10. Muerte y resurrección
Fue en Viena donde morí. Ya no estaba en la cocina, sino como criado del teniente y de los sargentos. Era un buen trabajo. Me amortajaron. Los diez amigos españoles velaron mi cadáver. No supe cómo ni por qué; pero, de pronto, a las cinco de la mañana me sentí muy enfermo, cataléptico, presa de una fiebre violenta. Llegó el jefe médico, la Vaca. «¿No te sientes mal? —me preguntó—. Mírate al espejo». El cuerpo se me puso de color escarlata. Había superado los cuarenta y dos grados. El termómetro no daba para más. Me quedé tieso. No sentía dolor.
Pedí un cigarrillo, el de la despedida. Me lo pusieron en los labios. Sentía los brazos rígidos, pegados al cuerpo. Las manos las tenía pálidas; no circulaba por ellas la sangre. Me quedé frío y ciego. Los diez españoles no me quitaban la vista de encima. Me tomaron el pulso. Nada. Había muerto. Me amarraron las manos a la altura del pecho. «Se le han quedado ojos de gato», susurró el toledano. «¿Quién tiene un pañuelo limpio?», pidió otro de los españoles. Me vendaron la cara. Salieron hacia el trabajo. No había perdido el sentido del oído porque escuché cómo se abría la puerta. Era un sanitario ruso amigo mío. Me prometió que robaría al SS unas tabletas de piramidón.
—Entraré en la enfermería —dijo— y robaré las grageas.
—Pero te juegas la vida por mí.
—¿No te la jugaste tú antes por mí? El problema es que las tabletas no surtan efecto o algo peor: que te maten aún más rápidamente.
—No importa; con tabletas o sin ellas moriré si ha llegado mi hora. Mejor probar las pastillas; pero cuidado, ruski, mucho cuidado.
Eran las cuatro de la tarde cuando entró en mi habitación. Debió de pensar que había llegado demasiado tarde. Yo estaba tieso, yerto, helado. Gruñí un poco. Hizo palanca con la cucharilla y me abrió la boca. A toda prisa el sanitario metió una rociada de tabletas de piramidón por la boca. Eran del tamaño de un duro. Empujó con el dedo y me goteó una taza de té. Pasó un tiempo; no recuerdo cuánto. Empecé a notar una cierta claridad en los ojos. El ruso estaba allí sentado al borde de la cama, anhelante. Noté que me volvía la vida y la sangre a circular por mis venas; movía las articulaciones. Me incorporé. En un santiamén me encontré fumando un cigarrillo con el enfermero. «Gracias, hermano —le abracé—. Me has salvado la vida».
Miré la hora: las seis y media. A la una y media de la tarde estaba muerto; y a las seis y media, resucitado. Cuando volvieron del trabajo los españoles, me vieron tan campante de charleta con el ruso. Se frotaban los ojos. Alguno de los compatriotas, espantado, echó a correr. «¿Con que tenía ojos de gato, eh, toledano?». Lo que era un velatorio terminó en risas y celebraciones. Yo estaba convencido de que saldría de allí con vida. «Aunque todos mueran —pensaba a veces—, saldré, saldré». Estaba curado para cualquier susto.
En Viena o en Linz, a pocos kilómetros de Mauthausen, la vida seguía su curso. Los habitantes del pueblo se emborrachaban en la taberna, hacían el amor, tenían niños, asistían a los conciertos de la orquesta de los SS del campo, alimentaban a sus perros falderos, construían refugios de madera para los pájaros o comerciaban con los SS relojes, anillos y dientes de oro de los judíos gaseados a cambio de salchichas, de schnaps —el licor de manzana—, de requesón y de pan corruscante.
Yo me había sentido bien en la capital de Austria, en la fábrica de aviones, al lado de otros españoles, zapateros, sastres y cocineros, lejos de la opresión y las estrecheces del campo. Hasta que se terminó lo bueno:
—Malas noticias, España —me dijo el capitán de las SS, que tenía veinticinco años y era del mismo pueblo que Hitler—. Dentro de una hora sales para Mauthausen. Despídete.
—¿Sabe para qué me quieren allí? —pregunté al capitán.
—Puedes imaginártelo. Te reclaman para fusilarte, españoler
—No lo creo, capitán.
—España, eres un condenado rebelde, un insubordinado. Lo que no me explico es por qué no has intentado la fuga. Es lo único que te falta.
—Es muy sencillo: con esta ropa, con el pelo cortado al cero y la frontera más cercana a quinientos kilómetros, mis posibilidades de éxito en la evasión son nulas. No conozco a nadie en los alrededores que pueda echarme una mano. Y aunque así fuera nadie lo intentaría. Está prohibido hablar con los prisioneros. Y ustedes pasan lista cada seis horas. ¿Qué podría hacer en seis horas hasta que descubrieran mi fuga?
