6. A orillas del Danubio

6. A orillas del Danubio

Era una hermosa región de iglesias, castillos, granjas y canteras de granito, de suaves colinas festoneadas, de prados y abetos, a ciento cuarenta y seis kilómetros de Viena y a veinticuatro kilómetros de Linz, la ciudad de Hitler, a la que en su testamento escrito en el bunker de Berlín regaló su colección de arte. Es donde, según su arquitecto, Albert Speer, le hubiera gustado morir. Un lugar verde a orillas del Danubio, de paisajes serenos, bucólicos, de frondosos bosques llenos de ciervos y jabalíes, constelado ahora de garitas con centinelas, fortines y casamatas. El sitio más inapropiado para organizar un infierno. Los guardianes cuidaban que ni un solo papel ni una colilla estropeara la visión del campo. Todos los sábados nos hacían lavar los barracones con sosa cáustica. La presencia de la muerte —lenta o rápida—, la cámara de gas, la cantera con aquel granito tan difícil de labrar a golpe de martillo y cincel, los malos tratos, el hambre, los cadáveres ambulantes vestidos a rayas no casaban con aquella obsesión de los SS por la asepsia, la pulcritud, los constantes fregoteos y baldeos, la pintura de los barracones.

Los domingos se celebraban partidos de fútbol, combates de boxeo y hasta obras de teatro. Como si todo eso fuera compatible con los miles de muertos, con las torturas, el rayo de luz de la normalidad, un gol, un muerto, un gol, un muerto. Los delanteros españoles, uno de ellos zaragozano, le hicieron seis goles a la selección nacional de las SS. Se traficaba con todo lo imaginable, hasta con los triángulos. El más cotizado era el triángulo verde, el de los criminales: era un color que imponía el respeto automático.

¿Qué ocurría a cinco kilómetros de nosotros, en el centro del pueblo de Mauthausen, lejos de las alambradas, de las torres de observación, de las explosiones de la dinamita en la cantera, entre sus dos mil habitantes, casi todos ellos católicos? Nada; la vida seguía su curso con normalidad. Callaban y otorgaban. Habían entregado el alma y la conciencia a Hitler y a los astrólogos que inspiraban sus pasos.

Las camas debían estar bien hechas, sin un pliegue. Una arruga y el guardián de las SS descargaba su látigo sobre cualquiera de nosotros. Con una tabla planchábamos las mantas y la funda a cuadros, para que la superficie quedara lisa, sin arrugas. Llegaba el sargento de las SS para la revisión de camas. Si descubría alguna desnivelada, llamaba al responsable. El preso se cuadraba de un taconazo y se hacía la estatua. «¡A sus órdenes!». «Cerdo, estúpido, cubo de mierda, ¡schweinehund!, cochino perro». Le llovían los zurriagazos. Deshacía la cama con rabia y recibía la paliza de rigor.

Nuestro kapo era muy torpe para robar. Hablaba un buen español. «Rojo, criminal: ¿has matado a mucha gente?», me preguntaba el muy bruto. Los polacos, los centroeuropeos podían comunicar entre sí, los rusos o los judíos, no. Entre los judíos que llegaron a Mauthausen había dos que combatieron a nuestro lado con las Brigadas Internacionales en la zona republicana. Nada más llegar les aconsejé: «Haceros pasar por españoles. Os irá mejor». Cuando los llamaron para identificarlos, pidieron a «Enriquito», el intérprete de castellano, idioma que hablaban con fluidez. «Somos andaluces», dijeron. Eso los salvó. Los SS nunca descubrieron la bendita superchería. En un lugar en el que las paredes oían, los andaluces lograron pasar todas las pruebas. Nunca dirigieron una mirada o una palabra a un judío. Tenían el cuidado de hablar siempre en español, hasta en sueños. A los que llegaron con ellos al campo de concentración los vieron morir uno por uno en dos semanas. Los judíos nunca duraban con vida más de un mes.

Estos cambios de identidad salvaron a unos cuantos. Los guardianes tenían el oído fino, vigilaban con sus prismáticos cada gesto y recompensaban a los soplones. Se delataba mucho. Los dos judíos andaluces tuvieron que imitar bajo nuestra dirección los gestos, el acento y hasta el gracejo y la alegría que se supone que adornan el carácter de los andaluces.

