2. La España peregrina

2. La España peregrina

Elegí este recóndito lugar en el Amazonas porque buscaba algo alejado y tranquilo, un lugar habitable, apartado de las grandes ciudades y de los grandes o pequeños avances tecnológicos. Yo no necesito ni la luz eléctrica ni la televisión ni el coche ni el teléfono para vivir. Siempre he pensado que es más importante ser que tener. En mi casa no circula el dinero. Vivimos del trueque: yo te doy un kilo de arroz, un mazo de plátanos o un animal de cría y tú me das vajilla, loza, pilas o fósforos.

Cuando salí del campo de exterminio de Mauthausen, el de los irrecuperables, pesaba poco más de treinta y cinco kilos. Durante dos años llegué a pesar veintiocho o treinta kilos. Ante mi vista se extendía una Europa en ruinas humeantes, llena de escombros y seres perdidos, soldados en derrota y cadáveres en descomposición. Eso es lo que quedaba de la querida Europa. Asesinaron a ocho, diez, doce millones de personas en los campos de exterminio y yo me había librado de milagro. Todavía conservaba pegado a mi cuerpo el olor de los hornos crematorios, marca Topf, la ceniza de los muertos sobre mi cabello y sobre mi piel. En Mauthausen, los libros de los muertos, que llevaba un deportado español, Casimiro Climent Sarrión, recogían 71856 nombres. Nunca se sabrá el número exacto: dicen que quince mil verdugos mataron a 127767 personas. Yo creo que fueron más.

¿Qué podía esperar de aquel continente que me había deparado dos guerras en el espacio de pocos años, la destrucción de mi familia, de muchos de mis parientes y amigos, y una estancia de cinco años en uno de los peores campos de exterminio nazis? Debía buscar a partir de ahora un paisaje nuevo, algo más que aquel trozo de cielo austríaco que veíamos desde Mauthausen, un mundo distinto, renovado, libre de las huellas de Caín.

Durante aquellos años encerrado en el KLReich, el Konzentration Lager Reich, soñé con un nuevo destino, un rincón del mundo en el que Pudiera empezar de cero, un sitio primitivo y a poder ser solitario, a la medida de ese otro hombre que era yo. Al salir del campo de Mauthausen, cuando en mayo de 1945 nos liberaron los soldados norteamericanos, sentía la opresión de aquella ciudad de la muerte, el mundo reglamentado a golpe de vergajo por los alemanes. El guerrero necesitaba reposo y aires nuevos. Me salvaría la jungla, el Amazonas boliviano, sin duda un universo más cordial a pesar de sus monstruosas anacondas, sus pirañas y sus insectos asesinos.

Así fue como llegué a Rurrenabaque, una aldea de mil o mil quinientos habitantes en el alto Amazonas, que mojaba sus pies en el río Beni. Esa aldea es hoy un pueblo crecido de cinco mil habitantes, lleno de motos ruidosas. Durante días me sumergí en el río como para purificarme de los horrores del pasado, para limpiar mi piel de los estigmas, de aquel olor rancio, el sudor de la muerte, una transpiración hecha de fiebres malignas, ulceraciones y patatas cocidas. Quería olvidar Europa. Rurrenabaque era otro mundo. Todo se hacía a mano. Las canoas remontaban el río a golpe de pértiga y remo, los inmensos árboles caían a golpe de hacha.

A los españoles que hicimos la guerra y la perdimos se nos negó una patria, una identidad, una documentación, un alma. Fuimos los apestados de Europa con la campanilla del leproso colgada del cuello. Un amigo francés, Gastón Leval, fue quien me habló de Rurrenabaque, «un lugar —me dijo— de gente sana, que toca la guitarra y sabe vivir».

Yo buscaba un lugar en el que pudiera vivir más o menos como hace quinientos años, sin demasiado desarrollo técnico y, por supuesto, sin hornos crematorios, cañones y carros de combate. «Ya sé que la tecnología no es culpable —le decía a Gastón—, pero ya ves para lo que ha servido: para matar cada vez más y mejor. ¿Dónde crees que encontraré ese paraíso perdido?».

Brasil me negó la entrada, lo mismo que Venezuela, Argentina o el Canadá. Otros españoles tuvieron mejor suerte. Los países civilizados me cerraban sus puertas. ¿Qué culpa tenía yo de haber elegido el bando perdedor, de haber hecho la guerra con los republicanos, de haber combatido hasta el último día en España, de haber huido a Francia con la España peregrina, de haber vuelto a hacer la guerra a los alemanes, de haber caído en aquel pozo negro del campo de Mauthausen, situado a la orilla izquierda del Danubio, el más seguro para los nazis y uno de los más terribles también?

Todo empezó cuando crucé la frontera hispano-francesa con el ejército republicano en derrota.

