4. Mosén Cosme
En aquel viaje hacia el infierno en un vagón de ganado, hambrientos, sedientos, amontonados como cucarachas, me puse a recordar la figura de mosén Cosme, el hombre que mayor impresión me causó en la infancia después de mi padre. Era, con mucho, el mejor de los once curas de Monzón. Si yo fuera pintor y viviera mil años, lo podría dibujar tal como era, alto, delgado, ascético, de ojos acogedores y expresión llena de bondad. Se acercaba a mí, metía su mano entre la mata de pelo, me acariciaba la cabeza y me daba un caramelo. Hasta los sindicalistas querían a mosén Cosme. En cuanto recibía el sueldo se iba a la farmacia Laguna, en la plaza Mayor, frente al Banco de Aragón, para pagar las medicinas de los pobres. Era un verdadero cristiano, odiado por los caciques de la zona. Un día lo trasladaron a Huesca y lo ascendieron a obispo. Mosén Cosme se resistía. No deseaba honores; tan sólo, permanecer al lado de sus feligreses.
Yo tenía once años cuando los maestros nos llevaron de excursión a Huesca. Eramos cuarenta chicos y chicas. Fue la primera vez que viajé en autobús. Las chicas en uno, los chicos en otro. Nos llevaron a visitar la campana de Huesca. El maestro nos contó la historia de Ramiro II, rey de Aragón, que al recuperar sus estados ejecutó a los principales cabecillas rebeldes y colgó sus cabezas de la campana de la catedral. Era una historia impresionante la de Ramiro II el Monje. Sin embargo, yo pensaba en mi amigo el mosén Cosme convertido en obispo. Su marcha de Monzón me había afligido mucho.
A las diez de la mañana nos formaron en la nave central de la catedral. Nos ordenaron silencio. Mosén Cosme apareció pocos minutos después al fondo de la nave. Se vino directo hacia mí y revolvió el cabello con sus suaves manos:
—¿Qué tal, Antonio? ¿Cómo están tus padres? ¿Cómo van tus estudios?
—Bien, gracias, mosén —contesté—. Voy a cumplir pronto doce años y ya tengo bicicleta. ¿Podré invitarle a mi fiesta de cumpleaños?
—Me agradaría mucho, pero me temo que no va a poder ser. Salgo de viaje.
—¿Va muy lejos?
—Hacia ese lugar del que nunca se vuelve, el viaje sin retorno. Tengo el tiempo medido. Esta será la última vez que nos veamos —añadió—: Pórtate bien, Antonié.
Antonié me llamaban. No supe qué decir ni cómo reaccionar. Se me hizo un nudo en la garganta.
—Lo recordaré siempre —dije, impresionado por la entereza de aquel hombre de Dios, un santo en toda la extensión de la palabra.
Corría el año 1934. Seis meses después del último encuentro en la catedral de Huesca moría el obispo.
A los otros curas yo les gastaba bromas, les hacía algunas diabluras.
—Soy un poco travieso, don Cosme. ¿Es eso malo?
—No te preocupes —respondía—; así tiene que ser a tu edad. Sé bueno con los demás y nunca sientas miedo.
En Monzón había unos quinientos anarquistas. Uno de ellos era hermano de un cardenal. Un buen cristiano y un buen anarquista se parecen mucho. Daba gusto asistir a sus conversaciones. Yo los escuchaba con la boca abierta: hablaban mal del tabaco y del alcohol, de los abusos, de las injusticias, de la falta de respeto a los mayores, visitaban la biblioteca para instruirse, consultaban el Espasa, los libros del geógrafo Elíseo Reclus. A los doce años empecé a leer El hombre y la Tierra y la Geografía Universal. Me pasaba las horas en la biblioteca de la CNT.
Era un niño muy revoltoso. Gastaba bromas en todos los barrios de la ciudad.
Los niños maman del pecho de su madre más o menos hasta los dos o tres años. Yo me desteté a los cinco. Venía del parvulario —donde estuve bajo el cuidado de dos grandes monjas de Santa Ana, Honorata y Faustina— y desabrochaba la blusa de mi madre, Francisca, le sacaba el pecho y chupaba con mucha glotonería.
—Cochino —me reprochaba ella—; a tu edad, parece mentira.
