16. La República del Quiquibey
Llegué a esta ribera del río Quiquibey con dos duros en el bolsillo, con veinticinco pesos para ser exactos. Nada más. Eso fue lo que me cobraron por cruzar en la barca desde San Buenaventura. Miento: me sobraron cincuenta centavos. No fue el mejor recibimiento. Protesté por el precio del pasaje; me pareció un abuso. «Sí; aquí todos pasan gratis o por un pesito —me dijo un pasajero—, a usted lo han ninguneado».
Estaba decidido a quedarme en el alto Amazonas, a construir mi casa en la orilla del Quiquibey, tributario del Beni. Después de un tiempo en el pueblo, me puse a cazar mientras construía mi primera cabaña. En esas correrías por la selva conocí a un gran cazador, don Federico el Gallego, descendiente de una familia de Pontevedra y cuyo hijo, Adolfo, casó con mi Violeta. Por entonces me mordió un caimán en un dedo. Fue la primera experiencia con los caimanes.
Don Federico me preguntó cuáles eran mis propósitos. «Vengo —contesté de buen grado— a labrarme un porvenir. Construiré mi cabaña en esta orilla y viviré de la tierra, del río y de los animales que pueda cazar».
Calculé la distancia que me separaba del pueblo y exploré la tierra, la calidad de los árboles y de las plantas, la fuerza y la dirección de los vientos. Desbrocé el monte a golpe de machete y hacha. Por entonces no había motosierras. A don Federico le conté mi vida mientras ojeábamos los chanchos de monte, los tigritos (ocelotes) y las liebres. «Presiento que aquí voy a encontrar la paz», le dije a don Federico.
El cura del pueblo parecía inquieto ante mi presencia. Siempre hay alguien al que inquietas, al que perturbas. Al cura le preocupaba que yo recibiera más correspondencia que él, por ejemplo. Me llamaban con distintos nombres, Antonio, Tony, Andrés. «Tiene usted por lo menos dieciséis nombres», me dijo el cura, mosqueado. «No —repliqué—; son sesenta por lo menos: Rubio, Antonié, el Maño, Ojos de gato, etcétera. Tengo —añadí— un hermano preso en Río Muni, una hermana monja y una hermana de mi madre en un convento en España, en Navarra».
En el pueblo y en el río empezó el aprendizaje, el terreno, la gente, los vecinos, los indios chimanes, la selva y sus secretos.
Don Federico Diéguez el Gallego me contó que había llegado a ver hasta doscientos y trescientos jabalíes en el bajo Beni. Aquí los llamamos chanchos de tropa. A veces disparabas un tiro y se te venía encima la tropa entera, lo que te obligaba a escapar a todo galope. En una ocasión salí con Rosendo Beyuma —al que traté durante casi cuarenta años, trabajador, jornalero, bebedor— a recoger por las orillas un bejuco muy resistente llamado mite, que puede durar hasta treinta y cuarenta años. No se pudre y sirve para amarrar los troncos de las cabañas. Rosendo quería el bejuco para fabricar cestos. Por si acaso nos llevamos las escopetas. Él portaba una escopeta de cartuchos y yo la carabina del 22. Ya en plena selva dimos con unas pistas del «taitetu», una especie que en Trinidad le llaman pécari, más pequeño que el jabalí español. ¿Sería la tropa, la manada? Nos pusimos al acecho debajo de un solimán, un árbol de pinchos venenosos, y escuchamos ruido de patas y rechinar de dientes en la espesura. No había duda: era el golpe seco, como un pistoletazo, que hace el jabalí al quebrar el fruto de la chonta. Se encontraban a unos sesenta o setenta metros. Eran un centenar, chanchos de tropa. Pensamos Rosendo y yo en sorprender a la piara entre dos fuegos, aunque con un peligro: si Rosendo abría fuego, se vendrían a por mí. «Tira tú primero y asegura el tiro», dije. Con la escopeta y con munición gruesa Rosendo tenía sin duda más posibilidades de acertar. Me acerqué a la piara y vi que estaban ariscos, encrespados. Después de olisquearme empezaron a cercarme como los indios a las carretas de los vaqueros. Corrían en círculos a gran velocidad. Esperé a que Rosendo abriera fuego. Los jabalíes tienen unos colmillos como matracas. Se pusieron crespos, armaban un gran estrépito y Rosendo no disparaba. ¿Se le habría negado la escopeta? Ahora estaban ya concentrados los chanchos de tropa, dispuestos para el asalto. Tomé la iniciativa, llegué de improviso y disparé a quemarropa y al montón. Los jabalíes salieron corriendo en medio de la polvareda. Cuando me acercaba a recoger el chancho muerto, vi bajo un árbol la escopeta de Rosendo y un cartucho en el suelo. Me puse a gritar: ¡Rosendo, Rosendo, Rosendo! ¿Lo habrían acometido? ¿Lo habrían arrastrado con sus colmillos? Le llamé una y otra vez y no recibí respuesta. Al poco rato escuché una voz débil que me llegaba desde los altos de un palo brasil. «Aquí estoy, Antonio». Me acerqué. Le vi descompuesto, pálido el rostro y nervioso. Hablaba de forma entrecortada. «Ni yo mismo sé lo que ha pasado de tanto que he corrido. Se me negó la escopeta. Me han perseguido y rodeado hasta que pude brincar al palo».
