patas blancas», esos criollos que se creen algo porque usan una etiqueta pasada de moda, siempre entre zalemas y arrumacos. En cuanto te descuidas te clavan el machete en la espalda.
Irma, que tenía quince años, trabajaba como sirvienta en casa del pastor evangelista. Cuando recibí el consentimiento de sus padres, me presenté al pastor, jefe de la iglesia evangelista, Ricardo Wyma (no sé cómo se escribe), y le comuniqué la noticia: Irma se venía conmigo. Ella estaba de acuerdo.
—No lo vamos a permitir —respondió el pastor con gesto duro y voz firme.
—No lo evitará si ella consiente. ¿Cómo podrá impedirlo?
—Mi mujer y yo rogaremos a Dios para que usted no se la lleve. Es una bendición para nosotros: buena chica, honrada, trabajadora y eficiente.
—Ocurre que yo también quiero esa honradez, esa bondad y esa eficiencia.
—La comunidad lo va a evitar por medio de vigilias y oraciones al Señor.
—¿Y cree que el Señor lo va a escuchar? Él ha tomado ya una decisión: me la ha concedido a mí. Por mucho que recen no van a torcer la voluntad de Dios. Ustedes son egoístas; la quieren porque les lava la ropa, les prepara y les sirve la comida y les hace las camas. Por quien ustedes rezan es por su egoísmo.
Pocos días más tarde Irma se venía conmigo.
Tiempo después llegaron noticias alarmantes del Departamento de Pando. Una tribu salvaje de esa región había dado muerte a un zafrero de la castaña que se había internado en la selva y había secuestrado a una mujer. Coincidió que el pastor evangelista se encontraba en misión por aquellos contornos. Irma y yo acudimos a casa del pastor para interesarnos por don Ricardo. Cuando llegamos, doña Sofía, su mujer, lloraba con la cabeza apoyada en la consola de un radio transmisor. Habían convenido en ponerse en contacto dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde. Doña Sofía, alarmada por las noticias que llegaban de Pando, lo llamaba por la radio pero era en vano, le contestaba el silencio. «Se habrán mojado las pilas, se habrá estropeado el equipo», le dije para consolarla.
—¿A qué hora habían quedado en comunicarse? —pregunté.
—A las dos de la tarde.
—A veces Dios nos manda dificultades para probarnos. No desespere; le falta fe. Hace mal en caer en el abatimiento. Déjeme el transmisor y páseme la frecuencia.
La estática era muy fuerte; tanto, que impedía la comunicación con Pando. Se acercaba la tormenta. Le pedí un tenedor. El aparato nos devolvía un ruido sordo, lejano, con interferencias. Con el mango del tenedor raspé en la antena y toqué tres veces el SOS en clave de morse. Al cabo de unos segundos escuché por los auriculares la devolución de la señal.
—Doña Sofía: le comunico una buena noticia: su marido está vivo.
Ocho días después, don Ricardo, el pastor, volvió sano y salvo. Vino a verme y me abrazó por primera vez, emocionado.
Después de haber dado a luz cuatro niñas, Irma suspiraba por un varón. Se encontraba embarazada de siete meses cuando los dolores del parto se presentaron de improviso. Subí a la canoa y remé hasta los indios chimanes para buscar a una comadrona. Con su ayuda, el niño nació poco después; pero nació muerto. «Está frío, ha nacido muerto», me dijo la comadrona india al oído. Irma se asustó y se echó a llorar; presentía algo grave. Cogí al niño en brazos; no se movía. Metí el dedo en la boca del niño y lo mantuve así durante un minuto hasta que la criatura reaccionó. En efecto, movía la boca. «Irma —dije—: si el niño murió, ha regresado a la vida». Se lo entregué y poco después le daba el pecho.
Hace unos días reuní a Marquitos y a Iris para contarles lo que había pasado:
—Marcos —dije—: naciste muerto; le debes mucho a la vida. Yo pedí por ti y fui escuchado.
Antonio, lejos de los curas, de las sacristías, de los catecismos y de las normas, mantiene una relación personal con Dios. No teme a la muerte.
