12. En un invernadero
Subimos al remolque de un tractor. Después de tres o cuatro horas de viaje llegamos a destino, Efferding, a un campo ajardinado de varias hectáreas, ribeteado de semilleros e invernaderos. Cañonazos y jardines. Nos encontrábamos a unos veinticinco kilómetros de Linz. Por estas tierras a orillas del Danubio correteó el niño Adolf Hitler jugando a la guerra de los boers.
Aproveché esos días para pasear entre los pinos, para sacudirme los efluvios de Mauthausen. Tomaba asiento en un banco junto al Danubio; meditaba, ponía en orden mi cabeza. ¿Qué sería de mí después de tanto horror?
No lejos de allí se alzaba un stalag, un campo de prisioneros del guerra. Lo ocupaban un grupo de soldados franceses, a los que pudimos visitar sin trabas. La estricta disciplina y el orden cedían a medida que se | aproximaban los ejércitos aliados. Los franceses vivían como reyes: disponían de ardientes estufas y sus camas aparecían cubiertas de edredones de pluma de ganso. Comíamos juntos en una cantina del dueño del jardín doce españoles y veinte franceses, con los rusos en la mesa de al lado. La cocinera, Gudrun, era austríaca; una mujer rubicunda, entrada en carnes, siempre vestida de luto. Una viuda de guerra. «Se fue a la campaña de Rusia y no ha vuelto. Ni siquiera me han enviado un telegrama», se lamentó cuando nos conocimos.
Tenía dos hijos gemelos. Nunca los he visto tan pariguales. Su madre les ponía un botón diferente en el ojal de la chaqueta para saber quién era Ati y quién Eti. Eran como dos gotas de agua, dos muchachos encantadores, serviciales y alegres. Ni el odio racial ni el desprecio asomaban a sus ojos.
Ellos protagonizaron el primer gesto de cordialidad desde que cinco años atrás me hicieron prisionero en Francia. Ante la sonrisa y la aprobación de su madre me trajeron el plato, colocaron los cubiertos y me sirvieron el rancho. No me lo podía creer.
En otra mesa, al fondo del comedor, se sentaban un comandante de las SS y la mujer de un general, Fraü Stockinge, una malvada de ojos de crustáceo. Entre los dos se hicieron con todas las tierras del pueblo, con las casas y propiedades. Eran dos espíritus infernales. Ella —hombruna, de papada de sapo— era la encargada de poner una cruz junto a los nombres de las mujeres que debían morir.
Nuestro trabajo consistía en abrir zanjas y conductos de agua para el riego, una acequia de unos doscientos metros de larga.
—¿Podrán abrir la zanja en dos semanas? —preguntó el encargado.
—¿Es que va a tardar tanto el fin de la guerra? —me permití el sarcasmo.
El suelo tenía un palmo de hielo duro. Me hice una composición de lugar. Aquella situación no podía ser más absurda: en la orilla izquierda del Danubio, en la Austria anexionada por Hitler en 1938, una brigada de prisioneros españoles —seis años más tarde— se disponía a abrir un canalillo de irrigación mientras a nuestro alrededor el mundo de los nazis, el imperio de los mil años, se desplomaba con estrépito.
Mis manos estaban encallecidas por el trabajo en la cantera. Nos llamaban «los cabezas rapadas». Nos dejaron crecer el pelo.
—¿Habéis observado que vestimos de civil, pero que seguimos prisioneros? —dijo Eusebio, natural de Graus.
Estaba empeñado en que el político republicano Joaquín Costa había nacido en Graus. «Eres más terco que una mula aragonesa —le contestaba yo—. Costa nació en mi pueblo, Monzón, y murió en el tuyo, Graus».
—Lo de vestir de paisano es el primer paso —repliqué para levantar los ánimos.
Cada vez que alguien mostraba señales de laxitud o de abandono del trabajo, los guardianes nos señalaban las chimeneas del crematorio. «No corramos riesgos inútiles —recomendé a mis compañeros—. Hemos pasado lo peor, pero este es el momento más delicado. Los nervios —los suyos o los nuestros— nos pueden jugar una mala pasada. No os malquistéis con los guardias. Rompamos esta costra de hielo si eso es lo que quieren».
Era un final de tragicomedia.
A los de manos más débiles se les reventaron las ampollas. Pedimos manoplas y nos las dieron. Les éramos útiles al criminal de las SS y a la arpía, la esposa del general y jefa también de la Sección Femenina. «Pueden pasear por el pueblo —nos concedió el SS—; son libres de convivir con los franceses o con los rusos. Con las mujeres extranjeras Pueden hacer lo que puedan o quieran, pero las alemanas les están prohibidas a ustedes. Son intocables. Si los sorprendemos con alguna alemana, los mataremos en el acto. Ya lo saben».
Aquel criminal que se llamaba Banner no podía pasarse sin su discurseo. ¿Quién en condiciones tan lamentables se paraba a pensar en el sexo? El cuerpo tenía otras urgencias. El campo había sido territorio de conquista de los homosexuales. ¿Qué atracción podían representar pa nosotros aquellas mujeres rusas, mal vestidas, brutalizadas por el trabaja forzado, desgreñadas, macilentas?