De no haber sido por el palo brasil, a Rosendo lo hubieran destrozado los jabalíes. «Si me derriban —añadía Rosendo, no recuperado aún del susto—, no dejan de mí ni los huesos, ni un trozo de ropa». Se comieron hasta un cartucho. En efecto, los chanchos enfurecidos lo devoran todo. Le plantan cara al jaguar y hasta lo corren si la manada es brava.
El Quiquibey es un río de crecidas súbitas. Puede subir ocho metros en veinticuatro horas, pero baja con la misma brusquedad. Es turbio, del color del chocolate, al menos en esta época del año. Cambia al azul en invierno, en el estiaje.
César, un visitante del río, ha hecho un alto en la «pensión». Irma-Antonio. Va tocado con un gorro de béisbol de rebordes dorados. Me habla del floripondio, que si se fuma causa más efecto que la coca.
—También vale —añade— como cataplasma para la ciática.
Aquí todo vale. Se ve a la legua que Irma disfruta con su canoa. Irma está hecha de rabos de lagartija. La corriente es viva, pero doña Irma no se arredra. Acompañada de Pancho y Dorita, monta con agilidad en la canoa, se dirige al centro del río y se pone a recoger cuartones de madera. «Voy a hacer canoa», ha dicho antes de ponerse a la faena. Esta es una familia anfibia. Tiene mucho mérito llevar esta vida, sencilla, sin ambiciones, cuando se podía haber elegido otra más rentable, la de la cocaína, por ejemplo. De pronto, un indio, pobre de solemnidad, se hacía construir un chalet con todos los lujos: pagaba mamá coca.
El río Hondo, me dice Antonio, tiene más fama pero lleva menos agua. Los dos son tributarios del Beni y del Amazonas: «dos hojas de un gran árbol».
Mientras hablo con Antonio, la fauna doméstica —los pollos, perros, patos, gatos, gallos y gallinas— pelea por sus migajas, territorios y derechos. La escandalera es considerable. Antonio parece acostumbrado al ruido. Es su hilo musical. De vez en cuando recrimina al gallo, lanza una simbólica patada al gato o chilla al perro. Todo vuelve a la calma durante un rato.
Mi favorito entre los animales es Toji, pájaro de plumaje amarillo y marrón, poco mayor que un tordo, de la familia de la oropéndola. Se ha convertido en mi ángel guardián y en mi despertador. Por la mañana entra a la misma hora en mi cabaña, salta sobre los troncos de arriba, brinca, pita, se posa sobre el mosquitero y me despierta. Vendrá luego a la mano y se pondrá a mirarme de lado, saltará al suelo y me seguirá cuando me dirija a la fuente.
De vez en cuando veo a los pies de mi cama sapos enormes, ocho o diez veces más grandes que los nuestros. Aquí todo es más grande, como aumentado por una lupa. Por la noche no cesan los ruidos de la selva. Antonio tiende trampas a los chanchos del monte o a los tigritos para que no se lleven la cosecha. El ruido de los perros guardianes es constante.
