8. Un mercado persa

8. Un mercado persa

Un día vimos desde la distancia dos hileras de judíos que bordeaban el precipicio de la cantera. De pronto, sin duda bajo órdenes de los SS, descargaron unos contra otros las piedras que habían subido de la cantera y que acarreaban sobre los hombros. Una vez libres de las piedras rompieron a forcejear, a zarandearse, a lanzarse patadas y cabezazos unos sobre otros. Los demonios negros, los SS los aplaudían, los incitaban, coreaban los golpes. Parecía una escena de Goya. El que no eludía el golpe caía entre alaridos en el vacío.

Uno de los que se salvaron era abogado en Varsovia y vino a pedir consejo.

«¿Qué se puede hacer? —me preguntó—; tú eres un veterano y conoces el secreto para salir vivo de aquí». ¿Debía decirle la verdad? Era lo mejor. Pronto descubrí que era inútil, que no creía en mis palabras. «Es mejor morir electrocutado que en la cámara de gas», les aconsejaba. No entendían nada. La inocencia es ignorancia. ¿Cámara de gas, hornos crematorios? «En la alambrada —insistía— no sufriréis un Gólgota de tres o cuatro semanas. La muerte nos acompaña». «¿Y tú, que llevas cuatro años aquí, cómo has sobrevivido?». ¿Cómo decirles que era rojo español, un rotspanier, pero no juden, judío?

Ninguno de ellos reaccionaba ante esa idea. Es más: por extraño que pueda parecer, comprobé cómo algunos judíos entendieron el campo de exterminio como un mercado persa, un ámbito comercial para sus últimas operaciones mercantiles. A las puertas de la muerte no se resistían a cambalachear. En una novela rusa, creo que de Turgueniev, leí que los judíos encuentran en el poderío económico el desquite a siglos de opresión. Un rabino que logró escamotear un libro de rezos lo alquilaba durante quince minutos a cambio de un tercio de la sopa. Se lo oí contar a Simón Wiesenthal por la radio, al cazador de nazis que ingresó en Mauthausen en febrero de 1945. Dos deportados judíos circulaban con paquetes de tabaco, que recibían en la cantina, atados con bramante en torno a la barriga. Un cigarrillo valía un pan. ¿Sabían que iban a morir? Daba igual. Su instinto para los negocios podía sobre la inminencia de la cámara de gas. Pasear por el campo con aquellos paquetes de tabaco enrollados al cuerpo como un cinturón de balas era toda una provocación.

Me acerqué a uno de ellos:

—Te ofrezco algo —le dije—, tal vez cuatro semanas más de vida. Es un consejo desinteresado. Los cabos de vara podrían hacer la vista gorda si aceptáis el cambio de diez cigarrillos por medio pan.

—Ese consejo no lo necesitamos —respondieron—; sabemos negociar.

—Pero si ofrecéis cigarrillos a los kapos, ganaréis tiempo de vida.

—No vamos a abaratar la mercancía.

—¿Es que no os dais cuenta de dónde habéis caído? Os queda un mes de vida; si repartís el tabaco entre los cabos de vara, podréis vivir un mes sin palos y sin hambre. De todos modos, al final os doblarán el espinazo y se quedarán con la mercancía. Ellos ganan siempre.

Conversaciones como esta las mantuve muchas veces. Nunca dieron su brazo a torcer y murieron cargados de cigarrillos. Cuando los dos judíos salieron en forma de humo por la chimenea del crematorio, los kapos se pavonearon: «Cigarrillos de judío, saben muy bien».

Los más consecuentes y los más generosos eran los ladrones y los Testigos de Jehová. En general te podías fiar de los ladrones, los del triángulo verde, y de los Testigos. Los objetores de conciencia eran cinco alemanes. Se negaban a vestirse el glorioso uniforme. De vez en cuando los llamaban a capítulo:

—¿Quieres alistarte en la Wehrmacht?

Movían la cabeza en sentido negativo. Ni siquiera respondían de palabra.

Poco después los SS repetían la oferta:

—¿Quieres enrolarte en el ejército? La patria te llama, alemán.

