17. La última página del Génesis

17. La última página del Génesis

Antonio me habla de lo fácil que es, hasta para los nativos, perderse en la selva. Recuerda a los que se perdieron y desaparecieron para siempre. «Lo mejor si atardece es quedarse quieto donde estás. El monte es muy traidor: no te sirven ni los árboles de referencia, las pistas se borran, te mareas y te vuelves loco. Todos los que se pierden han caminado al revés. Dicen que es aconsejable tomar la dirección opuesta a la que dicta tu primer impulso. El hermano de Irma, que es hombre andariego y aguanta mucho, estaba perdido en el monte, al borde de la deshidratación, cuando vio pasar un avión carguero, de esos frigoríficos que llevan carne; tomó su dirección y se salvó».

La noche invita a hablar de magias, hechicerías y supersticiones del Beni, de esa perpetua búsqueda de El Dorado. El Paititi es El Dorado de los incas: aquí todavía hay quienes creen en él. En estas regiones, los indios, los campesinos, han sido víctimas de falsos profetas. Antonio recuerda por lo que le han contado aquella caravana que, conducida por Ambrosio Numi, maestro del coro indígena, les llevaría a los benianos a la Loma Santa, donde el trabajo no existía y donde las sementeras siempre repletas de espigas estaban listas para cosechar. Con sólo cerrar los ojos, el falso profeta les anunciaba la aparición de rebaños de vacas, puercos y caballos. Estanislao de Marchena, un jesuita español, trató de convencerles: la Loma Santa era una utopía. Pero los nativos creían que esa loma existía, una loma en la que todo el monte era orégano.

El segundo éxodo desde San Ignacio de los Moxos hacia la Loma Santa ocurrió en 1958. El profeta, un indio guarayo, pidió a las buenas gentes antes de la partida que le entregaran todo el oro y las joyas que llevaban consigo para guardarlos durante la travesía hacia el paraíso. Nunca pasaron de las estribaciones de la cordillera de los Mosetenes. El guía desapareció con todo el oro y las alhajas, como tragado por la selva. Antonio recibe de vez en cuando la visita de los misioneros de las sectas californianas. «Llegan con citas de Isaías y Jehová. ¿Convertirme a mí? Soy un hueso demasiado duro de roer».

Doña Irma se refiere a la laguna Igerere, llena de encantamientos y sortilegios. Una indígena fue al lago para lavar la ropa, acompañada de un hijo pequeño, que desapareció al atardecer. Dijeron que se lo había llevado la sinari, una boa gigante. Desde entonces, el lago está encantado. Escuchan repiques de campanas, cantos de gallos y voces humanas. Las aguas se enturbian y se aclaran como por arte de ensalmo, y suenan balidos y carcajadas. Tuvieron que colocar un crucifijo en medio de la laguna para aplacar al jichi, a los malos espíritus.

Las cerillas llegan desde el vecino Brasil, como los mosquiteros; los machetes son colombianos; los coches, japoneses; las motosierras, norteamericanas; los cubiertos, chinos; el ron, caribeño; las linternas, made in Hong Kong; y los transistores, de Taiwan. Eso sí, la cerveza, la Paceña, es local.

Tan sólo los loros y los pájaros son de aquí —me dice Antonio—; aunque esos tienen todo el cielo para ellos, que son libres de ir y venir sin mostrar pasaporte. Hace tiempo que he cubierto mis necesidades. No bebo alcohol, no fumo. Vivo de las rentas del chocolate y del café. El arroz no me gusta venderlo; cuesta mucho y se paga mal. El maíz es mejor. El plátano lo regalo más que venderlo o trocarlo.

A este platanal de Quiquibey llegan los viajeros del río y arrancan los racimos después de dar los buenos días o las buenas tardes. Es el autoservicio. Antonio hace llegar los racimos de plátanos a su familia y a sus amigos en el pueblo cuando están verdes. Allí los asan o los licúan y se los beben con agua o leche. Un mazo cuesta menos de un dólar y puede reunir ciento veinte plátanos.

Yo nunca he hecho negocio y ya es tarde para aprender. La verdad es que me repugna el comercio y el beneficio, el dinero y las rivalidades y odios que genera. Tenemos lo justo para no pasar escasez.