—Gracias mamá —le decía y le abrochaba de nuevo la blusa.
Todo el mundo se empeñó en quitarme la teta; pero yo, como buen aragonés, era muy tozudo. No lo lograron hasta que, cumplidos ya los cinco años, se me pasaron las ganas. Mi madre tenía moretes en los pezones de tanto como yo chupaba.
Las quejas por mi mal comportamiento llovían en mi casa: los curas, los vecinos, la guardia civil… Mi madre no hacía carrera de mí a pesar de que de vez en cuando me arreaba en las nalgas con las tenazas de la chimenea. Me escocía, pero me aguantaba. Saber aguantarse el dolor es media vida. Un día apareció un vecino, con un hijo suyo dos años mayor que yo. Mostraba la boca hinchada y un ojo amoratado.
—Otra vez su hijo —afirmó indignado el vecino—, mire lo que ha hecho con el mío, la paliza tan tremenda que ha recibido…
Mi madre se vino hacia mí con la badila del fogón. No me dejé. Me defendí: «Él me ha pegado primero». Era verdad. No he sido peleón, aunque siempre salí en defensa de alguien que estuviera en apuros. Cierta clase de gente me ha mirado mal; lo mismo gente de orden que algunos enemigos políticos. En el campo de concentración, algunos enemigos, que no me tragaban, hicieron lo imposible para señalarme, para ponerme a los pies de los caballos, en el punto de mira de los fusiles.
Durante un tiempo después de la guerra entré a trabajar en la Pathe Marconi de París, recomendado por un amigo comunista. Los había buenos, sensatos, solidarios; pero, en general, anarquistas y comunistas nos llevábamos mal. Mi rebeldía, mi independencia de criterio los sacaba de quicio. Yo pensaba por mi cuenta y rechazaba la disciplina de partido.
Franco me arrebató la nacionalidad; pero ¿puede alguien dejar de ser español, dejar de ser aragonés? Yo no he hecho nada por recuperar la nacionalidad. Llevo cuarenta años sin viajar. No deseo volver. ¿Para qué? Pilar Miró me escribió para invitarme a un programa de televisión y decliné cortésmente. No se me pasa por la cabeza un regreso a España, ni siquiera viajo con frecuencia a Rurrenabaque. No necesito nada más que lo que aquí tengo: mis tierras, mi familia, mis animales, mi río…
Creo que he sido dadivoso. Siempre me ha gustado más dar que recibir. Uno de mis mejores amigos era comunista y se llamaba Pedro. Después se dio de baja en el partido. Y repartía todo lo que tenía: el tabaco, el dinero, la comida…
Antes de la guerra en España, tendría yo once o doce años, vino a visitarnos el cardenal, hijo del pueblo. Levantaron un estrado en medio de la plaza. Era el día de Pascua. Allí estaba el cardenal con la mano en el brazo del sillón. Su reluciente anillo brillaba al sol. Al verle sentí un rechazo inexplicable. Era un hombre antipático de ver, con una panza enorme, papada de varios pliegues y unos ojos diminutos, traicioneros. El anillo cardenalicio lo habían besado todas las viejas de la tierra.
—Antonié —me convocaron cuando llegó mi turno—: sube a besar el anillo del cardenal.
Subí sin entusiasmo las escaleras de madera. El cardenal me tendía la mano, el anillo. «Bésalo», me ordenaron. Todo el pueblo observaba la escena. Yo me negué a besar el anillo, por muy de oro y brillantes que fuera. Los acólitos insistieron: «Antonié: bésalo, anda, besa el anillo». Yo seguía allí de pie, rígido y tenso, con la mirada en el cielo. El cardenal parecía sorprendido por mi actitud.
—Déjenlo, no tiene importancia… —susurró para salir del paso.
Cuando bajé a la plaza, fui recibido con murmullos de reprobación. En la escuela, el maestro me condenó a pasar unas horas de rodillas, con los brazos extendidos y un grueso volumen en cada mano.
