5. Triángulo azul, número 3422
Pronto descubrí cómo se las gastaban en el campo de exterminio. A poco de llegar a Mauthausen robé del almacén cuatro paquetes de grasa de margarina, los guardé en una draga, una especie de caja-camilla, y los repartí entre los prisioneros. Era sangre para el cuerpo. Elegí a los más flacos entre los deportados de la barraca 11, de los cuales tres eran españoles. Yo estuve en la 17, la 11, la 6 y la 7, y repartí los paquetes entre ellos. Era un crimen lo bastante grave como para que me condenaran a muerte. En esas estábamos cuando —Achtung! (Atención) ¡Firmes!— apareció en persona el subcomandante del campo, el capitán Georg Bachmayer, jefe del Departamento de Custodia de los detenidos, alias el Negro. La margarina cayó sobre el piso de madera. Miró al suelo, giró, sobre sus talones y preguntó:
—¿De dónde has sacado esto?
Al jefe del barracón se le puso la cara del color de la greda:
—No lo sé, mi capitán.
A los alemanes no les gusta nada la mentira, la aborrecen. Yo creo que es menos peligroso confesar la verdad que ocultarla. Ellos mismos lo decían: la verdad por encima de todo; la mentira es un crimen. Llamaron a diez presos de cada nacionalidad; checos, polacos, italianos, judíos, españoles…
—Soy yo el que ha robado la margarina —confesé para evitar males generales.
El kapo, el cabo de vara, que era de la quinta de los veteranos de 1938, llamada de los «Socios fumadores», se puso en jarras. Tenía la voz áspera y el látigo en la mano. Estaba impaciente por entrar en acción; se daba suaves golpes de vergajo en las polainas como el tigre que mueve la cola. El látigo tenía siete trozos de plomo. De un trallazo te abría siete boquetes en la carne.
Toda la sala permanecía en silencio.
—El capitán Bachmayer no cree que robaras la margarina para los más flacos. ¿La robaste para ti, para tus amigos? —preguntó el intérprete.
—No —contesté—, la margarina era para los más débiles, para los muertos de hambre. ¿Por qué no me preguntan de paso cuál es la razón que nos ha traído aquí?
El cabo de vara, aterrorizado por los métodos de Bachmayer, no salía de su asombro.
—El capitán —tradujo el intérprete— quiere saber por qué te han traído aquí.
—Porque no recibimos armas para ganar la guerra; porque ustedes entregaron las mejores armas al enemigo. Y nos han reunido aquí con delincuentes, con ladrones y criminales para degradamos. Yo fui un soldado, nunca un ladrón. Sólo he robado para los necesitados, nunca para mí.
El capitán Bachmayer, que tenía fama de mujeriego y fanfarrón, miraba hacia todos lados. Ganaba tiempo para tomar una decisión. Clemencia, castigo o la horca. Puso sus ojos duros y fríos sobre mí. Hizo la última pregunta. Le costaba entender el móvil, la razón del robo.
—El capitán quiere saber de verdad, y por última vez, por qué has robado.
—Yo no quiero nada para mí —respondí—. Ustedes pretenden reducirnos al nivel de las bestias, rebajamos, torturamos, derrotarnos por el hambre, aniquilar nuestra personalidad, humillarnos hasta la indignidad. Mi respuesta es: tenemos que seguir vivos; esa será nuestra victoria.
El capitán Bachmayer se quedó pensativo después que el intérprete tradujera mis palabras al alemán.
—Vuelva al trabajo —dijo en tono autoritario—. Que le den medio pan.
Ese hombre terrible, Bachmayer, zapatero de oficio, que se daba aires de gran señor dentro y fuera del prostíbulo de la barraca 1 del campo, su lugar preferido, envenenó a su mujer y a sus dos hijos al final de la guerra antes de pegarse un tiro con su Lugger. También había kapos españoles. En 1947, los norteamericanos procesaron a uno de nuestros traidores: Indalecio González.