Hemos desayunado pescado, tasajo, plátanos y un tazón de café. Iris, la hija de Antonio, nos trae el desayuno en silencio. Camina de puntillas para no molestar. Hace tiempo que los gatos han olfateado el pescado y se acercan con el mismo sigilo que Iris. Antonio distribuye las raspas, abronca y para los pies a los más osados, a los más ambiciosos. Lo hace todo sin invocar leyes, por puro instinto de la justicia distributiva y como recompensa para los más indefensos. «El patito ya salta el listón del umbral», observa doña Irma.

Desde que llegué, el patito feo tropezaba en el umbral y caía, incapaz de seguir a mamá pata. Hoy se ha hecho mayor de pronto y salta el madero al estilo Fosbury. Siempre hay alguna novedad por insignificante que sea en el reino del Quiquibey.

Con ayuda de su lupa, don Antonio relee los viejos libros. Tan alejado de la civilización y tan cerca de la primitiva cultura, el presidente de la República Libertaria del Quiquibey, elástico y ubicuo, se encarama al desván para revolver en los arcones. Es su biblioteca.

Hasta su fallecimiento a los ochenta y cuatro años, su madre, doña Francisca, le suscribía todos los años a la Edición Aérea de ABC y le hacía llegar el Heraldo de Aragón. Pero quizá porque haya perdido algo de vista, don Antonio se ha hecho un homo radiophonicus, pegado siempre a su Hitachi, con la oreja inclinada hacia el altavoz.

Su tesoro bibliográfico lo componen El Quijote, con anotaciones en los márgenes, obras de Machado, de Baroja, de Galdós, de Unamuno, de Tolstoi, de Stendhal, de Jack Londón, como Colmillo blanco, en ediciones populares. Sin novedad en el frente, de Remarque; Sinuhé el Egipcio. Las 100 mejores poesías en lengua castellana, que le envió su madre desde Monzón. Esta antología se la prestó a alguien y, como ocurre en estos casos, nunca más la ha vuelto a ver. Guarda, también, libros sobre la Segunda Guerra Mundial.

Del cine recuerda las películas de Imperio Argentina, que vio cuando era chico, y otras como El negro que tenía el alma blanca, La hija de Juan Simón, Quo Vadis y las de Charlot. La primera película sonora que vio fue Cuatro de Infantería. Uno de los libros que le impresionaron fue Las ruinas de Palmira. Don Antonio me cuenta todo el argumento como si lo acabara de leer. Yo estaba esa tarde algo adormilado y recuerdo con vaguedad algunas frases de su parlamento. «Va de visita a Palmira, se duerme y regresa al túnel del tiempo. ¿Qué ves en ese desierto? Gente armada que va a luchar. ¿Por qué? Las eternas peleas de los hombres. Dios se lo dio todo al hombre y este ha hecho mal uso de lo que recibió».

Antonio, que tiene algo de Luis Buñuel, lamenta no haber visto el cine de su paisano.

Recuerda cómo logró escamotear un libro del almacén de Mauthausen —Zalacaín el aventurero, de Pío Baroja—, que escondió en el colchón. Después de haberlo releído cientos de veces, lo prestó como papel de fumar para que sus compañeros pudieran liar sus cigarrillos de paja. Ese final le hubiera gustado a don Pío.

En Bolivia buscaron refugio verdugos y víctimas del genocidio nazi. Entre los primeros, el más conocido fue Klaus Barbie, El carnicero de Lyon, entregado a la justicia francesa y sometido a un proceso espectacular en la ciudad en la que fue jefe de la Gestapo y torturador.

Klaus Barbie —recuerda Antonio— estuvo a punto de venir aquí. El patrón de mi amigo vasco Domingo era muy amigo suyo. «¿Quiere conocerle?», me preguntó. «Invitado está», le dije. Era, al menos de puertas para afuera, maderero de profesión. Venía a comprar madera, pero el viaje se suspendió tras la prohibición del corte de árboles. No creo que hubiera podido entablar un diálogo normal con Barbie. Con gente así son inútiles todos los argumentos. Son fanáticos sin redención posible. Querían un régimen glorioso de mil años y se quedaron con trece. Recuerdo los aullidos de Hitler por los altavoces del campo: «No capitularemos jamás», y la música «Alemania por encima de todo». Tenían encima el crepúsculo de los dioses y no se daban cuenta, salvo aquellos soldados que vieron en el campo de batalla la locura de su Führer. Una unidad de fuerzas de choque a la que envió a una muerte segura devolvió a Hitler todas sus condecoraciones en un orinal de latón.

