13. La abuela y los toscanos

13. La abuela y los toscanos

Volví al lado de los españoles.

—Manolo —le dije al santanderino—: tenemos bici. Me la presta Bramma, el jardinero, a cambio de un mazo de toscanos, y me la arregla un francés llamado Marcelo. Ahora necesito que entre todos hagamos acopio de puros toscanos. Son los que fuma el jardinero. Apenas le quedan algunas colillas; fuma un poco, apaga el cigarro y más tarde lo vuelve a encender. No conviene que nadie más que nosotros sepa del trueque. Hay que actuar con sumo cuidado.

—¿Cómo haremos para encontrar toscanos? —preguntó Manolo, que cada poco tiempo hablaba solo—; ¿los habrán fusilado?, ¿los habrán gaseado?

—Muy sencillo: los intercambiamos por cigarrillos.

Bramma, que era de los Alpes italianos, se moría sin sus toscanos. Además se acercaba la Navidad. Para él no había Navidad sin toscanos.

Recorrimos todo el pueblo en busca de los malditos cigarros. No los había. «¿No valen los cigarrillos normales?», preguntaba Manolo, que estaba ya angustiado. «No, tienen que ser toscanos y sólo toscanos. Si no, no hay bicicleta ni viaje a Mauthausen».

Tan sólo quedaba una vieja vendedora de voz tronante, el vozarrón del pueblo. El alemán —opinaba Carlos V— es el idioma ideal para hablar con los caballos. A la caída de la tarde me decidí a visitar a la anciana expendedora. Allí estaba ovillada en un sillón sobre cojines de flecos chillones, junto a su mesa camilla, al calor de un buen brasero.

—Buenas tardes, abuela (Grossmutter) —dije—: la veo con muy buen aspecto…

—Toma asiento, español. ¿Una copita de aguardiente? —invitó con aquella voz cavernosa que no amortiguaban los años.

—Gracias, abuela, me vendría bien con el frío que hace.

Tenía una colección de tarjetas de Navidad colocadas con orden sobre la repisa. En una de ellas se veía a una abuela vestida de tirolesa al lado de una niña rubia con un ramo de tulipanes en la mano.

—¿Te gustan los niños, spanier? —me preguntó abriendo sus grandes ojos vacunos.

—Me gustan. En la casa en la que comemos, la cocinera tiene dos niños gemelos: Ati y Eti. Los llevo a pasear de vez en cuando a orillas del río.

No me podía desviar del objetivo, los toscanos; pero debía antes ganarme el favor de la dama:

—Postales de Navidad; hace años que no las veía…

—Las guardo desde hace tiempo…

—Elíjame una. Se la compro. Me gustaría felicitar a mi madre. Por primera vez nos dejan escribir a las familias: una tarjeta con veinticinco palabras.

—¿Le bastará con veinticinco palabras?

—Me bastaría con cuatro: «Estoy vivo. Os quiero».

La anciana eligió una postal con un niño y dos corderitos en un paisaje nevado, entre abetos.

—Tiene usted un gusto exquisito, señora. Me quedan unos cupones de racionamiento y quiero hacerle un regalo a mi jefe, Bramma, el jardinero. No sé lo que podría gustarle. Yo no fumo mucho, pero Bramma…

La abuela puso sobre la mesa una caja de madera, taraceada, la abrió y ¿qué es lo que vieron mis ojos?: tres cigarros toscanos. Pero había que andarse con pies de plomo, mantener la sangre fría.

Hacía un frío intenso y la anciana no tenía bufanda.

—Me ha tratado tan bien que si me permite le regalaré mi bufanda. Gracias por la copa de orujo y por la postal navideña que hará feliz a mi madre.

Tomó en sus manos la bufanda.

—Pero esto es demasiado para tan poca cosa.

—No se preocupe; ha sido muy bondadosa conmigo.

—Tengo algo para el jardinero…

Se levantó y a pasos cortos, más vacilantes que su voz de trueno, entró en una habitación contigua. Volvió con otra caja de madera. La abrió. Ante mi asombro me entregó un mazo de doce toscanos, retorcidos como sarmientos.

—¿A cómo los vende?

—Son caros. Ya no quedan. Y son los últimos…

—Puedo pagarlos.

—Te costarán cinco marcos.