Nada. No había manera. Eran gente de una vez, valientes, coherentes con sus ideas y honrados; no tocaron nunca nada que no fuera suyo. Me intrigaba la doctrina de los triángulo violeta. Por eso me gustaba pegar la hebra con uno de estos melanitas.

—¿En qué consiste vuestra religión? ¿En quién creéis?

—Esto de aquí, este mundo no vale nada, no dura nada, se va en el tiempo de un suspiro.

—¿Existe para vosotros otro mundo, quizá un paraíso?

—Sí; es el que vale, el otro mundo. Hay que pasar de puntillas por éste, sin hacer daño a nadie. La guerra es el daño total.

—Un guardián viene a matarte; imagina que tú llevas una pistola en la mano, que puedes abrir fuego antes que él. ¿Cómo reaccionarías en ese trance?

—Tiraría la pistola al suelo. Es preferible la muerte.

Los SS los dieron por imposibles, los dejaron a su aire y salieron con vida de Mauthausen.

Dormía bien, a veces como un lirón. El cansancio físico era una bendición, una invitación al sueño inmediato. Es cierto que el hombre es un animal de costumbres. Se hace a todo. Seleccionas lo que te conviene y desconectas el resto. Nadie hablaba de sueños eróticos, sólo gastronómicos. No soñábamos más que con pan. Nosotros, los españoles, desde la pobreza y la guerra veníamos mejor preparados para resistir. Nunca sufrí de pesadillas en el sueño. ¿Qué mayor pesadilla que Mauthausen? Siempre estuve seguro de que saldría con vida. Me hice a esa idea y me mantuve en ella. Tampoco convenía pensar demasiado en los buenos tiempos, en el pasado. Eso era lo dañino, confrontar el pasado con el presente. No hay cosa peor que recordar en la adversidad los tiempos felices. Era una droga peligrosa, un vicio que envió a más de uno al suicidio o hacia las alambradas de alta tensión. «Pon la mente en blanco —les decía—. El pensamiento consume tanto o más que el trabajo corporal. Piensa sólo en ti, no en la familia». Los sentimientos duraban poco. Me pedían la correa italiana. Los flacos de cuerpo pero fuertes de mente tenían más posibilidades de alargar la vida. Lo he comprobado en las guerras y enfermedades. Gana el que logra el dominio de sí.

Por fortuna yo había aprendido a resistir.

En el tiempo que pasé en la compañía de castigo me destrozaron a latigazos la columna vertebral. Al principio era como la descarga eléctrica; luego, terminabas por perder la sensibilidad en la carne. Te marcaban el cuerpo a fuego. Te obligaban a subir al trote piedras de muchos kilos. Me salvé con la ayuda de criminales de triángulo negro y los hampones, delincuentes comunes de triángulo verde. Eran los amos, los más audaces. Temibles con sus enemigos, sabían enfrentarse a pecho descubierto a la Fea, la muerte. Una pelea con los «verdes» o los «negros» y eras hombre muerto. Mis amigos asociales me curaban la espalda, me ayudaban a cargar con los bloques de granito. Esa generosidad rompía con la leyenda negra de su pasado y con la filosofía de autodefensa de Mauthausen: «Piensa en ti, sólo en ti».

Permanecí tres meses en el batallón de castigo. Nunca me di por vencido. Me presentaban papeles: «Firma y dentro de unos días estarás con tu familia». «Firma, spanier, firma». «Podéis despedazarme, pero mi mente no la doblegaréis». Al cabo del largo tira y afloja me llamó uno de los jefes a su despacho:

España: elige trabajo: cocina, lavadero, almacén, oficina.

—Gracias, pero estoy bien donde estoy.

—Eres un soberbio.

Había ganado. Fue entonces cuando me destinaron a un comando exterior, a un grupo de trabajo en Viena —a la fábrica de aviones Heinkel— quizá con la idea de que la bombardearían los aliados y no quedaría piedra sobre piedra ni el rebelde Antonio García, natural de Monzón, Huesca, para contarlo.