Distingo en seguida el canto del tucán, posado en algún árbol cercano. Nada comparable sin embargo al paso de los loros que en bandadas cruzan el Quiquibey y se pierden hacia el Sur con chillidos y aspavientos. Es el atardecer, la hora melancólica. La tarde cae pronto en el trópico y lo tiñe todo de color rosa. En junio se puede mirar al sol cara a cara. Tiene el color del palo rosa y cambia de tonalidad.
Es la hora para Antonio de conectar la radio. No tiene reloj; no lo necesita. La luz gobierna sus horas y sus días. Con un pequeño margen de error sabrá la hora exacta. A la Hitachi le patina el dial, desgastado por el uso de veinte años. «Es la humedad y la vejez», diagnostica Antonio. La cura provisional es fácil, aunque la enfermedad sea crónica. Cuando hace sol, basta con ponerla un rato a secar. Si sufre alguna recaída por la noche, Antonio la coloca junto a la lumbre de la chimenea. Se calienta, se conecta y la radio suena. Otro de los instrumentos preferidos de Antonio es la lupa. Yo creo que ha perdido vista de cerca y le da pereza encargarse unas gafas. Su orgullo son los frascos de remedios caseros que, como los albarelos de las antiguas boticas, tiene colocados en la repisa. Conoce las propiedades de cada frasco y el árbol o la planta de la que proceden.
La tensión arterial, que tiene un poco alta, la rebaja con sus infusiones de hierbas y la grasa de pescado. También le ayuda el mosquito, que chupa la sangre. El río es el alma gemela de Antonio. Cada cierto tiempo baja para auscultar la crecida y vigilar el amarre de las canoas. Es el notario del Quiquibey.
El primer gallo canta en torno a las cinco de la mañana. En el Amazonas hay treinta millones de especies de insectos. Compruebo los desastres que sobre mi anatomía han causado los mosquitos, comejenes, hormigas, larvas, moscas y coleópteros. Las piernas y los brazos, el codo en especial, se llevan la palma en este acribillamiento nocturno. La llegada de Toji, el saltarín, alivia los picores. Me pregunto para qué servirá el mosquitero.
Se inaugura pronto la primera pelea entre los cerdos y los perros. Antonio silba, silba siempre, a todas horas. Pienso que debe de ser una costumbre adquirida en el campo de exterminio de Mauthausen, para darse ánimos, para combatir la soledad y mantenerse en movimiento o para regalarse el oído con sus propias melodías silbadas. El precursor del walkman. Me precisa que es una costumbre de cuando era pequeño. «En Monzón cantaban a todas horas: en la trilla, cuando iban de yuntas, por los caminos… jota va y jota viene». Hay otra cosa que me llama la atención en él: nunca le he escuchado un taco, una expresión malsonante, una mala palabra.
Este hombre es de una agilidad tarzanesca. Después de todas las privaciones, tensiones y peligros que ha pasado, que a los setenta y dos años conserve tal agilidad de movimientos no deja de ser un milagro del cuerpo.
Antonio se da un aire al fallecido actor norteamericano Jimmy Durante. A veces se deja crecer la barba durante unos días. Es su único signo de pereza. Marquitos —su único hijo varón— baja al río con un cedazo para pescar lo que llaman sardinas. La selva despierta, chillan los monos y los pájaros lira se lanzan en picado sobre la superficie del río para llevarse en el pico algún pez despistado.
Una de las conversaciones tópicas en todo el mundo gira en torno al tiempo. Ese tipo de charla tampoco falta en la perdida región del Amazonas boliviano.
Hace treinta años —me dice Antonio— llovía el doble que ahora. En estos tiempos, cuando más llueve se recogen sólo ciento veinte litros por metro cuadrado en cinco o seis horas de intensa tormenta. Se diría que el cielo se ha secado.
El Robinsón del Quiquibey ha medido y cubicado el río. La hidrología y la pluviometría son otras de sus pasiones. El ambaibo, el árbol orillero de madera blanca, le sirve de punto de referencia para tasar las crecidas. Antes medía con una escala.
Y tomaba la temperatura todos los días. En realidad lo anotaba todo: la temperatura del agua, el volumen de la nubosidad, si son cúmulos, estratos, cirros, la dirección del viento…; pero comprobé que era un ejercicio inútil y no sólo mal pagado, sino impagado del todo.
