15. Un minuto más, una hora más, un día más

15. Un minuto más, una hora más, un día más

«El trabajo os hará libres». «Arbeit Mach Frei», eso es lo que podía leerse a la entrada de algunos Lager, los campos de concentración alemanes. Libres: la pestilencia, el gas mortal, unos minutos de agonía, reventaban la cabeza contra las puertas metálicas, las madres morían abrazadas a sus hijos, algunos de ellos recién nacidos…

El comandante, natural de Santa Fe, Nuevo México, con la camisa del uniforme desabrochada y con los brazos apoyados en las caderas, seguía mi relato sin pestañear. Fuera de la tienda, dos GI, los soldados rasos, jugaban al béisbol. Venían de otro mundo.

—Se sabía que habían muerto cuando dejaban de gemir. La posición de los cuerpos delataba la forma de la muerte, los arañazos, los dedos que a veces perforaban la garganta. Luego, los cuerpos eran trasladados en vagoneta o en carretilla a los hornos crematorios.

—¿Hay algún norteamericano con vosotros? —preguntó un sargento.

—Había prisioneros de guerra ingleses, norteamericanos y holandeses. El verano del año pasado los despeñaron por el «muro de los paracaidistas». Eran cuarenta y siete oficiales de aviación. Cargaron sobre sus espaldas unas pesadas piedras y los obligaron a subir desnudos y a la carrera los ciento ochenta y seis escalones, construidos por los españoles. Se decía que había muerto un español por cada peldaño. Pues bien: los prisioneros de guerra debían depositar la piedra en la cima y volver a bajar a toda prisa. Aquello fue como el mito de Sísifo. Desde arriba, los SS y los cabos de vara lanzaban las piedras escalera abajo. Los aviadores rodaban hasta el primer peldaño ante aquel alud de peñascos. Los que se libraron de la muerte por lapidación, diez o doce, sucumbieron poco después a las heridas. Tenían el cuerpo despellejado y las piernas y los brazos rotos. Hace tres meses liquidaron a cuatrocientos prisioneros rusos. El capitán Bachmayer ordenó que se desnudaran. El termómetro de la enfermería marcaba los dieciocho grados bajo cero. Fueron cayendo por congestión uno detrás de otro. A los supervivientes los dirigían en formación hacia las duchas. Los mantenían media hora bajo la perilla, bajo el agua helada. Al salir, les impidieron secarse. A la mañana siguiente, cuando las escuadras de trabajo se dirigían hacia la cantera pudimos ver los cuerpos amontonados de los rusos en medio de la| Appelplatz. A los que aún vivían los remataron a hachazos.

A algunos de los condenados los despedían con música, como a aquel j austríaco que intentó la fuga y cuya ejecución fotografió unos de los nuestros que trabajaba en el laboratorio, Francisco Boix, por orden de los verdugos. Ya ahorcado, la orquesta de los cíngaros tocó El barril de cerveza. (Las fotografías tomadas por Boix, que no llegó a destruir como le ordenó Ziereis, sirvieron de pruebas documentales en el proceso de Nuremberg contra los jerarcas nazis. El sanguinario Kaltenbrunner, condenado a la horca en el proceso de Nuremberg, aseguró ante el tribunal que nunca había pisado un campo de exterminio y era ajeno «a la infamia». Entonces apareció Paco Boix con dos fotografías: allí estaba Kaltenbrunner al lado de Himmler y del comandante Ziereis. No creo que hagan justicia a nuestros muertos; los guardianes, los SS, se han ido. A ver quién es el guapo que los desenmascara. De los cien mil verdugos de los campos, responsables del asesinato de ocho, diez u once millones de presos tan sólo seiscientos fueron condenados a la horca o al paredón).

En los últimos días, los SS trataron de borrar pistas, de quemar los archivos. Yo pude salvar unas cuantas fotografías y documentos, que más tarde entregaría al gobierno francés. Otros, que trabajaban como Prominenten en las oficinas del campo, pudieron llevarse las fichas de los SS y de los presos españoles.

—¿Cuántos eran ustedes, los españoles? —preguntó el comandante norteamericano.

—A treinta mil o cuarenta mil nos hicieron prisioneros en la Línea Maginot y por lo menos a la mitad nos trasladaron a Alemania y Austria. Se negaron a considerarnos prisioneros de guerra. En Francia quedaron otros quince mil o veinte mil enrolados en los trabajos forzados con la Organización Todt, encargada de construir el muro del Atlántico.

—¿Qué es eso de la Organización Todt?

—El doctor Fritz Todt, que murió en un accidente de aviación, era un genio de las construcciones bélicas, de las bases de submarinos, de las carreteras para el rápido traslado de unidades mecanizadas, de líneas férreas, de muros defensivos que iban desde Noruega hasta el sur de Francia y Rusia… O sea que tuvo diez millones de esclavos a su servicio. Uno de ellos fui yo.

