3. Los matarifes
Cuando en mayo de 1940 los alemanes tomaron Calais y Boulogne, pensé que lo mejor sería escapar hacia Dunquerque, donde se concentraban las tropas inglesas y francesas en retirada. Nunca podré explicarme por qué Hitler no destrozó a los ingleses en Dunquerque. Lo tuvo en su mano. Mi intención era unirme a las fuerzas británicas y pasar al canal con ellas. Siempre he sentido admiración por los ingleses. Cuando lo de las Malvinas, le dije a Irma: «Pobres argentinos. No saben bien lo que les espera».
Eramos seis ex combatientes republicanos —un catalán, dos de Badajoz, otro de Almería, otro de Jaén y yo, el Maño— los que intentamos dar el salto al canal en Dunquerque. No pudo ser. Al llegar al puerto francés a finales de mayo de 1940, la confusión era absoluta. Los alemanes en su ofensiva, en su guerra relámpago, colocaron a los aliados europeos contra el mar. La única posibilidad de escapar de aquel infierno consistía en el envío de una flota que rescatara a las fuerzas británicas que operaban en el frente europeo. Eso es lo que hizo Churchill. Envió una flotilla de cientos de barcos a Dunquerque, la única vía de escape. Los ingleses del Cuerpo Expedicionario, los franceses, polacos y belgas se defendieron como desesperados mientras llegaban los barcos de evacuación. Había que ganar tiempo. Bajo el cañoneo alemán, junto a una escollera, vi a un ametrallador en su pozo de Dunquerque, en medio de la ratonera, que comía mientras abría fuego con su Bren contra los alemanes y al mismo tiempo, creo yo, dormía. Era todo un ejemplo de sangre fría. La ciudad estaba inundada, en llamas, envuelta en la negra humareda. No se veía a dos metros.
Habíamos tomado el rumbo noroeste tras salir de Amiens por carretera con el resto de los ejércitos acorralados. Los alemanes nos pisaban los talones.
—Si nos ayudan a cruzar el charco —dijo uno de los extremeños—, estaremos para siempre a salvo de los alemanes.
—No seas optimista —respondió el catalán—, lo más probable es que los nazis crucen el canal e invadan Inglaterra.
—Ya pensó en ello Napoleón —tercié yo—. Los ingleses se han salvado siempre. Hitler no podrá con ellos; los admira demasiado. Creo que se decidirá por invadir Rusia.
El almeriense se puso a cantar: «La boca me huele a rancho y el pescuezo a corbatín, las espaldas a mochila y las manos a fusil».
Las escuadrillas de Stukas barrían las carreteras y los accesos a Dunquerque. Viajábamos de noche. Tomamos todas las precauciones posibles. Hasta fumábamos con las manos ahuecadas sobre el cigarrillo. En un cruce de carreteras con terraplenes por todos lados se escuchó la voz de alto de la patrulla inglesa. Nos enfocaron con sus linternas. Ocurrió a unos cincuenta o sesenta kilómetros de Dunquerque. No sabían una palabra de francés ni de español. Vino un intérprete que chapurreaba nuestro idioma. Traía una pistola en la mano. Temblaba.
—¿Qué queréis, de dónde venís?
—Somos españoles —respondí en nombre del grupo— y queremos embarcar con destino a Inglaterra. Pero deja de apuntarnos. Huimos de los alemanes como vosotros; somos amigos. Necesitamos ropa militar inglesa.
—Esta región —dijo— está infestada de paracaidistas alemanes…
No llevábamos armas. Tan sólo unas mantas, material de rancho, una fiambrera y una cantimplora cada uno.
—Creo que podréis embarcar entre nuestros hombres. Vienen a rescatarnos —dijo el centinela inglés.
Al llegar a la playa de Dunquerque, bajo el bombardeo de la Luftwaffe, la acción de la RAF y el fuego de barrera de los barcos de guerra ingleses, vimos cientos de chalupas, embarcaciones de motor, pesqueros, dragaminas, barcazas, vapores de ruedas, yates particulares y hasta buques de los bomberos del Támesis. No pudimos embarcar. A los botes sólo pasaban las agotadas tropas inglesas y contados franceses, que desde las dunas llegaban al mar como sonámbulos. Fue grande nuestra frustración cuando el 4 de junio los últimos barcos que salvaban a medio millón de soldados abandonaron la orilla francesa hacia los blancos acantilados de Dover. Nos quedábamos en tierra, en el continente.
