9. Bombardeo sobre Viena
Ardía el aire, todo retumbaba a nuestro alrededor en medio de nubes de polvo, humo y fuego. Escuadrillas de bombarderos aliados se alternaban sobre el cielo de Viena. Y yo me encontraba bajo las bombas. En torno a la fábrica Heinkel había emplazadas por lo menos cuatro mil piezas antiaéreas y cientos de ametralladoras pesadas. No quedó piedra sobre piedra; nada más que ceniza negra. La tarea de demolición de la fuerza aérea aliada sobre nuestras cabezas empezaba con el alba y duraba hasta las cuatro de la tarde. Lo que era por fin signo de liberación se convertía por otro lado en augurio de muerte. Las bombas aliadas no distinguían entre verdugos y víctimas.
Por aquí pasó un grupo de aviadores chilenos que venían a comprar tierras en el Beni. Trabé conversación con ellos. Habían combatido como pilotos voluntarios en la RAF británica.
—¿Será posible —les pregunté— que ustedes me hayan bombardeado?
—¿Hizo usted la guerra mundial? —preguntaron asombrados.
—Sí, pero vestido de rayas. ¿Han oído hablar de la fábrica de aviones Heinkel de Viena?
—Desde luego que sí —reconoció uno de ellos un tanto pasmado por las coincidencias—; fue uno de nuestros principales objetivos.
—Pues sepan ustedes que yo fui uno de los que recibió sus bombas.
—Primero lanzamos octavillas, después deshicimos la fábrica desde los cuatro puntos cardinales. No se me olvidará —recordó uno de los chilenos—; fue el 18 de mayo de 1944. Nos derribaron unos cuantos aviones, pero de la Heinkel no quedó nada.
A Viena se le puso la coronilla de la muerte. Lanzaron gas blanco helado en círculo en torno a la fábrica. Por los altavoces nos llegaron las órdenes de evacuación. La orden era para todos, jefes, ingenieros, técnicos, trabajadores, mano de obra forzada, administradores y presos. A los once españoles nos dejaron en el campo para apagar los incendios. Todas nuestras armas eran un metro cúbico de arena y palas, un cubo de agua de seis litros, un carro de bombero que parecía de juguete y una piscina de cuatro metros de profundidad de la que extraíamos el agua. En aquella área devastada, a las seis de la mañana de aquel día tan sólo quedábamos un sargento rumano al frente de cuatro guardias en sus garitas y nosotros, los improvisados bomberos españoles con cascos relucientes.
—¿Quién tiene hambre? —preguntó el sargento rumano.
Cantaba ópera y tangos. Lo hacía muy bien. Mi madre, que era muy aficionada a la zarzuela, me enseñó Gigantes y cabezudos, La tabernera del puerto, El rey que rabió… Después de robar cantábamos a coro.
—Yo, por ejemplo —respondió con su habitual prontitud uno de Jaén que había estado en la Legión extranjera francesa.
Un toledano al que llamábamos «El harto de comer» fue el que me afeitó por primera vez.
La radio de los oficiales nos informaba de la progresión de los aviones aliados. «Toc, toc, toc. Atención». Todo el almacén era para nosotros. El peligro era doble: o morir por una bomba o de indigestión…
Nuestros gorros estaban niquelados por las emanaciones de las bombas. Nos pusimos un parche en un ojo; parecíamos piratas. Primero dimos cuenta del aperitivo: el pan con mantequilla y mermelada. Con un ojo reíamos y con otro llorábamos. Mientras comíamos a voluntad, la radio anunciaba el infierno: «Toe, toe, toe, grandes formaciones de aviones se acercan a Viena». Después de la Junker y de la Messermicht le tocaba a la Heinkel.
—¿Es que tú no tienes miedo? —me preguntó el sargento rumano al ver que seguía comiendo a dos carrillos sin dar muestras de la menor intranquilidad.
—No —le contesté—; no tengo miedo, tengo hambre.
Yo creía, sobre todo cuando se aproximaba el peligro, en las palabras de Francisca, la vidente catalana: «Sufrirás grandes penalidades, Antonio, pero saldrás vivo».