Al que fue primer ministro de nuestra República, Largo Caballero, lo internaron en el campo de Oranienburg y murió poco después de quedar en libertad. Entre nosotros en Mauthausen se encontraba el checo Arthur London. (Sobre su vida rodaron años después una película, La confesión, escrita por Jorge Semprún, que estuvo preso en Buchenwald). A los siete mil o diez mil deportados españoles nos encerraron en el campo de Mauthausen; pero otros fueron a parar a Buchenwald, Dachau, Bergen-Belsen, Neuengamme, Ravensbruck y a los campos satélite de Gusen, Melk o Ebensee. Murió el 70 por 100 de ellos, de nuestros compañeros de Mauthausen; la gran mayoría, el noventa y cinco por ciento, en los terribles años de 1940 a 1942 en la Totengurg, la montaña de la muerte.

Los aliados conocían los pormenores de la «solución final», de la noche y la niebla, el plan de exterminio de los judíos. La gente tiende a creer que sólo murieron los judíos; pero sucumbieron tantos o más católicos, aunque a los hebreos los mataron por hebreos. Los aliados lo sabían por lo menos desde 1941 y no sólo a través de los servicios de inteligencia sino de los informes de los refugiados, de las organizaciones judías y de las embajadas. Los Estados Unidos mantuvieron su embajada en Berlín hasta diciembre de 1941. Luego, por los reconocimientos aéreos, por la interferencia de las comunicaciones nazis, por la filtración de documentos y por los informes de los corresponsales y de los espías conocieron el alcance del Holocausto.

Los judíos aseguran que de haber existido el Estado de Israel, el Holocausto no hubiera podido llevarse a cabo. Es posible. De lo que estoy seguro es de que las organizaciones judías mundiales no supieron estar a la altura de las circunstancias. Los aliados lo sabían de sobra y tengo la impresión de que no hicieron todo lo posible por liberarnos antes. Los bombardeos los concentraron sobre las fábricas de armamento, en la factoría de blindados de Goëring den Linz, donde trabajaban españoles, en los emplazamientos de antiaéreos, en los nudos de comunicación y en los aeropuertos. ¿Por qué los aliados no atacaron los accesos de Auschwitz, por ejemplo? Yo creo que para evitar el flujo de los deportados. Eran un estorbo: más bocas que alimentar. Primero era necesario ganar la guerra. Los objetivos de los Estados Mayores aliados eran otros que los campos de la muerte.

Nuestra idea fija era vivir, vivir un minuto más, una hora más, un día más, un mes más, vivir por encima de todo, a toda costa. La obsesión de los generales Eisenhower, Patton, Bradley, Montgomery, Leclerc y De Gaulle era ganar la guerra. Lo demás, incluidos nosotros, era accesorio.

Hay una tendencia a creer que eso no existió o a aceptar las tesis de los nazis: «Sí, los gaseamos; pero sólo a los enfermos de tifus, a los enfermos mentales, a la escoria de la sociedad». A nosotros, por rojos; a los judíos, por judíos. O que todo eso se hizo en beneficio de la humanidad, de la profilaxis, de los experimentos médicos. Así se lo creyó parte de la población civil. Era una rutina de los médicos, un mundo aparte. Esa clase de muerte que administraban no era muerte: nadie se siente culpable. Le cambiaban hasta el nombre. El genocidio, el Holocausto, se llamaba «tratamiento especial», una cosa clínica, de laboratorio, una «selección», algo positivo. El gas era como una forma limpia de eliminación, una eutanasia, una forma humana de matar, una higiene racial, un progreso en la investigación, un trabajo bien hecho, matar como si no mataran.

Las víctimas —los judíos, los rojos, los disidentes, los Testigos de Jehová, que hicieron frente a las penalidades con gran valentía, y los gitanos— éramos los parásitos, el virus asesino. Leí años más tarde en Mi lucha, de Hitler, que para curar a esta era de la enfermedad y la podredumbre había primero que «fijar con coraje» las causas y operar la gangrena: el nacionalsocialismo biológico. Los médicos nazis creían que nuestro campo j de Mauthausen o los de Dachau o Auschwitz eran monumentos a la ciencia del exterminio y a la técnica, a la purificación. «Mi dios es Alemania», nos decían los SS.

Los judíos —ya lo he contado antes— iban al matadero en silencio, engañados pero pasivos. Hágase la voluntad de Jehová. Es un fenómeno que todavía me da que pensar. ¿Sabían, no sabían, no querían saber? Yo no me explico cómo no fueron capaces de organizar algún mecanismo de | defensa como el levantamiento del ghetto de Varsovia; aunque si lo piensas bien, los nazis lograron anestesiarnos a todos. Hasta nosotros llegamos a creer que todo aquello formaba parte de un plan: si nos daban muerte, es que la merecíamos. Hasta ese punto la brutalidad y el control psíquico de nuestras mentes nos dejaron paralizados. Los españoles somos más individualistas. Después de la guerra civil teníamos en estado de alerta los mecanismos de defensa.