Yo pude enseñarles el código de la supervivencia, el arte de pasar inadvertidos.

«La gente muere por buscar más comida. Aguantad. Nunca saquéis de sus casillas al kapo, al jefe del barracón. No os delatéis. Aquí se junta todo: la idea fija de la venganza, la locura, la bestialidad como válvula de escape, la comida escasa, el agua pestilente, el trabajo inhumano en la cantera del granito —de dieciocho horas algunos días—, los diez, veinte y hasta los treinta grados bajo cero… Cuando claree el día, descubriréis los muertos congelados, momificados sobre la costra de hielo. Desconfiad de todo el mundo. Al más pequeño fallo, el SS te deja tres días a la intemperie y te riega con la manguera: “¡Afuera, cubo de mierda!” Debéis transformaros en autómatas. Nunca una salida de tono, ni siquiera un parpadeo. Nunca sabes cómo los SS pueden interpretar un “tic” a destiempo».

Los presos rusos traían piojos y ladillas, que en pocas horas invadían por completo el barracón. Los guardianes hacían que nos desnudáramos, desinfectaban el bloque y lo sellaban con tela plástica. Una de las veces me encargaron la tarea de desinfectar la barraca. Me entregaron unas latas de metal de unos veinte centímetros y de color amarillo. Fueron momentos de angustia llenos de aprehensión. Tiré de una anilla y se abrió la cubierta del bote. Contuve la respiración. Empezó a salir un humo amarillento. Corrí hacia el exterior, desnudo. Amanecí en el garaje en cueros y temblando. Vivo.

La única libertad era el suicidio. Los más débiles buscaban una muerte rápida sobre las alambradas electrificadas. Quedaban allí colgados, electrocutados. Otros preferían colgarse de lo que fuera, del techo, de las duchas, de los retretes, de los grifos, de las llaves de la calefacción. El peor momento era el que precedía al toque de queda. Yo tenía una correa de dos hebillas. Se la quité al cadáver de un «Mussolini». Los suicidas me la pedían prestada para ahorcarse. Se subían al banquillo, se ajustaban el cinturón italiano, un golpe misericordioso al banquillo y adiós a la vida. Yo descolgaba a los muertos, les devolvía la lengua a la boca, les cerraba los ojos y recuperaba la correa.

—¿Por qué lo haces? Resiste, pronto llegarán los rusos o los norteamericanos y nos sacarán de aquí —les decía yo esperanzado.

—No puedo más, Rubio. Esto se ha terminado para mí. Me compensa más la muerte que esta vida. Si sales vivo, diles a mi mujer y a mis hijos cómo he muerto, que mi último pensamiento ha sido para ellos. No les ahorres detalles. Quiero que lo sepan.

A veces los desesperados discutían sobre cuál era la muerte mejor, menos dolorosa, más expeditiva. En general preferían la alambrada eléctrica. Antes de lanzarse sobre ella nos pedían la última voluntad.

Rubio —me llamaban—, Rubio, ¿no te queda una colilla? Déjame al menos una chupada.

Así se despedían del mundo, de aquel «molino de huesos» —como los españoles llamábamos a Mauthausen—: con una calada. Era lo máximo a que podían aspirar, la última nube de humo en los pulmones. El tabaco era un lujo, el mejor remedio contra la ansiedad. Cuando pienso que ahora prohíben fumar en los aviones y en los restaurantes… Para nosotros una colilla era media vida.

Pronto adivinabas quién era el próximo candidato a la alambrada o al ahorcamiento o al barranco del «Muro de los Paracaidistas». Perdían la última defensa, el instinto de conservación. Se les ponían ojos de animal acorralado, se encerraban en sí mismos.

En la cantera conocí a un judío que, según dijeron, era uno de los hombres más ricos de Alemania. Había sido un Prominenten (privilegiado) de la barraca 12. Un privilegiado porque llegó solo. Tendría unos cuarenta años, aunque parecía algo más joven. Era muy alto —1,90 por lo menos—, bien proporcionado, sin un gramo de grasa, de aspecto agradable y manos de multimillonario. Le vistieron con el traje a rayas, con la estrella amarilla de David.