En Viena, Carlos, el ladrón de los cien millones de marcos, me ofreció el puesto de pinche de cocina. El almacén de los guardias estaba bien abastecido de provisiones: recibían hasta confites, trufas, caramelos. Yo nunca he sido goloso. Carlos, el encargado, llevaba triángulo verde. Era un alemán recto, de buen corazón. Me encargó la vigilancia del almacén. Durante varios días yo había robado comida para repartirla. Había cuatro españoles que se oponían al reparto. Lo querían todo para ellos. «Os sobra comida, pero aquí hay gente que pasa hambre —dije—; es justo que la compartamos. Tomad lo necesario y distribuid el resto». Pero había uno, cuyo nombre prefiero no citar, que fue comisario de división en nuestra guerra. Quería mandar, estaba acostumbrado a ordenar: «Estás condenándonos al hambre», me acusó. «Yo me expongo —respondí—; vosotros no». Pepín, un famoso marica madrileño, le fue a Carlos con que yo robaba carne magra y la cambiaba por ropa y tabaco. Pero Carlos, que se encamaba con Pepín, no era tan tonto; confiaba en mí.
La fábrica era de la Heinkel, en el distrito 21 de Viena. Los alemanes empezaron a trasladar su industria de guerra a zonas más seguras, en Austria. Como pinche de cocina, a veces tenía el baño lleno a rebosar de comida. Abría la nevera y era una delicia verla: carne, salchichón, cerveza… Pero la guerra estaba sobre nosotros y a muchos les cortó el apetito. «Pero, Rubio —insistían—: ¿cómo puedes engullir con ese apetito?; ¿cómo es posible que tengas hambre?». «Es hambre atrasada —respondía—. Entre el miedo y el hambre puede el hambre».
Los SS empezaban a llevarse papeles, a destruir documentos. La radio difundía una y otra vez contraseñas de alarma. La luz se cortaba. Teníamos sobre nosotros a las superfortalezas volantes. «El enemigo está a ciento cincuenta kilómetros de Viena; repetimos: a ciento cincuenta kilómetros de Viena». De pronto escuchábamos el ulular de las sirenas; al cabo de un rato, el «brum brum» de los motores de los bombarderos, el fuego de las baterías antiaéreas. Eran bombas de mil kilos. Mientras tanto, yo me quedaba en la cocina. Ningún lugar mejor para morir. Mientras caían las bombas, cocinaba magras con tomate, huevos fritos y salchichas: un banquete con olor a cordita y a pólvora.
Llegaban camiones con ropa sucia del campo y la correspondencia. Se lavaba la ropa sucia y la devolvían limpia a Mauthausen.
Una tarde, al regresar al grupo de trabajo me encontré a los españoles consternados, agitados:
—¿No sabes lo que ha pasado? —me preguntaron—. A un extremo del campo ha caído una bomba y ha sepultado a los cuatro españoles que se encontraban allí; tan sólo uno de ellos se salvó.
Al jefe de la carpintería, que era mi enemigo, el comisario de división, la explosión le cortó los dos muslos y los dos brazos. Pidió a gritos que lo mataran. Lo remató un sargento de las SS.
Repasé el correo. Una de las cartas era para un payés comunista, capitán con Líster. Dormíamos juntos, en la misma cama. Discrepábamos, pero era amable, delicado. «Tienes ideas propias, demasiado propias», sentenciaba. Al mirar la dirección de la carta descubrí que conocía la letra: era del grupo enemigo. Firmaba el ex comisario de división. Decidí abrir la carta y leerla: tendría que ver conmigo. En efecto, me ponían de vuelta y media. Advertían a mi compañero de cama que tenía ante sí a un criminal y a un bandido. Para entonces el comisario de división estaba ya muerto. «Mata al Rubio —escribía—, en la seguridad de que no te arrepentirás nunca». ¿Cuánto tiempo viviría el comisario después de escribir esta carta? Horas tan sólo. «No tengáis compasión con él —añadía—; nos ha robado la comida, nos ha racionado, nos ha amenazado. Duro con él».
No cerré la carta. Busqué al Payés. Era sábado. Estaba en el baño y se afeitaba.
—Han llegado los camiones —le dije—. ¿Quieres mandar algo? Van a cargar la ropa limpia.
—No, no tengo nada que mandar.
Le mostré la carta abierta, escrita en catalán.
—Es para ti; la he abierto, pero no me juzgues mal. Perdóname; sé que lo que he hecho no es correcto. Te debo una explicación.
No supo qué responder. Tomó la carta abierta en sus manos.
—Léela mientras yo reparto el resto del correo. Verás que tenía motivos para abrirla. Conocía la letra y me imaginé su contenido. Iban a por mí.