Nuestro segundo plan había entrado en acción al comprobar el 1 de junio que no nos llevarían en la flotilla de rescate. Debíamos cruzar de nuevo Francia para alcanzar la Alta Saboya, donde combatían los guerrilleros españoles, llegar a los Alpes o tratar de entrar en Suiza, país neutral. Nos desprendimos de la ropa militar francesa y hasta de nuestras cantimploras, platos de latón, cuchillos y cucharas. No debíamos levantar sospechas. El catalán cometería luego un grave error. No éramos soldados sino paisanos, civiles refugiados.
Otra vez nos pusimos en carretera de noche. Cruzamos con éxito varios controles alemanes. El catalán, al que llamábamos el Avi, el Abuelo, hablaba bien el francés y conocía el terreno. Había conducido un camión en Francia. Recuerdo que siempre estaba constipado. Fue nuestro guía. Una de las noches dormimos en un pueblo, en un café. La siguiente patrulla no fue tan condescendiente como las anteriores porque un soldado alemán descubrió un jersey militar francés de cuello alto que vestía el catalán. Nuestro proyecto de internarnos en los bosques de la Alta Saboya francesa se terminó allí, en aquella carretera, cuando nos dieron el alto y nos pidieron los papeles. Nos encañonaron. Uno de los centinelas le puso al catalán una pistola en el cuello. «Ustedes son militares, han estado con el ejército francés», gritó el alemán al frente de la patrulla. Eran las nueve de la mañana. Ocurrió en junio de 1940, en dirección a París.
—Vamos hacia Saboya —me defendí yo—; trabajamos allí como leñadores en los bosques.
—Hemos detenido a otros españoles y han confesado que hicieron la guerra en España contra Alemania.
—No es nuestro caso —insistí—; nosotros trabajamos en las cuadrillas de los bosques de Saboya desde antes de la guerra de España.
Nos trasladaron hacia un campamento situado a unos tres kilómetros del puesto de control de carretera. Hice correr la voz: «Acortad el paso». Nos seguía un SS de los servicios especiales con una pistola en la mano. El trigo estaba ya alto. En el campamento había una canasta de pan y latas de sardinas. Estábamos fatigados y hambrientos. Nos doblaron la ración por órdenes de un oficial alemán que hablaba español: «Estos cerdos —dijo señalando a los franceses— ya han comido demasiado. A ustedes les han hecho pasar hambre; coman hasta saciarse».
Nos dieron galletas con mezcla de salvado; algunos soldados nos mostraron fotografías en las que se les veía en diversos frentes de la guerra de España. «Spanier —decían—, buenos días, buenas noches».
Nos las prometíamos felices. De pronto todo había dado un giro de ciento ochenta grados.
—Antonio —me decía el catalán—, mira cómo nos tratan los alemanes, no hay nada que temer.
Falsas esperanzas, aunque un soldado nos explicó mientras nos conducían a otro campamento: «No hay orden de tirar contra ustedes, los morenos». De aquel campamento nos trasladaron a otro y a otro más, en el que habían concentrado a miles de prisioneros franceses. Francia estaba ocupada. Había cesado toda resistencia. La famosa Línea Maginot se demostró que era de mantequilla. Después de llevarnos de grupo en grupo, nos ordenaron que subiéramos a los camiones. El comandante del campamento era un SS vestido de uniforme de tanquista, con su calavera y sus tibias como insignia.
—¿Cuántos años tienes? —me preguntó.
—Diecisiete —respondí—, cumplidos el mismo día en el que ustedes atacaron Francia.
—Eres muy joven —afirmó.
—¿Y usted? ¿Cuántos años tiene usted?
—Veinte.
—¿Y ya es comandante? No le debe extrañar entonces que yo haya hecho toda la guerra.
—Lo sabemos todo de ustedes, los españoles. El ejército francés los ha alistado a la fuerza y los tiene mal comidos y mal vestidos. No deben temer —añadió—. No habrá represalias. No hay malquerencia alemana contra los españoles.