Me llevaron a la estación de Viena, pero el tren se retrasaba. Los aliados habían bombardeado la línea férrea. Mi tren tardaría en llegar.
—España, has tenido suerte. Dispones de unas horas más.
En guardarropía me entregaron un traje nuevo de presidiario. Pasaba de mi comando a la central. El capitán dio orden a cocina de que me suministraran dos panes con grasa, confitura y salchichas.
—El tren —añadió el capitán— tardará más horas que las normales en llegar a Mauthausen. No tenemos SS que te puedan acompañar. Irá contigo un piloto, un teniente herido en combate en el frente de Rusia, convaleciente. Se llama Thomas. Harás mal si huyes porque fusilaré a todos tus compañeros españoles que se quedan aquí.
—Ni siquiera lo intentaré. Usted y mis compatriotas pueden quedar tranquilos. Estoy seguro de que no me llaman a Mauthausen para ejecutarme. Esa orden que ha recibido usted es papel mojado. Tengo la convicción de que saldré vivo.
—Pero es el propio comandante Ziereis el que ha firmado la orden. Están fusilando a dos de cada nacionalidad y comprueban las reacciones. Han rifado entre los españoles y te ha tocado a ti. Te reclaman en el primer transporte.
Era de madrugada cuando los españoles salieron a despedirme. Carlos me regaló un cartón de cigarrillos. Estaban convencidos de que era mi cita con el destino. Algunos me abrazaron. Recibí una despedida en varios idiomas de los compañeros de la fábrica: en ruso, en polaco, en checo…
Llegamos a la estación de Viena a las siete. Había, como en todas partes, un cartel en el que se podía leer: «Ssssschhh… El enemigo escucha».
—No se preocupe, teniente —dije—, yo cuidaré de usted. Va en ello mi palabra de honor.
El tranvía partió a las siete y diez. Hicimos varios transbordos hasta llegar a la estación Central. Cargué con la maleta del teniente y subimos al vagón. Mi traje de presidiario de rayas blancas y azules llamó la atención de inmediato. La gente se apiñó a nuestro alrededor, curiosa: «¿Es que va de Carnaval?». Me preguntaban unos. Otros: «Le sienta bien el uniforme a rayas; está hecho a la medida». «Va muy elegante», me dijo una viajera. Entró el revisor: «¿Qué hace aquí este preso? ¿De dónde ha salido? ¿Adonde lo conducen?», preguntó.
De la cartera de Thomas, el teniente herido, extraje la orden de mi traslado a Mauthausen. El revisor lo leyó: orden del jefe Ziereis. El terror se le reflejó en la mirada. El revisor soltó el papel como si fuera una víbora.
—Háganle sitio al preso —pidió—. Van a fusilarlo.
Todos los curiosos huyeron de estampida. Nos dejaron solos. Siempre sucedía lo mismo: con sólo escuchar el nombre de Mauthausen y del comandante Ziereis salían espantados. No nos dejó pasar un oficial de las SS. Nos miró con rabia mal contenida:
—Fuera de aquí —gritó—; fuera de aquí con esa basura —ordenó al teniente.
Mi guardián, trémulo, dudó un instante. Le alargué el papel de mi traslado a Mauthausen.
—¿Es verdad que lo van a pasar por las armas? —preguntó.
—Eso dice la orden —respondí—; pero yo no lo creo.
Hicimos traslado al Oriente Express, que llegó a las nueve de la mañana.
—¿Primera clase, segunda, tercera? —pregunté al teniente.
—Segunda clase.
Subimos. Llegaron a nuestro compartimiento dos oficiales de las SS. Coloqué la maleta del teniente en el portaequipajes. Saqué unos cigarrillos.
—¿Los señores gustan? —ofrecí.
El coronel llevaba monóculo a lo Von Stronheim. No reaccionaron al verme vestido de presidiario. Cuchichearon. Para romper el hielo decidí abrir mi paquete de comida. Gracias al cocinero andaluz era más de lo que ellos llevaban.
—Es mi último viaje; coman a voluntad —dije mientras distribuía los dos panes untados de margarina, la confitura y el trozo de salchicha.
Entonces entró el revisor. Llevaba el equipo de primera línea de fuego, la máscara antigás colgada del cuello, la capa antigás y el casco y pistola ametralladora con su funda. No pudo contenerse.
—Un presidiario, una basura, «un cubo de mierda» en mi tren de lujo. ¡Fuera de aquí ahora mismo! —gritó.
Señalé a la cartera de las órdenes. El teniente extrajo una vez más el papel. Se lo tendí al revisor, que todavía mascullaba frases soeces. Leyó el documento y se le dibujó una mueca de espanto en el rostro. Me miró y presentó disculpas. «Pasen a primera clase», ofreció. Aquel gesto, que me llevaran al otro barrio en primera clase, no le sentó nada bien al coronel del monóculo.