«Sólo saldrás cuando hagas testamento a nuestro favor —le dijeron los SS—. Perderás tu fortuna, pero saldrás vivo y podrás hacerte rico otra vez». No sé bien cuál era el fondo de la cuestión. Debía tener parte de su dinero en Suiza. Los judíos nos hicieron llegar un aviso: «No queremos que muera. Tiene que salvarse como sea. Es muy importante para nosotros».

Los alemanes lo auscultaban todo, las menores reacciones del judío. Hasta tomaban apuntes sobre su conducta. Hablaba un montón de idiomas. Era un pez gordo. Los judíos insistieron cerca de nosotros, los veteranos: «Debéis buscar alguna recomendación para salvarle». «Nada, no se puede hacer nada —respondía yo—. La única solución es que sobreviva hasta que termine la guerra. Si firma, lo matan. Habrán conseguido lo que quieren. Que no firme. Muerto no les sirve de nada. Mientras no ceda lo cuidarán para que nada le ocurra».

Pasaron los días. «¿Cómo lo encuentras?», me preguntaban.

—Mal, lo veo mal. Se viene abajo. No resistirá la prueba. Necesita un temple de acero. Tiene que amenazarles con matarse. Todo depende de su temperamento.

Una tarde el judío rico vino a verme.

—Español: aconséjame. Tú llevas aquí varios años. ¿Qué debo hacer?

—No firmes. Será tu sentencia de muerte; no verás otro sol ni otra luna. Tienes que ser más fuerte que ellos. En este pulso te juegas la vida. Llégate a ochenta metros de la alambrada. Haz incluso que te disparen un tiro a las piernas. Te curarán. Vas a sufrir, pero es el último remedio.

A la mañana siguiente le hicieron correr a paso ligero. Luego lo trasladaron hasta el fondo de la cantera. Dos guardias cargaron sobre sus espaldas una piedra de unos cincuenta kilos. El judío, debilitado, no pudo sujetar el bloque de granito. Se tambaleó, gritó, arrojó la piedra al suelo, recibió una descarga de latigazos. Lo situaron en el primer peldaño de la escalera, volvieron a cargar la piedra sobre sus espaldas para que emprendiera la subida a los ciento ochenta y seis escalones.

Mis hombros, mi espalda, sabían muy bien lo que era ese ejercicio. Durante semanas hice unos veinticinco viajes diarios con la piedra a la espalda de abajo arriba. Me mordía los labios, lloraba por el esfuerzo y me temblaban las piernas. En ocasiones, el guardián hacía la vista gorda y algún español de la cantera me echaba una mano.

El judío arrojó la piedra al tercer día, se sacudió el polvo y pidió un cigarrillo. Se lo dieron. Firmó. «Esta noche —dijo un español a mi lado— irá al cielo o al infierno; quién sabe. Por cierto: ¿tienen ellos un cielo y un infierno?», preguntó de pronto.

Más tarde lo vimos llegar acompañado de varios oficiales, entre ellos un teniente de muy mala fama, un desalmado, un sanguinario Drácula con su capa negra ondeando al viento. Era el vigilante de los presos durante el trabajo en la cantera, delgado y alto, atezado de piel. Tenía unos ojos raros, la pupila negra, con círculos de color ladrillo alrededor. «El diablo» lo llamábamos. La esclavina la llevaba sobrepuesta a una capa negra. Vimos cómo el grupo se acercaba al borde de la cantera. Uno de los oficiales le propinó una patada en los riñones. Cayó al vacío. El cuerpo retumbó al caer al fondo. Entonces ocurrió algo increíble. El judío se incorporó, se sacudió el polvo. Era un milagro, se levantó tambaleante pero vivo. El teniente ordenó que lo subieran de nuevo. Otra vez los ciento ochenta y seis peldaños, otra vez la orilla del abismo, otra patada y el cuerpo cayó. Esta vez se le quebraron todos los huesos, reventó el cuerpo. Lo subieron en parihuelas. Era una masa informe.

Creo que a Juan, un obispo polaco, le intrigaba mi forma de ser.

Rubio, ¿cuántos curas has matado en la guerra de España? —me preguntaba el obispo en nuestra barraca, que por entonces era la 7, picado por la curiosidad.

—Ninguno, no he matado a ningún cura.