—Con mucho gusto; y aún le daré un sexto, seis marcos. Bramma se pondrá contentísimo. Le diré de su bondad. ¿Me permite despedirla con un beso en la frente?

—Uno y mil, español —dijo agradecida—. Usted ya es de la familia. Ya sabe dónde le espera una copita de aguardiente. Venga cuando guste.

Los compañeros me aguardaban impacientes:

—¿Cómo has tardado tanto? —preguntó un tal Ramiro, siempre sospechoso.

—Aquí están los toscanos.

—No los habrás robado…

No quedaba tiempo para más explicaciones. Era la tarde del 22 de diciembre de 1944. Por la noche me presenté en la casa del jardinero. Era la hora mágica.

Sin más rodeos le tendí el mazo de toscanos. Bramma se quedó atónito:

—¿De dónde has sacado esto?

—Me los ha vendido la anciana expendedora del pueblo. Le he dicho que eran para usted. Se lo debe a ella. Son los últimos toscanos que quedan en el Tercer Reich…

El jardinero palpó con suavidad los toscanos, se los llevó a la nariz y los olió con delectación. Por aquellos años el tabaco era la vida, el oro en humo.

—Ven mañana a la hora del desayuno. Mi mujer ha preparado unos pastelillos.

—Vendré encantado. Hay otra cosa, Bramma…

—Dime, español.

—La bicicleta.

No dudó un instante.

—Puedes llevártela; el arreglo es cosa tuya. Adiós. Feliz Navidad y suerte.

Y Bramma acariciaba sus toscanos prolongando con fruición el momento de encender el primero.

¿Qué ocurriría si de camino al campo pedían los papeles? Había que arriesgarse para conocer el estado de los españoles y para enterarnos de los planes del comité de liberación de Mauthausen. Las diferencias ideológicas y políticas entre nosotros —tan típicas del temperamento español—, las intrigas, las faenas entre comunistas y anarquistas, y las luchas intestinas habían dado paso a una tregua.

Manolo Santisteban era partidario de salir por la noche; yo, de viajar de día. Por la noche, los reflectores buscaban en los cielos de Austria a los bombarderos norteamericanos procedentes de las bases italianas. Las tropas de Patton y Bradley habían cruzado ya el Rhin. ¿Nos liberarían los ruskis?, ¿los yankis?

El caos se adueñó de Alemania y Austria. Los refugiados en pánico, los soldados en repliegue, los vehículos militares abandonados sin combustible, los carros averiados obstruyendo las carreteras, los gritos de los heridos, las imprecaciones de los oficiales… todo se juntó en aquel desbarajuste. Era el «sálvese quien pueda».

Discutimos el plan de viaje. Tan sólo nos quedaba el domingo para no levantar sospechas. Manolo, que pedalearía hasta Mauthausen, tendría que salir a medianoche y regresar para la cena antes de la medianoche del lunes. Apenas hacía unos minutos que había salido a la carretera con una botella de aguardiente sobre la parrilla cuando llamaron a la puerta. Era una ucraniana amiga suya. Se llamaba Frosia.

—Ha ido a la granja, donde le han reclamado los guardianes para un trabajo. Volverá al mediodía —mentí—; ¿quieres algo especial?

—No, no es nada. Volveré mañana por la tarde.

Las rusas y las ucranianas se convirtieron en nuestras amigas, nuestras aliadas; se hermoseaban para nosotros. Eran nuestras informadoras, pues llevaban tres años en la zona. Todo su esfuerzo se concentró en liberarse de aquel olor fétido de sus cuerpos y en la búsqueda de ropas y cosméticos. Entraba en juego el viejo instinto de atraer, de enamorar. Al principio, platónicamente; más tarde surgió el sexo. Manolo se enamoró locamente de Frosia. Los domingos intercambiábamos con ellas zapatos, sombreros, camisas, ropa interior por azúcar, verduras, pan, patatas, cerdo, salchichón y mantequilla.

Frosia, la ucraniana rubia, de pelo ondulado y ojos verdes, que contaba veintitrés años, volvió a primera hora de la tarde del domingo, como había prometido.

—No está, no ha regresado. No creo que tarde —dije para salir del paso.

Como no era tonta, Frosia empezó a sospechar algo.