Habíamos perdido la guerra de España.

Los primeros días, tras la retirada de España a Francia, los de la 26 División los pasamos en una fortaleza situada a unos veinte o treinta kilómetros de la frontera española. Las autoridades francesas nos llevaron allí con ánimo de disgregarnos: la diáspora republicana. Alguien llamó a la nuestra la División de los Pastores. Por allí cruzamos con nuestros rebaños por el embudo que se forma entre Seo de Urgel y Puigcerdá. Por allí dijimos adiós a España. La gente se colocaba a orillas de la carretera para ver pasar a los vencidos. En Seo de Urgel empezaba una estrecha carretera, que tomamos. Se corrió el rumor de que el ejército francés se aprestaba a cerrar la frontera a cal y canto. Tan sólo los civiles podrían franquearla.

El comportamiento de las autoridades francesas fue escandaloso. «Pasaremos por las buenas o por las malas», dijimos. Nos desarmaron o rompimos nuestros viejos fusiles contra los muretes de cemento. Antes venderíamos cara nuestra piel. Aquel 10 de febrero de 1939 agotaríamos nuestras municiones al disparar contra los aviones enemigos desde la misma raya fronteriza, ante la presencia de los fotógrafos. Los de la 26 fuimos los últimos soldados de la guerra en la sierra. Acarreamos rebaños de vacas, caballos, ovejas y muías. Los franceses se quedaron con todo y más tarde lo devolvieron a España. Mientras tanto fue una reserva de comida para nosotros.

Los fugitivos republicanos acampaban en los prados, comían lo que podían, restañaban las heridas. En fila india nos trasladaron al primer campamento, donde hicieron acto de presencia unos señores de empaque, bien vestidos, con sus relucientes relojes de bolsillo. Parecían la caricatura de alguna publicación anticapitalista. Regaron el campo de monedas y cigarrillos. Tenían a punto sus máquinas fotográficas para recoger el sublime instante: los harapientos españoles lanzados sobre las monedas. Nadie se levantó a coger nada. Seguimos como estábamos, recostados, tumbados en el suelo. Los miramos con desprecio. Esos señorones de sombrero de copa no sabían de la dignidad de los vencidos. Los ilustres visitantes redoblaron la rociada de monedas y cigarrillos. Nada. Ninguno de los refugiados movió un músculo. Esa escena se repitió varias veces. Fue la primera coz española a la burguesía francesa y a sus periodistas y fotógrafos ávidos de emociones. Aquello parecía la Comedia humana de Balzac.

Los guardias franceses o senegaleses requisaron, como digo, nuestros rebaños. Yo me negué a abandonar mi burro. Llegó un gendarme de aires mandones y me pidió que me bajara. Le respondí que no, que no me apeaba del burro. Debió ver mucha determinación en mi voz porque se fue al cabo de un rato. Sólo me bajé al descubrir a dos personas de edad, paisanos de Monzón; uno de ellos, Simón, un anciano que me había visto nacer. Le quité los serones al jumento y lo llevé del ronzal. Al llegar al castillo nos obligaron a desprendernos del burro. Nos retuvieron veinte días. Algunos refugiados llevaban consigo sus guitarras y acordeones. De esa manera, con cantes y música, se olvidaron un poco las penas, que eran muchas y profundas, y nuestro lamentable estado físico.

Nos convocaron por los altavoces, nos llamaron por nuestros nombres. Llegaba en el campo de Vernet la primera oferta para volver a España. En esa repatriación estaban por medio los Cruces de Hierro, los fascistas franceses. La propaganda decía que los que regresaran a España serían recibidos con los brazos abiertos. Algunos picaron en el anzuelo. Pronto recibiríamos noticias de los que decidieron volver. «No nos ha pasado nada, podéis regresar», decían. Esa era la artimaña. A los primeros no les pasaba nada, al menos a los que transmitieron el mensaje; pero a los segundos y terceros… También yo recibí la llamada por los altavoces: Antonio García. Me hice el sueco. Hay muchos Antonios García por el mundo; incluso aquí, en Rurrenabaque, en el fin del mundo, me topé con un sevillano llamado Antonio García. Los altavoces del campo insistieron a lo largo del día. El anciano Simón me recomendó que me diera una vuelta por el barracón de mando: «Mira a ver —aventuró—, aunque sea por curiosidad. Puede que sean buenas noticias». «¿Buenas? —repliqué—. No lo creo. El que se fía, muere. Hasta ahora no hemos visto nada bueno ni creo que lo veamos». Decidí echar un vistazo, curiosear un poco. Había frente al barracón una fila de unas treinta personas. Al entrar me encontré con un oficial del ejército francés, seco de carnes, de expresión afable, de pelo blanquecino.