Allí vimos lo bueno y lo malo de la humanidad en una situación límite, la generosidad y el envilecimiento. Algo de todo eso que les contaba a borbotones a los soldados norteamericanos lo debieron de interpretar como efecto de la alucinación o la fiebre. ¿Quién podía imaginar algo así a mediados del siglo XX?

Nos arrebataron hasta el derecho de morir como el lobo: solo y en silencio. Cuando se cierran los ojos, una nación corre el peligro de encontrarse otra vez con la náusea. Oigo por la radio de Colonia en las emisiones en español las fechorías de los neonazis. Una vez por la radio alemana escuché a un historiador hablar sobre las matanzas de la II Guerra Mundial. No eran —decía— una exclusiva alemana. Venían desde los tiempos más oscuros hasta desde los gulags soviéticos y la Armenia destruida por Turquía. Stalin precede a Hitler con el exterminio en masa de los campesinos y los juicios populares contra los enemigos de clase.

Hitler temía a los comunistas y a los judíos, entre otros. El historiador lo defendía en cierto modo al afirmar que el nazismo trató de levantar una barrera contra una invasión soviética, cuando la historia demuestra por el pacto Molotov (URSS)-Ribbentrop (Alemania nazi) que quien temía esa invasión era Stalin. Hitler divide el mundo entre superhombres y subhombres. Los primeros se encargan de la limpieza, de borrar del mapa a los segundos, nosotros.

—¿Cómo han podido resistir todo eso? —pregunto Ramón, el comandante.

—Porque hemos sido los más fuertes, los más prudentes, los afortunados. Lo comprobarán dentro de algunas horas. Mauthausen, el molino de huesos y vísceras, no es una fantasía literaria, un cuento de terror. Aufstehen, en pie, perros sarnosos. Alle raus, todo el mundo fuera. Scheisskubel, cubo de mierda. Mauthausen, Morderhausen, la casa de la muerte, rebaños de cebras al horno, al asadero o al despeñadero de la cantera. Mützenab! ¡fuera gorros cuando hablen con los jefes! Prohibido mirar fijo, de frente, a los dioses SS; harán de tu piel, de tu tatuaje una cartera de bolsillo, una pitillera o el revestimiento de una lámpara. Im gleichen Schritt Marsch!, «en marcha hacia las duchas». «Dejen aquí sus alhajas, sus relojes, las fotos de sus familias y sus biblias». Salían por las chimeneas en forma de humo. Mi vida por un paquete de Dravas. «Mein Lieb» teniente, ustedes vienen de otro planeta, de un mundo limpio, creen en el amor de sus padres, hermanos y novias, reciben el cariño de sus hijos, juegan al béisbol, mascan chicle, bailan el fox trot, ponen regalos en los árboles de Navidad y comen pavo. ¿Serán capaces de comprender todo esto? Han llegado hasta aquí a través de ríos románticos con nombre de vals vienes, de bosques de alerces, de abedules y coníferas, y de idílicos prados. Descubran la axila izquierda de un alemán; comprobarán si lleva tatuado el grupo sanguíneo de los superhombres SS. Les dirán que eran unos mandados, que obedecían órdenes. Órdenes son órdenes. El Danubio azul baja lleno de huesos humanos. ¿Saben lo que significaba «rezar en tibe-tano»? Los palillos entre los dedos. Sentaban a los rabinos sobre estufas ardientes. Paracaidistas llamaban con sorna a los que empujaban a la sima de la cantera. Pintaban una cruz en el pecho de los que tenían dentadura de oro. Hemos comido carbón, correas, suelas de zapato, mantas hilo a hilo, los excrementos de los perros, mejor alimentados que nosotros. Un tártaro se comió el muslo, el hígado y el corazón de un checoslovaco. Pude escuchar sus aullidos antes de ser colgado. Los SS remataban una fiesta, un festín, una borrachera, con una marcha sobre los barracones a tiros o a mordiscos para competir con sus dogos. También los SS competían entre sí: «hoy he matado a más gente que tú». Un perro llamado Hasso, propiedad de un teniente de las SS, era experto en comerse el pene de los condenados. Su dueño les dirá ahora que era una perversión de Hasso; y él mismo, una pieza minúscula de un engranaje. Respiren bien entre los pinos porque descubrirán Mauthausen por el olor, por la niebla de la muerte.