Los nazis nos hicieron prisioneros un día soleado y luminoso. Caminamos durante cuarenta días, entre columnas de tanques y franceses en fuga, a razón de cincuenta o sesenta kilómetros diarios. Fue una marcha extenuante; los buches de agua de la cantimplora, las sardinas y algún paquete de galletas negras eran nuestro rancho. Hasta llegar a Valenciennes no supimos ni siquiera dónde nos encontrábamos. Nos llevaban hacia el Poniente en marchas y contramarchas agotadoras. Se acabaron las sardinas y las galletas, y recibimos la nueva ración: cinco caramelos por cada prisionero. En uno de los campamentos distribuí entre los nuestros, los españoles, cinco patatas del tamaño de un huevo de gallina.
—Poca cosa para tan largo camino —me confió Fermín, el almeriense—. Habrá que administrar la comida.
—A mí —dije— lo que me preocupa es nuestro destino. ¿Qué van a hacer con nosotros? ¿Hacia dónde nos llevan? ¿Qué es lo que pasa?
Tuvimos suerte porque en Lieja (Bélgica) logramos robar varias cajas de pastillas Valda contra la tos de un almacén de productos farmacéuticos. Las carreteras estaban atestadas de refugiados. Una tarde nos llegó el rumor a través de Radio Macuto: nos trasladaban a un campo de concentración en Alemania. En octubre me había enrolado en la Quinta Compañía de Armas de Cambray para cavar trincheras de la «inexpugnable». Línea Maginot. La Guerra Mundial estalló el mismo día en el que cumplí años. Era una mala señal, un mal augurio.
La invasión alemana de Francia, otra vez con los alemanes cara a cara, echó por tierra mis planes: como menor de edad trabajaría en una granja del sur. Eran las cuatro de la mañana del 10 de mayo de 1940. Ese día y a esa hora dejaba de ser militar para pasar a ser civil. Cumplía dieciocho años. Ni siquiera pude hacerme con el billete de tren. Una escuadrilla de Junkers bombardearon la estación. Alguien gritó: «¡Las Pavas!», que es como llamábamos a los aviones. Poco antes, un general del ejército francés nos echó un discurso: «Griten ¡Viva Francia!». Callamos como muertos. Al día siguiente, los franceses traían comida, leche condensada, chocolate, capotes, ropa nueva y caretas antigás.
Así comenzó aquella larga marcha hacia Alemania junto con otros españoles y presos de otras nacionalidades, derrengados, exhaustos, delirantes, con llagas purulentas en los pies cubiertos con sacos. Los soldados alemanes hicieron correr la voz: al que no sea capaz de andar, lo matamos. «Algo grave ocurre para vergüenza de la humanidad», pensé para mí.
Día cuarenta de la marcha: una tarde en Bélgica, en un pequeño nudo ferroviario, los alemanes nos entregaron una vaca y un caballo que vagaban perdidos a orillas de la carretera. De pronto vi brillar cuchillos y navajas como en un poema de García Lorca. Los senegaleses, los argelinos, los franceses, los marroquíes, los españoles se abalanzaron sobre la vaca y el caballo. Los sacrificaron allí mismo, sobre el polvazal. Aún recuerdo los gritos de los dos animales, las voces de los matarifes, excitados y hambrientos, el fulgor de la sangre que manaba de los cuerpos de la vaca y del caballo. Algo había en el descuartizamiento que años más tarde identificaría con el Guernica de Picasso: el toro, los ojos del caballo, símbolo de la crueldad de la guerra. Se disputaban el botín a cuchilladas. Fue una de las cosas más estremecedoras que recuerdo. Algunos, en la disputa de la carne, se acuchillaron entre ellos.
«El que quiera comer que arranque su trozo de carne», ordenaron los alemanes mientras desenfundaban su máquinas fotográficas. Era un festín de buitres. Empezó a las cuatro de la tarde. A las seis, sólo quedaba el esqueleto de los animales y un rastro sanguinolento sobre la carretera.
Yo no corrí hacia mi parte del botín. No hice un solo movimiento. Había comprobado en la guerra de España hasta dónde podía llegar el ser humano en su degradación. El primer carnicero, el que arrancó el primer trozo de aquel percherón, lo exhibió en la punta de su navaja cabritera con la sonrisa del retador y la camisa salpicada de sangre. «Otra vez, otra vez», le pidieron los soldados fotógrafos alemanes entre los relinchos de la pobre bestia. El argelino volvió a hundir el cuchillo en los cuartos traseros del animal.