Aquel día, el jefe de la propaganda nazi, Goebbels, retransmitía por los altavoces uno de sus discursos. No cabe duda de que era un maestro en el uso de la radio. Y en el uso del odio. Tengo apuntada una de sus frases:

«Quiero ser capaz de odiar… y odiaré a todos los que traten de robarme ese derecho que Dios me dio. ¡Oh Dios! Puedo odiar y no quiero olvidar cómo. Qué maravilloso es poder odiar». Los norteamericanos nos traerían la noticia al llegar: Goebbels envenenó a sus hijos en el bunker de Berlín y luego se mató con su esposa.

Para los SS la disciplina y el orden eran la medida de todas las cosas. No podías acercarte a más de tres metros de un SS. Estaba prohibido dirigirle la palabra. Si un guardia descubría que un civil hablaba con un preso, al civil lo vestían de preso. Al principio todo el mundo tenía miedo a todo el mundo. Al cabo de cuatro años se atenuó la disciplina. Esa ferocidad de los orígenes desapareció poco a poco, casi sin que nos diéramos cuenta, a medida que los alemanes retrocedían en todos los frentes. Claro que eso lo dice un superviviente español; los muertos no hablan. Si alguno de los muertos en Mauthausen, en Dachau o en Auschwitz resucitara y le pidieran que contara su martirio, lo tacharían de exagerado, de hiperemotivo. ¿Por qué la gente tiende a no creernos?

Llegado un tiempo, no resultaba extraño que los presos compadrearan con los guardias y hasta con los oficiales. Y eso que Mauthausen era un campo de categoría tercera especial; o sea, el campo del que nunca se volvía. Todas las razas juntas, animalizadas, todos los tráficos, la homosexualidad —los rosas los llamábamos—, el sadismo, todas las lenguas en confusión y a seguir vivo. Esa era la situación y esa la regla del juego. Aprender el alemán era un seguro de vida, te daba un prestigio, una ascendencia, una seguridad en ti mismo. Los verdugos lo agradecían.

Hasta los propios SS consideraban a Mauthausen como lo peor de lo peor. Nada más llegar nos dijeron que según los cálculos, entre la ración de comida y la intensidad del trabajo, a los tres meses seríamos todos cadáveres. Los médicos nazis sabían de sobra que la mente cede, se destruye en seguida. La alimentación la midieron para que en su caída arrastrara al cerebro y al cuerpo. ¿Cómo logramos sobrevivir? Un día tira de otro y de otro. Al final cuentas y han pasado cinco años.

Una de las claves era el estraperlo, el mercado negro, la habilidad para hacerse con comida extra, de romper aquel muro de hormigón armado que eran los almacenes, el reparto de lo poco que había cuando venían mal dadas. Los españoles guardábamos siempre algo para los más necesitados. Así nos salvamos unos pocos. No lo digo con orgullo. Estoy contento de seguir vivo; pero a veces piensas que ha sido a costa de la desaparición de otros.

La selección de la raza: de un simple golpe de vista los médicos nazis distinguían a un enfermo de un trabajador sano. Nos miraban la dentadura como a los caballos en las ferias de ganado. Tú para la cantera, tú para la ducha, la ducha de ácido prúsico, o para el tiro en la nuca.

Los recién llegados nos preguntaban sobre la mejor técnica para seguir vivos: «Endurece el cuerpo en el trabajo —les decía—, ponte a prueba, no te lamentes. Si caes en la melancolía, si piensas que no vas a salir, estás perdido; eso se lleva la mitad de las energías. Olvida, olvida, trabaja, resiste. El desánimo te llevará al “bombo”». Ya lo he contado, el que se ponía a recordar obsesivamente los viejos y felices tiempos cuando hacía el amor a su mujer, dormía la siesta, el que se obsesionaba con los delirios gastronómicos, con las caricias a los hijos, con los amigotes, con las tabernas, con las novias o con las amantes, con las fiestas del pueblo, con las lonchas de jamón serrano, con el vino rosado y frío que se deslizaba por el gaznate, con la caricia de la madre… ese tenía ya la marca de la muerte escrita en los ojos.