—Los franceses tienen al menos un gobierno, a un De Gaulle que pedirá cuentas, que podrá clamar venganza —reflexionó Manolo Santisteban—. ¿Pero nosotros? ¿Quién reclamará en nombre de nuestros muertos, de los españoles asesinados, de los mutilados por los malos tratos, enloquecidos? Es necesario que al menos alguien salga vivo de aquí para contar al mundo lo que ha pasado.
Al contrario que nosotros, los prisioneros franceses —cherchez la femme— coqueteaban con las alemanas y hallaron cama y comida, licor y coyunda. Ellos, que se ahorraron los padecimientos del campo, sí que sentían la llamada del sexo. Algunos, los más audaces, se instalaron en las casas de las alemanas cuyos maridos murieron en combate. Hubo quienes ya no salieron de allí. Se casaron con las viudas. Hasta en la guerra había clases. Primero los franceses, tan suyos, que con tanta facilidad sabían adaptarse a las circunstancias y a los galanteos. Para ellos eran los paquetes de la Cruz Roja americana: tabaco rubio, galletas, chicle y hasta papel higiénico made in USA.
Una mejor alimentación cambió el color de nuestros rostros y el volumen de nuestros estómagos, y nos devolvió el apetito sexual. Las alemanas —mejor dicho, las austríacas— eran para los franceses; las rusas, para nosotros.
A lo largo de quince días de trabajo abrimos una zanja de ochenta centímetros por sesenta para colocar las tuberías. Aquello sería un vergel bajo las bombas. Nuestro capataz exclamó al ver que el trabajo estaba hecho: «Mein Gott!», «¡Dios mío!». Le gustó mucho. El alemán admira a los que trabajan duro, pero sobre todo a los que lo hacen bien. Hasta un preso, siempre que no fuera judío, le podía sugerir a un ingeniero alemán: «Mire esto se hace mejor así, se mejora la producción de esta otra manera». El alemán se propina un golpe con la palma de la mano en la frente y reconoce: «Pues es verdad; era sencillo y no se me había ocurrido». El nuevo truco, el nuevo sistema, será aceptado con entusiasmo. «Me ha abierto los ojos». Odiaban a los gandules y admiraban a los afanosos.
Reconocida nuestra habilidad y nuestra capacidad de trabajo, el criminal de las tropas escogidas de Hitler, que aprovechaba los bombardeos para robar, nos buscó nuevas tareas: «Quiero que el vagón esté descargado para las seis de la tarde. Tengo dos remolques grandes. En cada uno caben cuatro toneladas. Si lo descargan a tiempo, recibirán una ración extra». Ya teníamos los bombarderos sobre nuestras cabezas, pero aquel miserable afanaba vagones de cemento, de cristalería, de muebles y los guardaba en un almacén. Su único compromiso consistía en devolver los vagones vacíos. Los de las SS se habían convertido no sólo en un Estado dentro del Estado, sino en un imperio económico. Hacían negocio, compraban y vendían. El Criminal iba y venía en su motocicleta de un lado a otro. Se estaba haciendo de oro. Hasta nos pagaba un marco diario. Los civiles cobraban cinco. Aquel hombre, por llamarlo de alguna forma, era un campeón de la ley de la oferta y la demanda. Nos descontaba medio marco para la seguridad social. Nadie sabía qué clase de seguridad social podría ser la nuestra. ¿Quién entendía algo en aquel mundo absurdo?
Con ese dinero podíamos ir al cine local donde proyectaban comedietas alemanas y películas arrevistadas con mucho toque de acordeón. La Alemania nazi se hundía en todos los frentes, pero los noticiarios de Goebbels seguían engañando a algunos crédulos ciudadanos: hemos conquistado tanto y cuanto territorio, hemos obtenido tales y cuales victorias. Hitler pasaba revista a las tropas y cantaba victoria hasta el final. Me preguntaba hasta dónde llegaría el efecto de la propaganda, del lavado de cerebro. La pantalla se llenaba de tanques y desfiles, de uniformes pardos, verdes y negros, y de batallas espectaculares, que correspondían sin duda a los primeros compases de la guerra. En ocasiones, la proyección se interrumpía, pues el fluido eléctrico se cortaba por la alarma de algún bombardeo aliado. Sonaban las sirenas. Nada podía con el señor Goebbels, el jefe de la propaganda. Los discursos victoriosos volvían, las banderas triunfantes, las paradas militares, las músicas marciales, la condecoración de los héroes.
Nos hicimos fuertes. Llegó la hora de negociar, de exigir al patrón. Los compañeros me encargaron que tratara con él:
—El trabajo es duro, queremos un poco más de comida. Cada día descargamos más vagones y llenamos más remolques.
—Son tiempos difíciles.
Tenía preparadas todas las respuestas:
—Habrá que mejorar la dieta. El esfuerzo lo exige. Queremos rábanos y salchichón, hortalizas, más pan, queso…
¿Dónde guardaban los SS sus tesoros? «El que quiera peces —dijo Manolo Santisteban— tendrá que mojarse el culo».