Me quedé quieto ante aquellos matarifes. Yo estoy vivo por esa contención, ese despego de los actos corales; parado sobrevivo mejor. Hay que saber elegir el momento para la audacia y para la pasividad. Eso va dentro de uno mismo. Siempre reacciono así. Nunca acudo a fiestas con alcohol. Cuando dos borrachos se pelean, doy media vuelta y me retiro. De aquella bestial pelea a cuchilladas quedaron las herraduras del caballo y los cuernos de la vaca, la vergüenza y el «clic» de las cámaras, los clichés, las instantáneas tomadas por los soldados nazis, satisfechos por haber desencadenado tan bárbaro espectáculo. Era para ellos un trofeo de guerra.
En diez o veinte días de marcha no hice de vientre. Esa experiencia clínica creo que les serviría a los médicos. Fue una buena gimnasia para lo que vendría después, la gimnasia del hambre. ¿Por qué el hombre se mata por la comodidad? ¿Por qué no es capaz de acostumbrar su cuerpo tan sólo a lo necesario, de ordenar su vida de una forma más racional y espiritual? Desde esta selva a orillas del río Quiquibey se ve el mundo de otra manera. En mi pueblo, los campesinos decían: «No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita». El hombre de las grandes ciudades se ha complicado la vida: se mete en su coche, invierte horas y horas en llegar a su destino. ¿Quién puede explicarme esa absurda pérdida de tiempo? En fin, puede que me haya quedado anticuado y que viva desconectado de la realidad.
Por fin nos hicieron subir a los camiones. La resistencia había cesado por completo en Francia. A nuestro paso hacia Alemania, tan sólo nos interrumpió algún esporádico tiroteo, algún tableteo aislado de ametralladora. Tumbado sobre la caja del camión, mis huesos hallaron el primer descanso en casi dos meses. Algunos de mis compañeros de infortunio, menos habituados a las caminatas, mostraban los pies lacerados, los ojos hundidos y enfebrecidos y los estómagos enflaquecidos. Un anticipo de lo que nos esperaba en Mauthausen.
Todas las incógnitas se despejaron al llegar al primer campo, en Tréveris. Tréveris, a orillas del Mosela, fue la primera ciudad alemana que pisamos. Me impresionó la cantidad de banderas con la cruz gamada que adornaban la ciudad. También me llamó la atención que hubiera tan pocos hombres; estaban en la guerra. Las banderas venían a ser la expresión de una sociedad militarizada, del fanatismo colectivo. Siempre he sentido asco por las banderas. Eran enormes telas, la marca de la soberbia nazi. En aquel universo tan pulcro, tan pulido, tan ordenado, que escupía por los altavoces los histéricos discursos de Hitler, nosotros parecíamos extraterrestres, seres de otro planeta, un ejército de andrajosos malolientes. No tardarían en acostumbrarse a la llegada de miles de camiones con un cargamento humano parecido. Los alemanes enarcaban las cejas al vernos pasar. ¿Quiénes seríamos? ¿Qué espantosos crímenes habríamos cometido? Vuela el mal con pies de pluma, viene el bien con pies de plomo.
No he matado nunca a nadie. La violencia no va conmigo. He sido una víctima de la historia. Una idea me espantaba: de haber nacido en Renania, podría haberme encontrado allí, entre los que veían pasar a los prisioneros, ebrio de la fácil victoria.
Los 500000 españoles refugiados tras la derrota republicana de 1939 éramos poco más que carne de cementerio. En Francia nos echamos otra vez al monte. Nos vimos obligados a empuñar de nuevo las armas. Hitler escribió en Mein Kampf (Mi lucha) que Francia era el enemigo mortal de Alemania. Les hicimos el trabajo sucio a los franceses, que se negaron a pelear. ¿Dónde estaba aquel pueblo que con tanto patriotismo se lanzó en 1914 a la guerra en defensa propia? Los alemanes llegaron hasta donde quisieron, sin oposición. A los franceses no parecía gustarles demasiado tomar la «escoba», que es como llamábamos al fusil. El francés come bien, viste bien y quiere conservar el pellejo y el nivel de vida. Con sus ochocientos mil soldados y casi seis millones de reservistas era la primera máquina de guerra de Europa. Cuando los ejércitos alemanes invadieron Francia, en junio de 1940, le pregunté a un amigo mío en Cambray.
