14. El licor de manzana y la Gestapo
Desde el invernadero de Efferding organizábamos nuestras correrías a la búsqueda de algo para comer. O para beber. Un día, hacia las ocho de la mañana, salí en descubierta acompañado de Manolo el santanderino y de uno de los prisioneros de guerra franceses. Habían llegado hasta nosotros noticias de una familia que guardaba schnaps, el valioso aguardiente de manzana. Yo preparé la moneda de cambio: un par de hermosas zapatillas, nuevas, y dos camisetas; y, por si acaso, un reloj de oro macizo con cuatro tapas y larga cadena doblada. Era una suerte no vestir de presidiario.
Hicimos nuestros cálculos. ¿Cuánto schnaps podrían darnos a cambio del par de zapatillas, las camisetas y el reloj de oro? Soria nos pagaría muy bien por el litro de licor. Aquella mañana nos cansamos de andar. El francés se rajó porque no dimos con la casa. Nosotros seguimos hasta que allá por la linde de los labrantíos atisbamos una casa de piedra, una casa solariega, con un jardín cuidado con mucho esmero. Dos hombres conversaban en el zaguán, vestidos de andar por casa. Dimos los buenos días.
—¿Desean algo? —preguntó el mayor de los dos, de pelo de panocha, rostro colorado y con algo así como el mapa del Rhin en la cara, tripa pronunciada y ojos saltones. Estaba claro que la guerra no había hecho mella en él.
—Tenemos sed: ¿podrían vendernos algo de mosto? —pregunté contento.
—Pasen —nos invitó—. Siéntanse como en su propia casa.
Yo creo que se olían el negocio.
Hay que ver los milagros que por todas partes hacía la inminencia del final de la guerra, el desembarco aliado en Normandía, los bombardeos sobre las ciudades alemanas y la progresión de los ejércitos de Eisenhower y el soviético Zukov. A los pocos minutos teníamos sobre la mesa dos rebanadas de tocino y una jarra de sidra.
—¿Vienen de muy lejos? —preguntó el barrigudo mientras miraba nuestros polvorientos zapatos.
—Venimos en busca de licor, de schnaps.
—¿Qué ofrecen a cambio? —preguntó sin más ceremonial.
Abrí el macuto y dejé entrever el reloj. Hizo caso omiso de las zapa tillas y las camisetas, y su atención se concentró en el reloj de bolsillo «¿Puedo verlo?». Lo sopesó, lo puso en el oído para comprobar la musicalidad del «tic tac» y lo alzó como el catador que trata de medir el brille y el color del vino. «Le está gustando», pensé.
—¿Qué pide por él? —preguntó el del mapa del Rhin.
—Esto vale por lo menos cinco mil marcos —dije—. Es una joya de la relojería suiza.
—Vengan mañana a las seis de la tarde. Apenas si me queda schnaps, pero tengo coñac.
El trato quedó cerrado cuando el dueño de la casa tasó el reloj en cinco botellas de coñac y un litro de licor de manzana. Una ganga Buscábamos dos botellas y con el trueque recibíamos más de seis. Debía de ser un pez gordo. Me imaginaba ya la cara que pondría Soria al recibir el cargamento. En Mauthausen, ya lo he dicho, se bebían hasta gasolina mezclada con remolacha y alcohol o colonia con azúcar. Manolo Santisteban no las tenía todas consigo:
—Todo esto me parece demasiado fácil. ¿Y si nos esperan con un parí de metralletas? ¿O con la Gestapo? —malició Manolo—. De todos modo^f —añadió— corremos un gran riesgo.
Sonaron las seis campanadas, las seis de la tarde. Llegamos al lugar convenido para la cita. El barrigudo hizo una seña para que le siguiera. ¿Sería una trampa? Entró en una casa semiabandonada. Volvió la cabezal para cerciorarse de que le seguíamos. Era ya noche oscura. En la casa no había luz eléctrica y me di un leve golpe con la cabeza en una puerta. Una| voz me llamó desde la penumbra: «Por aquí». Subí unas escaleras chirriantes, como de película de terror, que daban a un salón sin muebles. Tan sólo una mesa grande aparecía en el centro.
—Pruebe una copita de schnaps. Es delicioso —pregonó.