Don Antonio Teixidó era muy buen maestro, más religioso que muchos curas. Que me negara a besar el anillo de aquel purpurado paisano nuestro le pareció un insulto al Altísimo. A mi padre no le gustó nada el escarmiento. «De Antonio a Antonio —le dijo al maestro—: usted manda en la escuela, pero no fuera de ella. ¿A santo de qué ha de besar mi hijo la mano de alguien que no conoce, por muy cardenal que sea? Además, es antihigiénico besar anillos episcopales».
Yo era un díscolo, un desobediente. Mi vida estuvo marcada por esa indocilidad. Por lo visto necesitaba que alguien domesticara mis ímpetus. Las primeras letras las aprendí con las monjas de Santa Ana, entre los tres y los cinco años; después pasé a la escuela normal. La educación que recibíamos era muy estricta. Lo querían saber todo de ti: tus pasos, tus compañías, tus amigos, tus influencias.
—Con ese no debes salir más; su papá es bebedor.
—Pero el hijo no bebe.
—Pero con un padre así terminará bebiendo…
Sé por unos guardias civiles, Geos que pasaron unos días aquí conmigo en la misma choza que usted ocupa, que España ha cambiado mucho; que yo, después de cuarenta años en la selva del Amazonas, quedaría como un troglodita si volviera.
—De acuerdo —les dije—; vamos a ver cómo está España de cultura. ¿Cuántas discotecas hay en su pueblo? —pregunté a uno de los guardias civiles, que era como yo, aragonés. Las contó mentalmente.
—Ocho. Ocho discotecas.
—¿Y cuántas bibliotecas?
Pensó durante un rato y respondió:
—Ninguna.
—O sea —resumí—: ocho discotecas y ninguna biblioteca, y más televisores que libros.
Durante todos estos años he seguido las noticias de España a través de la onda corta de Radio Exterior. El Rey demostró mucha prudencia al resolver con tacto el problema del Sahara y gran decisión al enfrentarse a los golpistas de 1981. Sé que visitó el campo de concentración de Mauthausen. Seguí aquel viaje por la radio. Tal vez no supiera hasta ese día que muchos españoles que estuvieron encerrados allí salieron convertidos en esqueletos, privados de patria y nacionalidad.
En Monzón, mis mejores amigos eran los gatos. Mi gato Mariano era un pícaro y un ladronzuelo. Un vecino le propinó un cruel castigo: le cortó la cola y los testículos porque le robaba gazapos. Le dio por muerto. Yo recogí sus restos, le unté con grasa de cerdo, espolvoreé su cuerpo con azufre y lo metí dentro de una piel de cordero. Le dejé un cuenco de leche y Mariano sanó.
No sólo no escarmentó, sino que salió de la prueba aún más pícaro y aventurero. En casa, Mariano no tocaba nada; fuera de ella hacía mil diabluras. En cuanto la vecina se descuidaba, iba a por sal o a por aceite, Mariano, que tenía un olfato imbatible, saltaba a la sartén y se llevaba la sardina o el bacalao. Los inviernos, el gato dormía conmigo, desmadejado en una silla. Mi madre lo sabía. No le gustaba nada aquella costumbre. Mariano era tan astuto que nunca le pilló infraganti. Madre palpaba la cama, miraba debajo de ella. Nada. Mi Mariano era como el gato de Alicia en el País de las Maravillas. Madre entraba cuando Mariano salía sin ser visto. Mi padre se lo llevó lejos del pueblo una noche y en una bolsa de lana gruesa porque había cogido la sarna. «No te preocupes, hijo —se disculpó—: lo dejaré en una granja abandonada donde abundan los ratones. Por lo menos no pasará hambre». Aquel gato era un genio de la sobrevivencia porque a los quince días, cuando yo salía de la escuela, se vino hacia mí muy contento con el pelo lustroso y la panza llena. No debía de ser sarna. Mariano pasó toda la guerra en casa. No puedo desprenderme de los gatos. Mis dos preferidos aquí, en el alto Amazonas, son Muchacho y Mantequilla.