Oficiales y soldados alemanes se presentaban en la tienda de mando para rendirse. El frente se resquebrajaba del Báltico al mar Negro. Alemania Kaputt. Por la mañana capitulaban trescientos; por la tarde, quinientos; al día siguiente, miles. Todo, antes que caer en manos de los rusos.

El 10 de mayo era mi cumpleaños. Manolo y yo descubrimos un alijo con vinos buenos del Rhin. Me permití el lujo de invitar a los californianos y al mexicano. Bebimos a morro porque no había vasos.

Se empeñaron los norteamericanos en que completara el relato de mi vida:

—¿Cómo vino a parar aquí?

—Han transcurrido seis años desde que a los vencidos de la República Española nos internaron en los campos de concentración franceses. Nos llevaron en vagones de carga hasta el norte de Francia hacia la Línea Maginot, donde se formaban las compañías de «voluntarios». Al llenar la ficha antropomórfica me preguntaron por el color de los ojos: «No lo sé, contesté, el color de mis ojos cambia según el paso del tiempo, el paisaje y mi estado de ánimo. Son ojos de camaleón». Aunque era cierto lo que decía, el sargento francés se creyó que le tomaba el pelo y amenazó con enviarme a un batallón de castigo. El capitán de la Compañía era un hombre robusto, de talla mediana. Nos llamaron: «Antonio García, ropa y zapatos». El calzoncillo largo conservaba unas manchas de sangre. «¿Y esto?», pregunté algo turbado. «Coge la ropa y calla. No protestes o te enviamos a la cárcel de Colliure».

El capitán español, bajo mando francés, me arrojó un par de zuecos. «No me des zuecos que no vengo a guardar vacas». Se me rebelaba la sangre. «Hijo de puta», se enfureció el capitán, que en realidad era un título postizo. «Rubio —me dijo un tal Rueda, de Madrid—: deja correr el agua». «Nada de eso; hay que empezar a defenderse. Venimos a sacarles las castañas del fuego y mira cómo nos tratan». «Pero la alternativa —argüía— es la entrega a España, el paredón. Sé prudente».

El coronel francés —recordé para mis atentos interlocutores— pertenecía a las Cruces de Fuego, a la extrema derecha francesa. Pretendió que fuéramos a misa todos los días. Era arrogante y bigotudo. Nos pusieron a talar árboles para las fortificaciones.

La comida era pésima, una bazofia. Nosotros éramos siempre los sospechosos, los rojos, los rebeldes, los insurrectos. Aquello dejó de ser un campamento militar y empezaba a parecerse a un campo de concentración. Más tarde nos pusieron a cavar trincheras día y noche. No sirvieron para nada porque los Panzer, los tanques alemanes, la Wehrmacht, la infantería, las dejaron a un lado, pasaron de largo. El ejército francés, que se entregó sin apenas combatir, estaba lleno de incompetentes. Eso sí, comían bien, a capricho, incluidos tres litros de vino por cada soldado. Dejaron crecer al monstruo y luego se negaron a combatir. Nos hicieron prisioneros y nos trajeron aquí.

* * *

Nuestra entrada en el campo de Mauthausen, cuando los árboles y las plantas florecían, fue una apoteosis. «Los americanos; llegan los americanos», gritaban en todas partes. Mi primer abrazo fue para los españoles; luego, hicimos de guías del campo para nuestros libertadores. Sobre el terreno comprobaron que todo lo que les había contado era verdad. Por si no bastara el estado calamitoso de los supervivientes, allí estaban los lazaretos, las fosas comunes, la sima de la cantera, el crematorio, la escalera de ciento ochenta y seis peldaños construida toda ella con sangre española, los perros asesinos —que, ya sin dueño, vagaban desamparados—, los campos de cuarentena, la última fila de cadáveres en descomposición… La cámara de gas la habían volado con dinamita. En el espacio de tres semanas, desde abril de 1945 murieron por lo menos tres mil judíos, de inanición, de frío, de enfermedad, de tifus o disentería, por las palizas, los malos tratos y las secuelas de las marchas.

Cuando entramos con las tropas norteamericanas, apenas si quedaban cinco mil supervivientes. El comandante del campo, Ziereis, había dado la orden de evitar que un solo prisionero cayera en manos del enemigo. No debía saberse nada de lo que allí había ocurrido. Los muertos y los agonizantes yacían en los caminos, abandonados, junto con mantas, vestidos, harapos, sandalias y objetos personales. Los últimos cartuchos los usaron no para hacer frente al avance aliado sino para fusilar contra las tapias de los cementerios a los judíos y a los sospechosos de rebelión.