La noticia del perdón corrió con rapidez por los barracones. A partir de entonces, los presos y los guardianes me miraron de forma distinta. ¿Cómo habría logrado ablandar el corazón de aquel energúmeno que enviaba a la muerte a miles de personas sin que le temblara la voz? Era algo difícil de creer en medio de tanta barbarie. El capitán debió de pensar que yo era un tipo sincero y bragado que había combatido bien por una mala causa. «Merecía estar de nuestro lado», quizá comentó el subcomandante.
Yo era un rebelde, un culo de mal asiento. A los hombres les pierde la obediencia, la cochina obediencia. Ya se vio adonde les llevó a los alemanes esa ciega sumisión: al crepúsculo de los dioses de Wagner.
Al entrar en Mauthausen me dieron un número, el 3422, el triángulo azul de apátrida y la S de España en blanco. El triángulo rojo era el de los presos políticos; el verde, el de los ladrones criminales; el marrón, de los vagos y gitanos; el rosa, de los homosexuales; el negro, para los criminales asociales; y el violeta, para los religiosos y objetores. La estrella de David y el amarillo identificaban a los judíos. En aquel campo no eras una persona; eras un color, un número.
El teniente coronel Ziereis, comandante de Mauthausen, no era sólo el jefe supremo: era el instigador, presidía las ejecuciones, disparaba a la nuca a los condenados y se inventaba nuevas torturas. Hizo una rápida carrera. Entre 1939 y 1945 ascendió de capitán a teniente coronel. Hitler le concedió la codiciada Cruz de Plata. En una barraca del campo de Gussen, moribundo por las heridas recibidas en su captura, ante el coronel Seibel, de la 11 División acorazada norteamericana, el comandante Ziereis afirmó que se había limitado a cumplir órdenes de sus superiores Himmler, Heydrich, Pölh, Glücks. «He hecho lo posible —añadió— para rebajar la contundencia de esas órdenes. En el otoño de 1943 recibí una llamada telefónica de Berlín en la que se me culpaba del bajo porcentaje de las muertes: únicamente el tres por ciento cada día. Esta clemencia me ha perjudicado en mi carrera. En su visita al campo el 31 de mayo de 1943, Himmler nos explicó cómo debíamos liquidar a los judíos en la cantera: arrojándoles un bloque de piedra sobre la espalda».
El comandante Ziereis mentía. Hizo todo lo posible por ampliar, perfeccionar, consumar hasta el final las órdenes recibidas de sus superiores en Berlín.
En el primer discurso nada más llegar al campo de exterminio nos dijeron más o menos lo siguiente:
«España no os quiere; os ha arrebatado la nacionalidad, la razón de ser. Nadie saldrá vivo de aquí; estáis condenados a muerte sin juicio previo. La primera que os ha condenado es España». Hileras de SS formaban con sus perros lobos, como una doble jauría dispuesta a tirarse sobre los presos. Nuestra patria sería a partir de entonces aquel campo situado en Austria.
Mauthausen reunía veinte barracones de trescientas plazas cada uno, con sus catres, sus jergones y sus mantas. En una ocasión llegaron a concentrar a ochocientos nombres en la barraca. Al principio nos trataron con precauciones: ni siquiera nos entregaron cuchillos para comer. Lo llamaron Campo de Reeducación, bajo la consigna «disciplina, orden, trabajo y limpieza». Sonaba bien. En la barraca 17 descubrimos la realidad: el jefe, Jutas, ruso blanco, descalabró con su bastón con contera de hierro a docenas de españoles. Cayó un día en desgracia, lo acusaron de saboteador y lo enviaron a la cantera.
Entraréis por la puerta; saldréis por la chimenea. El campo tenía a la entrada un portón con un águila prusiana de cobre verde, puestos de ametrallador cada doce metros, alambradas electrificadas, guardias, torres de vigilancia y barracas en forma de rectángulo, de cinco en cinco. Era una fortaleza medieval levantada con el sudor de los deportados, con piedras de la cantera, la Wiener-Graben. La muralla de circunvalación no se terminó nunca. A lo largo de hectárea y media, calculo yo, se extendían la cocina, la enfermería, el Revier, las cámaras de gas, el crematorio, las oficinas y la lavandería.