Nuestro perro era hijo de lobo. Los ojos le brillaban en la oscuridad como carbones encendidos. El ejército de los gatos era el que organizaba la gritonera en los tejados. Eran tantos que un día decidí encerrarlos a todos en un cuarto. Cerré la gatera de salida, un agujero redondo en la puerta que daba a la calle de Joaquín Costa (el regeneracionista, el de las siete llaves al sepulcro del Cid, nació allí) y conduje a los gatos hasta la habitación elegida. Conté cincuenta y seis gatos. Yo les vigilaba a través de la cerradura. Llegó la tarde. Cuando ya estaban todas las mujeres en el patio, charlando y costureando en torno a los braseros, solté a los cincuenta y seis gatos, a los que espanté con ramos de olivo. Locos por el encierro, saltaron por encima de las mujeres, que del susto se incorporaron y rompieron a gritar. Las carreras de los animales que hallaron la gatera cerrada y los alaridos de las mujeres se confundían en medio del gatuperio. Escuché la voz de mi madre, que me llamaba cuando con todo disimulo me escabullí por la puerta de la cuadra que daba al corral. Ella sabía quién era el autor de aquel desaguisado; pero en el fondo, estoy seguro, reía para sus adentros.
Otra extraña costumbre: me servía de culebras inofensivas a guisa de cinturón.
El 23 de diciembre de 1935 me mordió en Monzón un perro rabioso. Era un justo castigo a mis travesuras, debió pensar más de un paisano. El 24 viajaba hacia Barcelona con el perro, su dueño y dos compañeros de la escuela para recibir el tratamiento. «Antes de seis meses no se sabrá nada», dijo el médico del Instituto Ferrán al ponerme dos inyecciones antirrábicas en la ingle. «Sólo queda esperar y rezar —dijo con gesto de estoicismo—. Si se declara, no tiene cura».
Por fortuna era una rabia mansa, pero recibí un tratamiento de caballo. Cuarenta inyecciones en tan sólo los primeros días. Eran inyecciones nuevas. La gente prefería curas tradicionales. No se fiaban. Había que lavar la herida cada cuatro días hasta que cicatrizara. Yo vi a una muchacha mordida por un perro, que era cadáver sobre el camastro poco después de sufrir convulsiones. Un chico de Teruel faltó a una inyección en el Instituto y ya no respondió al tratamiento. Al despedirme, camino de nuevo hacia Monzón, el médico del Instituto Ferrán impartió las últimas recomendaciones: el agua era mi enemiga; durante seis meses no debía dejarme sorprender por una tormenta ni resfriarme ni esforzarme ni fatigarme. Si aparecían erupciones cutáneas, forúnculos o ronchas, debía tomar el primer tren hacia Barcelona. A los seis meses, la curación era completa. El peligro había pasado.
Volví al trabajo en el campo, a la siega. Nos levantábamos muy temprano, a las seis de la mañana, justo cuando clareaba. En la siega tomaba parte toda la familia, la hoz en una mano y la zoqueta en la otra para protegernos de los cortes. Se agrupaban las espigas en haces. La comida consistía en torreznos, pan, fruta y la bota de vino. Con las muías trasladábamos los haces a las eras y con el trillo separábamos el grano de la paja. Después compramos una trilladora. Ese verano estalló la guerra civil. Fue la cosecha de la guerra. El 19 de julio la radio nos trajo la noticia del levantamiento de Franco en Marruecos. Monzón cayó en zona republicana. Los socialistas de la UGT (Unión General de Trabajadores) eran mayoría en el pueblo.
Llegué a conocer al jefe de los anarquistas, Buenaventura Durruti, un hombre dispuesto al sacrificio, de corazón generoso. En el frente de Aragón, entre los anarquistas, conocí a gente buena. Supe en seguida que no estábamos preparados para la guerra. Nuestros deseos eran los mejores, pero nos faltaba experiencia.
Las columnas anarquistas pasaron por Monzón procedentes de Barcelona. Centenares de jóvenes se sumaron a ellas. La gente salió a recibirles. El frente estaba cerca. Durruti habló en el pueblo, nos explicó la situación, nos habló del dinero y de los estragos que causa como el gran déspota del mundo: el egoísmo y la injusticia. Pidió a los ricachones que fueran más humanos, razonables y decentes. La educación era la clave en el pensamiento de Durruti. Estuve en su entierro en Barcelona. Nunca habrá otro funeral como el que tuvo el anarquista leonés. La gente lloraba por todos lados. Le querían de verdad.
Pero prefiero no hablar de la guerra. Es para mí un capítulo cerrado.
