7. Aullidos en la noche
Era una noche de luna llena. Había nevado de forma copiosa. Creo que la nieve cubría por lo menos medio metro sobre la tierra batida por los reflectores. La campana de silencio tocó como siempre a las nueve de la noche. Pocos minutos después llegaron hasta mi barraca, que entonces era la 6, gritos desgarradores y órdenes de los SS. Me asomé a los cristales: entre la puerta de entrada y el barracón 11, como a unos sesenta metros, pude ver bajo los copos de nieve y el haz de los focos a un grupo informe de gente, deportados, a los que arreaban como al ganado.
Esa noche no pudimos pegar ojo. Durante cuatro horas los golpearon a voluntad y no cesaron los alaridos. Faltaba algo para rematar el espectáculo: aquellos perros que aullaban desde el otro lado de la cadena humana. Los SS les dieron suelta y, excitados por la sangre, corrieron hacia los presos. No sé quiénes aullaron con más fuerza si los perros, locos, las víctimas o los verdugos. Guardianes y perros se estimulaban entre sí en una especie de campeonato de furia. Cuando algún desdichado, herido, trataba de huir del montón de gente apaleada, los perros daban cuenta de él, lo devolvían al revoltijo de cuerpos. Poco a poco cesaron los gritos. Los guardianes estaban exhaustos y los presos, muertos. La nieve se tiñó de rojo. Los hornos crematorios necesitaban carne fresca. La tuvieron esa noche.
De los barracones de los rusos salían columnas de esqueletos, tiritando, con las extremidades heladas. De nada valía soplar sobre los dedos, bracear, golpearse el cuerpo para que reaccionara o dar saltos. Algunos de ellos caían borrachos de muerte, muerte por gangrena, por congelación, por congestión o por neumonía. Sus lamentos no nos dejaban dormir. Alguien desde nuestra barraca gritaba ahora: «¡Tírate a las alambradas, déjanos dormir!». Tenían las piernas ennegrecidas hasta las rodillas. Les daban una manta para siete o diez presos.
Yo escribía a mi madre cartas que no recibiría nunca, una detrás de otra, cartas sencillas, de desahogo, en prosa y en verso, que no eran un prodigio literario:
Adorada madre mía,
querida madre adorada
con mi mano temblorosa
por una fiebre muy alta
intento escribir esta carta
por si a tus manos llegara.
Creo que fue en el 43 cuando nos permitieron escribir a casa. Nos entregaron un impreso-tarjeta en español que decía: «Instrucciones para la Correspondencia de los Prisioneros: Están autorizados a escribir no más de veinticinco palabras de carácter personal y familiar. En los envíos de paquetes a los prisioneros está prohibido adjuntar fotografías». Querían dar a entender que nos encontrábamos en un campo de prisioneros.
A los enfermos, a los de brazos rotos, costillas rotas, a los heridos, los de cuerpos congelados los tiraban sobre un catre en la enfermería. El enfermero se acercaba con la jeringuilla para curarles; pero era la cura de la muerte, una inyección de gasolina. Le llamaban el Doctor Jeringa.
Cada mañana al levantarme comprobaba al tocarme la frente si tenía fiebre, observaba las heces y el color de la orina, me palpaba el cuerpo para descubrir algún desperfecto, algún síntoma de alarma, porque allí la enfermedad, lo mismo que la vejez, era la muerte segura.