—Me basta con oler —respondí—; se lo agradezco. Es que llegan las Navidades, el Año Nuevo y Reyes. Somos doce españoles y no nos gusta ir a la taberna. Con eso que podamos llevarnos tendremos para un año. Nuestra costumbre es ésa: café, una copita y un puro o un cigarro, o paja envuelta en papel de periódico si es que no hay otra cosa…
—Cuidado —dijo en tono confidencial—. No deben beber demasiado de un golpe. Si se emborrachan, alguien podría irse de la lengua.
—Pierda cuidado. No nos pasaremos de la raya.
Lo que dijo a continuación hizo que la sangre se me bajara a los talones:
—Hemos sacado las botellas del almacén oficial. Si esto se sabe, estamos perdidos: ustedes y nosotros. O sea, que ya lo saben.
Pasado el sobresalto, me entregó las botellas una a una a cambio del reloj. Las metí en dos macutos. Desde abajo Manolo iluminó mi salida con un candil. El coñac era español: Tres Cepas. Habíamos acertado. Manolo me esperaba con la puerta entreabierta.
—¿Qué tal ha ido el canje?
—No lo vas a poder creer, pero estas botellas son de la Gestapo.
En el punto en el que nos encontrábamos podría creerse todo.
—¿Dónde esconderemos el botín? —preguntó Manolo.
—¡Qué sé yo! Dentro de las colchonetas o mejor lo enterramos en el jardín.
Así lo hicimos. Sobre la tierra removida, Manolo extendió paja y ramas secas.
Pocas horas más tarde Soria recibía dos botellas de coñac y una de schnaps que Manolo le llevó en bicicleta. Se decía que todo el contrabando de Soria en dirección al campo pasaba en las cántaras de leche destinadas al comandante. A la mañana siguiente, los jefes de las barracas 6 y 11, y el cabo de cocina, tal vez King Kong, amanecieron borrachos como cubas. Después de tan prolongada ley seca el efecto fue inmediato. El cuerpo del delito, una botella de coñac vacía, apareció en la revista de los cabos de vara. El oficial de las SS pidió que le echaran el aliento.
—Llevo cinco años sin probarlo y me encuentro con gente ebria y una botella de coñac vacía. Esto es algo increíble —gritaba el oficial, fuera de sus casillas.
Dio orden de que registraran el campo de cabo a rabo. ¿Quién pudo cometer la torpeza de dejar vacía la botella de Tres Cepas? El registro no dio resultado. Dos meses después, la barraca sufrió otra inspección porque reapareció el coñac. El comandante se tiraba de los pelos. ¿Cómo podría entrar el coñac en un campo en el que no dejaban tener ni un cepillo de dientes?
Los músicos, los ebanistas, los zapateros, que trabajan noche y día, los electricistas, los oficinistas, los médicos y enfermeros, los barberos, pero sobre todo los boxeadores y los futbolistas eran los niños mimados del capitán Bachmayer. Tres españoles figuraban en la selección, muy habilidosos en el regate. El comandante y el capitán estaban locos con ellos; les hacían llegar raciones extra de comida para que conservaran la forma. Aún recuerdo el partido España-Austria.
En mi barracón, en la litera de abajo, tenía yo a un boxeador polaco, el Orangután: un marrullero, un tipo encorvado de nariz partida, la cara cortada y muy malas pulgas. Me hizo la vida tan imposible, se insolentaba tanto, que un día que estaba desprevenido, con la guardia baja, lo tumbé sobre el cajón de la arena de un derechazo que hizo blanco en su mandíbula de «bulldog». El factor sorpresa. Debía de ser la rabia acumulada. Hasta yo me quedé sorprendido de la fuerza de mis puños. Al cabo jefe de la barraca 7, Unez, que protegía al púgil polaco, le costó creer lo que veía:
—A mi mejor boxeador —dijo— le ha noqueado un españaka, un esqueleto.
Soltó una gran carcajada.
Nos sacó a la plaza, a la Appelplatz. Nevaba. Nos tuvo allí firmes durante un rato. El hombre es la maquinaria más extraña; en cuanto le dan una oportunidad tiende a sobrevivir.
Llegó un momento en el que los cabos de vara dejaron de pegar a determinados presos. Además del Comité de Liberación, dirigido por Mariano Constante, se formaban entre nosotros comités secretos de defensa.
Había que inventarse algo para mantener ocupada la cabeza, el tiempo. Urdimos un plan con el catalán Bolita para tomar los torreones de observación, ocupar las ametralladoras y evitar que llegaran refuerzos. Dibujamos el croquis de una operación que nunca se llevó a efecto. Era algo propio de la excitación de aquellos meses. Sabíamos que los norteamericanos llegarían antes que los soviéticos, que para entonces habrían liberado los campos de exterminio polacos, Auschwitz y Treblinka entre ellos.