Desde Nuremberg nos habían trasladado en vagones —ocho caballos, cuarenta hombres— hacinados en el convoy de la muerte, sin nada para comer, sin agua y con las puertas precintadas. El aprendizaje del terror: los SS nos sacaron de allí a culatazos, entre blasfemias y gritos que sonaban como descargas de fusilería. Desde la estación nos llevaron andando hasta el campo. En las casas del pueblo nadie se asomó para vernos pasar. Yo vestía de azul oscuro, ropa militar francesa. Al llegar me desnudaron, me arrebataron todo lo que llevaba conmigo —pocas cosas, unos recuerdos, unas fotos familiares—, me vistieron de presidiario —un uniforme a rayas verticales azules, blancas y grises, un casquete— y me pelaron todo el cuerpo con la máquina de cuatro ceros. Me cosieron el triángulo azul y puntapié en el culo. Tomaron unas notas para mi ficha. Nos hicieron formar desnudos y nos enviaron a la ducha, que por cierto era elegantísima. Nosotros recibimos agua. Otros, gas letal. Así empezó la cuarentena que duraba unos días.
Cuando llegamos el 10 de agosto de 1940, quedaban tan sólo cinco españoles supervivientes del primer grupo, con remiendos en sus harapos, maltrechos, tocados por la muerte, escuálidos por la disentería, demacrados, con los hígados deshechos, los pulmones averiados, el corazón debilitado y los ojos vidriosos. El primer oficial que vi era un SS con un látigo en la mano. El campo estaba bajo la autoridad de los SS, las schutzstagel, las tropas de seguridad de Himmler. La Gestapo, la policía secreta, entregaba a los SS a los prisioneros políticos, a los sindicalistas, a los comunistas y, más tarde, a los criminales de derecho común, a los que llamaban «asociales», a los marginados, a los vagabundos, a los ricos díscolos, a los borrachos reincidentes, a los gitanos, a los objetores de conciencia, a los testigos de Jehová y a los judíos.
Estos campos eran canteras de trabajo. Hitler necesitaba mano de obra y en nosotros la encontró gratis. El negocio era para las SS, las escuadras de protección del régimen. Los nazis crearon una sociedad llamada «Tierra y Piedra» para explotar las canteras y fabricar bloques y ladrillos con destino a sus imponentes edificios de Berlín, de Nuremberg, de Linz, o a sus autopistas. A medida que la Wehrmacht, el ejército alemán de Hitler, conquistaba Holanda, Bélgica, Francia, los campos se llenaban de deportados de esos países, pero también del Este: de Polonia, de Hungría y de Checoslovaquia. A Mauthausen llegaron en 1940 unos ocho mil polacos. Hitler mataba varios pájaros de un tiro: destruía la resistencia a la ocupación alemana y reunía una reserva de legiones de obreros para sus grandiosos proyectos. El III Reich se desembarazaba así de sus enemigos, procedía a una limpieza étnica: en el mundo de los vivos sólo debían quedar los mejores, los arios, los nórdicos, la raza pura. Ellos.
Mauthausen era el campo escogido, el más duro, el de la peor de las categorías, la tercera. En 1940 la Comandancia de Dachau llegó a castigar a un cabo de vara por golpear ferozmente a un deportado polaco. «Una medida de ese tipo habría sido impensable entre nosotros», confesó después de la guerra, en el proceso de Colonia, el teniente Karl Schulz, jefe de la Oficina Política de Mauthausen. Los que entrábamos —nos advirtieron— debíamos abandonar toda esperanza. Eramos los condenados sin posibilidad de perdón ni rehabilitación, los de redención imposible.
El año 1941 fue un año negro en el campo: murieron 7058 de los 15000 prisioneros, el 58 por 100, mientras que en Dachau cayó el 36 por 100 y en Buchenwald el 19 por 100. En Buchenwald, diez mil hebreos fueron recibidos con este mensaje en los altavoces: «Se ruega a todo aquel judío que desee ahorcarse tenga la amabilidad de ponerse en la boca un trozo de papel con su nombre, a fin de que sepamos de quién se trata».