Tenía un hermano, Ángel, alistado por su reemplazo en la 42, la división del Campesino. Vivíamos muy preocupados por su suerte. Dos soldados del pueblo llegaron de la batalla del Ebro con malas noticias: «Han muerto muchos de los nuestros», dijeron.
Mi madre, al enterarse de su llegada, se fue hacia ellos: «¿Se sabe algo de Ángel?». No se anduvieron con rodeos: «Sí, señora Francisca, su hijo ha muerto en combate. Lo hemos visto caer como un valiente en Teruel con el fusil en la mano. Cercaron a la división. La única oportunidad era aprovechar la oscuridad de la noche para escurrirnos entre las líneas del enemigo porque al clarear nos harían pedazos. A medianoche, Ángel se encontraba entre los valientes que intentaron abrir brecha. Cayó de bruces; lo cosieron a balazos. Media hora después recibimos la orden de romper el cerco. Íbamos a morir congelados, ahogados o tronzados por las balas. La mitad nos salvamos, el resto quedó sobre el terreno helado encima del río. Para llegar a la otra orilla he tenido que apartar cuerpos, brazos, pies amputados por las ametralladoras y las granadas».
Mi madre se vistió de luto.
«Tu hermano Ángel ha muerto», me comunicó entre sollozos. «Lo supe anoche, madre, pero no estoy seguro; dudo que haya muerto». Mostró su sorpresa. «¿Qué vas a hacer, hijo?». «Escribiré a Francisca, la vidente, a Barcelona; ella nos dirá de seguro si Ángel ha muerto».
La respuesta nos la trajo el cartero días después. Eran las cuatro de la tarde. «Ande —le dije a mi madre—: léala usted». «Antonio —leyó—: tu hermano está vivo. Se ha salvado. Está malherido, pero no morirá». Recibió siete balazos en el pecho. «Madre —le dije—: quítese el luto. Su hijo vive».
Madre se quitó el luto.
Dos meses después, en mayo de 1939, desde el campamento de Vernet me dirigía a la Cruz Roja suiza: «Sé que mi hermano Ángel García Barón está vivo. Quiero que, por favor, averigüen dónde se encuentra y si es posible que envíe una respuesta de su propio puño y letra». Tres meses más tarde me llegó su carta: «Hermano: sirvo en el 404 Batallón de castigo en Marruecos, en Río Muni. Duermo en una tabla de veinte centímetros de ancho. Me lavo en el mar y el agua potable está racionada. Gracias por tus desvelos». Murió en 1982, creo, porque nunca me facilitaron la fecha exacta. Se pasaba horas y horas tocando el violín. Estaba trastornado por los padecimientos. Pasaba por momentos lúcidos; el resto era sinrazón. A mí la maldita guerra me cerró el paso a la Universidad.
Ángel cumplía veintidós años y terminaba sus estudios de Arquitectura cuando estalló la guerra. Mi hermano diseñó los planos del hotel Goya. Le daba clases un arquitecto; dos horas diarias por la noche. De día trabajaba como albañil y en el mosaico. «Ya no tengo nada más que enseñarte, Ángel —le dijo su maestro, el arquitecto, pasado un tiempo—. Sabes tanto o más que yo». La guerra lo arruinó todo, tantas promesas, tantas brillantes carreras.
A los trece años me preguntaba ya qué sería de mí, qué camino debería tomar una vez repuesto de la mordedura del perro. Uno de mis tíos había previsto algo: «Un día me dijiste que te gustaba el mar. El problema es que no eres un santo. Ese carácter tuyo tan rebelde no es la mejor carta de presentación».
El capitán del Ciudad de Cádiz, que hacía la ruta de América del Sur y fondeaba en el puerto de Barcelona, era como un hermano para mi tío. Nos invitó a comer a bordo. Yo me veía ya de grumete en aquel buque de dieciséis mil toneladas. «Aquí te traigo a Antonié, al diablo de mi sobrino —me presentó mi tío—. Este granuja es capaz de arrancar por completo tu barco sin que te enteres», dijo.
—Tío —respondí un poco herido—: he cambiado. Ya no soy el crío que gastaba bromas. Quiero que veas las notas y los apuntes que he tomado en el último curso de la escuela.