—Entonces ¿qué haces aquí?, ¿por qué te han encerrado en Mauthausen?

El obispo llevaba una P de Polonia cosida en el pecho y un triángulo rojo. Llegamos a tener algunos roces. Trabajaba a mi lado en la cantera. Debía pasarme los bloques para que yo fabricara adoquines.

—¿Qué buscas? ¿Qué quieres? ¿Acaso me persigues por unos curas a los que no he matado? —le pregunté—. Por muy obispo que seas te dejo sin dientes de un golpe.

—No busco pelea. Vengo en son de paz. Te ofrezco medio cigarrillo.

—No puedo pagártelo.

—Te lo regalo.

Su voz era gruesa, la de un recio campesino polaco; hablaba cuatro idiomas, incluido el español.

—Ustedes nunca dan nada por nada —dije para explorar el terreno.

—Eres muy joven para responder con tanta seguridad, español. No debes de tener más de dieciocho o diecinueve años…

—Sí, pero estoy donde están los mayores. Y vivo.

Fumaba los cigarrillos en una boquilla que parecía de nácar.

—Quiero ser tu amigo —dijo—. Tengo tabaco.

—Pero yo no me vendo por un cigarrillo. Desprecio el dinero.

—Quiero charlar contigo, que me enseñes a cantar jotas.

Era mejor así. En general los polacos nos odiaban a los «rojos» españoles. Eran demasiado católicos. Habíamos quemado conventos y asesinado monjas y frailes. Tenían la lengua muy larga. Yo los miraba con recelo. Eran vengativos sin razón, atravesados. Rechazaba el contacto con ellos. Más tarde, en la fábrica de Viena, un polaco se acercó a mí.

—Soy Bor —dijo y me tendió la mano.

Sospechaba sus intenciones. No dije nada. Me quedé como estaba, con las manos en los bolsillos.

—¿Por qué te comportas así? —preguntó intrigado.

—Sé quién eres —dije.

—Imposible —repuso.

—Lo sé a ciencia cierta. Conozco a los polacos.

—¿Nunca te equivocas? Me confundes con alguien.

Tres días más tarde era sábado, día de descanso. El polaco vino de nuevo hacia mí y me ofreció medio cigarrillo. No acepté. Al sábado siguiente apareció con la misma propuesta: un rato de conversación a cambio de medio pitillo.

—No basta; quiero un cigarrillo —regateé.

—No, medio.

—Ahora tienen que ser dos cigarrillos.

—No —se cerró en banda.

—Pues tendrán que ser tres.

Meditó. Sacó tres cigarrillos de la faltriquera y me los tendió.

—¿Qué es lo que quieres? —pregunté.

—Que me enseñes el español.

—Eso cuesta por lo menos un cartón de tabaco. Es el precio para un polaco.

—Eres muy raro —me dijo.

—¿Por qué?

—Porque eres distinto a los demás.

—Nos llevamos poco.

Un maño y un polaco, a cual más testarudo.

En el campo de Mauthausen, el guardián número 7 era el más salvaje de todos. Se llamaba Unek: un gorila que vestía pantalones y camisa, de largos brazos, nervudos, algo encorvado. Era el número 1 de los asesinos, un kapo de triángulo rosa, el de los homosexuales que formaban un grupo de una quincena, vivían en parejas y se llevaban muy bien. Los observé durante meses. No se escondían, se besaban en público, se revolcaban sin ningún pudor. Eran buena gente por lo general. Unek me preguntó por qué odiaba a los polacos, al obispo de la cantera en concreto.

—Quiere ser superior a mí, quiere ganarme, quiere que baje la cerviz, quiere verme vencido —expliqué.

El obispo Juan y yo zanjamos nuestras diferencias porque un día me acerqué a él:

—Escúchame con atención —le dije—. Es muy posible que ni tú ni yo salgamos vivos de aquí. Si yo te dijera que los que se alzaron contra la República fueron los curas, los militares de derechas y los banqueros, ¿qué me dirías?

—Que la verdad no habla por tu boca.

—Estos mismos alemanes que ves aquí, que envían a los judíos a las cámaras de gas, son los mismos que nosotros combatimos en España. ¿Estás acaso con ellos?

—No, desde luego.