En aquel universo concentracionario quedaba poco espacio para la piedad. Cada uno de nosotros era un peligro, una amenaza para el III Reich. En enero de 1945 permanecían en el campo de exterminio 70000 prisioneros, de los cuales murieron la mitad, por lo menos. Los primeros barracones de Mauthausen llevaban los números 1, 6, 11 y 16. En el bloque número 20 aislaron a los presos rusos. Hasta nuestro barracón llegaba el eco de sus canciones melancólicas, profundas, casi religiosas. Los veinte primeros bloques del campo L, el Lager L, daban a una explanada en la que los guardianes de las SS formaban a los prisioneros para pasar lista, la Appelplatz.
El 10 de agosto de 1940 llegamos 392 españoles. En 1942 éramos por lo menos 7800, quizá 10000; tan sólo sobrevivimos 1600. Entre 1941 y 1943 internaron a 2600 judíos traídos de Holanda, de Checoslovaquia, Austria, Polonia o Rumanía. Perecieron todos por el maltrato, por las enfermedades, las epidemias de tifus y la disentería o gaseados e incinerados en los crematorios.
Los dientes de oro eran certificados de defunción inmediatos. Nuestros guardianes arrancaban las piezas de oro de la boca de los muertos: he leído que tan sólo en 1942, año en que el número de los muertos se elevó a 14293, Mauthausen envió a Berlín once libras y media de oro. El pelo de los cadáveres lo transformaban en combustible.
Las personas no son siempre las mismas; por lo general cambian según las circunstancias y el soplo del viento. Cuando empezamos a escuchar la artillería aliada sobre Viena, los SS de flamantes uniformes verdes perdieron aquella seguridad, la arrogancia y hasta la crueldad de que hicieron gala durante los primeros años. En conjunto, dentro de las ordenanzas y la disciplina colectiva eran peores que uno por uno. No siempre los más brutos eran los peores. Temíamos más a los retraídos, a los agazapados; en una palabra, a los del término medio. De todos modos, el problema no eran ellos sino el sistema al que obedecían con fe ciega. Yo desconfiaba de los «normales»; con una mano redactaban una tarjeta de Navidad llena de cariños y añoranzas para sus hijos y con la otra apretaban el botón del gas. Su misión era ejercer el terror. «Cubo de basura, eres un cubo de basura», nos gritaban día y noche, «un cubo de mierda». El número de los judíos muertos en las cámaras de gas de Mauthausen lo calculábamos por la densidad del humo que salía de las chimeneas.
En aquel cuartel, las órdenes debían cumplirse sin dilación, a rajatabla. Se corría peligro de muerte por una insignificancia, por ir manchado de barro, por perder un botón, por no quitarse la gorra a tiempo, por la mínima sospecha de sabotaje o desorden, de indisciplina, por un mal gesto. Por lo menos recibías veinticinco latigazos en el caballete, el potro de la tortura.
Media hora antes del alba, siempre brumosa y fría, nos sacaban del perímetro del campo para llevarnos desde los veinticuatro bloques de los campos I y II hacia abajo, hacia las canteras cortadas a pico, de una profundidad de ochenta metros y una extensión de más de un kilómetro. Muros y alambradas impedían cualquier contacto con el exterior. En la cantera descubrimos otro infierno. Cargábamos sobre las espaldas pedruscos de hasta sesenta kilos. A veces, los guardianes de la calavera, los SS, reunían a los judíos en la gradería de ciento ochenta y seis escalones y los empujaban con el efecto de las fichas de dominó hasta las fosas, a tiros de ametralladora. A los condenados a muerte los ahorcaban o les disparaban por la espalda en los subterráneos del campo o les disparaban un tiro en la nuca. Durante todo el día se escuchaban tiros, golpes de látigo, imprecaciones y gemidos de dolor. A otros, para divertirse, les aplicaban la ley de fugas. Les permitían escapar hacia las alambradas de alta tensión y abrían fuego sobre ellos o los dejaban achicharrarse. Eran sobre todo enfermos y presos incapaces para el trabajo. A veces descubrías cómo para algunos la tragedia ajena era un estímulo para la supervivencia.
He conocido después a algunos alemanes que no creían en el Holocausto. La «gran mentira» lo llamaban.
