1. El contador de relámpagos

1. El contador de relámpagos

El autobús descendía en zigzag desde los 4725 metros del altiplano boliviano en el paso de la Cumbre hasta los doscientos metros del alto Amazonas. El paisaje, sobre todo las profundas barrancas, era como para quitar el hipo. Las peligrosas curvas en forma de herradura se sucedían una tras otra. En el asiento de al lado, una india de dos trenzas y sombrero hongo, vestida como las lagarteranas o charras salmantinas del XVIII, amamantaba a un niño recién nacido, de ojos como el carbón. Me han dicho que fue un comerciante inglés el que introdujo, a principios de siglo, la extraña moda del bombín en las mujeres. Los hombres se tocan con el chullo, el gorro multicolor.

Mientras el autobús de la Flota Yungueña llamado Papá Corazón Soltero abandonaba La Paz, la capital más alta del mundo, yo recordaba los motivos del viaje. A mediados de los años ochenta, ni siquiera recuerdo la fecha exacta, llamó mi atención un reportaje de Antonio Calvo Roy, publicado en el dominical del diario madrileño Ya. Se titulaba «Por fin, libre» y se abría con la fotografía de un hombre de unos sesenta y tantos años, bien conservado, de mirada desafiante, manco de la mano derecha, con una vieja escopeta de caza sobre la mano izquierda en medio de la selva; estaba tocado con una gorra militar y con la camisa del mismo género. En la presentación del reportaje se decía lo siguiente: «Luchó junto a Durruti en la guerra civil española. Huido a Francia, defendió la Línea Maginot junto al ejército francés. Apresado por los nazis, fue deportado al campo de exterminio de Mauthausen y cinco años después fue liberado por las tropas aliadas. Había colaborado por algún tiempo con el maquis y tras su liberación trabajó como ingeniero en París; pero, para él, la libertad no estaba en Europa. Antonio García Barón el español la encontró en el alto Amazonas. Por fin, libre».

Después de leer la crónica con detenimiento y subrayar algunos de sus pasajes, la dejé en el archivo. Pensé que Antonio García Barón debía de ser un personaje apasionante. Vive la destrucción de España; decía Ganivet en 1896 que entre los españoles «hay una tendencia irresistible a transformar las ideas en instrumentos de combate». Vive también la destrucción de Europa, la de su propia familia; combate en las filas anarquistas de la columna Durruti, escapa a Francia; los alemanes, contra los que ha luchado en nuestra guerra civil, le pisan los talones. En el frente francés libra su segunda guerra contra ellos. No puede volver a Monzón (Huesca), su pueblo. Las autoridades del nuevo régimen español han puesto precio a su cabeza. Antonio García Barón construye trincheras en la Línea Maginot, combate de nuevo a los nazis y trata de escapar junto con las fuerzas británicas en Dunquerque; pero, como tantos otros republicanos españoles, queda tirado en sus playas mientras contempla desilusionado cómo aquella improvisada flotilla de barcos de fortuna enviada por Churchill surca el canal a toda máquina hacia los blancos acantilados de Dover.

Después intentará abrirse paso hacia los bosques de Saboya con la intención de unirse al maquis. Antonio no lo logrará porque una patrulla de la Wehrmacht le hace prisionero, le obliga a marchar durante cuarenta días, lo mete en un camión, lo envía a Alemania, y desde Nuremberg, hacia una aldea austríaca, cuyos paisajes bucólicos admiró Mozart. La aldea se llama Mauthausen y está situada a pocos kilómetros de Braunau-Linz, la ciudad en la que nació Hitler.

Era el descenso a los infiernos.

Años después revisaba mi archivo de «temas interesantes» cuando reapareció el reportaje sobre el español que vivía como un Robinsón en el alto Amazonas. De nuevo sentí algo parecido a un chispazo eléctrico: la memoria de Antonio García Barón vino de nuevo hacia mí, fresca y retroalimentada. Fue como una predestinación. Esta vez no dejaría que el español se me escapara. Devoré otra vez las líneas, algunas de ellas subrayadas, del reportaje sobre el deportado de Mauthausen que se refugia en las orillas del Amazonas, se casa con una mujer de sangre india, nieta de un japonés que combatió en la guerra del Chaco, y tiene cinco hijos. Es una especie de argonauta, un Francisco de Orellana que desprecia a una Europa cubierta de millones de cadáveres y se embarca hacia el Génesis. Antonio, según su carné de combatiente deportado a Mauthausen, había nacido en Monzón (Huesca) el 10 de mayo de 1922. Acababa, pues, de cumplir los setenta.