La peste y la putrefacción reinaban por todas partes. Los supervivientes de miembros congelados, ennegrecidos por las bajas temperaturas del pasado invierno, hambrientos, puros pellejos, comían hierba, cocinaban sopa de ortigas y devoraban cortezas de árboles, como las cabras. Muertos de agotamiento, caían en las cunetas para no volver a levantarse. Desde las ventanas de sus casas de tejas rojas, los austríacos veían pasar aquellos ejércitos de andrajosos con ojeras, con las cuencas hundidas, la piel pegada a los huesos, círculos negros en torno a los ojos, desgreñados, entecos y esqueléticos. Los SS remataban de un tiro en la nuca a las madres con pistolas ametralladoras ante la vista de sus hijos. Hubo civiles que sel arriesgaron, sin temor a las represalias, a socorrer a los judíos. Les lanzaban patatas para irritación de los SS. Otros echaron una mano a las SS.

Esta del final ya no era la muerte científica, fría, la matanza programada, industrializada, técnica, sino la cuchillada, el tiro al blanco, el golpe de porra en la cabeza; y a la luz del día, sin secretos. Todos los que lo desearan podían tomar parte en la carnicería. Las papeletas eran gratis en la tómbola de la muerte. El comandante Ziereis confesó en su lecho de muerte que antes de ser destinado a Mauthausen fue convocado por el inspector general Glücks para enseñar a los otros jefes de campos de concentración «cómo se liquidaba a los detenidos de un tiro en la nuca». Del tiro en la nuca se pasó a la planificación de la muerte en masa.

Ramón, el comandante, estuvo a punto de vomitar cuando vio los vientres verdes sobre los que zumbaban los moscardones al sentir el olor dulzón de los cuerpos. Se llevó el pañuelo a la boca y retiró la vista del depósito de cadáveres, de los últimos muertos con los ojos abiertos, de piel negra y azulenca. Con sus pocas fuerzas, los presos liberados, con su aire de zombies y la marca de la enfermedad y de las privaciones, se abrazaban llorosos a sus salvadores. Eran fantasmas pálidos, surgidos de las tumbas que despedían olores nauseabundos. Lloran, gimotean como niños y besan las manos de sus salvadores. Otros parecen más preocupados por ajustar las cuentas al kapo o al bandido, al delincuente común alemán, o por perseguir a los encargados de los bloques. Han soñado durante años en la hora de la venganza. Vemos algunos kapos de cuerpos destrozados por lo§ apaleamientos o con el cráneo hundido a pedradas. Los deportados se han tomado la justicia por su mano. Asaltan las cocinas y los almacenes, se comen la carne cruda, se bañan en harina y se disputan las migajas. Nuestro sueño se va a cumplir pronto: las lonchas de jamón serrano, los pavos trufados, las piernas de cordero doradas, los platos de angulas de Aguinaga, fabadas, paellas, pirámides de ostras y langostinos gallegos, vino blanco, clarete, tinto de Rioja, todo eso estará a nuestro alcance. Por ahora valen las patatas cocidas y las raciones C.

Los SS desaparecieron sin dejar rastro. Su burdel apareció vacío. Los cabos de vara se cubrieron con la piel del cordero. El jefe de los SS, Himmler, el hijo de un profesor de filología, no tardó en suicidarse con una dosis de cianuro. El portalón de entrada a Mauthausen apareció cubierto de banderas aliadas, de ramos de pinos y flores. La oración se había cumplido:

Padre nuestro Churchill, que estás en Londres:

santificado sea tu nombre,

vengan a nosotros tus hombres, danos hoy

nuestro bombardeo diario,

no perdones a los alemanes

como ellos no nos perdonan a nosotros

y libéranos de todo mal, amén.

El Deutschland über alles, Alemania por encima de todo, daría paso a los himnos de las barras y las estrellas. ¿Quién podía esperar orden en un momento como aquel? La libertad en Mauthausen significaba el derribo del portón de entrada, la desconexión de las alambradas de trescientos ochenta voltios, el «¡gorros fuera!», y hasta el abandono de las chancletas de madera. A todo el mundo le dio por cantar, a cada uno en su idioma; otra vez el guirigay, pero ahora sin limitaciones, sin órdenes, sin latigazos. Había quienes se revolcaban en el suelo como jabalíes en una charca. Como digo, los prisioneros corrían en direcciones distintas, asaltaban los almacenes, perseguían a los verdugos, enarbolaban sus camisas al viento… Ahora eran los cadáveres de los verdugos los que aparecían aquí y allá: no hubo perdón para algunos cabos de vara.

Cada uno satisfacía sus sueños: unos la venganza, otros el hambre, otros la necesidad de emborracharse hasta perder el sentido. Dejábamos de ser scheinehund, sucios perros, cerdos, cubos de mierda. El Séptimo de Caballería llegaba a tiempo. Bailes, besos, vítores y aclamaciones. «Die Amerikaner», los americanos. Las latas de comida, las Spam de los libertadores, corrían de mano en mano. A falta de abrelatas, urgidos por el hambre, las reventaban contra el suelo, las golpeaban con piedras. El atracón de la libertad les costó la vida a muchos de los supervivientes de Mauthausen. Su sistema digestivo no resistió el hartazgo de comida, de una comida que mataba a los débiles.