—¿Cómo es posible, revisor? ¿No ha visto mis galones? ¿Quién se cree que es este nombre de uniforme rayado, un mariscal? Lo acaba de tratar de «perro sarnoso» y ahora le brinda un asiento en primera.
El teniente me consultó con la mirada —¿qué hacemos ahora, España?, parecía decir—. Estaba más en mis manos, convaleciente, asustado, que yo en las suyas.
—Nos quedamos; estamos aquí muy bien instalados y en buena compañía —le dije al teniente.
Ofrecí nuevos cigarrillos. Comimos y bebimos.
—¿Pero usted quién es de verdad? —preguntó el ayudante del coronel, que no salía de su asombro—. Cigarrillos, bocadillos de margarina, salchichas…
—Soy un condenado a muerte —respondí—; el teniente me entregará al pelotón de fusilamiento a la caída del sol.
El teniente les alargó la orden ya algo sobada de tantas revisiones. Los alemanes sienten fascinación por las órdenes de los jefes, por el papeleo. En abril de 1945, con los tanques aliados cruzando frente a la sede del partido nazi, los funcionarios de Hitler extendían solicitudes para obtener los sujetapapeles correspondientes al cuarto trimestre de 1945.
—¿Cuándo será? —preguntó el coronel.
—Esta tarde.
—¿Esta misma tarde?
—A las seis.
—¿Cuál es su nacionalidad?
—Spanier, español —contesté—. Luché contra ustedes en España y en Francia. Me hicieron prisionero camino de Saboya y aquí me tienen. Vuelvo a Mauthausen.
—¿Cómo puede estar tan tranquilo?
—Es un malentendido; por eso me ven de tan buen humor. Pero si sucediera que no es un equívoco, tampoco cambiaría de ánimo.
—¡Qué extraño es todo esto! ¿Qué ha hecho usted?
—En España, defenderme; y en Francia, alistarme con el ejército francés. Eso es todo.
El Oriente Express llegó a Mauthausen a las cuatro de la tarde. El teniente, mi centinela, desconocía el camino hasta el campo. Lo haríamos a pie. «Empezamos a pescar fuera del agua», dijo preocupado.
—Cuatro kilómetros; una hora de caminata hasta la colina más alta. No es mucho. Ahora, teniente —le dije—, escuche mis consejos. Yo marcharé por delante. Desenfunde la pistola. Dentro de más o menos media hora, usted me apuntará con su pistola reglamentaria.
—¿Por qué?
—Hágame caso; apúnteme en cuanto lleguemos al cartel que dice: «La entrada en el perímetro del campo significa un tiro sin remisión». Seguirán todos nuestros movimientos desde las torretas; lo escudriñan todo. Usted camine tres metros por detrás y marque el paso. No pierda los nervios. Yo le diré cuándo debemos dejar de hablar. Con los prismáticos pueden comprobar si movemos los labios. A mí me da igual; lo hago por usted, porque si lo hace mal, le pueden poner un traje de cebra. Cuando yo diga ¡silencio!, me pone la pistola en los riñones.
Al llegar a trescientos metros del portón dije «silencio» y sentí la punta de la pistola en la espalda. Los centinelas de Mauthausen tenían el dedo en el gatillo de la ametralladora. Ladraban los perros amaestrados del campo. Cruzamos el puente. Estaba el Cafre como jefe de guardia; un boxeador. Marqué el paso y di un taconazo al llegar a la garita. El Cafre tenía la fea costumbre de entrenarse sobre nuestras cabezas. Eramos su punching ball.
El teniente se quedó atorado, quieto. Fui yo el que di el parte. «Entrega del preso 3422 al Comando Central de Mauthausen por orden de la Comandancia», dije. Le había advertido al teniente: «Usted dé el taconazo y gire. No se inmute. Le insultarán. Ya sabe cómo las gastan los de las SS; se creen superiores al resto. Yo me pondré de lado para que puedan ver mi número en el pantalón. Manténgase en posición de firmes. Le gritarán “perro cochino, perro asqueroso”. No haga caso. En ese momento habrá llegado la hora del adiós. Que la suerte le acompañe. No se preocupe por mí. Saldré de ésta». El pobre piloto no atinó a marcar el paso.
Yo llevaba unos zapatos herrados que sonaban, clac, clac, clac, sobre el pavimento. No volví la vista atrás. El Cafre, el gigantón cuadrado de tan malas pulgas, se acercó a mí:
—Pareces ya un cadáver, vas a morir. ¿Qué hace ese «cabeza de cerdo» a tu lado? Oye, paliducho —gritó al teniente—, largo de aquí, que estorbas. ¿Por qué no te ha escoltado un SS?
—No quedan —respondí—, es un piloto herido en Rusia. Los aliados bombardean Viena —añadí con poca disimulada satisfacción.
El teniente no se atrevió a mirar atrás.