Por un hombre con esa biografía merecía la pena viajar a Bolivia e internarse en el Amazonas, que reúne casi la mitad de todos los organismos vivos del universo. Yo lo veía así: ha sufrido lo indecible, ha pasado cinco años en uno de los peores campos de exterminio de la órbita nazi, cuya existencia niegan ahora los revisionistas de la historia; tan sólo mil quinientos de los siete mil o quién sabe si diez mil o doce mil prisioneros españoles de Mauthausen, considerados como subhombres, salieron con vida de allí cuando fueron liberados por las tropas norteamericanas, el 5 de mayo de 1945. Al salir, vestido aún con su traje a rayas, Antonio se pregunta: «¿Adónde ir ahora? ¿Qué hacer con mi cuerpo y con mi alma?». Rotas las amarras con su patria, España, Antonio el aragonés «franco, fiero, fiel, sin saña», empujado por su temperamento, su ansia de libertad total, decide elegir la selva amazónica. Aquel 5 de mayo ha visto a sus pies una Europa en ruinas. ¿Qué puede ofrecerle un continente maldito que fabrica más de noventa millones de cadáveres en el espacio de treinta años? A García Barón no le gusta que le dicten las letras de sus canciones. Su destino está en otro lado, en la otra orilla, donde Antonio sea dueño y señor de sus actos, presidente de su propia República, la República del río Quiquibey, en el alto Amazonas, donde crecen árboles de cincuenta metros que proyectan una sombra de medio kilómetro. El gobierno boliviano le contrató para contar relámpagos.

La naturaleza está de moda. Pienso que si no nos la dieran gratis, le haríamos más caso. Después de la guerra y la deportación, de aquel horror que no cabía imaginar que se repetiría tras la Gran Guerra (1914-1918), Antonio García Barón, el hombre que nunca lloró, elige la libertad lejos de las grandes ciudades, en la inocencia a veces letal de la selva virgen. Si debía empezar de cero hacia el infinito, su destino sería esta vez el río-mar de las Amazonas. Contaba con unas manos hábiles y encallecidas y una cultura campesina.

«Nunca más» rezaba el cartel colocado después de la II Guerra Mundial en las puertas de los campos de exterminio de Bergen Belsen, Dachau, Auschwitz, Treblinka, en el mismo lugar en el que los nazis, con su sádico sentido del humor, habían escrito: «El trabajo os hará libres». Era «el ano del mundo» descrito por un jerarca nazi. Pero García Barón sabía que la humanidad tenía mal remedio, que los demonios familiares volverían en forma de injusticias, abusos sobre los débiles, limpiezas étnicas, castigo de las minorías y quién sabe si los perros de la guerra de Shakespeare desatados de nuevo en el mismo escenario.

Yo veía a Antonio como un precursor, el hombre que cumple ese sueño que has tenido tantas veces, pero que no has querido o no has podido realizar. Va a salir vivo del infierno, se le concede el don de la segunda vida, de la reconstrucción del cuerpo, del redescubrimiento del mundo. Salta del círculo de tiza caucasiano y busca un universo más limpio, con la pureza del Génesis, para construir la vida nueva. Tras la claustrofobia y la tortura del campo de exterminio explora los espacios libres, abiertos. Esa era más o menos la idea que me había hecho en la cabeza, el retrato-robot del personaje. ¿Habría caído en la idealización de una vida? ¿Respondería Antonio a esa hipótesis de trabajo? De los datos y las fotografías que facilitaba Calvo Roy en su reportaje se desprendía —tras sus ojos azules y centelleantes— un espíritu vivo, lleno de energía, que vivía en una cabaña sin electricidad ni teléfono, a horas en canoa de la primera aldea civilizada. Para subir en balsa de Caranavi a Rurrenabaque, los indios empleaban treinta días.