A un navarro le salió un forúnculo como una ciruela en el pie. Era mi compañero de cama en la 6. Se había hurgado en la herida, que atravesaba la pierna de parte a parte. «Tengo miedo», me dijo. Era para tenerlo porque el paso por la enfermería representaba en muchas ocasiones una inyección letal de gasolina o el camino al matadero. Le pregunté dónde trabajaba: «En la carretera», me dijo. «Hazte con un manojo de zarzamoras», le pidió uno de los nuestros llamado Domingo, ya un hombre mayor, un campesino catalán que tenía algo de curandero. Con las zarzamoras preparó un parche, un emplasto, que aplicó sobre la herida, que supuraba. Sanó a los pocos días. El navarro volvió a la vida. «¿Quién te enseñó este remedio?», preguntó el navarro, agradecido. «Una curandera de mi pueblo», respondió Domingo, que con sus cocciones y sus fomentos nos sacó de muchos apuros. Entre españoles nos ayudábamos. Al principio guardábamos por la noche un minuto de silencio por nuestros muertos. Después fueron ya tantos…
Fue ese navarro, que creo que se llamaba Ignacio, el que protagonizó uno de los intentos de fuga en el campo. Dormía ahora en el barracón número 11, el del Loco. Soñaba día y noche con la evasión. Esos planes de huida los discutíamos entre nosotros, como entretenimiento, a todas horas. Nuestro conocimiento del terreno era nulo. Sin dinero, sin apenas saber alemán, con un traje rayado y la tonsura de la frente a la nuca, sin contactos civiles, a poco de huir seríamos pasto de los perros lobos y de sus dueños. Pero el navarro, como buen navarro, era muy tozudo y logró escapar con un checo. Fue una hazaña. El intento de fuga se pagaba con la horca. Creo que en cinco años, hasta la liberación del campo —esto lo he leído después— se dieron entre seiscientos y setecientos intentos de evasión. Por lo general murieron a tiros o los colgaron o los torturaron con suplicios chinos hasta el último suspiro. Era un viaje sin retorno.
Al navarro y a su compañero de escapada las autoridades suizas los entregaron a los alemanes. Su fuga duró dos meses. Quizá si no hubieran sido rotspanier, españoles rojos, los hubieran dejado entrar.
Hasta llegar a la frontera suiza todo les fue bien. Se ocultaban durante el día en el bosque. Por la noche robaron ropa de paisano tendida en las casas de campo. Comían fruta, mazorcas de maíz, hierbas, setas. ¿Cómo saber si las setas eran buenas o venenosas? Frotándolas con una moneda. Si la moneda se ponía negra es que eran venenosas. Pero el hambre acuciaba y no había moneda. El navarro y el checo comieron setas venenosas. Al recobrar el conocimiento, entre vómitos, los fugados se encontraron delante a los guardias suizos, que los entregaron a los SS. Fue un verdadero milagro que los libraran del patíbulo y de la intoxicación. No los mataron porque fue una experiencia válida para los SS: una evasión fallida.
He visto algo increíble: romperse dos veces la cuerda del ahorcado. Era un Prominenten, un privilegiado de oficinas o cocinas, un enchufado, un tipo corpulento llamado Bonarewitz, un criminal, un preso común de triángulo verde. Consiguió esconderse en el camión de la ropa y salió del recinto amurallado. Los centinelas vigilaban cada cuatro metros. Más o menos cada veinticinco metros había emplazada una ametralladora. La primera línea de defensa se situaba a diez metros de la alambrada de alta tensión; quince metros más allá se abría otra línea de máquinas pesadas; y a otros trescientos metros, el cinturón de perros policías junto a las torres de vigilancia. A los perros los entrenaban con ropa de presos; acostumbraban su olfato al olor de los deportados y sus pijamas rayados. Al desaparecer un preso sonaba la sirena. Más allá del recinto, un dispositivo de alarma se ponía en marcha en un radio de acción de cien kilómetros.
Las órdenes de busca y captura se daban por radio. Para los alemanes, tan minuciosos en su sistema de seguridad, la fuga de un prisionero representaba una humillación, el orgullo herido, un reto difícil de soportar. Además corrían el peligro de que los fugados contaran al mundo lo que pasaba dentro. Su caza y captura era un ejercicio patriótico. La circulación rodada se cortaba a cinco kilómetros del campo. Las órdenes eran de abrir fuego contra cualquier sospechoso. El margen de maniobra era muy estrecho: desde que se hacía el último recuento a las nueve de la noche hasta las cinco de la madrugada en que se pasaba lista de nuevo. Tres eran los recuentos: el del alba, el del mediodía y el de la noche.