Me enseña la carta del Ministerio de Comunicaciones de Bolivia: «Don Antonio García Barón: tome nota de las variaciones del tiempo, de los fenómenos de la naturaleza, de las temperaturas del agua. No pierda un detalle porque todos esos datos que usted recoja nos servirán para medir la evolución de las fuerzas naturales». Nunca vinieron a recoger las hojas.
Una mañana —recuerda Antonio— apareció por aquí, procedente de La Paz, un ingeniero del Registro de Pluviometría y Descargas Eléctricas para que recogiera día a día la historia de los truenos, rayos y relámpagos.
—¿Pretende que me pase toda la noche contando relámpagos? —le dije—. Si vendo una arroba de arroz, saco más que veinte días contando relámpagos.
A pesar de todo durante un tiempo me dediqué a contarlos. El ingeniero pluviómetra reapareció años después.
—Hemos nacido en mundos distintos —me quejé—. El Registro di Descargas Eléctricas me debe el salario de varios años. Este, señor ingeniero, es un oficio de muy poco futuro.
—Es que no ha ido usted a cobrar a La Paz. Allí tiene guardada su paga de contador de descargas eléctricas.
—¿Por treinta pesos llegarme hasta La Paz? Quite de ahí, hombre; no me alcanzaría ni para pagarme el viaje.
Así fue como dejé mi cargo de contador de relámpagos.
Antonio está más pendiente del río, de sus suspiros, fiebres súbitas, taquicardias y alteraciones nerviosas. Le toma el pulso. A veces la corriente se lleva bidones, hules para guardar la coca, canoas, plásticos y fusiles.
Antonio se levantó a la medianoche para medir la altura del río sobre el platanal. Los balseros, los madereros, tronzan con sus motosierras los árboles de copra, los arrastran en sus pequepeques y venden la madera en el pueblo. El monte no es de nadie; mejor dicho, es de todos y dan cuenta de él. «La Forestal les cobra un 11 por 100», explica don Antonio.
Las cuadrillas de balseros buscan sobre todo la mará y el cedro. Lo malo para ellos es que el cedro se encuentra muy en el interior de la selva. La mará, a tan sólo un día de distancia. Ahora con la tala son cuatro días para subir y diez para bajar hasta el pueblo. No les compensa meterse muy adentro. Cuesta mucho arrastrar esos árboles desde el bosque hasta el río.
Se trocean planchas de madera de hasta doscientos pies. Antes, los leñadores preparaban troncas de hasta tres metros de diámetro, los rodaban hasta la orilla del río, los ataban en almadías y los aserraban al llegar al pueblo.
Irma observa el paso de cuartones sin dueño.
Son hermosos —decide Antonio—, pero es riesgoso cogerlos; déjalo. Antes —me comenta— los leñadores no perdían madera, ni una sola tabla. Los jovenzuelos de hoy son poco cuidadosos.
Los balseros llegan en sus embarcaciones de motor, las amarran a la orilla, suben hacia el calvero, tienden sus lonas, preparan la cocina de campaña, la olla, penetran en la selva y hasta el mediodía asierran, cortan y acarrean los árboles. Se bañan. Por la tarde cenan en el campamento, prenden sus radios, fuman y juegan a los naipes. De vuelta al pueblo se detendrán en la pensión Antonio-Irma para pasar la noche o cenar algo. Las dos cosas son gratuitas.
Para Antonio García Barón, el árbol más valioso es la Jacaranda, aunque por aquí no la hay. Su madera es mejor que la de la mará. La caoba negra no se conoce aquí; tan sólo la grisácea, la amarilla y la rosada. «Hablaban y hablaban de la caoba hasta que les pedí que me mostraran esa madera. Esto no es propiamente caoba», les dije.
Antonio es un dialéctico, un discutidor nato guiado de la pasión por la justicia. Entre el corazón y el cerebro elige el cerebro.
El corazón —dice— es un émbolo que trae y lleva la sangre. Se toma al corazón como figura literaria y romántica: es un capricho de los mortales.
No entiende las reglas de los gramáticos. Valencia con uve y Barcelona con be.