Los judíos llegaban con sus equipajes, sus biblias, con sus fotos de familia, con alhajas y riquezas. Llevaban a sus espaldas dos mil años de sufrimiento. Pronto se distinguía al judío adinerado, acostumbrado a mandar. A poco de llegar perdían el centro de gravedad. De pronto se encontraban de bruces con un mundo distinto y desconocido. El tratamiento era de choque: un patadón en la barriga, un culatazo en los riñones. Todo estaba calculado: dejaban sus biblias y sus álbumes de fotos, sus severos trajes oscuros, se ponían el de rayas, perdían su identidad y sus defensas. ¿Cómo hacer frente a un cambio tan brusco? Los despojaban de sus recuerdos, de sus efectos personales y los dejaban en cueros. A cargar vagonetas de piedra durante doce, quince horas hasta que ese hombre acostumbrado a ordenar y mandar se quedaba convertido en un despojo, una piltrafa. O los enviaban al campo con un bote de conserva «a recoger frambuesas». Y mientras las recogían, los ametrallaban.

Los kapos, o los «bandidos», los presos comunes, los intermediarios entre los guardias y los presos, los cabos de vara se hacían pronto esclavos, ordenanzas que les limpiaran las botas o les hicieran la cama.

Los que no eran capaces por su carácter derrotista de buscarse algún tipo de protección vivían en continua zozobra. Uno de los martirios era el sueño. Si ocurría algo, te dejaban firme toda la noche o parte de ella. Los kapos no iban uniformados, pero el poder era todo suyo. Desde el toque de diana hasta el toque de queda, a golpe de campana, el cabo de vara dominaba tu vida, tus pasos y hasta tus pensamientos. Al salir el sol se disparaban los gritos de los cabos, los insultos, las patadas y puñetazos. El jefe de barraca llevaba un brazalete ancho, de unos diez centímetros, blanco con letras negras. Era intocable. Los jefes de Stube eran los encargados de guardar el orden dentro de la barraca; luego, el secretario de barraca, que era el notario de los muertos, llevaba también su brazalete; y King Kong, su brazalete de jefe del campo. Podía convocar a todos sus subordinados. Los castigaba con el salto de la rana.

A las órdenes del jefe del barracón, del Stube A y el Stube B, las dos alas del barracón, se cuadraban dos subjefes sin insignias y un secretario encargado de contar a los que entraban y salían. La eficacia alemana premiaba la bestialidad. Los bautizábamos con nombres como King Kong, Popeye, etcétera… En la pirámide del mando interior del barracón, el subjefe se buscaba a sus amigos. Hacían lo que les daba la gana, hasta recortar nuestras raciones para comérselas ellos. A veces mantenían «vivos» a los muertos para hacerse con sus raciones.

El toque de diana: en invierno, con la nieve arremolinada en las ventanas del barracón, los catres tenían que estar hechos sin una arruga. A veces, ocho en una colchoneta. «Raus». Fuera, a formar. Formábamos antes y mejor que los SS: nos jugábamos la vida. El desayuno consistía en medio litro o un cuarto de litro de agua negra, que sabía a cascara quemada, a castaña o bellota. Con eso había que resistir desde que salía el sol hasta el mediodía. Los kapos apaleaban con placer a los remolones. No nos veíamos a veces las caras por el vaho que expulsaban nuestras bocas. A la región la llaman la Siberia centroeuropea.

Nuestra ropa estaba fabricada con algún compuesto sintético a partir de la madera: una camisa delgada, unos calzoncillos largos, un pantalón, una chaqueta a rayas, un abrigo y unos chanclos de madera. Era una ropa que absorbía la humedad en un cien por cien. No daba ningún calor. Aunque estaba prohibido, nos protegíamos con sacos y papel de periódico nazi sobre el pecho. Luego, las orejeras, una especie de fleje, las manoplas, el gorro. Durante años me he llevado la mano a la cabeza para quitarme el gorro. «¡Gorros fuera!», gritaban. Todo mecánico. Si la ropa se rompía, allí estaba el sastre para coserla o el remendón para fijar la suela. Con la inminencia de la derrota alemana faltó hasta la ropa.