El capitán y mi tío revisaron los cuadernos de trabajo.
—Vas a entrar como grumete —decidió el capitán—; pero aún eres joven. Tendremos que esperar tres años más. La edad mínima es de dieciséis años. Aprenderás la teoría y la práctica del mar. Cuando se retire mi segundo, si todo va bien, estarás en edad de sustituirlo. La empresa me hará caso. Después de trabajar ese tiempo como grumete te preferirá a uno de los licenciados de la Escuela de Marina, que de teoría lo saben todo, pero de práctica muy poco. Veo que eres un poco indisciplinado, pero pareces inteligente. Tus últimas notas son buenas. Los pusilánimes no sirven para el mar. Me quedan siete años para la jubilación. En esos años lograré hacer de ti un hombre y un lobo de mar. Esta es la mejor escuela de la vida.
Tres meses después me había curado de la rabia, rompió la guerra civil y ni siquiera pudimos recoger la cosecha. Así fue como perdí mi oportunidad con el mar.
La música fue una de mis pasiones de niño. Ya era para entonces segundo violín y aprendía a tocar la trompeta. Mi hermano Ángel era un genio para los instrumentos musicales. Tocaba la trompeta, el violín y empezaba a ensayar con el piano. Aprendía en uno de los mejores métodos de música, muy barato y muy eficaz: el método Alar o algo así. Nuestras músicas se fundieron con las de los cañones y ahí terminó todo. Ni Paganini ni capitán intrépido en el puente de mando del Ciudad de Cádiz. La guerra es como la noche: lo cubre todo. Nos sumergió en ella y cambió por completo nuestras vidas.
En diciembre de 1936 supe por Francisca Burriel —nacida en Calasanz, al norte del pueblo—, por sus dotes de adivinación, que los republicanos perderíamos la guerra de España. «Después —profetizó)— vendrá otra guerra más grande y todavía más cruel que ésta». Nunca se equivocó en sus pronósticos. Yo la conocí en mi casa en Monzón cuando era un niño. Mi madre la llamó para ver si podía enmendar mi conducta o lo que me reservaba el porvenir. La había conocido en Barcelona. Vivía en la calle Balsas de San Pedro. Tendría unos cuarenta años, frente bombeada, ojos negros y tez descolorida. Me puso la mano sobre la cabeza, como el mosén. Me observó durante un rato. Yo sentía como una vibración interior, como un fluido extraño que emanaba de aquella mujer, que penetraba en mí, que me envolvía.
—Francisca —dijo a mi madre—: su hijo Antonio será así hasta los once años. Nada ni nadie lo hará cambiar. Cuando cumpla los doce, cambiará él solo, dejará de ser un revoltoso y será todo lo contrario: justo, fuerte y sabio.
Era una cristiana de aspecto humilde, que lo atravesaba todo: el espacio, el tiempo, el calendario… Curaba sin potingues. Nunca aceptó un céntimo por sus adivinaciones. Tenía un poder inmenso para todo. Mantuve el contacto con ella hasta que la guerra nos separó. En 1943 recibí en Mauthausen una carta suya, enviada a través de la Cruz Roja suiza. «Sé cómo estás —me decía en ella—; te veo, Antonio. No te preocupes. Saldrás con vida». Ella fue la que informaba a mi madre sobre mis tribulaciones, enfermedades y estados de ánimo. Su clarividencia le venía de una fe sin límites. Me veía a mí en Mauthausen como en una pantalla, como en una retransmisión en directo. El hombre usa tan sólo una parte de su energía, una parte infinitesimal de su cerebro. Francisca era una cristiana que no acudía a misa, a los sermones. «Algunos curas —decía— van disfrazados; no es oro todo lo que reluce en la Iglesia».
Francisca me adelantaba el futuro en aquella carta de 1943, la liberación del campo, el viaje a un lugar recóndito del mundo entre grandes árboles y ríos caudalosos, lejos de aquella Europa que tan injusta había sido conmigo.