También aparecieron los soldados rusos, las tropas del general Zukov, con sus estrellas rojas y sus metralletas de tambor. Se habían abrazado con los norteamericanos a orillas del Elba.

—Soy un capitán del glorioso ejército rojo —vociferaba uno de ellos, que se vino hacia mí tambaleándose, borracho de vodka o quién sabe de qué clase de saltaparapetos. Apenas acertó a desenfundar su pistola.

Horas después, el capitán, ya sobrio, vendría a presentarme disculpas.

—He sabido por las mujeres rusas lo mucho que las han ayudado. Perdóneme; me he comportado groseramente.

Me abrazó. Es verdad que los rusos, como buenos eslavos, son primitivos y sentimentales.

—Hay tres barcos fondeados en esta orilla del Danubio —dijo luego—. Vamos a llevarnos todo lo que podamos. Necesitamos camiones para cargar los muebles, los alimentos, ropas, máquinas de coser y todo lo que podamos. Estas mujeres compatriotas nuestras, que tanto han padecido, no pueden volver a casa con las manos vacías.

Fue entonces cuando conocí a Clara. Era una rusa espigada y rubia. A su madre, loca, la habían internado en un manicomio. Su padre desapareció en un campo de concentración alemán. Clara tocaba la guitarra.

—Aprendí solfeo, guitarra y violín —me dijo—. ¿Cuántos años tienes, Antonio? —me preguntó.

—Veintitrés años, recién cumplidos.

Ella había cumplido los veinticuatro. Era fina de rostro y de voz modulada, esa voz con la que una madre habla a sus hijos pequeños.

—Mis hermanos me esperan —dijo—. Yo soy ahora la cabeza de familia.

Se fue hacia los barcos en el primer camión cargado hasta los topes.

Los del Comité Internacional de Mauthausen, impulsados por los republicanos españoles que hostigaron a tiros a las tropas nazis en los últimos días, han colocado una banda de tela, con sábanas de los SS. El texto dice en castellano: «Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras». Los sobrevivientes asedian a los norteamericanos. Les piden por señas cigarrillos y chocolate. A los ángeles exterminadores de las calaveras y las dos tibias les suceden los ángeles liberadores, que a duras penas pueden resistir la visión de las cabezas a medio consumir de los crematorios, los pelos chamuscados y el olor apestoso, de zoológico, que lo impregna todo. Los muertos y su memoria van a pesar sobre la conciencia de los vivos. Resultó más fácil deshacerse de los vivos que de los muertos porque no supieron qué hacer con el campo.

Yo no creo en la culpa colectiva; pero he sabido que en la Alta Austria, después de la guerra, la mayoría pidió que destruyeran aquel monumento a la maldad, aquella escuela de crueldad; que arrojaran tierra encima. Sería mejor invertir en los vivos que en los muertos. Molestaría a los turistas y a los espíritus impresionables. Exhumaron los cadáveres, los esqueletos, y los trasladaron a lugares menos visibles. Borrón y cuenta nueva. Si se entierra, si se oculta, el horror desaparece. Lo mejor sería no oír, no ver, no hablar y no sentir; como el mono japonés. Eso es lo que hicieron los vecinos del campo de Mauthausen desde el año de su fundación en 1938 hasta la liberación. El olvido. Pero ¿cómo olvidar algo en lo que no se había llegado a creer? El paso del tiempo conducía a la indiferencia. Los Memoriales, pensaban los profesionales del olvido, serían un monumento al mal gusto. Será el mutismo, la complicidad moral del silencio, la deformación de la verdad, el entierro del pasado, la comodidad, la pérdida de la memoria. Aquí no había pasado nada, aunque las chimeneas del campo escupían sobre el pueblo la ceniza y el pelo de los muertos; aunque durante años vieron pasar caravanas de esqueletos ambulantes. Es fácil comprender a las víctimas, incluso a los verdugos; pero ¿y los civiles austriacos que ni oyeron, ni vieron, ni sintieron? Ahora hay historiadores, creo que los llaman revisionistas, que afirman que todo eso no existió, que murieron del tifus exantemático, que todo fue un invento de la propaganda antinazi. ¿Será que yo no he existido, que todo fue un mal sueño? Es grande la capacidad de los hombres para borrar la huella de los malos recuerdos. El tiempo trabaja en contra de las víctimas y a favor de los verdugos, de su maquinaria de exterminio. Yo he escuchado a través de la radio desde este rincón perdido del Amazonas cómo muchos austríacos, quizá nostálgicos de su sueño imperial, desde su cómoda penumbra, se distanciaban de los acontecimientos del pasado, se sacudían la responsabilidad moral; pero la mitad de los cuatro, cinco o seis millones de judíos murieron a manos de los austríacos. Ahí estaba el caso de Kurt Waldheim, al que eligieron presidente a sabiendas de su intervención como oficial en los Balcanes, o los triunfos electorales de la extrema derecha. Menos mal que dejaron en pie el campo de Mauthausen, que hoy visitan los turistas guiados por un español, Manuel García, que estuvo internado allí.