Cada grupo o cada nacionalidad —hasta los gitanos, que fueron los que más sufrieron junto con los judíos— tenía su plan de ataque. En realidad eran proyectos de urgencia en el caso de que decidieran eliminarnos en masa —meternos a todos en un túnel y volar con dinamita las dos entradas, procedimiento que ya habían utilizado en el pasado—. La verdad es que ni el capitán Bachmayer ni siquiera el comandante Ziereis estaban preparados para la derrota: esperaban un Reich de mil años, por lo menos. ¿Qué quedaba de los ufanos, bien vestidos, elegantes verdugos, vencidos por aquellos soldados yanquis de cascos ladeados, de rostros mal afeitados, con un pitillo en la comisura de los labios?
Las noticias de los desastres alemanes —El Alamein, Stalingrado, el atentado contra Hitler— nos inyectaban vida y esperanza. Por una radio escamoteada a los SS y escondida bajo la tarima de una barraca pudimos conocer el desembarco aliado en Normandía y el desplome alemán en los frentes de guerra. La BBC nos tenía al corriente de los progresos aliados. Pero la mejor radio era la de las bombas norteamericanas, que sonaban cada vez más cerca, como música celestial. Lástima que muchos de los nuestros cayeran heridos o muertos bajo esas mismas bombas liberadoras en las operaciones de desescombro de algunas estaciones próximas a Mauthausen. Los orgullosos soldados SS venían en retirada del frente oriental, demacrados, tullidos, heridos, con el susto en el cuerpo. Ellos, que nos recibieron en Mauthausen al son del Adiós a la vida, tenían ahora su merecido. La melodía había cambiado. El Adiós a la vida lo escuchaban ahora ellos bajo las superfortalezas volantes del general Eisenhower. El 4 de abril, el comandante Ziereis recibía un telegrama de Himmler: «Nada de rendición. El campo debe ser evacuado de inmediato. Ningún detenido debe caer vivo en manos del enemigo».
Nos llegaron noticias de Mauthausen y del campo satélite de Gussen, situado a pocos kilómetros, en el que cayeron tantos españoles. El comandante Ziereis le había descerrajado dos tiros a un preso de Gerona. Habían llegado deportadas españolas del campo de Ravensbruck. El comandante trataba de reclutar unidades de choque formadas por españoles y polacos, los más fogueados, para hacer frente a rusos y norteamericanos. Radio Macuto transmitió la señal de alarma: gasearían a los españoles que quedaban en el KLReich de Mauthausen. Hay que salvarlos; hay que llegar hasta las líneas americanas y pedir que nos envíen armas.
Unidades en retirada, alemanas, de rusos blancos voluntarios en el III Reich, acamparon a nuestro lado. Venían sin moral, agotados, llenos de fango. Había que actuar sin pérdida de tiempo. Al amparo de una espesa niebla robamos del cuartel dos fusiles ametralladores y dos pistolas Lugger. Pese a nuestras precauciones nos vio correr un chico de unos diez años, que dio la alarma a las SS. «Han sido dos españoles». Los guardias irrumpieron en la casa acompañados del muchacho que nos había delatado.
—Contra la pared, los brazos en alto, que nadie se mueva —ordenaron a nuestros diez compañeros.
—No eran estos; los dos españoles eran rubios —se desdijo el muchacho.
Nos ocultamos en el invernadero. Llegó muy agitada una de las sirvientas rusas.
—Antonio: los alemanes os buscan para mataros.
¿Cómo salir de allí? Todo a nuestro alrededor era campamento militar.
—Yo os escondo —se ofreció la rusa.
—Manolo: es mejor que nos separemos; tira por un lado y yo por otro. Si no recibes noticias, échate al monte, sin armas, hacia los americanos. Yo saldré más tarde. Meditaré algo, a ver qué se me ocurre. Los norteamericanos se encuentran a treinta kilómetros de aquí. Ya falta poco. Estas son horas cruciales y hay que extremar la prudencia. Si hay algún contratiempo, la rusa hará de enlace, me traerá noticias tuyas y yo le transmitiré las mías.
Había que burlar las líneas alemanas, despistar a los centinelas. Se abril ante mí el camino que conducía hacia nuestros libertadores. Me topé con un jeep despanzurrado por un lanzagranadas alemán y con tres cadáveres de soldados americanos en el suelo. Llevaba conmigo un bolsón de ropa limpia que me había dado la rusa. Un centinela alemán me echó el alto. Me apuntó con su metralleta. Lanzó la contraseña.