La descubrí en un sueño cuando tenía sólo seis años. Un grupo de soldados de la época de Carlos V se acercaba a mi casa de Monzón. Eran un centenar de hombres en armas, vestidos de rojo, con anchas mangas abullonadas fuera de sus relucientes corazas, infantes armados con arcabuces y alabardas. Venían marcando el paso. Esos pasos los escuchaba cada vez más cerca. Me escondí junto a la barrica de vino. Al llegar a pocos metros de donde me encontraba, los soldados abrieron fuego con sus arcabuces. Era la muerte, suave, indolora. Yo descendí por una pendiente entre algodones. ¿Y esto tan dulce es la muerte?, me pregunté al despertar del sueño.
Gabriel, el padre de Irma, era un hombre violento y borracho, que pegaba a su mujer, doña Delia. Un día la encontré llorando. Al preguntarle cuál era la razón de su llantina, doña Delia se desprendió de la blusa y me mostró el pecho y la espalda llenos de verdugones por los cintarazos.
—Don Gabriel —me encaré con él—: paso porque usted «cholee» por ahí (tenía querida), pero no puedo consentir que pegue a su mujer. Yo soy hombre pacífico; detesto la violencia. Tenemos dos soluciones, la razón de la fuerza o la fuerza de la razón. Prefiero la segunda a la primera. Depende de usted que me sirva de la primera o de la segunda. Elija. No recibirá más advertencias.
Desde aquel día no volvió a pegarla.
Llegó el día en el que tuve que iniciar a Marquitos en el uso de las armas de fuego. Mi hijo va a vivir aquí, en medio de la selva y tendrá que vivir de la caza. Ha cumplido trece años. Le enseñé las reglas elementales: que nunca apunte a nadie, siempre al suelo o al firmamento. Le repetí lo que mosén Cosme me aconsejó cuando yo tenía su edad: sé bueno y no temas; con un añadido que es cosecha de los incas: no robes, no mientas, no seas vago. Para la vida y la caza son necesarios un pulso sin nervios y la mente clara. Después de estos consejos, Marquitos salió al bosque con la escopeta. Un sucha, de la familia del cuervo, ensuciaba la senda y atraía a moscas y moscardones. Hacía muchos meses que mi hijo esperaba aquel momento. Apuntó con cuidado, sin que le temblara el pulso; apretó el gatillo, sonó la detonación y el sucha cayó entre las ramas de un certero disparo en la cabeza. Ya era un cazador. Pocos días más tarde apareció alborozado con un taitetu al hombro, una especie de jabalí. Ya sabe lo esencial: caminar por la trocha, la orientación por el sol y las estrellas, lo que hay que hacer para no pisar a la víbora y la clase de bejucos que tienen agua. Si uno se pierde, la primera necesidad es el agua, no la comida. Sin beber, la fiebre llegará pronto.
Cuando nacieron los hijos, todo el mundo se empeñó en que los bautizáramos. Una de las enfermeras venía en nombre del cura, siempre con algún pleito: la boda fuera de la iglesia, el concubinato, los hijos no bautizados… ¿Es que no podían dejarme en paz? Yo volvía a la carga: hay una gran corrupción; los que gobiernan y los que mandan se llevan el dinero y luego no hay para escuelas ni para hospitales. Se les maltrata. Ocúpense de esos sepulcros blanqueados. ¿Cómo es que aquí no estalla una revolución?
El cura Christian, que no era mal hombre, se llevaba las manos a la cabeza:
—¡Es un comunista!
—Señor cura: ustedes deberían ser los encargados de protestar por el modo de vida de esta gente. Los gobiernos ni siquiera reparten lo que les sobra porque son muchos a la hora de distribuir el botín. Hay cosas que no cuestan dinero: el respeto a los demás, por ejemplo. Prediquen el respeto a los demás. Yo recuerdo a los indios haciendo cola en las oficinas de La Paz: «Llevo cinco horas esperando», se queja al funcionario. «¡Calla, indio sucio!». ¿Es esa forma de tratar a la gente? Perdone —le decía a Christian— si hablo recio; es mi carácter. No me lo tome a mal, pero es que me bulle la sangre. Está escrito en un libro editado en Cataluña hace cien años que se titulaba Mentor: «Un buen gobernante debiera pasar dos años guardando ovejas, dos años en las tareas del campo y, luego, a la carrera, a la Universidad». Así podrían descubrir los padecimientos de los de abajo. Pero los políticos no han descendido a los infiernos y, si lo han hecho, lo olvidan pronto.