«No abra las heridas del pasado», se justificaban nazis refugiados en Bolivia con los que hablé alguna vez. «Algún día se sabrá toda la verdad», se defendían. ¿Qué día, qué verdad, cuándo? ¿Es que no les basta con nuestro testimonio? «Yo soy ajeno a tus padecimientos; no sabía nada sobre esos campos y mi oficio como militar era hacer la guerra nada más», me decían los nazis reconvertidos alzándose de hombros. El año pasado escuché por la radio que el 50 por 100 de los austríacos consideraban a los judíos «responsables de su persecución». Una encuesta en Estados Unidos indicaba que uno de cada tres norteamericanos duda del Holocausto. En la tierra de Kurt Waldheim deseaban que el paisaje, tan hermoso, tan idílico, volviera a estar en paz consigo mismo, como si la barbarie no hubiera existido. ¿Será el mío un recuerdo de otro mundo, de otra vida, de otra reencarnación?

El comandante de Nuevo México se empeñó en que me alistara en el III Cuerpo de Ejército:

—Esto para nosotros está acabado; el trabajo, hecho; la victoria, asegurada en Europa; pero la guerra continúa en el Pacífico. Nos llevan al Japón. Antonio: tú eres un profesional de la guerra, tienes veintitrés años y ya ves lo que ha dado de sí tu Europa. Enrólate; la paga es buena y la causa justa.

—Gracias, Ramón, pero el Japón no me tienta y tengo la quinta y la sexta vértebras rajadas; a una le falta un trozo. Es un milagro que pueda andar. Además, tengo otras ideas sobre mi porvenir.

El Amazonas, el río-mar, discurría ya por mis venas.

Tras la liberación, mi vida en Francia sólo tenía un sentido: un compás de espera, aguardando el visado para alguno de los países cuyas embajadas había visitado para rellenar la ficha de presentación. Los franceses no estaban dispuestos a dejarnos salir así como así. Habían muerto millones de hombres en la guerra. Los supervivientes les éramos muy necesarios. Europa era un continente de viudas y huérfanos.

Para nosotros, los españoles republicanos, la alternativa era la repatriación a España; o sea, el paredón para los que figurábamos en la lista negra o la Legión Extranjera en Indochina. Hasta que entré en la Pathe Marconi, viví de la subvención que el gobierno francés nos pasaba a los deportados. Tuve suerte porque después de la guerra en París no era fácil encontrar un puesto de trabajo. «Tardarán cincuenta años en llamarte», me dijo un amigo a la puerta de la oficina de colocación. Yo pertenecía a la CGT, la Confederación General del Trabajo. En la sección de empleo anotaron mi nombre, los datos profesionales y la dirección. «Le llamaremos», prometieron. Fue así como me salió lo de la Pathe Marconi, gracias a la influencia de un amigo comunista. Los comunistas eran muy activos en la fábrica.

En París conocí a tipos muy curiosos. Alfonsito de Sevilla era un carterista muy admirado por las policías europeas, por lo menos la española, la francesa y la belga. Era de los tipos más pintorescos que pululaban por el París de la inmediata posguerra. A mí me lo presentó mi amigo vasco Carmelo. Nos reuníamos en el bar «18» para que Alfonsito nos contara las últimas hazañas. Además de carterista finísimo era un narrador lleno de gracejo e inspiración. Nos moríamos de risa con él.

—Aquí tienes al Maño —me presentó Carmelo, que era de Baracaldo—; pero ten mucho cuidado en no meterle la mano en el bolsillo porque te quedas sin muelas en dos segundos.

Yo ya estaba advertido: por eso me tomé todas las precauciones: un pantalón ajustado y una cartera grande. Para tirar de ella hay que hacer una fuerte presión.

Unos días más tarde se celebraba una boda cerca del «18». El novio repartía billetes de cinco francos. Alfonsito de Sevilla se fue hacia él y en minuto y medio volvió con el dinero. Nos mostró el fajo de francos y regresó. Visto y no visto. El dinero estaba otra vez en el bolsillo del novio. Nos quedamos con la boca abierta.