Los mejor preparados para la fuga éramos los españoles de la brigada de carga y descarga, los encargados de desactivar y retirar las bombas de la aviación aliada que no estallaban. Nos llamaban «el comando de las bombas». Nos llevaban en camiones a las zonas bombardeadas.
El preso común Bonarewitz tuvo mucha suerte al lograr esconderse en el camión de la lavandería que lo sacó al exterior. Poco tiempo disfrutó de la libertad. Al no responder en el recuento, el mecanismo de alarma entró en funcionamiento, sonaron campanazos, silbatos, ladridos de perros, histéricas voces de mando. Los perros husmearon en su litera, se hicieron al olor del evadido. Dieron con él a pocos metros de distancia del lugar en que se detuvo el camión.
Cuando nos llamaron para formar en el centro de la plaza supimos que habían cazado al triángulo verde. Ahora llegaba el espectáculo del ahorcamiento. Arriba, junto a las dos torres de granito, al arco de entrada y al águila prusiana de cobre, estaban colocados los mandos de las SS, con sus prismáticos para no perderse detalle. Al frente de ellos, el comandante Franz Ziereis, carpintero de oficio, alias el Pavero, acompañado de su perro dogo Lord. La orquesta de cíngaros amenizó la espera con melodías como J’attiendrais toujours (Te esperaré siempre). Al condenado lo llevaban en un carretón del crematorio, «la carroza» lo llamábamos, tirado por dos presos. A sus espaldas, en una especie de catafalco de madera colgaban letreros llenos de insultos y una frase en la que el delincuente alemán reconocía su crimen: «Me envían a la horca porque he intentado evadirme. No volveré a hacerlo». El cortejo era una burla, una chirigota de presos disfrazados y gestos de carnaval. La orquesta atacó nuevas melodías con violines y acordeones, entre ellas Los dos amigos. Los verdugos probaban mientras tanto el nudo corredizo y la trampa. De haber dispuesto los nazis de televisión, esta ceremonia la habrían transmitido en directo. El jefe de los trescientos kapos, un austríaco llamado Keeler y apodado King Kong por su corpulencia, hizo que el condenado, sin ninguna muestra de queja en su rostro, subiera desde el carromato al cadalso. Se regodeaban en la ceremonia. Nadie parecía tener prisa. Las órdenes de los organizadores, los SS, eran que todo discurriera con calma para que se nos quedaran grabadas en la memoria las consecuencias de un acto tan insensato.
Se hizo el silencio en la plaza. El condenado se puso la soga en torno al cuello. Los verdugos accionaron la palanca y se abrió la plataforma. Cayó el preso. Ya lo celebraba la oficialidad con sus catalejos en dirección al cadalso cuando la cuerda se rompió o se soltó y el condenado cayó al suelo. Después de unos segundos de estupor rompimos a gritar, hasta que por medio de golpes y recriminaciones nos redujeron de nuevo al silencio.
¿Qué decisión tomarían los jefes? Según las leyes alemanas, si la soga se rompía, si fallaba algún mecanismo en el cadalso, se le debía perdonar la vida al preso. Según esas mismas leyes, un animal nunca debía ser sacrificado en presencia de otros animales. Las reglas se cumplían con los animales, pero nunca con los sub-hombres que éramos nosotros. El castigo debía ser ejemplar, coral y público.
Como el presidente de una corrida de toros, el comandante Ziereis ordenó que se diera la puntilla al preso. Se colocó otra soga sobre el patíbulo. La habían tensado y probado una y otra vez con tirones bruscos. Parecía sólida, resistente. Otra vez accionó el verdugo el resorte que abría la trampa. La soga se soltó y el cuerpo cayó como un fardo. Unos breves momentos de desconcierto sucedieron al coro de risas y aplausos. Otra vez había fallado la infalible técnica alemana. El preso, envalentonado, como tocado por un sortilegio que le libraba de la muerte, quién sabe si por una intervención divina, dio un paso hacia el público y se puso a hablarnos sobre la fraternidad entre los hombres. «Amaos los unos a los otros». La atmósfera era eléctrica.