Francisca llegó a transmitirme algunas dotes especiales de sus poderes de agorera. Supe con veinticuatro horas de antelación que mi vida corría peligro en las próximas setenta y dos horas. Un jaguar merodeaba en torno a las chozas y molestaba a nuestros animales. Quise cambiar lo que ya estaba predestinado. Me tocó perder la mano, arrancada por un disparo de mi propio rifle. Se lo advertí a Irma: «Me va a pasar algo grave». El tiro destrozó la mano derecha y pasó a un milímetro de la cabeza. El arma se disparó fortuitamente aquel 3 de mayo de 1983 cuando preparaba la trampa para el jaguar. Ocurrió a las siete de la mañana. A las tres de la tarde, con la mano colgando y tras una seria pérdida de sangre pudieron llevarme en canoa hasta «Rurre», a donde llegué a las diez de la mañana. Me operó un médico militar de la guarnición, que era de Sucre. La gente se apelotonó en la ventana del hospital. Aquí son muy curiosos. Yo contaba chistes, charlaba con el médico, le relataba anécdotas de mi vida. Se hubiera dicho, por sus gestos, que el herido era él. Era su primera operación de ese tipo. Pocos días después recuperé la presión sanguínea normal. «¿De dónde le viene esa resistencia al dolor?», me preguntaban una y otra vez el cirujano, extrañado, y la enfermera, que era chilena.
Yo fui de los últimos en cruzar la frontera francesa, perseguido por los cañones de Franco. Hice la guerra, pero nadie podrá probar dónde ni cómo, porque no dejé rastro. Es una página en blanco. Los llamados vencedores pidieron mi extradición a Francia con el envío de una falsa lista de desafueros. Al tirabombas que yo debía ser lo acusaban de los peores crímenes durante la guerra civil. «Hay miles de García Barón», me defendía yo ante las autoridades francesas. No pasó nada. El empeño venía de la V Legión Militar, de Zaragoza.
Contaba trece años cuando estalló la guerra civil, diecisiete al terminar. ¿Cómo un muchacho de diecisiete años podía haber causado tanta perturbación como aseguraban mis perseguidores? Había personas interesadas detrás de todas aquellas acusaciones.
Mi primo Paco, que acababa de cumplir el servicio militar en 1946 en Melilla, se dirigió a mí: «Si no te parece mal —me decía en su carta de regreso de Melilla—, paro en Monzón y me quedo allí».
Mi madre aceptó la idea. Mi primo era natural de un pueblecito de los Pirineos. Nuestra casa era grande. A los pocos días de llegar, a Paco se le ocurrió salir a darse una vuelta por el pueblo. Fue a dar al bar Azul. Pidió una cerveza cuando escuchó gritos a su espalda. Le rodeaban una docena de pistoleros. «Le vamos a “pasear”», amenazaron.
Paquito, al que le temblaban las manos, acertó a protestar: «¿Qué he hecho?».
Vino la guardia civil y se lo llevó al cuartelillo. Cruzó el pueblo en medio de la curiosidad general. Mi primo les explicó que se trataba de un error, que llamasen a su cuartel de Melilla, que no había desertado. En efecto, pidieron las referencias y lo soltaron. «Tu madre —me escribió— me vio nervioso y me dijo: “Escapa a Francia, Paquito. Vienen a por ti y la próxima vez te desgracian”».
En uno de los campamentos franceses adonde nos llevaron a los españoles descubrí el valor de la radio, que me ha dado media vida. Era una piedra brillante y mágica. «Parece que no es nada —me dijo José Talón, mi primo, que era electricista en la Bilbaína, la central eléctrica del Cinca—; pero esta piedra que ves aquí tiene poder eléctrico y magnético. Dentro de cinco mil años tan sólo habrá perdido la mitad de su fuerza. Buscaré un par de auriculares, alambre de cobre, una plaquita de cinc y sabremos lo que se dice por ahí de nosotros. Esta piedra hará que el mundo hable». Era la radio de galena.
Las noticias las conocíamos antes de que salieran en los periódicos murales del campamento. La soldadesca francesa se alarmó. En los barracones la vigilancia era férrea. Al entrar nos habían quitado desde los relojes hasta las agujas de coser. Alguien se chivó. Sabían de la existencia de una radio de galena. Lo desmontaron todo, pero no encontraron nada. Escondimos la radio en un tablero de ajedrez. Por la noche armábamos de nuevo la radio con su antena, que de día disimulábamos en una almohada.