—Te veo poco hablador, Rubio —dijo—. Algo debe de haberle ocurrido; esta ausencia no es normal…

—Tranquila, Frosia; no tardará en volver —la tranquilicé.

Hacía seis años que Manolo no montaba en bicicleta. Estaba flojo, desentrenado. Los cincuenta kilómetros de distancia hasta el campo y la nieve dificultaron su marcha. Me adelanté a la hora convenida para el regreso y decidí salir a su encuentro. Di con él a tres kilómetros del pueblo, al filo de la medianoche. Venía desfallecido, desmontado y arrastraba los pies.

—Me he quedado sin fuerzas. Estoy molido —dijo con voz débil—. Os mandan abrazos. Se echaron a llorar al verme. ¡Qué alegría he sentido al verlos vivos a todos; desfallecidos pero vivos!

—Descansa, recupera el aliento —dije.

Traía en la parrilla un enorme saco. Hice que apoyara sus manos sobre mis hombros.

—¿Qué traes ahí? —pregunté.

—De todo: relojes, estilográficas, dinero, tabaco, collares, prendas del vestir de hombre y mujer…; un dineral, Rubio. Hay que administrarlo. Y todo a cambio de una botella. Soria se ha portado como un hombre.

Poco a poco su respiración se hizo normal. Le dimos un masaje de linimento que compré en la farmacia.

—Cuidado; no conviene hacer ostentación de estas propiedades. Silencio —pedí a todos—. La mejor palabra es la que no se pronuncia. Nadie deberá saber nada; ni Frosia, que ha venido dos veces a visitarte] y está algo inquieta. Con la venta de esto que has traído, Manolo, comeremos un año entero. Lástima que no podamos hacer llegar víveres al campo…

Manolo había traído varias de esas pañoletas de colores por las que se perecían las rusas y las ucranianas. Y lo que era más importante paral algunos: tabaco. Ya no sería necesario que los aficionados a la priva bebieran gasolina mezclada con azúcar y tintura de yodo. Almacenamos ocho litros de schnaps. El whisky, comparado con este licor alemán de ochenta grados, es pura agua mineral. Debe de tener además del anís algo de menta y de extracto de manzana pasado tres veces por el alambique. Deja el paladar áspero y el estómago en ebullición. Un litro de schnaps se había puesto en algo así como medio millón de marcos. A un ruso blanco le vendimos un collar de piedras preciosas a cambio de víveres para saciar el hambre atrasada. El cargamento de Manolo nos sirvió para abrir mercados y extender nuestra influencia social y comercial. Teníamos ya mejor lustre, dos pollos en la olla y botellas de sidra. La estufa estaba al rojo. El jefe Banner nos proporcionaba cincuenta kilos de carbón al mes. La noche siguiente, el Criminal entró en nuestra casa. Lo hizo de sopetón, sin previo aviso. La habitación estaba caldeada; olía a caldo de arroz con pollo. Venía hecho un pincel, con pantalones negros de cuero, una camisa listada, gorro tirolés, botas de montar de media caña con espuelas y un látigo de cuero de buey en la mano.

—Vengo a comprobar cómo va todo. Uummm —dijo—; la habitación está cálida; qué buena temperatura.

—Se lo debemos a su carbón, jefe.

Se puso a oler como mis gatos cuando Irma saca la comida del puchero.

—¿Puedo mirar?

Se dio una vuelta por la cocina; husmeó en los rincones mientras conteníamos la respiración.

—Ustedes son buenos trabajadores, cumplidores —dijo—. Pórtense bien.

—Gracias, Herr Banner —le despidió Manolo, aliviado.

Su visita no tuvo consecuencias. Alguien le dio el soplo sobre nuestra súbita prosperidad. Al Criminal le gustaba que viviéramos bien: produciríamos mejor. Durante cincuenta años me he preguntado quién pudo haber sido el delator, el responsable de la inesperada visita. No fue uno de los nuestros, sino la comisaria de las mujeres rusas. Manolo, en un arrebato de amor, le regaló uno de sus relojes a Frosia, lo que levantó sospechas. Fue un descuido. Todo eso no tenía ya importancia. Las SS, las tropas escogidas, la orgullosa punta de lanza de Himmler, se habían disuelto en una copa de schnaps. Unos pensaban en la fuga, en cambiar de aires, de filiación, en transformarse en dulces corderitos. Otros, como el Criminal, en hacer esos negocios de última hora que les permitirían comprar a quien fuera y empezar una nueva carrera lejos de allí. Quién sabe si en Bolivia, en Paraguay o en la Argentina. ¿Qué más le podía dar a Herr Banner que unos pobres deportados españoles —tan útiles en el tajo— trocaran un reloj suizo o un collar por un par de pollos?