—Yo he vivido cinco años en ese infierno. Miren —les mostraba mi «carnet» de preso en Mauthausen— la fecha de entrada y de salida: 1940-1945. El número, el 3422.
—Usted nos odia. Eso es pura propaganda —se defendían.
—He visto morir a cientos de hombres en pocas horas sobre unos metros de nieve, despedazados por los perros. No lo he soñado.
Yo sabía labrar la piedra y labrar la tierra. En Monzón teníamos unos terruños y pinares, y unas viñas que aprendí a podar. Todo eso me sirvió para sobrevivir, para conservar la salud y la estabilidad mental. Seis meses antes de que terminara la guerra, cuando la 71 División del II Cuerpo de Ejército de los Estados Unidos se preparaba para dirigirse hacia Mauthausen, nos trasladaron a once presos españoles hasta una fábrica de armamento en Viena. Después nos llevaron a un invernadero para cultivar el jardín de un comandante de las SS.
En Mauthausen trabajé en la cantera, recogí las cenizas, mezcladas, de los muertos en el horno crematorio. El horno quemaba los cuerpos de ocho personas en minuto y medio. Costaba más recuperar la ceniza que incinerar los cadáveres. A veces las cámaras de gas no mataban del todo a los condenados. Yo salvé a un ruso, Vladimir, de unos veinticinco años, piloto, de una pila de cadáveres. Murió en un bombardeo.
Mi primer barracón fue el número 17; tenía enfrente al número 6. Cinco barracones componían un «islote». La vida se regía a golpe de campana. El domingo no se trabajaba: era la ilusión de normalidad, música, teatro, boxeo, fútbol, ajedrez y barbería. La noche de Navidad se representaba una gran obra de teatro.
El pan que nos daban tenía un sesenta por ciento de aserrín y un cuarenta por ciento de patata. Se desmigaba en las manos. A todo el que se quejaba le arreaban un chicotazo en la cabeza. El polvo de la cantera arruinó los pulmones de miles de trabajadores. Yo sufrí de escorbuto. En el trabajo de la cantera se te formaba en la boca una pelota de polvo molesto, como de cristal molido. El cuerpo sangraba por los golpes recibidos. No quería por nada del mundo perder sangre y la chupaba siempre que podía para evitar las hemorragias. Me ponía un pañuelo en torno a la boca en forma de mascarilla para que no penetrara el polvo de las rocas.
Hubo quien aseguró que llegamos a comer carne humana. A medida que el ejército alemán perdía posiciones, la comida llegaba al campo con cuentagotas. Nunca vimos que sacrificaran una sola vaca para alimentar a los presos. Un día pusieron sobre mi plato de metal algo que parecía una rótula. «Esto es una pata de un ruso o un polaco que mataron ayer», pensé para mis adentros. En el campo y en el cercano castillo de Hartheim hacían experimentos médicos con algunos presos: les inoculaban el virus de la tuberculosis, del tifus, de la rabia, los castraban, les hacían beber agua salada, los encerraban durante días en cuartos llenos de piojos y les quitaban órganos. No eran necesarios los conejillos de Indias.
El teniente Antón Stretwieser —esbelto, elegante, vestido de uniforme de los SS o de jugador de tenis, un play boy ya maduro— tenía un perro, Hasso, especializado en arrancar el miembro viril de los deportados; lo lanzaba contra ellos al grito de «Heil, Hitler» y «Dale al harapiento». Fue condenado en 1967 a trabajos forzados a perpetuidad.
Yo no estaba dispuesto a dar mi brazo a torcer. Era signo de debilidad. Los encargados de la cantera me tenían por un irreductible. Era muy contestón, pero sabía hasta dónde podía llegar. Me salvé de todos los martillazos. Le hablaron de mí al comandante de la cantera: «Es un español con el que no hemos podido; nos grita a la cara, nos tirotea con salvas verbales, nos escupe, nos insulta». ¡Achtung! ¡Atención! Me cuadré como mandaba el reglamento. El general se presentó en la cantera acompañado de sus oficiales, con soldados armados de metralletas y dos perros dogos. Me miró fijamente, con curiosidad.