—Raymond: ¿vas a combatir? ¿Vas a tomar las armas? Tu patria está en peligro.
—Si vienen muchos, echaré a correr —me respondió—. No creo que desborden la Línea Maginot.
—¿Y si vienen pocos?
—Dispararé unos tiros de compromiso y adiós.
Esa era su filosofía. Como vinieron muchos alemanes, cien divisiones, los franceses, presas del pánico, echaron a correr. Los blindados alemanes cayeron como un alud de acero. Fue la pagaille, el caos en las carreteras, ametrallados por los Heinkels, entre gemidos, lágrimas y juramentos.
En Tréveris nos dejaron sueltos durante unos días. Es la ciudad natal de Carlos Marx. Me dediqué a pasear por las termas romanas, por la muralla, el anfiteatro y la catedral. Dicen que la guerra es popular los tres primeros meses. En Francia, la única respuesta fue la huida. La guerra era el deporte, la industria nacional de Prusia. La comida mejoró a ojos vistas: nos dieron alubias con tocino, pan en abundancia, y hasta queso de postre. La nueva dieta y el alto en el camino permitieron la recuperación de los deportados. Los más débiles curaron las ampollas de los pies, fortalecieron sus huesos y llenaron la andorga.
La alegría dura poco en casa del pobre. Al cabo de diez días de delikatessen nos subieron de nuevo a los camiones. ¿Adonde nos llevarían esta vez? Al Stalag 7 en Mosburg. Nos entregaron una chapa de prisioneros de guerra en la muñeca. Después a Nuremberg, donde nos enjaularon en su famoso estadio, que tenía cabida para cientos de miles de personas. Era la capital de los desfiles nazis, copiados del ritual católico que tanto le fascinaba a Hitler. El pueblo alemán sentía una gran pasión por las paradas militares, por las concentraciones de masas. Hitler era un orador muy persuasivo. Les decía a los alemanes, humillados por el Tratado de Versalles, lo que estos querían oír. Aun cuando hubiera un millón de personas reunidas en aquel estadio, cada alemán se sentía mirado, hipnotizado por Hitler. Yo lo vi en Viena. Tenía la mirada del tigre a la vista de la presa, de un magnetismo animal.
Estaba claro que nuestra suerte iba a peor. La abundancia de Tréveris se trocó en escasez al llegar a Nuremberg: un cacho de pan negro, un litro de té y unas rodajas de salchichón, poco más de veinte gramos. Eso era todo. Veinticuatro horas con sólo ese rancho se te hacen largas, interminables. Fue en Nuremberg donde presenciamos el primer robo. El ladrón era un español cabal: Francisco. Buen hombre, y lo siguió siendo. En primera línea fue un gran compañero. Es el primer cambio del ser humano: pocos guardan la compostura bajo el hambre. Comer era una obsesión. Desde mi litera pude ver cómo Francisco se llevaba un salchichón del canasto. De doscientos que éramos, la mitad intentaba robar. Estos hurtos ponían frenéticos a los alemanes, tan ordenancistas, y nos castigaban reduciendo aún más las raciones de comida. Los españoles, hambrientos, se excitaban mucho. Se acusaban unos a otros. Gritaban de hambre dentro de sus cercos de alambre, como animales del zoo.
—Callaos —les aconsejé—; conviene que aprendáis a aguantar la gazuza. Somos los vencidos. No les demos el espectáculo. Este es sólo un principio que nos llevará a episodios peores, a mayores robos, a peores consecuencias. Id educando el cerebro y el estómago para lo peor.
Los alemanes nos observaban de cerca.
Tras el griterío se hizo el silencio. Uno de los prisioneros ladrones se echó de pronto a llorar: «No sé por qué lo he hecho —gimoteó—. No sé por qué lo he hecho».
De nuevo a los camiones; nos trasladaban a la estación de Nuremberg. Destino: Mauthausen. «¿Man qué?», preguntó el murciano a mi lado.