Alfonsito se vestía de mujer, se ponía el traje de faralaes y cantaba y bailaba en un club nocturno. Hacía de todo. Se contaban de él leyendas increíbles, como cuando se llegó al museo del Louvre a la salita donde exhibían unos cuadros de pintores clásicos y un diamante muy valioso. Un policía secreta se paseaba por la sala cuando a un amigo de Alfonsito se le ocurrió una idea: «Mira: el policía esconde una pistola en el bolsillo de atrás. Parece una 7 y medio». «Pan comido —dijo el carterista sevillano—. Eso es cosa de aprendices». Se acercó al policía con un pitillo entre los labios y le pidió fuego. No sé cómo se las arreglaría porque no hablaba una palabra de francés. Cuando volvió donde su amigo, Alfonsito llevaba consigo la pistola del secreta. «¿Y ahora —le dijo su amigo espantado— qué va a ocurrir cuando descubra que le han quitado un peso de encima? Estamos perdidos». Se acercó de nuevo a él y le mostró el billete como para preguntarle si valía para todas las salas. Ya estaba la pistola en su lugar. Y eso que pesaba setecientos cincuenta gramos.

El negocio en París se puso mal para Alfonsito de Sevilla. Los policías empezaban a acosarle, a seguir sus pasos. Tenía que poner tierra por medio con dirección a Bélgica. No tardó en tener problemas. Según contaron sus amigos, subió a un autobús con las intenciones que se puede imaginar. Una señora sintió de pronto que unas manos acariciaban su bolso. Dio la voz de alarma y Alfonsito fue a parar ante el comisario belga: «¿Yo acusado de intento de robo?», protestaba Alfonsito. Era tan buen actor que empezó a hacer gestos, genuflexiones y el comisario empezó a dudar. «Pero señora —se lamentaba Alfonsito— si no hay persona más honrada en el mundo». «¿Señora, está segura de que este señor ha intentado robarla?», preguntaba el comisario. «Desde luego, es el mismo, no caben dudas». Alfonsito volvía a pregonar su inocencia: «Habrá sido algún movimiento brusco del autobús».

El comisario resolvió el caso con una pequeña sanción. Alfonsito pidió ir al baño. Para entonces le había quitado la cartera al comisario. Se la devolvió sin los francos de la multa. Alfonsito de Sevilla había pagado la sanción con el dinero del comisario.

Me acuerdo de una película de Imperio Argentina, creo que era Morena Clara, en la que unos gitanos robaban unos jamones y se los vendían luego a la misma dueña. Las nuevas fechorías del carterista sevillano corrían entre nosotros a veces corregidas y aumentadas; con Alfonsito todo era posible.

El trabajo en la Pathe Marconi lo hacía a gusto, pero el clima en la fábrica era opresivo, irrespirable, por las peleas ideológicas y políticas. Cada vez añoraba con mayor fuerza el bosque, los espacios abiertos, el campo. Argentina, Chile, Uruguay no respondían a mi petición de visado. Bolivia lo hizo: necesitaban un técnico en discos de fonógrafo. Lo supe porque el señor Rouflier, que era el contable de la Pathe Marconi, recibió una llamada del Consulado de Bolivia para verificar los datos. «En efecto —respondió—; Antonio García Barón es un buen técnico y se muere de deseos de viajar a su país».

Embarqué en Marsella en un buque llamado Campana. Desde el puerto envié un telegrama a mi madre: «Salgo rumbo al Nuevo Mundo. El Viejo queda atrás, quizá para siempre. Estoy a salvo. Abrazos, Antonio».

En aquel barco de refugiados viajábamos dos clases de españoles, al menos por la terminología del régimen de Madrid. Unos llevábamos documentos azules de las Naciones Unidas; el resto llevaba papeles de Franco. La ONU nos pagaba el viaje. Sufrimos algunas provocaciones, a las que no respondimos. Por fortuna, el comandante, que era francés, se puso de nuestro lado.

Pude quedarme en Buenos Aires como segundo de la Odeón, que era una filial de la Pathe Marconi, pero decliné la oferta. Hice una buena elección porque nunca me he arrepentido de vivir en Bolivia. Es mi patria; me encuentro a gusto con los bolivianos, aunque reniegue algunas veces por cosas que no me gustan. Debo ser agradecido; me acogieron con generosidad, pese a que el trabajo en la fábrica de discos de La Paz no salió como esperaban en el consulado de París. El señor Méndez y yo no nos pusimos de acuerdo.

He podido instalarme en otros países; nunca lo he hecho. Seguiré aquí mientras viva. La paga es menguada, pero yo no necesito el dinero sino la libertad.

El hombre es un pájaro de alas cortas. Vuela, sí, pero dentro de una jaula de leyes, trabas, cortapisas y limitaciones. Yo en el Quiquibey soy libre, un pájaro de alas largas, sin jaula.