Fue allí, en Caranavi, donde Mariano Mustiales vivió sus treinta últimos años. Mariano y Antonio son dos almas gemelas; aragoneses, cenetistas, han hecho la guerra civil en la columna Durruti y los dos eligen Bolivia para empezar una nueva vida. Mariano, en Caranavi, y Antonio, en el Quiquibey. Mi amigo el médico de Mondéjar, Manolo Millón, me había hablado mucho de Mariano Mustiales, que era primo carnal de su madre, Carmen Catalán. «Mariano —me decía— era de Maella como nosotros, en el bajo Aragón. En la madrugada de un día de diciembre de 1943 lo fusilaron ante el muro del panteón de Joaquín Costa. Un tribunal de guerra lo condenó a muerte por rebelión armada. Al pobre tío Mariano lo tuvieron más de un año en una celda de la cárcel de Torrero en Zaragoza esperando la muerte por fusilamiento. Todavía le temblaban las piernas cuando vino de Bolivia en 1977 con la amnistía general y paseábamos por el Retiro de Madrid. Su único pecado fue la afiliación a la CNT y sus años de guerra. Cuando lo llevaban al paredón con las manos atadas, gritó como sus tres compañeros: “¡Viva la República!” Lo pusieron contra el muro, sonó la descarga y el tío Mariano cayó al suelo sobre un charco de sangre. Despertó entre cadáveres cuando lo llevaban en un camión. Por si acaso se hizo el muerto. Lo metieron en un ataúd. De un golpe con las rodillas hizo saltar el ataúd y se puso a gritar socorro. Se encontraba en el cementerio de la cárcel de Torrero. El disparo que le atravesó el pecho no interesó órganos vitales. Llamaron a un guardia civil para que le diera el tiro de gracia, pero tuvo suerte: el guardia se negó. Pasó por varios campos de concentración. En 1948 escapó con su mujer y su hija a Francia; desde allí, con la ayuda del IRO (Organización Internacional para los Refugiados), viajó a Bolivia, donde le esperaba un trozo de tierra en plena selva. Le perdonaron la vida por influencia del capellán castrense: si mi tío se casaba por la Iglesia con su compañera, le conmutarían la pena de muerte por la de cadena perpetua. Murió en 1978, cuatro meses después de empezar a cobrar su pensión. “Los aragoneses —dijo el general Palafox en el segundo sitio de Zaragoza— sólo se rinden después de muertos”».

De los españoles que llegaron al campo de Mauthausen en la primera oleada, tan sólo unos pocos salieron con vida. Antonio fue uno de ellos. El hombre es más débil que la mosca, pero más fuerte que el acero. García Barón salió de Mauthausen muy delgado y con la espina dorsal averiada. «Los guardianes del campo me rompieron la columna vertebral —añadía el deportado— entre la quinta y la sexta vértebra. En Francia los médicos me hicieron radiografías y no se explicaban cómo podía caminar con la espalda rota. Nadie aguantaba más de veinticinco vergajazos de los guardianes de Mauthausen sin desmayarse. Yo recibí muchos más de la cuenta. Después de los latigazos había que dar las gracias al verdugo como era de rigor en el campo. Me dejaron sin nalgas: toda la carne es nueva. Nadie sabe lo fuerte que es la naturaleza humana».

De regreso a Francia, Antonio estableció contactos con el maquis español, entró clandestinamente en España.

Fue la última aventura de García Barón en su patria. A partir de entonces diría adiós a las armas, a la batalla, a la política. Trabajó como técnico en la Pathe Marconi, la empresa discográfica francesa, como especialista en materiales plásticos. Aquella vida no le satisfacía. Buscaba otra más a la medida de sus aspiraciones, pero no llegaba el visado para la soñada América. Al fin recibió el permiso para viajar a Bolivia e instalarse allí. Llegó a La Paz, vivió en la capital boliviana durante unos meses, hizo algún trato con una firma discográfica, que no aceptó sus revolucionarios planes, le hablaron, como antes lo había hecho un amigo francés, de una aldea tranquila en la región del Beni, Rurrenabaque, en plena selva del alto Amazonas. Residió un año en «Rurre», descubrió su tierra prometida, su utopía a orillas del río Quiquibey, vivió de la caza y la pesca, a seis horas en canoa de la aldea. Aquí, por fin, la tierra era de quien la trabajaba. Cultivó plátanos, arroz, tabaco, maíz, yuca, cacahuetes. Se casó con Irma y tuvo cinco hijos: «Quisiera olvidar contigo lo que los ojos del hombre nunca debieran haber visto».