La ortografía —añade— es un corsé. Si suprimieran esas reglas, si dieran libertad, nadie cometería faltas de ortografía. Kilómetro, qué y casa; señores académicos: ¿para qué sirve la hache delante de la o de hombre? ¿Necesitamos complicarnos la vida hasta ese punto? Goya cometía faltas de ortografía, pero era un genio. Para mí, lo esencial es la claridad. Los sabios de la antigüedad escribían peor que yo. Hay quien lee mal pero sabe pensar. Eso es lo que tiene valor en el hombre: saber pensar. La claridad y saber pensar.
Antonio mantiene interminables conversaciones con los que le visitan, charlas cargadas a veces de pasión y de furia. No puede ocultar su temperamento libertario, que brilla en sus ojos, en la voz, en los gestos y en la piel.
Vino a verme un abogado de Israel. Por lo visto era un letrado de mucha fama y nombradía. Le dije que era difícil encontrar en las leyes la equidad y la justicia. Se sobresaltó por la herejía.
—Esas leyes —añadí— las han redactado unos pocos, la clase dirigente, para perjuicio de muchos. Van a tener que convencerme de la bondad de esas normas. Es de sentido común. Supongamos que alguien compra estas cabañas y estos terrenos y viene a mí para hacerse cargo de lo que cree que es suyo. Me pide los papeles de propiedad. Yo no los tengo, no los necesito. Me cisco en la propiedad. Él me enseña los documentos que acreditan que ha comprado lo que hasta ahora era mío. Me mostrará sus papeles y yo le diré que los árboles los he plantado yo, que los animales que nos rodean los he criado yo, que las cabañas las he construido con mis manos, que el arroz y el tabaco los he cultivado yo. Él seguirá en sus trece y se hará fuerte en las leyes. La ley beneficiará a quien no ha movido un dedo, amparará a alguien que tiene sin duda más que yo. Los que redactan las leyes nunca lo hacen para perjudicarse. Han hecho la norma y han hecho la trampa. Ustedes los israelíes fabrican unas leyes para su defensa, pero no para la defensa de los palestinos. Los judíos han sufrido mucho; yo he visto con mis propios ojos cómo los metían en las cámaras de tortura, cómo los sometían desnudos a baños de agua helada, cómo les lanzaban perros asesinos que desgarraban sus carnes, cómo acarreaban piedras de setenta kilos bajo las que sucumbían y cómo los mataban poco a poco de hambre y humillaciones. Sus cuerpos reventaban en el foso de Mauthausen hasta que uno de los maestros de obras se quejó a las auto del campo: la cantera estaba llena de vísceras, de masa encefálica, de paquetes intestinales, de piernas y brazos. «Así —dijo el cantero— no hay forma de trabajar». Ustedes los judíos eran para Hitler la raza inferior, los destructores de la cultura. Los gasearon los fusilaron, les inyectaron veneno, los ahorcaron, los marcaron con hierros al rojo vivo, los ejecutaron en masa, coleccionaron sus cráneos disecados, fabricaron jabón y bolsos con su piel, los colgaban de los testículos, los cocían vivos en celdas revestidas de asbesto, enterraron vivos a sus niños, les extrajeron la sangre para transferirla a los heridos de guerra alemanes, los ensartaban en las bayonetas como juego, arrancaban a sus hijos de las guarderías para arrojarlos a las llamas y les introducían pedazos de vidrio, trapos sucios y tierra en las heridas artificiales para estudiar las reacciones del cuerpo y servirse de todos esos experimentos y otros para mejorar la cirugía de guerra. Todo eso es verdad. Yo lo he visto y hasta, en parte, lo he vivido. Un genocidio, que como usted sabe, señor abogado, fue una palabra que inventó el doctor Rafael Lemkin y que viene del griego genos —tribu, raza— y del latín caedo, exterminar. Lo dijo Hitler: «El espíritu más resistente puede derrumbarse si el hombre que lo encarna es golpeado con una cachiporra de goma». Yo he recibido los golpes de esa cachiporra. A los suyos los metían como ganado en el matadero, en las cámaras de gas. Es cierto. Pero ustedes han torturado, han encarcelado en campos de concentración y han matado a los palestinos; y al criminal le han colgado una medalla en el pecho. ¿Qué lecciones pueden darnos? Todo eso en nombre de sus leyes. Esas leyes no resuelven los problemas de la humanidad, los complican.