Un tal Soria era nuestro banquero: un hombre bajo de estatura, de cabeza redonda, abultada para su tamaño, de ojos grandes y rostro pálido. Un lince para las finanzas. Como por arte de magia, en cuanto Soria empezó a moverse, aparecieron camas nuevas, bufandas, trajes, corbatas, piedras Preciosas y relojes. El sábado y el domingo eran nuestros días libres. «Iremos a Mauthausen —pensó Manolo—. Ya no resisto más sin saber nada de los nuestros. El problema es el transporte. Si tropezamos con los SS estamos perdidos, nos vamos al “bombo”».
Nos tocó a nosotros hacer negocio. Nos pusimos a vender camisas, trajes y zapatos de alquería en alquería. Eran tiempos de escasez y racionamiento para todos menos para los jefes de las SS, que disponían de almacenes propios. Necesitábamos cartillas de racionamiento, los cupones de las SS. A uno de los jefes del almacén le ofrecí una pitillera de oro. ¿Y qué tal una corbata nueva y unos zapatos relucientes? «Trato hecho», dijo.
Manolo seguía en sus trece: Mauthausen. Todos estábamos en ascuas por conocer la suerte de nuestros compatriotas, pero necesitábamos un medio de transporte para llegar al campo e interesarnos por nuestros paisanos. ¿Qué estaría ocurriendo allí?
Nuestro hombre se llamaba Bramma, el jardinero, el capataz de Banner; tenía unos sesenta años, el pelo negro, crespo, la tez arrugada y oscura y una bicicleta colgada en el cobertizo. Era un taciturno. Me acerqué a él con tiento. Durante unos días, fuera de mi trabajo, le ayudé en los semilleros y a recoger tomates, repollos, lechugas. Se rompió el hielo entre nosotros.
—¿Quiere Bramma que prepare los semilleros a mi modo? No los aprovecha bastante. Su sistema no es bueno.
—A ver —respondía intrigado—. Vamos a ver.
¿Cómo un subhombre español podría atreverse a dar lecciones a un profesional alemán?
—Hay que doblar la producción en el invernadero —le aconsejé—. Se siembra poca semilla, las plantas están demasiado juntas, crecen frágiles; hay que darles aire, respiración.
—Probemos —respondía Bramma—, probemos.
A los cinco, seis, ocho días empezó a notarse la diferencia: las plantas salían robustas, con otro color.
«En este vergel —dije triunfante— crecerán millones de plantas». El resultado sería espectacular. Bramma me llevó a su casa y me presentó a su mujer, una austríaca silenciosa y sencilla que puso sobre la mesa rebanadas de pan con margarina y un humeante tazón de leche. «¿Y la bicicleta?», pregunté de pronto, como quien no quería la cosa. Bramma me llevó al cobertizo. Allí estaba la bicicleta, cubierta de telarañas, con las ruedas pinchadas. «Desde hace dos años no hay taller de reparación en el pueblo», dijo. El jardinero fumaba toscanos, un puro italiano sarmentoso y fuerte. Apenas le quedaba suministro. Hice un rápido cálculo. ¿Cuántos cigarrillos valdría una bicicleta descompuesta y pinchada?
Lo primero era lo primero: los repuestos; repararía los tubulares. Pero en el pueblo todo se había entregado al esfuerzo de guerra.
—«Papá» —pregunté a un francés muy obsequioso que a los españoles nos llamaba «hijos»—: ¿sabes de algún taller de reparación? Tú llevas más tiempo que nosotros aquí y conoces bien el terreno. Veo que aún circulan algunas bicicletas por el pueblo. ¿Dónde las reparan?
—¿Y dónde tienes la bicicleta, «hijo»?
—Me la van a alquilar por diez marcos al mes.
—Estás de suerte: tengo un amigo que las arregla.
«Un francés amigo mío —dije— tiene repuestos». Esperé a que «Papá» viniera en su coche de caballos, un tílburi en el que había ido a buscar al compatriota que arreglaba bicis. Nos presentó.
—Aquí, Marcelo; aquí, un «hijo» español.
No convenía pronunciar nombres. El silencio era la mejor garantía. Cuanto menos pistas se dejaran, mejor. La memoria es peligrosa. Esas reglas del sigilo y la prudencia me salvaron la piel.
—¿Fumas? —pregunté a Marcelo.
—Fumo.
Le regalé un paquete de Gauloises.
—¿Bebes?
—Poco —dijo en son de broma. Era un bebedor.
Llevaba a mano una pequeña botella de aguardiente casero. Todo tenía un precio.
—¿Qué más te agradaría, Marcelo? ¿Quizá un reloj de pulsera? Mira este Omega: como nuevo.
—¿Qué quieres a cambio, español? —preguntó de pronto, intrigado.
—Que me arregles una bicicleta, hombre. Necesita un ajuste en las ruedas, un enderezamiento. Tiene el eje desviado, las ruedas pinchadas, los cojinetes flojos y el manillar un poco torcido. Es la bicicleta del jardinero —le mostré de nuevo el Omega—; si reparas la bici, el reloj será tuyo.
—No hay más que hablar —cerró el trato.