—¿Antonio García? —preguntó—. ¿Su segundo apellido?

—Barón.

—A usted es a quien buscamos. Siéntese, por favor; póngase cómodo. Usted tiene familia en Francia; le reclaman. Uno de sus parientes ha depositado veinte mil francos para que pueda comprarse ropa y se reúna con ellos.

Yo tenía la mosca detrás de la oreja. El oficial me señaló un coche negro, de cortinillas bajadas, de aspecto fúnebre. Cualquier muerto podría haber aceptado de buen grado aquel coche para su entierro.

—Antonio García Barón: puede subir al coche; es usted libre, un hombre afortunado. Puede marcharse.

Al ver mi cara de desconfianza se atrevió a echarme un discurso:

—Es usted joven, diecisiete años, tiene toda la vida por delante, veinte mil francos, una familia que le acoge y un brillante porvenir.

—Sí, pero mi porvenir está en América; quiero irme lejos de aquí.

—Es usted menor de edad; le han tachado de la lista de candidatos a la emigración.

—Es una trampa. Donde no me mete usted es en ese coche fúnebre en el que sus pistoleros me esperan con las metralletas cargadas. Dígales que se vayan; en caso contrario dieciséis mil hombres romperán las alambradas y caerán sobre ustedes.

—Si se insolenta, le hago detener ahora mismo —se enfureció el oficial.

—Dé usted el paso. Ya sabe lo que le espera.

Salí de allí de estampida para refugiarme en el corro de los amigos. En ese momento, a una seña del oficial, arrancó el coche fúnebre. «Ese coche —dije a mis amigos— era mi ataúd».

Los Cruces de Fuego pretendían saber quiénes eran los jefes republicanos, nuestros mandos de la 26 División, formada por cenetistas y anarcosindicalistas. Nunca lo supieron. Se inventaron nuevas artimañas. Todos éramos iguales; nadie entre nosotros llevaba un galón. Por eso se les ocurrió ofrecer una paga a los suboficiales, oficiales y jefes. Creo recordar que a un sargento le ofrecían cincuenta francos; a un capitán, quinientos; a un comandante, mil; a un jefe de brigada, mil quinientos, y a un jefe de división, tres mil. Los altavoces llamaron durante una semana. No se presentó nadie. Entonces recurrieron a otra estratagema: colocaron en el mural un anuncio en el que ofrecían un dinero a los jefes republicanos para sus gastos personales. El que más gastara se delataría. Se presentaron cuatro de nuestros cocineros con sus grasientos mandiles. «Somos los jefes», dijeron y se llevaron el dinero. Compraron patatas, cebollas, pepinos, pimientos y sardinas en escabeche, y lo repartieron todo entre nosotros ante la rabia de los franceses. «Nom de Dieu, nom de Dieu», protestaban.

Nos quejamos a la dirección porque semanas después empezamos a criar forúnculos y pupas como consecuencia de la pésima alimentación. Nos comían los piojos en medio del lodazal. La ración de agua era de un cuarto de litro por cabeza y día, tres mil litros de agua potable o semi-potable para dieciséis mil personas. Eso es lo que nos regalaba el socialismo francés.

A mi primo José, que estaba en la barraca 13 —la mía era la 12—, sus hermanos lo buscaban en Francia. Lo tacharon de asesino. José decidió jugarse la vida porque lo perseguían en los dos lados. Le denunciaron sus propios hermanos a las autoridades francesas. Logró cruzar clandestinamente la frontera española y se instaló en casa de mi madre, en Monzón, donde permaneció dos años escondido en una tinaja que había en las falsas, el camarote de los trastos viejos. Fue un milagro porque mi casa estaba vigilada. Los civiles esperaban también mi regreso con los fusiles en ristre. Para entonces había muerto mi padre. El certificado atribuyó el fallecimiento a una angina pulmonar; pero la verdad es que había padecido mucho. Hasta su muerte nunca dejé de comunicarme con mi madre.

El contacto desde Bolivia a Monzón se hacía por carta a través de un librero amigo. Era un riesgo, pero el librero se prestó a ayudarnos. Yo no las tenía todas conmigo porque podían acusarle de conspiración y de ayuda a un rebelde, y eso pesaría sobre mi conciencia mientras viviera. Nuestro maestro llamaba a eso «la censura de la conciencia». Las cartas de mi madre llegaron luego recortadas. Pedí que me enviara un libro que se titulaba 22 recetas industriales. Me llegó cortado por la mitad. Unos familiares que me arrebataron nuestras propiedades, llenos de remordimiento me ofrecieron un dinero. «Una pistola os vigila —contesté a su ofrecimiento—. Nunca más me llaméis primo». Me hicieron llegar un montón de billetes por medio de una prima que estaba casada con un refugiado, comandante de la 44 División, que también estuvo en Mauthausen. «Antonio —dijeron—: es todo para ti, para que no nos guardes rencor». Nunca he sido rencoroso, pero nunca he aceptado dinero de manos criminales; y menos, de los que fueron corresponsables del sufrimiento de mis padres.

