18. Todo lo que me rodea es mío
Siete chozas componen la República del Quiquibey. Esta en la que hablamos —prosigue Antonio— es la tercera.
Cuando llegué, recorrí el río varias veces en todos los sentidos hasta que me decidí por este lugar. Me gustó desde el primer momento. La vida en el pueblo, en Rurrenabaque, se me hacía cada vez más cuesta arriba. El párroco del pueblo, un cura suizo alemán, empezó a hablar mal de los españoles rojos: que si éramos unos quemaconventos, un peligro público… Otra vez con la misma canción. Y yo que me creía a salvo, por fin, de todas las calumnias. En las misas, en sus sermones, se dedicaba a arrojar toda clase de basura sobre nosotros. Eramos unos criminales que bebíamos sangre inocente.
La gente empezó a mirarme con prevención. Me veían a una distancia de veinte metros y las comadres se santiguaban.
Estuve un año en Rurrenabaque. Me había dejado la barba durante unos meses. Como ellos son lampiños les chocaba aquel español velludo y condenado por el párroco al fuego del infierno.
Esto pasará —me dije—; se impondrá la verdad. Enviados del párroco empezaron a explorar mis intenciones de una manera muy sutil. «El tiempo me dará la razón —me defendía— y sabrán si soy bueno o malo». Me fui a ver al cura: «No voy a misa, de modo que no le escucho; pero me llegan sus insidias. Le ruego que si cree usted en la caridad cristiana deje de atacarme de forma tan gratuita». Pero estaba empeñado en sacarme de allí como fuera. Lanzaron contra mí a la policía. A uno de los jefes lo emborracharon aposta. Le dieron plata y se dedicó a molestar. Fue entonces cuando llegó al pueblo un grupo de ministros del gobierno. Fui a ver al ministro Fortún Sanjinés, que ya ha fallecido, y le expuse mi situación en toda su crudeza. «No los tome en serio —me dijo—. Mientras yo sea ministro no le tocarán un pelo. No habrá represalias contra usted. Puede dormir tranquilo». Menos mal que para entonces había hecho mis amistades en el pueblo y comprobaron que no olía a azufre, que no era un diablo con cuernos y tridente dispuesto a comerme crudos a sus niños. «¿Hay alguien más que lo molesta?», preguntó el ministro. «No», contesté. Entonces intervino el jefe del Lloyd Aéreo boliviano, que dijo: «Sí hay alguien más. Por modoso no ha querido denunciarlo. Es el jefe de la policía, un capitán de carabineros; el mismo que me pide coimas y sobornos». «Déjelo —pedí al ministro—, tiene mujer y tres chicos. Ellos saldrían perdiendo». El jefe de la policía agachó la cerviz.
Pero el párroco y el policía no pararon en barras. «Tiene un fusil», soplaron al oído del ministro. «¿Viejo o nuevo?», preguntó. «Nuevo». Me presenté ante él con mi rifle y una saca de munición. «Lo necesito para defenderme de las alimañas del bosque», alegué. El policía extorsionaba para beber; el párroco, para salvar su condenada alma de pecador. El ministro fue claro ante las autoridades locales: «Este hombre está casado, tiene dos hijos y más de cuarenta años. Si le quitan el rifle, del que vive, lo condenan a la miseria. Si lo expulsan de aquí, yo me sentiré culpable porque no sabe hacer otra cosa».
Un día vinieron las gentes del petróleo. Se instalaron en la cañada. Pero las prospecciones no dieron resultado; tan sólo brotaron dieciocho barriles diarios: una insignificancia. Yo les procuraba fruta, plátanos, naranjas y mandarinas. Llegaban en helicóptero hasta muy abajo en el río. Tardé en visitar su campamento. Era marzo. El río estaba crecido. Sentía trastornos en el estómago. El ingeniero jefe, que era norteamericano, hizo llamar al médico. No acababan de comprender que un europeo fuera capaz de vivir aislado a orillas de un afluente del Amazonas, arrejuntado con una mujer de la región y pendiente de lo que cultivaba y cosechaba. Sabían algo de mi historia.
—Como ven —les dije—, me gusta la libertad y no la cambio por nada. Hago lo que me agrada y no estoy sujeto a horario; mejor dicho, no estoy esclavizado por el horario y por los atascos de tráfico, como en las grandes ciudades o en lo que ustedes llaman la civilización. Yo he vivido como ustedes. Me pagaban muy bien como especialista en fabricación de discos; pero prefiero esta vida. Nadie manda sobre mi vida. ¿De veinticuatro horas, tan sólo una para ti? Yo tengo veinticinco horas al día.