—Si fueras un hombre que no ha viajado, que no ha estudiado, que no sabe idiomas, un analfabeto que no lee libros, podrías tener disculpa. Eres un pollino, obispo. ¿Es que no sabes distinguir entre víctimas y verdugos? La Santa Madre Iglesia lo ha dicho —añadí—: ni sois santos ni madera de nadie. Repasa la historia, obispo: la Inquisición, Galileo, la hoguera para los infieles. ¿Qué lecciones puedes darme?

—Pues te quedas sin cigarrillos…

A partir de aquellas conversaciones descubrí que la piedra que me pasaban del otro lado era enorme, cada vez más grande, mal cortada, llena de aristas. Me acordé del Quijote: «Con la Iglesia has topado, Antonio». El cabo de vara, aliado del obispo, vigilaba mi trabajo. Las piedras que me pasaba eran de tercera categoría. Unek, la tomó conmigo.

—Estos adoquines no sirven. Vuelve a empezar —ordenaba.

—Con una piedra de tercera categoría mal puedo fabricar adoquines de primera.

El cabo de vara, que recibía su ración de cigarrillos de manos del obispo, martilleó la piedra sin resultado.

—¿Ve? Tampoco usted puede. ¿Cuánto le ha dado el polaco? ¿Cuántos cigarrillos a cambio de hacerme la vida imposible? Ordene a su polaco que me pase buen material; de lo contrario avisaré al civil, al maestro cantero, y haré huelga de brazos caídos.

A partir de un número determinado de adoquines los maestros canteros alemanes cobraban un sobresueldo. Mi cupo eran trescientos adoquines. Me dirigí al maestro cantero:

—Si me pasan una piedra en condiciones, tendrá cuatrocientos adoquines.

El cantero abrió los ojos con incredulidad. No sabía que esos cuatrocientos adoquines los podría cortar yo en pocas horas. El maestro cantero pidió que me pasaran piedra azul. Hice los cuatrocientos adoquines prometidos. Se emborrachó muchas veces a costa de mi plusvalía.

—¿Podrás aguantar este ritmo, España? —preguntó.

—Desde luego; pero necesito piedra azul y dos cigarrillos del cabo: uno por la mañana y otro por la noche.

Yo conseguí pasar a la cantera a un paisano de Monzón. Se apellidaba Bajen. Mi cabo de vara era simpático. «Soterba —le dije—: voy a enseñarle a hacer doscientos cincuenta adoquines; le ayudaré». Lo reclamó, pero no era muy hábil. Salvó la vida. El cabo era muy pequeño y con voz de trueno. Los SS se morían de risa con él y le encargaban la voz de marcha.

El obispo llegó a atesorar quinientos, mil cigarrillos. Los polacos, los judíos, recibían dinero. Los españoles, nada; ni un duro. En tiempos de escasez, un pitillo equivalía a un pan. Los familiares enviaban dinero (cantina) y compraban tabaco, que era moneda de cambio. Daba poder. Con eso se conseguía todo: zapatos, ropa, un maricón joven, un buen destino.

Era un misterio dónde escondían los cartones de tabaco. Me empeñé en desentrañar el enigma y lo conseguí. Se habían conchavado con los empleados de la limpieza de los domingos y lo guardaban dentro de los jergones de paja. Descubrí al obispo con las manos en la masa. Dormía en la litera de abajo.

—Ahora será un paquete, obispo. Y no te molestaré más ni te denunciaré a los guardianes.

Así fue como capitularon los polskis. A los dieciocho meses se dio por vencido. «Eres el mismísimo demonio», me dijo. Al fin nos hicimos amigos. Le enseñé a cantar jotas. ¿Se imagina a un obispo polaco en un campo de exterminio cantando jotas?

Cuatro leones tenías,

antiguo puente de piedra,

cuatro leones tenías,

si reviviera el tío Jorge,

de pena se moriría.

El obispo tenía mal oído. Yo aproveché para rebajarle los humos. En tres meses no aprendió una sola estrofa. Desafinaba.

—¿Cómo has podido llegar a obispo? ¿Cómo has podido aprender a cantar misa? Eres un torpe, obispo.

Tampoco conseguí que aprendiera una canción italiana, «Como hoja seca movida por el viento».