Al regresar, ya había leído la carta. El Payés parecía ensimismado, pensativo.
—Antonio: todo esto es increíble.
—Tú me conoces algo. ¿Crees en lo que dice?
—No; creo que no, pero…
Le expliqué toda la historia de principio a fin.
—Hace tres meses —dijo—, recibí una carta de Balaguer, un antiguo legionario, en la que me habló de lo que hacías. Me puso en guardia.
—Soy un ladrón de comida, pero nunca para mí: primero para los demás. La comida debe ser para todos. No es verdad que la venda para comprar cigarrillos. La repartía por lista. Mira, son problemas políticos. Estos tipos no me tragan porque no comulgo con sus ideas.
Carlos, que tenía su servicio de espionaje, nunca creyó en las acusaciones y castigó a Pepín con una paliza. «Reparte la misma comida para todos», le informó otro confidente ruso que era uno de sus novios.
El Payés rasgó la carta. «Tienes razón», dijo, y me abrazó.
Estuvimos un año juntos en la misma cama. Nunca me volvió a hablar del asunto.
Los bombardeos aliados eran cada vez más intensos, de eso que llaman de «alfombra». Austria alfombrada bajo las bombas. «La misma sangre circula por todo el Reich», escribió Adolf Hitler en la primera página de Mi lucha al recordar su nacimiento en la aldea austríaca de Braunau, cerca de Linz, en la frontera con Alemania. Siete años antes, las tropas de asalto de Hitler ocupaban Viena. Heil Hitler!, gritaban y bailaban en las calles. «Mueran los judíos»; «un pueblo, un Reich, un Führer (caudillo)». La misma sangre circula por todo el Reich. Ahora las mismas bombas aliadas caían sobre la capital de Austria: entre 1943 y 1945, la aviación aliada lanzó más de dos millones de toneladas de bombas. Seis mil aviones de guerra.
A partir de la primavera de 1943, los norteamericanos y los británicos se repartieron el espacio aéreo. Los primeros bombardeaban por la noche con los B-17, los B-24; los segundos, de día con sus Halifax y sus Lancaster. Las fábricas de las VI y V2 y los centros de armamento, los depósitos de carburante y los nudos de comunicaciones eran los principales objetivos de la fuerza aérea aliada. Fue un martilleo constante que saboteó el esfuerzo de guerra alemán y que no dejó dormir al mariscal del aire Goering. «Diez ruidosos bombarderos —se lamentaba Goebbels, el jefe de la propaganda nazi— hacen que dieciocho millones de personas salten de sus camas».
No hay cerebro, por duro que sea, que resista ante dos millones de toneladas de bombas. La cuenca del Rur quedó aislada del resto después de casi medio millón de operaciones de bombardeo. La moral de los alemanes cayó por los suelos. Fue un golpe psicológico de primera magnitud; aunque hay quien sostiene lo contrario, que esos bombardeos no hicieron sino estimular su patriotismo.
Los nazis echaron mano de los prisioneros de guerra, de los deportados, para fabricar aviones con destino a la Luftwaffe, la fuerza aérea nazi. Nos hacían trabajar día y noche en los subterráneos. En febrero de 1945, las bombas incendiarias de la RAF y la USAF, las fuerzas aéreas británicas y estadounidenses, lanzaron sobre Dresde 650000 bombas incendiarias. Fue una escabechina. Dresde quedó como una tabla rasa y 135000 habitantes de la ciudad situada a orillas del Elba se convirtieron en antorchas humanas.
El aviso de los bombardeos lo daban desde lejos. Al escuchar el «toe, toe» del metrónomo, yo me echaba a dormir. El Chipli, que era pequeño y tenía un oído finísimo, lo aplicaba sobre el piso, sobre los árboles o sobre la hierba y decía: «Escucho algo». «Y yo también», decía otro. Lejísimos. El tiempo pasaba raudo en la espera. La radio repetía: «Grandes formaciones de aviones enemigos…». Los teníamos encima. Al principio eran como unos puntos negros diminutos, como moscas. Es como cuando el jaguar grita cerca. Pronto se cubría el cielo de volutas de humo de las baterías antiaéreas. Las nueve de la mañana: tableteo de ametralladoras pesadas, fuego antiaéreo.