El abogado se quedó sin habla. Creo que fui un poco brusco; yo me enciendo, me apasiono en seguida. Unos meses después vino por aquí una señora israelí que conocía nuestra discusión.
—Ha vapuleado usted a uno de los abogados más famosos de Israel.
—Lo sé de sobra, señora —respondí—; quedó mustio y desganado; le ofrecí naranjas y mandarinas. No comió durante dos días, hasta que se fue. Yo respondo con mi biografía: Mauthausen 3422. Ustedes, señora, lloran y rezan en el Muro de las Lamentaciones y luego bombardean en nombre de sus leyes. Allí van leyes, do quieren reyes. Yo no creo en la perfección de esas leyes. Hay algo más sencillo: una ley natural que consiste en no robar nada a nadie y no hacer daño a nadie. Supongamos que usted tiene una hija de diecisiete años, a la que matricula en la Universidad. Sin embargo, mi hija, que tiene como la suya diecisiete años, no podrá ingresar en esa Universidad. Nadie ha resuelto este problema; ni siquiera los que hablan de la igualdad de oportunidades. Dios les entregó las tablas de la ley. ¿Cómo puede Jehová aprobar las guerras? Puede que haya guerras justas, como algunas de las que libraron en defensa propia; pero desde luego no hay ejércitos inocentes. Yo he seguido todas sus guerras por la radio: su ejército y su policía no han sido inocentes en el Líbano o en Palestina. No me explico la cerrilidad de estos israelíes que antes venían a verme en gran número, hasta que se ha debido de correr la voz de que soy un peligroso antijudío.
Aquella señora israelí se me encampanó con el asunto de Dorita, que es como de la familia. Irma y yo nos la encontramos en una playa no lejos de aquí. Remontábamos el río en nuestra canoa cuando Irma, que tiene un oído muy fino, creyó oír el llanto de un niño. Yo pensé que podía ser algún pájaro pues aquí los hay que lloran como los niños, que cantan como los ángeles y que hablan como los hombres. Irma insistía: «Que no, Antonio, que es un niño». En efecto, doña Irma tenía razón, como siempre. Su oído, su olfato, su vista son infalibles. Guió la canoa hacia donde ella aseguraba que procedían los lloros hasta que dimos con la criatura que braceaba entre guijarros y arena. Unas horas más y la marea o cualquier alimaña se la hubieran llevado. Esos días, un jaguar de buen tamaño merodeaba a poca distancia. Era un niña de poca edad. La pusimos Dorotea, nuestra Dorita. Pues bien: aquella señora que se llamaba Golda, como Golda Meir, me echó en cara que no llevara a Dorita al pueblo para que pudiera buscar novio.
—Mire señora —le dije—: esta muchacha es soltera porque quiere. Es libre de viajar a «Rurre» cuando le venga en gana, tanto si quiere novio como si no lo quiere. Yo respeto su libertad, su albedrío. Lo que usted no sabe es que han venido por aquí mozos muy guapos a pretenderla. No les ha hecho ni caso. ¿Cree usted que con el amor que yo le tengo a la libertad iba a convertir a Dorita en una esclava, encerrarla aquí como en un campo de concentración?
Miré el dedo índice de la visitante israelí. No llevaba anillo ni lo llevó nunca porque eso deja siempre una huella en la carne.
—Ahora me toca preguntar a mí —le dije—. ¿Cuántos años tiene?
—Veintinueve —contestó—, a punto de cumplir los treinta.
—¿Está casada?
—No.
—¿Y usted se preocupa por el matrimonio de una chica que no ha cumplido aún los veinte? A los treinta usted no ha encontrado a nadie que la lleve al altar. Hay que tener instinto para la verdad. El que tiene padrinos se bautiza, Golda; y el que no, se queda sin bautizar.
Nos dijo que era vegetariana. A pesar de todo, de la serenidad de espíritu que dicen que dan las hortalizas y la fruta, tenía los ánimos y el genio de un sargento de caballería.