—¿Estás contento, españoler? —me preguntó a través del intérprete.
—Estoy encantadísimo. ¿Acaso no escucha mis canciones?
Yo no dejaba de cantar jotas. Las jotas y los chistes fueron nuestra salvación. Rieron.
—¿Qué harías con nosotros si cayésemos en tus manos? —preguntó el general.
—Primero los mataría y luego les cortaría la cabeza para asegurarme de que estuvieran bien muertos.
Fruncieron la frente, pusieron mala cara. Luego estallaron en carcajadas ante aquella demostración de humor negro. Siempre me había dado resultado la provocación calculada. Al alemán, un pueblo engañado por el mayor embustero de la historia, le gusta la verdad y hasta acepta el desafío.
Creo que en algún momento pensaron en invadir España porque los oficiales alemanes nos sometieron a continuos interrogatorios sobre la respuesta que podrían dar los españoles. ¿La resistencia numantina, la guerra de guerrillas? «Necesitarán un millón de hombres para ocupar España, si resiste. Ya ven los problemas que les están dando en Francia 15000 guerrilleros españoles». No entendían nuestro desprecio por la vida, nuestro feroz individualismo. La verdad es que la idea que se hacían de nosotros algunos franceses y alemanes era de lo más estrafalaria. En Cambray, en 1939, un muchacho francés de unos doce años llegó a levantar las faldas de mi capote para comprobar si tenía rabo. «No tiene cola», les dijo a sus compañeros algo asombrado por el descubrimiento.
Las levas de forzados se incrementaron en el último año de la guerra, 1945, cuando el campo llegó a recibir a unos 85000 prisioneros. A muchos de ellos los sacaban de allí para trasladarlos a los campos satélites de Gussen y Ebensee, al castillo de Hartheim y hasta las fábricas de armamento en Linz, en Viena y en otros puntos de Austria; los destinaron a fábricas de las V2 en Pennemunde, con las que bombardearon Inglaterra; a talleres, carreteras, a tareas de desescombro, para perforar montañas, construir casamatas, refugios antiaéreos y subterráneos. Hasta 1944, el territorio austríaco se libró de los bombardeos aliados; después, la industria del armamento se concentró allí, se puso a salvo en el norte de Austria.
Llegó un momento en que los hornos crematorios no daban abasto. La carga humana sobrante se enviaba a Gussen, un matadero, y al castillo de Hartheim. Los trenes llegaban a la estación local repletos de deportados al son de los partes militares de victoria y los fogosos preludios del húngaro Liszt. Los supervivientes del frío, la enfermedad y el hambre morían en las cámaras de gas. Cuando uno pierde la libertad, sabe lo que pierde. La libertad y la vida privada. No disponías de un solo segundo de vida para ti solo, salvo en las celdas de castigo. Se intentaba una imitación de la normalidad; cada uno se ajustaba como podía a las circunstancias, conectaba el instinto y se hacía a todo.
El campo nos igualaba a banqueros, obispos, curas, millonarios, políticos de campanillas, intelectuales, abogados o ingenieros, peor preparados para el castigo, generales, homosexuales, objetores de conciencia, criminales reconocidos, místicos, picaros de los más bajos fondos y ladrones de aspecto patibulario. Durante cinco años los observé de cerca. Los que eran buenos se hacían malos. A medida que empeoraban las condiciones de vida afloraban los vicios, crecían la depravación, el egoísmo, el desprecio de los demás, la lucha por la vida y —entre nosotros los españoles, por desgracia— las querellas políticas. Al lado del envilecimiento se daban la generosidad y hasta el heroísmo. Había gente de todo pelaje. Uno que había sido lugarteniente de Al Capone, un alemán que tenía un trozo de platino en la cabeza, me enseñó una foto en la que se le veía con una metralleta en un yate al lado de su jefe, con la estatua de la Libertad como telón de fondo. Un tal Carlos, un alemán, había robado cien millones de marcos en un banco berlinés. Toda una marca. En aquel microcosmos había de todo: santos y rateros, y ladrones de gallinas, como aquel cíngaro de Hungría que al preguntarle por qué lo condenaron a Mauthausen remedó el canto de un gallo.