—¿Cómo puede vivir del trueque, de lo que intercambia con los indios, con los balseros, con los madereros y con los hombres del río? Es bien poca cosa…
—Nos basta con eso y con nuestras casas de tablas. El dinero engendra el odio y la división. Me gano la vida en lo que me gusta y no necesito más; tengo a mi lado a mi familia: a mi mujer, Irma, a mis hijos. Eso es la libertad, la no dependencia, ser dueño de la propia vida.
—Pero usted —insistían— no dispone de luz eléctrica, de teléfono ni de las mínimas comodidades. Ahora mismo, por sus dolencias de estómago necesita de un médico…
—Me basta y sobra con la luz del día y con la que me proporcionan las lámparas de queroseno. En cuanto al teléfono, ¿para qué lo necesito? No tengo a nadie a quien telefonear. Si alguien necesita ponerse en contacto conmigo, me envía un mensaje, un telegrama, una carta. Al hombre no se le ha dado la oportunidad de trabajar en lo que le gusta o de vivir como le apetece. El secreto de la felicidad no sólo está en hacer lo que te gusta, sino en que te guste lo que tienes que hacer.
—Pero vive aislado, como un ermitaño.
—Se equivocan. Todo lo que me rodea es mío: las nubes, los árboles, los peces del Quiquibey, las estrellas, la fruta que cultivo en torno a la casa y los perros, gatos, patos y pájaros que conviven con nosotros. ¿Es todo eso menos entretenido que los culebrones de la televisión? Y mi radio Hitachi con varios canales de onda corta. Le sorprendería saber el tesoro que representa para mí esa radio, la cantidad de noticias que me trae en varios idiomas. Estoy mejor informado que los habitantes de la ciudad porque todo el tiempo es para mí y escucho. Conozco de memoria la hora de transmisión de todas las emisoras a mi alcance, la radio española, la alemana, la norteamericana, la inglesa, la rusa, las radios locales, una gran riqueza al precio de unas cuantas pilas.
—Pero usted, por sus conocimientos y su formación podría aspirar a una vida más confortable…
—¿Cuál es su definición del confort? De eso es de lo que huía, de la esclavitud. Ustedes se creen libres, pero viven encadenados. El hombre es libre cuando no tiene y no desea nada. A mí nunca me ha asustado el trabajo. Era joven, fuerte y gozaba de buena salud. ¿Qué es lo que podría ofrecerme la civilización europea después de todo lo que había visto y sufrido? Treinta o cincuenta millones de muertes. Yo solía decir en el campo de exterminio que la necesidad estimula la capacidad de improvisación, y la imaginación, las ganas de vivir, de superar las barreras. Aquí no me queda tiempo para el aburrimiento. No lo creerán, pero incluso me falta tiempo para hacer todo lo que he previsto: arreglar las cabañas, cazar, pescar, cultivar la tierra, vigilar el río, contar los relámpagos, dar clases a mis hijos y charlar con mi mujer. Todo mi tiempo es para ellos. ¿Hace cuánto que no mantiene una conversación sosegada con su mujer? Yo me conformo con poco. En sus casas tienen buenos sillones, todos los electrodomésticos y alfombras persas. Todo eso está bien, pero yo prefiero charlar a la sombra de un solimán, sobre la alfombra del campo, de la jungla. Estamos a salvo de las epidemias. De vez en cuando un resfrío, un poco de fiebre que curo con lo que mi mujer me enseña: con extractos de hierbas, con los remedios que la tierra me ofrece. No necesitamos cambiar de ropa en cada estación. Y no tengo que dar explicaciones a nadie: al patrón, al jefe de la fábrica, al Estado… Nos sobran el tiempo y la comida. Y puedo enseñar a mis hijos todo lo que sé en una simple pizarra: las reglas elementales y los grandes períodos de la historia. ¿Para qué más?
No se daban por vencidos.
—Pero vamos a ver, don Antonio: ¿no echa usted de menos nada? ¿Una cena en un buen restaurante, una función de teatro, unas horas de esquí, un paseo en coche, unas vacaciones en la playa, una parranda con los amigos, un baile en la plaza de un pueblo?