Por la venta del alcohol a Soria recibimos además un billete de mil marcos. El peligro era el cambio.

Hacia las once y media de la noche, Manolo y yo entramos en la cantina del pueblo, Efferding. Pedimos dos vasos de cerveza. Los bebimos de un golpe. Mala suerte: dos generales se sentaron a nuestro lado, justo enfrente. «¿Y ahora, Manolo?». Los generales nos miraban con curiosidad. Pedimos la cuenta. Un marco por cada vaso. Era algo desproporcionado: un billete de mil marcos por un marco de consumición. «Manolo: si nos descubren, estamos perdidos. Manolo: no pestañees. Manolo: no respires. Mira aquella chica en la barra, al fondo, bajo el retrato de Hitler». No había chica. La camarera, vestida como las que aparecen en las cervecerías de las películas de Baviera, examinó el billete de mil y se lo llevó a la barra, a la caja registradora. El dueño lo miró al trasluz. Hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Era bueno. «Disimula, Manolo, disimula como si estuviéramos acostumbrados a pagar siempre dos cervezas con mil marcos».

Fueron momentos largos como siglos. La camarera empezó a contar las vueltas en alta voz. ¿Cómo dos pordioseros manejaban tanto dinero?

—Muy amable, señora, muchas gracias —dije cuando me devolvió el cambio.

«Calma, Manolo: no salgamos ahora; sospecharían. Hagamos como si tal cosa; apuremos lo que queda en los vasos. Cuéntame un chiste; sonriamos. Tenemos diez minutos de pausa táctica, Manolo. Dentro de un rato mira el reloj; haz como que es la hora de irte a una cita. Me dices la hora que es. Yo saludaré a los generales con una inclinación de cabeza».

—Que aproveche.

Muy amables, contestaron a mi saludo.

Salimos y al doblar la esquina echamos a correr.

Era ya primavera cuando llegó de Mauthausen un teniente de sesenta años, al que llamamos el Remolacha, de cara fofa y dedos carnosos. Vine voluntario a Alemania desde Chicago, donde residía desde hacía veinte años. Nunca nos tuvo la menor consideración el muy canalla. Era un perdonavidas, un déspota, un chulo de la raza escogida. El muy zorro había solicitado aquel destino para acercarse a las líneas norteamericanas. Con la disculpa de que hablaba muy bien el inglés se daría a conocer a la primera avanzadilla de los yanquis. «Hermanos —le diría el traidor—: ¡cuánto habéis tardado!». «Puedo hacerle callar, puedo aplastar al Remolacha como un chinche», dijo Manolo. Yo le limpiaba las botas al Remolacha. «Lo denunciaré a los soldados del III Cuerpo de Ejército, que están al otro lado de las colinas. El Remolacha debe pagar su crueldad. Es el que ha dirigido las palizas y el que ha ordenado las inyecciones de gasolina. Vamos a no obedecerle. Como dicen los jesuitas, “el fin justifica los medios”. Los norteamericanos me creerán a mí antes que a él; pero no descubramos las cartas», insistió Manolo.

Herr Banner y el Remolacha entraron en conflicto por la cuestión del mando y el reparto del botín. «Nosotros le obedecemos a usted, Herr Banner», dejó claro Manolo. En cuanto entraba el Remolacha, le cantábamos a coro la copla que se inventó un andaluz que era un gran actor e improvisador: «Estando la gallina en el corral, entró el gallo y le picó. Quiquiriquí, quiquiriquí».

—Otra vez, todos a coro: «estando la gallina en el corral…».

El Remolacha se iba rabioso, bufando. Hasta los rusos se aprendieron la copla del «quiquiriquí».

El Criminal cargó los almacenes de carbón hasta los topes. Lo necesitaba para calentar el inmenso invernadero en el que en pleno diciembre hacía crecer orquídeas y tulipanes.