En su testamento tuvo un recuerdo para el pueblo judío «veneno de todos los pueblos del globo». Klaus Barbie murió de cáncer en el hospital penitenciario de Lyon, sin una brizna de arrepentimiento. Por los cafés de La Paz dictaba su doctrina de eliminación de las razas inferiores: «¿Usted conservaría en el establo de su casa a una vaca enferma que no diera leche?», preguntaba Barbie a los parroquianos. Hablar de moderar a esa gente es una utopía. En el campo de Mauthausen anoté una frase que decía así: «Hay pocos pueblos que se interesan más por la historia que los alemanes; pero tampoco hay un pueblo que aplique peor las lecciones de la historia». ¿Sabe quién fue el autor de esa frase? Adolf Hitler en Mi lucha. Tampoco me hubiera negado a recibir a Franco; aunque, eso sí, le hubiera cantado las cuarenta y hasta las cincuenta.

No deja de asombrar la fortaleza de este hombre que es consecuente con sus principios y los aplica a rajatabla en su República del Quiquibey. Está vivo, alerta, con la curiosidad de los primeros filósofos. A todo le saca punta.

Antonio hace que un día no se parezca en nada a otro. Mientras la naturaleza del Amazonas oxida los hierros, pudre la vegetación, corroe las maderas más resistentes, destroza y enferma sin remedio cuerpos y voluntades, García Barón aparece siempre pimpante en medio de la humedad y la niebla, las cortinas de agua y las barreras de relámpagos. La radio es el «tam tam» del mundo que ha dejado atrás, junto al río mar, la selva impenetrable y oscura. Es una masa verde, que se me hace infranqueable, la última página del Génesis.

El calor es pegadizo. Hay que librarse con un baño en el río del sudor concentrado, de la piel trabajada por los insectos, el jején, las gigantescas hormigas y los parásitos. Viene García Barón recién bañado, fresco, al lado de Irma, que se diría nació en medio del río. Me lleva a una butaca labrada sobre un árbol almendrillo tronchado, de color rojo; es una de esas maderas que hacen saltar chispas de los machetes y doblega los aceros más duros. Don Antonio tiene siempre algo entre manos. Afila su machete Collins, que le vendió un alemán a cambio de una partida de tabaco, o limpia su escopeta de un solo tiro, de fabricación canadiense, en la que dispara balas marca Remington. Me habla mientras tanto de la mejor madera para construir canoas, la itauba no arde, no se gasta y no la pudre el agua. La reina de las maderas. Es de color pardo; si se rasca con el cortaplumas, sale amarilla.

Pasan sobre nosotros bandos bullangueros de loros y guacamayos, parabas rojas y amarillas. Viene a saltos Toji, la oropéndola, y sube a mi hombro. Parece una escena de La isla del tesoro. La rana-toro nos observa desde el huerto. Irma trae un guineo morado. Antonio regala a los que llegan guineos, plátanos, mandarinas y una especie de yuca, de mandioca, que ha ganado buena fama entre los balseros y los leñadores.

Una economía de subsistencia. ¿Para qué más?

Habré regalado miles de matitas de mandioca —dice don Antonio—. Crece sabrosa, pura; por eso se la llevan.

Le pregunto por los buscadores de oro y me dice que por aquí apenas si hay «garimpeiros». Vienen muy pocos.

Son siete chozas alineadas sobre la tierra batida, entre los cocoteros. Son de jatata de palma, una madera difícil de quemar. En la puerta crecen el motacú, matas de tabaco. «Mi tabaco —se enorgullece Antonio, que ya no fuma— es menos dañino que el de fábrica». Cultiva picantes aulili. En el terreno alto, sobre el río, crecen plantas que necesitan poca agua. La tierra es a este lado dura y más difícil que en la otra orilla. Estamos en la olla amazónica. El Quiquibey es afluente del Beni, que se reúne en Riberalta con el Madre de Dios y pasan los dos a llamarse Madeira.

Antonio prefiere el gato al perro como prefiere el cerebro sobre el corazón; aunque no estoy tan seguro de esto último. Se parece más al gato que al perro. Me explica el porqué de su preferencia por los gatos:

El gato es un animal limpio, independiente y orgulloso. Pellízquelo y bufará, le mostrará las uñas. El perro recibe una patada, la acepta y se va. El gato sabe ganarse la vida; el perro, no. Eso sí: los perros me sirven para guardar la casa. Ladran y yo sé de inmediato lo que significan esos ladridos: una persona, un animal de la selva… Aunque esté dormido, interpreto sus ladridos.

Antonio duerme unas cinco horas. No necesita más. Nunca ha sido dormilón.