—Tú no eres alemán. ¿Quién eres? —me gritó un soldado de la Juventudes Hitlerianas, un niño asustado.
—Spanier —dije—; la dueña me ha enviado a por ropa limpia.
Echó el arma hacia atrás.
—Hazme un favor: si ves que vienen coches como este —señaló jeep destruido—, pones la camisa en un palo y me haces una señal.
Entré en un sembrado. A pocos cientos de metros descubrí un jeep de los norteamericanos oculto en la maleza. El silencio era absoluto en la campiña. Se escuchaba un rumor de camiones o de unidades acorazadas en la distancia. Sonó un tiro a mi espalda. Seguí mi camino, a paso normal —no debía volver la mirada atrás—; hasta que descubrí a Manolo oculto en un cárcava; había cruzado sin novedad. «Mira —dijo—, he podido comprar huevos y tocino». Nos sentamos para comer algo. Por la carretera circulaba a poca velocidad un jeep americano cubierto con red de enmascaramiento. Llevaba una mujer guiando a un grupo de soldados de infantería con cascos. Varios de ellos eran negros. Se nos atragantó el tocino. Lo nunca visto: granjeros de Minnesota, abogados de Nueva Orleans y taxistas de Brooklyn, de aire despistado, con el casco ladeado y el barboquejo suelto, como recién desembarcados de un tebeo, mascando chicle.
Les besamos la mano con efusión. «O.K., O.K.», decían un poco abrumados. Nos regalaron chicle, cigarrillos y chocolatinas. Pertenecían a la 71 División de Infantería.
—¿Habla español alguno de ustedes? —pregunté.
Apareció un sargento.
—Yo hablo español —dijo—; soy californiano.
—Bien: tienen más o menos dos mil hombres apostados en el perímetro del pueblo. Han montado un puesto de observación en el campanario de la iglesia. Creo que deben neutralizar esa posición con una máquina pesada.
—¿Es usted militar? —preguntó el californiano.
—He hecho la guerra de España. Sé algo de esto.
Avanzamos con precaución; las Juventudes Hitlerianas se habían replegado hacia el pueblo. El californiano trajo un mortero y una ametralladora con una larga cinta de munición que se revolvía en el suelo como una serpiente. La instalaron en un trípode. Al divisar el campanario, un soldado —taxista de Brooklyn— se echó sobre el arma. Crepitó la ametralladora. A lo lejos vimos cómo los tiros rebotaban en el campanario. Las balas alcanzaron a las campanas, que emitieron un inesperado tañido. Las campanas doblaban por ellos, por los SS y los voluntarios blancos. No hubo devolución de fuego desde el otro lado. Silencio.
A la mañana siguiente, tras vivaquear en el bosque, avanzamos sin resistencia hacia el pueblo subidos en el jeep del californiano. Era una madrugada fría. A pesar de que estábamos ya en mayo, una densa niebla cubría la espadaña de la iglesia, las calles y el Danubio.
No quedaban soldados. Se habían cambiado de chaqueta. Por el suelo aparecían desperdigados sobre el barrizal los uniformes de las SS, los capotes, las insignias, las guerreras con la calavera en el cuello y cintos con la inscripción «Dios está con nosotros». Los combatientes se habían vestido ropas de paisano. Supimos por la radio que las tropas soviéticas acababan de entrar en Linz.
Los soldados de Hitler corrían a refugiarse en las líneas norteamericanas. Sabían o sospechaban que del lado ruso les esperaba la muerte, el degollamiento.
Dimos cuenta de las primeras raciones C de los californianos, que se identificaron:
—Me llamo Pancho, estoy casado y no tengo hijos —dijo el que era el jefe, un teniente de unos veintisiete años.
Los franceses, muy excitados, se arracimaron en torno a los jeeps para pedir información.
—Los suyos vienen detrás —les informó el teniente—. El general Leclerc no tardará en llegar.
El general Omar Bradley había cruzado el Rhin en el puente Remagen. Fue el tiro de gracia. Bradley era el compañero y el amigo del general Eisenhower desde los tiempos de la academia en West Point. El excéntrico general Patton, el del casco reluciente y las pistolas de cachas de nácar, cruzó el río Salle y al frente del Tercer Ejército, el más rápido, corrió a toda máquina por las autopistas alemanas. Hacía una semana que Hitler se había suicidado en su bunker de Berlín después de hacer testamento y de matar a Blondi, su perro alsaciano.