Ahora el capitán Bachmayer, enfurecido, abandonó la tribuna y se dirigió hacia el patíbulo. «Esta vez no te librarás, bribón —chillaba—, dejabas la cuerda floja. Yo mismo te colocaré la soga al cuello». Así lo hizo: templó la cuerda, la amarró al cuello y comprobó que estuviera tensa. El capitán puso los brazos en jarras y ordenó a King Kong que soltara la trampilla de la horca. El energúmeno tiró del resorte. Se interrumpió la música. A la tercera fue la vencida. Los mandos de las SS aplaudieron aliviados. Su justicia, de la que nadie escapaba, se había cumplido después de algunas dudas.
Era ya de noche cuando nos hicieron desfilar ante el ahorcado bajo aquellos reflectores que proyectaban sombras chinescas sobre el campo. El «triángulo verde», que nos dio una lección de dignidad ante la muerte, tenía los ojos fuera de las órbitas. El viento hacía balancear su cuerpo. Poco después, el condenado se evaporaba en humo.
Al día siguiente llegó un cargamento de deportados judíos. El programa: toallas y jabón: la ducha. Yo dudé de que llegaran a producir jabón con los cadáveres porque nuestros cuerpos hacía años que perdieron cualquier asomo de grasa. La sala de duchas, la cámara de gas, brillaba de puro limpia. Ponían arpilleras encima para que nadie manchara el suelo, de un reluciente color marrón. Las paredes eran amarillas. Todo limpio como una patena. Los judíos entraban como corderos al matadero, sin sospecha. Los formaban en filas de cien. Los nuevos que entraban nunca sabrían qué había ocurrido con los que les precedieron. Iban a la muerte sin saberlo, en cueros, con su toalla y su pastilla de jabón. Usaron el agua, el jabón, pero nunca la toalla. El gas se colaba mientras se enjabonaban. Los guardianes observaban la escena desde las mirillas y los ojos de buey. Todo era aséptico: una ración de pesticida Zyklon B, de ácido prúsico, a través de la perilla de las duchas. Se abrían las compuertas y retiraban los cadáveres para trasladarlos al horno crematorio. Ni siquiera nosotros lo supimos, al menos en un primer momento.
Por la noche, cuando los incinerados eran muchos, las llamaradas de las chimeneas se elevaban con un ruido como un rugido por encima de los diez metros. El arco iris de la muerte: rojo, naranja, verde, violeta, azul… colores que bajaban y subían según la intensidad de la cremación. Me tomaba el pulso para comprobar cuánto duraba cada quema. El géiser terminaba en bola de fuego. De una vez metían ocho cadáveres en el horno, doscientos cuarenta por hora. A veces nos obligaban a destriparlos. Las cenizas las recogían en tinteros de cristal. Los colocaban sobre una repisa en siete hileras de números etiquetados. «Cuando no están delante los SS, ni siquiera guardamos las cenizas ni las etiquetas ni los números», me contó uno de los cabos de vara. Por eso nadie sabrá nunca el número exacto de los gaseados.
La Secretaría Política del Campo enviaba una nota de pésame a la familia: «Cuando llegó, mostraba graves síntomas de agotamiento. Se quejaba de fuertes dolores en el pecho. Pese a haberle administrado las más estrictas atenciones médicas, no ha sido posible salvar su vida. Ha muerto sin manifestar su última voluntad. Le expreso mis condolencias por la dolorosa pérdida. Le será expedido un certificado de defunción, previo abono de la suma de 0,72 marcos al Stadesamt de Mauthausen. Firmado y rubricado el jefe de la Oficina Política K. Schulz». Cordialmente suyo, Adolf Hitler.
Los nazis odiaban con toda su alma a los soviéticos. Los primeros prisioneros rusos llegaron después de la invasión de la URSS por las tropas alemanas. Les cosieron un triángulo rojo y la R de ruski. Eran gente inquieta, algo bronca, dispuesta a todo. Nada había en ellos de la resignación de los judíos.