—La playa la tengo a unos metros; la tierra y la selva me regalan, el mejor banquete. El teatro, que me gusta, lo escucho por la radio; el esquí no me dice nada; el coche, tampoco; y las juergas las corro con mi familia. Echaba de menos la música, eso sí, hasta que descubrí el transistor. Hace ya muchos años, unos madereros escuchaban música brasileña en una radio de pilas. Bajé a Rurrenabaque y me compré una radio Hitachi. La felicidad —les dije— consiste en saber vivir a gusto. Los que vienen a vernos nos cuentan que no son demasiado felices en sus metrópolis. Me complace que la gente venga a vernos. Vienen gentes de todas las nacionalidades y esa es una forma de conocer otras culturas. Yo creo que envidian nuestro modo de vida. Mi amigo Domingo vino muy desconcertado de un viaje que hizo a España: «Es todo muy raro —me dijo—, la gente sólo habla de lo que le ha costado el traje, del nuevo coche que se va a comprar, del viaje que va a hacer a Tailandia en vacaciones o de lo mucho que les abrasan los impuestos». Tener, tanto tener… ¿dónde queda el ser? Un pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo que estaba dotado de poderes sobrenaturales. El mendigo se lamentó de su suerte. Conmovido por el relato de sus miserias, el amigo tocó con su dedo milagroso un ladrillo, que se convirtió en oro. Se lo entregó al pobre, pero a este le pareció poco. El amigo tocó entonces un león de piedra y lo transformó en un león de oro macizo. Al mendigo no le bastaba. «¿Qué es entonces lo que quieres? ¿Con qué te conformarías?», preguntó sorprendido el hacedor de prodigios. «Tu dedo, dijo, quiero tu dedo». No basta con lo que tenemos; queremos el dedo.
He sido siempre muy preguntón. Al maestro lo tenía aburrido con mis preguntas. «Si te digo que el mundo lo hizo Dios —protestaba el hombre—, me preguntarás por qué». Parece como si intrigara mi forma de ser y de vivir, mi pasado y mi futuro. Hace ya años que dejé de escribir a mis dos tías carnales. Me sentía molesto. Yo parecía el gran hereje, el gran monstruo, el gran pecador, el hombre sin arrepentimiento. ¿De qué debía arrepentirme? ¿De los cinco años pasados en un campo de exterminio? ¿De nuestra derrota en la guerra? ¿De haber formado una familia en medio de la selva, sin vecinos molestos y horarios de trabajo engorrosos? ¿Quién debe dictarme cómo debe ser mi vida, cómo debo organizar mi tiempo, cómo debo educar a mis hijos, cómo debo elegir a mi mujer? De todo eso es de lo que huyo: de las leyes que someten a los hombres.
A España pasé hasta vestido de cura. Un vez, por tierras de Aragón me tropecé con otro cura que se acercó a saludarme. Algo debió de sospechar porque empezó a hablarme en latín. Yo hice como que me dolía de pronto el estómago y salí como pude del trance, tartamudeando en algo que se parecía a un latinajo. Era el cura del pueblo y tenía amistades en el régimen.
No podía vivir sin abrazar a mi madre; de modo que cuando terminó la guerra y nos liberaron, al salir de Mauthausen preparé con calma mi regreso a casa. Me vestí de cura, como los de antes: con la sotana abotonada, la faja, el breviario, el rosario, gafas de cura y toda la pinta de un cura. Llegué a Monzón en el autobús de línea y me dirigí a mi casa. Fue mi madre la que abrió la puerta. Me observó y dio los buenos días con reverencia. Después arrugó la frente; tuvo unos instantes de duda. Aquella cara le sonaba.
—Soy yo, madre —dije. Y nos fundimos en un abrazo que duró unos minutos. Mi madre era una mujer muy valiente.
—Hijo —balbuceó— corres un gran peligro.
—Sí; he visto a los civiles en los cruces.
Más de cuarenta años después, unos guardias civiles vinieron hasta aquí para verme. Pasaron días con nosotros: les proporcionamos cama y comida. Guardias civiles jóvenes, Geos, que quizá buscaban a ETA o la ruta de los narcotraficantes por estos rincones del Amazonas. Me hacían preguntas sobre ETA y sobre Sendero Luminoso, el movimiento guerrillero maoísta del Perú. Después de todo lo que me ha pasado, siento un complejo de persecución. Casi sesenta años después de aquello, la Guardia Civil llegaba a mi casa. ¿Tendría yo aspecto de instructor de guerrilleros? «ETA, ETA, protestaba con humor; ¿tendré yo algo que ver con los independentistas vascos o con Abimael Guzmán? ¿No ven dónde vivo? Tengo muchos y buenos amigos vascos, pero nada que ver con ETA. ¿Qué es lo que buscáis por estos parajes? En cuarenta años he viajado dos veces a Reyes y unas cuantas a Rurrenabaque. No he salido de estas selvas. Ni siquiera tengo papeles; odio los pasaportes. Miren, busquen armas, papeles, folletos y octavillas en los sembrados, en las canoas». «No es eso, don Antonio, no es eso», se justificaban. «Sí; pero estoy harto de que me saquen el sombrero». Eran buenos chavales; me escribieron largas cartas de agradecimiento por nuestra hospitalidad. Mi vida ha estado llena de episodios extraños, incomprensibles. Los exiliados, los deportados, hemos sido gentes de poco fiar, sospechosos de todo, gente de la peor calaña, rojos, prisioneros de guerra y de campo de exterminio. ¿Qué maldición fue la que cayó sobre nosotros el día que en vagones de ganado nos llevaron al último círculo del infierno?