¿Cómo defendernos de los bombardeos? En la piscina. Nos sumergíamos en el agua. Las escuadrillas de aviones llegaban a tapar el sol. «Dimos hasta cuatro vueltas para lanzar las bombas —recordaban los pilotos chilenos alistados en la RAF que me visitaron aquí—. ¿Cómo pudo salir vivo de la fábrica?». «Salimos —les respondí—, pero con la cara muy sucia y el ombligo encogido».
Los bombardeos se sucedieron durante dos semanas. Las bombas rompedoras lo hacían saltar todo: la mamposta, los tornillos y los postigos. Vivimos sumergidos en la piscina de la fábrica. Cesaba el fuego antiaéreo. Se hacía el silencio. Las bombas incendiarias provocaron hogueras a lo largo de varios kilómetros. Salíamos del agua arrugados, encogidos y negros por el efecto de la atmósfera. Al Calderas, cocinero de Córdoba, le daba una risa floja, una risa histérica. Así reaccionaba bajo las bombas.
Tenía la cara cocida y el cuerpo lleno de surcos, la piel y el pelo chamuscados. El agua de la piscina hervía por el calor que desprendían las bombas; salíamos boqueando como los sábalos. Fue la piscina la que nos salvó. Medía unos quince o veinte metros por ocho o diez, y cuatro metros de profundidad. Dicen que el ataque aéreo aliado sobre Dresde fue el más feroz de toda la guerra. No lo niego; pero el ataque sobre la Heinkel en Svreka, a unos treinta kilómetros de Viena, no se quedó muy atrás.
El lavado del cuerpo fue tarea imposible. Nos restregábamos con el cepillo, el jabón y el agua. Tuvimos que esperar a que mudara la piel como las serpientes. El jabón se pegaba a la carne. Éramos viejos de ochenta años. El sargento rumano de las SS sobrevivió hasta el final, hasta que le cazó una cortina de bombas. Un cascote le seccionó la columna vertebral.
Nos trasladaron en camiones a un villorrio llamado Floristou, que era una ruina de bloques de cemento y hierros retorcidos en la inmensa llanura negra alisada por los proyectiles.
El capitán Strauss, que era un bestia, pero que a nosotros nos trataba bien, llegó del campo con mucha sed. Hacíamos que comiera y bebiera como un rajá.
—España —pidió—, ¿serían posibles un par de botellas de vino del Rhin?
Lo increíble había llegado: los SS nos pedían favores a nosotros los humanoides. Ladrón tú, ladrón yo. Los muy dignos han caído en la trampa. En cierto modo han pasado a depender de nosotros. Favor por favor, será ya muy difícil que nos lleven a la horca.
La vigilancia es intensa; necesitamos una maniobra de diversión en las bodegas. Nos serviremos de una máquina larga, un torno de siete metros de largo. Se trata de desviar una carretilla de las que llevan dos cajas cada una. Las trasladan de la bodega al montacargas. Las cuentan antes varias veces para que no haya desvíos. Los rusos son nuestros aliados en los robos. La máquina se acerca lentamente. Suenan voces, gritos en varios idiomas. Hemos aprendido tacos e insultos en ruso, en húngaro, en polaco y en checo. Es la gramática parda del campo. De acuerdo con el plan previsto crece el barullo. Los rusos con sus carretillas se hacen los asustados, tiran hacia adelante, retroceden… Llega la máquina. Los civiles encargados del traslado se ven obligados a apartarse. En el pasillo, entre las carretillas y la máquina, dos cajas de vino desaparecen hacia un ángulo de la bodega. Una vez ahí, dos hombres se hacen cargo de las dos cajas y las guardan en las dos calderas de la cocina. Todo vuelve a la normalidad. Cesan los gritos, la máquina se para y las carretillas reanudan sus viajes.
Cuando la carretilla llegó al montacargas que subiría las cajas de vino hacia los camiones, el encargado del recuento puso el grito en el cielo: «Faltan dos cajas». Pero en la carretilla siguiente venían treinta, y treinta también en la siguiente. Empezó la discusión entre los contables de cajas. No sabían a qué santo encomendarse. Uno de los jefes de la bodega puso orden con estas palabras: «Estos presos no pueden haber escondido en sus pantalones dos cajas de vino. Si fuera una botella… El error es nuestro. Traigan dos cajas más y completen las sesenta de este envío».