—Antón, Rubio: queremos charlar un rato —te decían—. Sabemos que llevas tiempo aquí, ¿qué sabes de la vigilancia, de la rutina del campo?
—¿Es que queréis fugaros? Aquí no hay escapatoria. Ni siquiera lo intentamos. Es misión perdida. Sólo los locos, los desesperados lo intentan. Nosotros los españoles tenemos más temple, más experiencia. Ni lo abordamos. Lo mejor es sufrir en silencio: esperad. Cada día que te levantas vivo es una victoria. Si no caes en el primer círculo, caes en el segundo o en el tercero.
—Pero la nieve, la borrasca —contraatacaban—, pueden ser nuestras aliadas. Nosotros vivimos en la nieve.
—Lo peor es el miedo al miedo. No os hagáis los héroes —insistía—; aquí no tiene sentido. Se resiste de otra manera.
Los rusos nunca quedaban satisfechos de mis explicaciones. Querían conocer cada detalle sobre la seguridad del campo, la dirección del haz de los focos, las costumbres de los centinelas, el número de soldados de las torres de observación, las entradas y salidas, y los turnos de guardia.
«Vamos a abrir brecha por las alambradas con las colchonetas por delante». «Imposible —respondía—, os electrocutaréis todos». Les señalaba las torres, los pozos de ametralladoras. «Os abrasarán a tiros. Yo he meditado durante miles de horas. Son cien kilómetros imposibles de vencer. Nadie os tenderá una mano. Que no os pierda la impaciencia. Esperad».
Muchos de ellos se lanzaron sobre las alambradas y cayeron en la nieve, achicharrados. Creyeron que en las situaciones difíciles y sin esperanza, los planes más seguros son los más audaces. Al menos en Mauthausen se equivocaban. El 2 de febrero de 1945, cuando faltaban tres meses para la liberación, los rusos arriesgaron una huida en masa, a la desesperada, típica de su arrojo y de su desprecio por la vida. Era una noche de luna llena, clara, de brisa ligera. Escalaron el muro y pasaron del lado de los libres, de los vivos. Eran unos quinientos oficiales del ejército rojo: los últimos supervivientes de los cuatro mil setecientos oficiales enviados a Mauthausen por una orden secreta del mariscal Keitel. Los confinaron en un bloque especial, los diezmaron con raciones microscópicas de comida y los apalearon con toda brutalidad para arrebatarles las últimas ganas de vivir. La sopa que les servían tenía doble o triple ración de sal, lo que les provocaba una sed espantosa. Todos ellos figuraban en la lista negra del mariscal Keitel, el mismo que firmó la rendición alemana y fue colgado en Nuremberg.
Con la audacia de los desesperados, atacaron con piedras y palos las torres de vigilancia. De los quinientos, unos cuatrocientos lograron abrirse paso hacia el pueblo, que despertó sobresaltado. Tenían a los muertos vivientes en sus cocinas, en sus alcobas, en sus graneros. Al día siguiente los SS detuvieron a trescientos. Los devolvieron al campo, muertos, en carretas tiradas por caballos.
Los evadidos rusos no hicieron ningún mal en el pueblo; no tocaron un pelo a nadie. Sólo pedían refugio y un mendrugo de pan. Se libraron dos fugitivos. Uno de ellos logró alcanzar las líneas del ejército soviético en Checoslovaquia. El resto murieron bajo las balas o ensartados con horcas o segado el cuello con los hocinos de los campesinos del pueblo. La fuga de los prisioneros rusos puso a los ciudadanos del pueblo de Mauthausen frente a una realidad ante la que no podían cerrar los ojos. Unos reaccionaron con pánico a pesar de la actitud inofensiva de los fugados. Otros, como meros espectadores, con la indiferencia habitual; unos pocos, con piedad; otros, con saña. Fueron los que se sumaron con mucho gusto a la escabechina.