A las tres y quince minutos de la tarde del 30 de abril se disparó un tiro en la boca. El cadáver de Eva Braun, con la que se casó el 29 de abril, apareció al lado del sofá ensangrentado de Hitler. Se había envenenado. La ofensiva norteamericana traía consigo un impresionante material de guerra: camiones, unidades acorazadas y motorizadas, carros y artillería pesada.
Las carreteras se convirtieron en un hormiguero humano de musulmanes. En el argot del campo llamábamos así a los cadáveres ambulantes. Llegaba de todo: los refugiados que se arrastraban por las orillas, mucho de ellos a gatas, y los presos escapados de los campos polacos.
Ramón, el comandante de Nuevo México, me llevó hasta la tienda de mando. Había mapas y croquis de la zona desplegados sobre una mesa «Se han quedado sin munición y carburante —expliqué—; conservan uno cuantos lanzagranadas y poco más. Dentro de dos o tres días no quedará nada».
—¿Dónde ha estado todo, este tiempo? —preguntó el comandante.
—En un campo de exterminio a unos cincuenta kilómetros de aquí. Se llama Mauthausen. Es necesario que corran hacia el campo antes que sea tarde.
Encontraron Mauthausen en el mapa.
—¿Exterminio? ¿Qué ha pasado allí? ¿Por qué esas prisas? —pregunta el teniente.
—Hemos vivido cinco años de atrocidades. Tan sólo quedamos unos pocos. A los judíos —hombres, mujeres, niños y ancianos— los metía en las cámaras de gas en fila india. Les entregaban jabón y toallas paral hacerles creer que los llevaban a las duchas. En efecto: había hileras del duchas en baños de piso de mosaico, muros de baldosa y ventanas de grueso cristal. Pero no era agua lo que caía de las perillas de las duchas sino gas; un gas mortífero, el Zyklon B, un desinfectante que los asfixiaba a todos. Miles y miles han muerto con las manos en la garganta. Después| —añadí—, los incineraban en el crematorio y durante años hemos respirado el humo y las cenizas de los muertos. El hedor se te agarraba a la garganta; era un humo acre que picaba, que escocía. Cuando las cámaras de gas se llenaban, cuando no daban abasto con tantos judíos y deportados como llegaban, los metían en el «autobús de la muerte» con los tubos de escape dirigidos hacia el interior, bajo los asientos. El autobús se ponía en marcha hacia el castillo de Hartheim y pocos kilómetros después todos los viajeros habían muerto de asfixia.
Los soldados guardaban silencio, sorprendidos por el relato del horror.
—¿Cómo han logrado salvarse? —preguntó el teniente.
—Nosotros éramos presos apatridas, de triángulo azul. Hemos trabajado diez, doce o quince horas diarias en las canteras del campo con mazos, picos y palas. Un toque de campana nos despertaba poco antes del amanecer; pasábamos por las letrinas y las duchas, nos vestíamos los uniformes rayados y nos calábamos las gorras bajo el látigo de los kapos, los cabos de vara, y los «bandidos», los presos comunes de nacionalidad alemana. Formábamos en la explanada, en la Appelplatz, a la hora del recuento. Nos daban un cazo de aguachirle y nos conducían a golpes a la cantera. ¿Cómo explicarles lo que han sido estos cinco años de penalidades? Después de todo —añadí— hemos tenido suerte. Al menos al final nos han tratado mejor que a otros; hasta han pretendido crear junto con los polacos y los presos comunes alemanes unidades de choque españolas para hacerles frente a ustedes. Sabemos hacer la guerra, muy a pesar nuestro, mi teniente. No hemos hecho otra cosa desde 1936. Estábamos mejor preparados para sufrir. Yo dejé al entrar en el campo lo que quedaba del uniforme azul del ejército francés. Llegamos en vagones de ganado y nos metieron a puntapiés en el campo situado sobre la colina más alta de Mauthausen. Nos dieron un número y un triángulo. Han sido cinco años de ensañamiento, de vergajazos y sopa de colinabo, de trabajos forzados. Hemos picado toneladas de piedra en la cantera. Nuestro ejército de canteros ha extraído millones de toneladas de piedra para fabricar carreteras, aeropuertos, ministerios y bloques. Ha sido un negocio para los SS, los dueños del campo.
Me tomé un respiro. El teniente me pasó la cantimplora.