A un ruso llamado Iván, encerrado en un campo de trabajos forzados, lo castigaron con el traslado al campo austríaco. Había llegado cinco minutos tarde a su trabajo.
Todos los muebles de la oficina pública en la que se interrogaba a los deportados estaban salpicados de sangre.
El obispo católico de Linz era un hombre honrado, recto, generoso. Aprendí mucho de él. Me recordaba a mosén Cosme. De esas tres personas, de mosén Cosme, del obispo de Linz y de Francisca, que poseía la cualidad de conocer el pasado, el presente y el futuro, fue de las que más aprendí en mi vida.
Nos odiaban, o por lo menos no nos miraban bien, los polacos y los italianos, a los que corrimos en la batalla de Guadalajara. Simpatizaban con nosotros los checos, los húngaros y los austríacos. Los italianos se ufanaban: «Somos de la división Littorio».
—Aquí somos todos iguales —les puse en su sitio—: rebaño, ganado, escoria. Ya os podéis quitar las medallas.
Un kapo, un delincuente común y triángulo verde llamado Otto, se encargaba de la vigilancia de la barraca. Lo había visto en Monzón, en un circo alemán, el Krohne o el Krugger, no recuerdo bien, que pasó por el pueblo. Tenía cuarenta y ocho años.
—Yo he estado en España —me dijo.
—Lo sé, te conozco —le reconocí para su sorpresa—. Tú eras el forzudo que arrastraba a diez hombres. Te vi en Monzón en 1934.
Fue una buena carta de presentación para el checo.
«Sacudirles la badana a esos Littorios —nos dijo con un signo de complicidad—. Son unos presumidos».
Los italianos llevaban las de perder. Un día, uno de los Littorios vino a nuestra barraca para ofrecer disculpas por su actitud y fumar la pipa de la paz. Esos gallardos italianos tenían una particularidad: hacían punto. Pronto supimos por qué: en la vida civil trabajaban en fábricas textiles. Me confeccionaron unos guantes con ropa deshilachada. «Littorio —pedía—, quiero un jersey nuevo». Me lo fabricaron en una noche.
Otto era todo un espectáculo de fuerza y vigor: tensaba los muelles de acero de los ejercicios gimnásticos, doblaba barras de acero, levantaba pesas y a un hombre en cada mano. Una tarde, en presencia de los SS rompió unas cadenas como Ursus. Recordábamos aquellas funciones del circo Krohne en Monzón en el verano de 1934. Necesitaban carne para las fieras. Yo llevé un perro enfermo y me regalaron dos entradas. Por un gato escrofuloso recibí otra entrada. El pueblo se quedó sin perros sarnosos y gatos, sin asnos y sin muías viejas o enfermas. Las fieras del circo eran insaciables. Yo acudí todos los días. Aquel forzudo del circo era ahora mi guardián. Su hija era la mujer forzuda, pelirroja y con el pelo caído en cascada por los hombros. Nunca le pregunté a Otto cómo había ido a parar a Mauthausen; supongo que por ladrón o por asocial. Era bruto, pero noble.
Nunca le vi pegar a nadie. Era un fenómeno raro. Se conformaba con insultar: «cubo de mierda», «trottel», «cabeza de vaca», «cabeza de perro», «cabeza de cerdo». Sus palabrotas preferidas eran trottel (idiota) y perro sucio. Tenía manía a los del triángulo rosa, a los homosexuales que todavía no se por qué robaban herramientas, martillos y leznas de la cantera, «Picaros, idiotas, punta de granujas», bramaba Otto.
En el barracón disponíamos de ocho metros para cinco catres, atravesados por mesas y armarios. Éramos doce españoles muy hábiles. El que sabía robar sobrevivía y siempre quedaba algo para los demás. Necesitábamos catres, armarios, mesas.
Había que organizarse. Organizarse significaba robar. A la fuerza ahorcan. Al final, hasta el sargento de las SS me pidió que robáramos para ellos. Regía la ley del más hábil. Éramos doce españoles muy preparados. Durante una tempestad nos llevamos una barraca entera.