Por noticias que nos llegaron al campo a los prisioneros, los sacaron en camiones de la plaza pública y los llevaron al campo de fútbol para fusilarlos. Su estado de debilidad era tal que tuvieron que ayudarlos a subir a la caja del camión. A las personas que pidieron compasión para los evadidos, las SS respondieron con amenazas: «Si pedís clemencia, os llevaremos con ellos». Los ciudadanos de Mauthausen podían saber, o al menos imaginarse, lo que ocurría en el interior del campo. Ahora se encontraron con la posibilidad de asistir a un espectáculo gratuito: las ejecuciones por fusilamiento. A los muertos los ataban uno a uno con una cadena, de la que tiraban los percherones.
Los de la milicia local y las Juventudes Hitlerianas armaron a los civiles voluntarios y los invitaron a tomar parte en la cacería. Para muchos fue el bautismo de fuego contra seres humanos. De nada valió que los rusos —vestidos de harapos, con trozos de papel o de mantas en los pies en lugar de botas— se arrodillaran ante sus verdugos para pedir clemencia. Los remataron a tiros. Luego, mientras su mujer les servía una sopa caliente en el calor del hogar, el verdugo pregonaba su valentía. Las autoridades aplaudieron el «patriotismo» de los civiles armados. Hasta se abrió un campeonato entre ellos para dilucidar quién había liquidado a más rusos.
Fue un día de frío glacial. La nieve, sucia, se fundía en las calles. De nuevo se mezclaron la sangre y la nieve en el deshielo. La consigna fue: «Que no quede uno solo vivo. Son criminales muy peligrosos». Sonaban disparos por todas partes. «Traedlos aquí —pidió la hija de un carnicero—, los colgaremos de los ganchos para los terneros». A los jóvenes hitlerianos que mataron más rusos los condecoraron en la sede de la organización. A la operación de «limpieza» la bautizaron con el nombre de «Caza del conejo». Lo que no podíamos comprender es que esta borrachera de sangre estallara justo cuando los ejércitos aliados se encontraban ya cerca de Mauthausen. Quizá lo hicieron por eso. Tan sólo una mujer se atrevió a dar cobijo a un prisionero, al que ocultó en su casa y más tarde en una carreta de heno. Aquel desafío a la muerte de los quinientos oficiales del ejército soviético nos demostró, por la ferocidad de algunos de los habitantes de Mauthausen, que estábamos más seguros dentro del campo por muchas penalidades que pasáramos en él.
Un cabo furriel se hizo tristemente famoso por su crueldad. Era «el cabo de la muerte». Arrebataba el cazo que le tendían los deportados judíos. Yo no sé si trataba de que reaccionaran, que protestaran, que se rebelaran. Pero no se bamboleaban al andar, no decían nada, no gritaban ni siquiera en el estertor de la muerte. Los judíos no estaban preparados para el Holocausto. Nadie lo estaba. El cabo furriel era pequeño de estatura, de rostro satánico, delgado y cargado de hombros. Era capaz de romper hasta cincuenta varas en la cabeza de los presos. Las varas tenían un metro de largo y un grosor de entre uno y dos centímetros.
Primero nos escupía a la cara; después descargaba los varillazos en la cabeza. Era un triángulo verde, un delincuente común condenado por robar pisos. Físicamente no era gran cosa, pero tenía un vozarrón que retumbaba en la cantera. A veces, con sus bufonadas y sus sadismos, hacía reír a los SS. Faterba, como le llamábamos, terminó en el crematorio. Enseñaba a quien quisiera escuchar la técnica para reventar pisos. Creó un plato especial: rábanos con vetas de madera.
En el campo se daban tan sólo dos categorías de gente: los muertos y los vivos. Los presos de más de cincuenta años estaban condenados al crematorio. Perdían sus fuerzas poco a poco.
Había un experto en castraciones, un funcionario para los experimentos científicos y médicos de los nazis. Llegó a capar a seis presos de la barraca 11. Le pregunté un día: «Cuando nos hayas castrado a todos, ¿quién trabajará para daros de comer, para arrancaros piedras de la cantera, para construir carreteras, para hacer ricos a los SS?». «Tendremos esclavos castrados, como en Grecia», respondía.