—En el interior de los blocks, en las dos alas, A y B, de que constaban los barracones, el ambiente era irrespirable, hediondo, lleno de toses, de sollozos y pesadillas, de tufo. De cuando en cuando nos hacían revisión de piojos, nos miraban el pelo, las axilas y la entrepierna, y aplicaban el desinfectante sobre los genitales. Al diarreico que se cagaba en los pantalones lo molían a latigazos. Hemos visto linchamientos y miles de cuerpos electrocutados sobre las alambradas de alta tensión. Hemos olido a carne quemada. Durante años hemos visto ahorcamientos, gente colgada con las manos en la espalda, y el despedazamiento de los deportados por las jaurías de perros lobos adiestrados por las SS. Al primer síntoma de enfermedad lo enviaban al matadero. Han colgado a miles de los nuestros, a los desertores, a los que ayudaban a un enfermo y a los ladrones de comida, en la plaza mayor y al son de la orquesta.
—Descanse —me decían de vez en cuando los soldados—; fúmese un pitillo.
—Hemos soñado durante cinco años con banquetes pantagruélicos, con hartazgos de sibaritas; hemos visto cómo los más jóvenes sucumbían a las proposiciones de amor de los SS, cómo el campo se convertía poco a poco en un pozo de corrupción y degeneración. Había tabaco y mejor comida para los que se dejaban seducir por los kapos o los SS de tatuajes en el pecho y en los bíceps de dioses arios o serpientes. Burlaban el reglamento que a rajatabla imponía el Obersturmführer, el comandante, un carpintero austríaco. Hemos comido mondas de patata y quién sabe si muslos de preso. Hemos visto un día tras otro la llegada de los camión de transporte que descargaban judíos y rusos. Hemos juntado los dedos y soplado sobre ellos para espantar el frío, nos hemos dado calor unos a otros como ovejas en el aprisco y hemos cargado con los cuerpos de nuestros compañeros muertos sobre la nieve. Hemos sufrido y sucumbido o triunfado a las depresiones; hemos inventado formas de suicidio y organizado teóricas sublevaciones, rutas de evasión y venganzas. Hemos pasado semanas e incluso meses en compañías disciplinarias, de castigo sufriendo el sadismo de los kapos y los SS, «Achtung! achtung! Jawhol! jawhol! Heil Hitler!»; hemos obedecido a toque de silbato. Hemos recibido sobre nuestras espaldas los veinticinco latigazos de rigor. Cien vergajazos descargaban sobre los más díscolos hasta que la espalda se rompía en tiras, en verdugones, en llagas. Han fabricado pitilleras con la piel de los muertos y han coleccionado calaveras, orejas y dedos conservados en formol. Han llevado la cuenta de sus asesinatos por medio de muescas practicadas en sus cinturones. Han experimentado en nuestros cuerpos, han inyectado en los presos el virus del tifus, han extraído la sangre con destino a los heridos alemanes y han amputado las extremidades para realizar pruebas de injerto…
—Son ustedes unos héroes, unos titanes —me interrumpió el teniente, que, asombrado, escuchaba por primera vez estos horrores del nazismo—. ¿Siente odio?
—No; lo único que odio es el odio, aunque no olvido. Hemos sido uno profesionales de la astucia y la supervivencia, de la artimaña; unos fulero que hemos engordado de las desdichas ajenas, de la pirámide de muerto sobre el mosaico de las cámaras de gas. Son muchos los que se han inclinado ante nuestros verdugos, los que han implorado medio chusco de pan y un latigazo de menos; y sin embargo han muerto siete, diez u once mil de los nuestros, los españoles, que fuimos los pioneros. Debajo de cada piedra de Mauthausen hay coagulada sangre de un español. Heme sucumbido a las trampas de la esperanza y hemos aprendido a desconfiar de los hombres. Estamos con vida y ese es en cierto modo nuestro remordimiento, pero también nuestra venganza. Hemos vaciado el cuerpo en la fosas sépticas, aguantando el ruido infernal de las perforadoras, de los martillazos, del polvo que se metía en las entrañas en esa fábrica de destrucción. Pobres judíos: el estupor y la muerte. Se creían de verdad que los llevaban a la ducha, a la desinfección. Una calavera y dos tibias, y alrededor una confusión babélica de lenguas y dialectos. Golpes con tuberías de arena, azuzamiento de perros asesinos, miles de hombres aplastados por las roca que pretendían cargar. Hemos sido los esclavos del siglo XX.
El día 9 de mayo de 1945 se firmó el armisticio.