Los franceses nos trataron muy mal. Cientos de miles de los nuestros —andrajosos, hambrientos y famélicos— vivieron una doble derrota. A algunos les quedó tiempo y humor para cantar:

Allez, allez, reculez, reculez

que tenéis que echar el pie

desde Cervera a Argelès.

Llegaban desde la Junquera, Puigcerdá, Le Perthus, Saint Cyprien, Port Bou o los pasos de montaña para conocer la hospitalidad francesa. Fue una vergüenza. Recuerdo unas palabras del escritor soviético Ilya Ehrenburg, en las que se hacía eco del recibimiento de medio millón de españoles en derrota: a cada seis hombres —cito de memoria—, les dieron un panecillo y un poco de agua sucia. Los trataron con increíble desprecio, mientras que en París el ministro de Asuntos Exteriores dé Hitler, Ribbentrop, era objeto de una fastuosa recepción. Cuando se habla de aquellos tiempos, es mejor olvidar la palabra justicia.

Nos invadieron los piojos, la sarna y las pústulas. Sufrimos de disentería y otras plagas. Eramos les sales rouges, los sucios rojos, caídos en mala hora sobre los bancales de arena de Argelés-sur-Mer. Mi compañero el anarquista Miguel Giménez tuvo el valor de dirigir una carta desde la barraca 152 al ministro francés del Interior. Le informaba que los barracones de madera, de piso de tierra, eran de una superficie de ciento veintitrés metros cuadrados para ciento diez hombres. Hasta mayo nos tuvieron sobre el barro. No había luz ni calefacción bajo la tormenta, el granizo y la nieve. Febrero, marzo y abril. Arena, viento, nieve, ratas. Nos desparramaron por las playas; separaron a las mujeres de los hombres. Olía a pus, a gangrena, a heridas ulceradas, a mierda y a pis. En la primera oleada murieron treinta y cinco mil españoles. Ciento cincuenta mil volvieron a España. Los soldados senegaleses no nos perdían de vista un solo minuto. Uno de ellos voló por los aires con una granada: pegó un balazo a un español. Desde el principio fueron advertidos de que los rojos españoles eran capaces de comerse vivos a los franceses. Mientras nos despiojábamos unos a otros, inventamos esta canción:

Negros senegaleses,

sois negros como el tizón,

tenéis los ojos amarillos:

la madre que os parió.

Un cariz muy distinto tuvo nuestro regreso del campo de exterminio de Mauthausen en 1945. Era otra Francia la que nos recibía. Había degustado las hieles de su propia derrota, la humillación, el desprecio. La derecha de De Gaulle nos trató mejor que los socialistas. Teníamos ropa, comida, medicinas y vivienda gratis. El viaje desde el hotel Lutecia, el centro para los repatriados, se llevó a cabo desde París a Toulouse dos meses después de nuestra liberación por las tropas norteamericanas. Fue la apoteosis para mil o mil quinientos españoles. Era un tren especial para los deportados. En cada estación nos recibieron con bandas de música que tocaban La Marsellesa y la Canción de los guerrilleros, y con vino, flores y pasteles. Hombres y mujeres se venían hasta nuestras ventanillas con sus regalos y sus sonrisas. Fue una reparación moral para los supervivientes españoles. También los franceses habían sufrido. Ahora sabían de la guerra y sus secuelas. En los andenes nos esperaban algunos de los diez mil guerrilleros españoles que combatieron en Francia contra los nazis: «De cada cinco guerrilleros de la resistencia francesa —dijo el inglés Anthony Edén en la Cámara de los Comunes—, tres eran republicanos españoles». Ayudaron a liberar ciudades como Toulouse, París, Vichy, Clermont-Ferrand, La Rochelle y tantas otras. Hicieron cerca de diez mil prisioneros y mataron en combate a unos tres mil nazis.

Los amargos días pasados en el campamento francés y más tarde en Mauthausen me dieron tiempo para pensar en el tipo de vida que más me convendría si lograba salir de aquello. Al llegar a Toulouse, la terminal de la liberación en 1945, había elegido ya entre el dinero, el lujo, una posición social y una vida más sencilla, sin los mecanismos de codicia que generaban el odio y la competencia. Era la herencia, la inspiración de mis padres, de mosén Cosme, de mis compañeros de lucha e infortunio y de doña Francisca, la vidente. Ellos fueron mi universidad, la verdad y la vida.