Al cabo de un rato, los rusos subían las dos calderas para limpiarlas. Las dos cajas fueron a parar a la camioneta a cuyo volante estaba ya un sonriente capitán Strauss.
Ya no todos los oficiales al mando eran de las SS. Llegaban mandos del ejército regular, como el nuevo jefe en nuestro comando de Svreka. De vez en cuando nos llamaban para descargar mercancías con destino a la cocina de la fábrica de aviones. Frente al pabellón de los ingenieros hay un vagón cargado de cajas de sardinas en tomate, de sardinas en aceite; hay miel, pescado enlatado, queso y dos toneles de moscatel. El capitán procede del frente del Este. Es un hombre de unos sesenta años con el cintillo rojo de los heridos. Es una buena persona. Nada tiene que ver con los matones de las SS.
El capitán se ha puesto a hablar con el civil encargado del control de la mercancía. Hace tiempo que no ha probado sardinas en aceite.
«De aquí no puede salir una sola lata fuera del destino previsto. Usted lo debe saber, capitán; conoce sus responsabilidades. Esto está marcado en los libros». El jefe volvió la mirada sobre nosotros, nos guiñó un ojo y salió de allí apoyado en su bastón. En seguida nosotros nos preguntamos: «Si no hemos entendido mal, nuestro baranda quiere sardinas, y no sólo una lata. ¿Las robamos? ¿Y si nos equivocamos?, pregunta uno. ¿Y si el civil nos sorprende?, dice otro. El civil sabe que tenemos las manos largas, pero también que trabajamos mucho y le somos necesarios».
Suspendemos la descarga de las menudencias, las latas, quesos, miel y le proponemos al jefe civil la descarga primero de los dos toneles de vino rancio. El civil nos mira con recelo y se niega. Para desembarcar los toneles llamará a varios forzudos de la cocina. Insistimos. «Pesan ciento cincuenta kilos». «Eso —le decimos— lo descargamos como una pluma de ave». «¿Y si se rompe, si cae?». «No se romperá, no caerá, pierda cuidado». Por fin accede. «Ya verá lo bien que pasa del vagón al suelo». En efecto, cuatro hombres bajan muy despacio el turril mientras desaparecen por otro lado varias latas de sardinas, de aceite y de tomate y el civil sigue con atención el traslado de las barricas de moscatel. Una vez los toneles y las cajas cargadas en el camión, el soldado encargado de la formación se pone a gritar: «Sois unos torpes. Rápido, a formar. Estáis perdiendo el tiempo». Todos, como una bandada de gorriones, formamos y da la orden de marcha. Él mismo pregunta en seguida: «¿Cuántas os habéis llevado?». «Son para el capitán», decimos. Entramos al campo. Hacemos un paquete con papeles de bolsa de cemento y le pedimos al ordenanza del capitán que le lleve el avío. Al día siguiente, el capitán apareció con una sonrisa de oreja a oreja. No nos echó el aliento, pero seguro que olía a sardinas.
El jefe de los civiles, encargado de la descarga, me llamó para mostrarme una patata:
—España: ¿cuánto pesa esta patata? —preguntó.
—Un kilo, kilo y medio.
—No; pesa cien kilos.
Era una forma de decir que la realidad no era la que era, la que parecía. Se tapó los ojos con las manos: «Yo no veo nada», parecía decir. Eso sí: vagón que nosotros descargábamos en un día, los franceses tardaban dos o tres días. «Buen trabajo —aplaudía el jefe—; vosotros sois once y los franceses veinte».
En otra ocasión robamos a un español que trabajaba en una de las cocinas principales. Era tan buen español como cocinero. Un tal Franco, de Zaragoza, de veintiocho o treinta años, voluntario. El zaragozano recibió instrucciones terminantes de sus jefes: al que robe algo le pegas un tiro. Le robamos un día diecisiete salchichones en cinco minutos. Eran para la jefatura. A veces caían manjares como arroz con leche, mermelada, salsas de diversas clases.
El disciplinado soldado alemán se corrompía a medida que apretaba la necesidad. El comandante no podía mancharse las manos; nosotros, sí. Franco, el zaragozano, era un compatriota que trabajaba para los alemanes; pero nunca nos traicionó. Otros españoles, por el contrario, como el cruel Ripollés o Indalecio, aceptaron el papel de kapos, de cabos de vara. Fueron nombres sin piedad: se ensañaron con los nuestros con la brutalidad de los judas, de los conversos.