Tengo, como ya le dije, una fractura entre la quinta y la sexta vértebras. Hubo meses, cuando llegué, que tan sólo lograba dormir unas horas a la semana. Las bombas que los norteamericanos lanzaron sobre Austria no me despertaban, pero durante un tiempo cambió mi organización del sueño. En los meses que no conseguía pegar ojo, salía a la playa, tocaba la armónica y veía pasar el agua. Después pasé por períodos de sueño profundo. Nunca supe la razón de esas perturbaciones. Tal vez la vértebra. Hace ya treinta años que no sufro de insomnio.

La noche ha caído sin que nos demos cuenta. Acodado sobre la mesa, Marquitos escucha con atención a su padre, que ha encendido la lámpara de queroseno. Le escuchan también los perros, tumbados, y los gatos tendidos a su lado. Con una cuchara de madera, don Antonio bebe una sustancia vegetal que sólo se conserva en alcohol. Es para sus huesos rotos, para las manos y la espalda. Es del árbol huapomo, que en Perú se llama chuchugueso.

Es útil —me dice— para las fracturas y para los pulmones. Hacía cuarenta años que no bebía, pero ya que el extracto de huapomo se conserva en alcohol, tuve que transigir. Nunca he estado borracho porque va contra mis ideas. Cuando me ofrecen un trago, me excuso. Nunca me ha gustado perder el juicio.

Ha llovido en la serranía. Llega el agua amontonada, furiosa, en turbión. Hace cincuenta años, la riada se llevó una calle en Rurrenabaque, los naranjales y los bancos de la plaza. El río creció tres metros en quince minutos. La gente se subió a los árboles como perseguida por una manada de jabalíes salvajes.

En estos casos la autoridad local pide ayuda, indemnizaciones por zona catastrófica, y el gobierno acude a las Embajadas de La Paz. Luego, nadie sabe dónde van a parar las lentejas, el aceite y los millones de dólares de la ayuda internacional. Es una inundación para provecho de los ricos y los espabilados.

Don Antonio, que escucha y explora el Quiquibey, su río, ha catalogado los afluentes más próximos según su morfología, su musculatura, sus caprichos, su furia o su indolencia. El Tuichi lleva más agua, el Madre de Dios es portentoso, el río Hondo es más chico, el Beni —que alcanza kilómetro y medio de anchura al unirse a seiscientos kilómetros a vuelo de cuervo al Río de Dios— no hace daño, y el Quiquibey es majestuoso y un poco iracundo cuando se pone a ello.

Hace muchos años, cuando llegué, veía durante horas enteras pasar y brincar peces. El río estaba cubierto de escamas plateadas y cabrilleaba de peces de todas clases. En la cuenca amazónica vivían dos mil especies. El Quiquibey era un río que desbordaba pescado. Ahora ya ve: cada vez quedan menos. Se hace trabajoso encontrarlos. A este paso nos vamos a quedar sin nada. El hombre, en su codicia, en su fiebre del oro, la plata y el caucho, aquellos «árboles que producían oro», derriba tan sólo en la Amazonia brasileña más de un millón de árboles al día. Brasil tala dos millones y medio de hectáreas por año. En la gran llanura de la Amazonia, un tercio de la América del Sur, crecen más de cinco mil especies de árboles. Dos millones de especies si incluimos flora, fauna, hongos y microorganismos. En un árbol adulto pueden encontrarse más de cuarenta variedades de hormigas. El hombre ha estropeado los ríos y los montes. La gente de aquí se queja de que no abunda el pescado. Si es que han llegado al cauce del río con redes y cartuchos de dinamita, y hasta han matado los alevines; ¿qué esperan si han causado estragos?

Al morir un alemán que vivía por los contornos, me quedé solo, con los indios chimanes, que se instalan en algún punto de la selva, se aburren y se van a otro lado. No es fácil vivir aquí. Se necesitan temple y organización, mucha organización. Si no te organizas, te devora la jungla. Y hay que resistir a los mosquitos, tábanos, zánganos, hormigas y larvas. Hay plantas venenosas y serpientes desconocidas, aires mortales.

Una choza dura diez años por término medio —me informa Antonio—. También las cabañas mueren, derrotadas por las termitas, por el temporal, por la bruma amazónica, por los bruscos cambios de temperatura. Los ratones se llevan el grano del almacén de maíz. El cedro es junto con la mará la mejor madera porque es amargo y no se lo comen las hormigas.