Con nosotros llevábamos un plato metálico de estilo francés —un cazo con dos asas— y, colgados del cinturón, cuchillo, cuchara y tenedor. Cuatro toallas por preso; una taquilla para cinco. Para la formación se dejaba el cuchillo y el tenedor en el armario. Tan sólo salíamos con la cuchara, al menos los presos españoles. Dada nuestra leyenda y nuestro temperamento, los SS temían las peleas a cuchillo; pero aprendimos a afilar las cucharas por el mango, de suerte que la cuchara se transformaba en cuchillo. Hasta que nos requisaron cuchillos y tenedores.

Todos los domingos nos entregaban una hoja de papel de lija y una porción de sosa cáustica para fregotear los platos. De vez en cuando, la inexplicable sorpresa: recibíamos sopa de tapioca o de harina. ¿Habría ganado el cabo Hitler alguna batalla? Se comerciaba con la sopa de tapioca. Los matones recibían doble ración lo mismo que los chivatos, los «rosas», los homosexuales condescendientes, y los ojos y oídos de los guardias. El camino a la cantera en los días más duros del invierno quedaba sembrado de cadáveres, como subproductos del Lager del III Reich. A los primeros muertos, desnutridos, cuerpos macilentos, de pieles transparentes, boca arriba, boca abajo, les echabas un vistazo compasivo. Luego, ya no volvías la vista. A los guardias que no mantenían el orden, la disciplina, les arrancaban los galones.

Nos formaban de a diez en fondo con los más bajos en primera línea. El oficial comprobaba que toda la hilera estuviera en perfecta simetría, sin huecos. Pasaba entre nosotros y contaba con el dedo; consultaba con el libro que le entregaba el jefe del barracón. Durante dos horas examinaban la ropa, los zapatos, hasta que llegaban las primeras luces. Todos alineados, limpios, con el pijama de cebra en su punto y el pescuezo alto. Al grito de firmes se oía un solo taconazo de los seiscientos hombres de la barraca. Aprendimos la lección a fuerza de palizas y porrazos. Un dedo que asomaba por el empeine del zapato representaba veinticinco latigazos. Si alguien bajito se equivocaba en la formación, se situaba detrás de la hilera, era reconducido a su posición a golpes. Si alguien se desmayaba, le aplicaban los veinticinco latigazos en cuanto se ponía en pie. Los jefes daban el visto bueno. A partir de ese momento quedábamos a merced de los cabos de vara para el traslado a la cantera.

Pronto aprendí el truco: formar en el centro, al resguardo de las patadas. Aunque bien es verdad que vigilaban en todas partes. En los extremos se recibían más palizas. Un cabo mandaba cada centuria. Nos contaban hasta diez y doce veces. Si el cabo de vara se equivocaba en el recuento, el oficial contador lo molía a golpes. El silencio era absoluto, sobre todo cuando aparecían los oficiales. Las dos grandes puertas se abrían de par en par. Los soldados nos vigilaban con las culatas de los fusiles sobre las cartucheras. Las columnas se ponían en movimiento, pisando fuerte, en golpeteo marcial, con las manos sobre las caderas, marcando el paso de la primera centuria. A medio camino, otro recuento del personal. De nuevo en marcha con los guardias detrás hasta llegar a la cantera.

Sonaba el silbato y los autómatas nos convertíamos en picapedreros, en cargadores de piedras o en ayudantes de vagoneta. La mañana se descomponía en gritos y blasfemias. Cada cabo de vara armaba toda la bulla posible. Se escuchaba el sonido de miles de martillos, de mazos, de vagonetas en marcha, de martillos neumáticos, de escoplos, de compresores. Los capataces la emprendían con los flojos y los gandules. El ritmo debía ser constante, uniforme. Un desfallecimiento y tenías el látigo sobre las costillas.

La sirena sonaba a las doce en punto del mediodía. Un suspiro de alivio. «También hoy —pensaba para mí— he superado la primera prueba». A formar otra vez. Un litro de sopa de zanahoria o de nabo, una patata cocida y algún repollo perdido. Durante toda la mañana mi pensamiento se iba hacia los cazos de comida. ¿Me tocaría algún hueso, algún trozo de carne? En filas de tres en uno pasábamos por las marmitas del rancho. El jefe de la cantera, rodeado de dos o tres sargentos, observaba la escena. El condumio era un ejercicio rápido y silencioso. Al sorber la sopa, yo procuraba chasquear la lengua, meter ruido, al estilo de los moros. Eso hacía más sustancioso el almuerzo, más apetecible la pitanza.

A Otto, el cocinero mayor del campo, lo condenaron a la pena de muerte, pero exigió que le ahorcaran con los demás. Lo colgaron en junio de 1947.

Antes de volver al tajo nos dejaban un rato de charla. Después, de nuevo al martillo, a la piedra, a la vagoneta, al martillo neumático y al mazo.

Si un oficial se acercaba hasta mí, me cuadraba, me quitaba el gorro y miraba hacia el frente. En la cantera no había que descubrirse o formar. Tan sólo lo hacíamos al grito de «alt» o «achtung». Al atardecer sonaba de nuevo la sirena. Era la hora del regreso al campo, por los ciento ochenta y seis peldaños, de cinco en cinco. Hacia el crepúsculo nos pasaban lista. Elegían al azar a cuatro vivos para acarrear a los muertos. La cena. Si el marmitón que reparte tiene buen carácter, si te conoce, si le caes bien, removerá el fondo de la olla con el cazo. Ahí está la sustancia. A cada cabo de vara le corresponden dos raciones. Se come de pie o sentado. Esa es la única libertad que nos conceden. Si ha sobrado algo en el caldero, lo reparten a dedo, de acuerdo con el código secreto. Un cigarrillo de matute y recibirás otra ración, con un caldo más espeso. A los que picábamos piedra más rápido, con mayor provecho, nos tocaban las sobras.

El mando prefiere que el buen picapedrero viva, que esté mejor alimentado. Los SS sabían que no resulta fácil enseñar a labrar la piedra. Un buen picapedrero no se improvisa. En poco tiempo, a fuerza de practicar, me hice un buen maestro cantero, un experto; hacía vibrar, vivir a la piedra berroqueña, la domaba. Ser buen picador era un seguro de vida.

A los picapedreros de primera nos tocaban menos golpes. Éramos rentables para los SS. Si veían a algunos de los más finos con el brazo en cabestrillo, el oficial montaba en cólera. «¿Qué ha pasado?», preguntaba. Una paliza. El cabo de vara recibía a su vez su cuota de golpes. Éramos unos cincuenta los elegidos de la cantera, con derecho a caballete y hasta a trabajar a cubierto.

Nos miraban los zapatos, las manos, la densidad de los callos. Ahí se veía el fruto, la intensidad del trabajo: por la capa de polvo acumulada en los zapatos. Los más picaros terminaron por aprender la argucia: llenaban de polvo los zapatos y los bajos del pantalón. Los civiles de la cantera conocían al dedillo las costumbres, las trapacerías de cada uno. Este vale; aquel, no.

Los holgazanes, los que ganduleaban y luego se empolvaban los zapatos eran los más propensos a los golpes. Nada escapaba al control de los guardianes. De un golpe de vista descubrí yo a los tunantes, a los flojos: «A ése, calculaba, le quedan tres semanas». Eran, también, los más impacientes y apresurados a la hora del rancho. No sabían que también esa función había que tomarla con calma. El que come con rapidez, el que traga, pierde un quince por ciento de vida. Yo comía lento, pausado. No lo aprendí allí; vino conmigo al nacer. Así era también mi madre. Les quitaba las suelas a los muertos y me las comía a trocitos. Durante dieciocho meses comí y chupé cartón. Me sabía a chocolate. Los huesos los convertía en harina con ayuda del martillo. Buscaba caracoles en la cantera y los asaba. En invierno nos permitían hacer fuego, al menos a unos cuantos.

Dentro de los barracones se podía hablar a determinadas horas, nunca salir. La campana sonaba a las nueve de la noche. Sólo se podía salir al retrete o al lavabo. La orden de acostarnos la recibíamos a las nueve y media o a las diez. De nuevo el silencio. Para los que trabajábamos duro no había opción para el insomnio; caíamos rendidos. Alguien salía de puntillas hacia las letrinas para fumar un pitillo clandestino o para hacer aguas mayores.