Ya es abuelo de nietos crecidos. Una trampa para cazar jaguares, una escopeta con el gatillo atado por un hilo a un trozo de carne, se le disparó a boca de jarro, destrozándole la mano. «Ahora el brazo derecho termina en un muñón a la altura de la muñeca».

Antonio enseñaba a sus hijos a leer y escribir. Poco a poco, hasta la vida somnolienta de Rurrenabaque, pueblo de mil habitantes, se le hizo demasiado agitada. Viajaba con la imaginación y el recuerdo a través de las ondas de la radio: no se perdía los boletines informativos de las emisoras europeas y norteamericanas de onda corta. Su visión del mundo no cambiaba. Antonio se revolvía lleno de indignación contra la suerte de los pueblos centroamericanos agredidos por sus ejércitos y sus oligarquías, contra la suerte de los musulmanes bosnios, contra la suerte de los palestinos asediados por los mismos que sufrieron el Holocausto. «Puñado de cenizas / vagabundo entre la tierra y el cielo». En la Jerusalén de nuestros días, ¿quién recuerda el grito de las víctimas?

Antonio decidió perdonar a sus verdugos. «Aquí —decía al periodista—, me he encontrado con nazis, pero les he dado la mano. Alguno de ellos me ha propuesto dedicarme al narcotráfico, pero yo no consiento. Eso, aquí, es mucho dinero y muy fácil, pero soy tonto y burro y no quiero. Yo fui al frente, en España y en Europa, por una idea. Hoy día esa idea no sirve para nada, todo está degenerado. Sólo se vive para ganar más y más dinero». Éste era el último mensaje que Antonio el español transmitía a principios de los años ochenta desde las orillas del río Quiquibey.

Fue entonces cuando decidí emprender la búsqueda de Antonio García Barón. El primer paso lo di en dirección al descubridor del protagonista de la historia, Antonio Calvo Roy, pero en el diario que publicó su reportaje nadie supo darme razón. Habían transcurrido ocho o diez años y ya no tenían referencias del autor del reportaje. La primera flecha erró el blanco. Quedaba la segunda pista, la esencial, Rurrenabaque, el pueblo al que Antonio llegó desde La Paz. Lo que parecía sencillo al principio terminó por complicarse más de lo que yo hubiera deseado. Ese nombre enrevesado, Rurrenabaque, no se por qué me sonó de pronto a brasileño; de modo que fue a Brasil hacia donde dirigí mis pesquisas.

El nombre de Rurrenabaque no aparecía en ningún diccionario conocido, en ningún atlas, ni siquiera en la Enciclopedia Británica. Mis viajes hacia otras tierras me hicieron olvidar la «operación Robinsón». Cuando me invitaron a dirigir el programa de Televisión Española «En portada», pensé que la vida de García Barón podría resultar atractiva para el telespectador. Los compañeros del programa lanzaron sus tentáculos en varias direcciones: nada, ni rastro de el español. En Brasil, adonde llamamos, nadie había oído hablar de esa aldea perdida en el Amazonas, Rurrenabaque, ni del río Quiquibey. Lo peor que le puede ocurrir a un investigador o a un periodista es que se atasque en la idea fija, en este caso Brasil, sin sondear otras alternativas geográficas. Yo había conocido el Amazonas en Brasil y en el puerto fluvial de Iquitos en el Perú; pero al obsesionarme con el Brasil, guiado por nombres que me parecían brasileños, me empantané en la investigación. Todo sucedió porque, presa de la impaciencia, no fui capaz de hacer una lectura cabal del reportaje. En él, Calvo Roy daba por sabido que el Beni era una región del alto Amazonas boliviano.

A pesar de los viajes y otras ocupaciones, el nombre y la peripecia vital de García Barón rondaban por mi cabeza hasta que una tarde de verano en Madrid, de calor intenso y calma chicha, de ocio y sudor, decidí invocar el abracadabra: «Rurrenabaque, Rurrenabaque, Rurrenabaque», repetía una y otra vez como en un «mantra» tibetano. Carmen, que tomaba el sol en la terraza y conocía mi obsesión por ese nombre y por el hombre, me invitó con estas sencillas palabras a empezar por el principio: «¿Pero, has consultado bien el Atlas?». La mirada se me fue hacia el Atlas Grolier, el único que no había consultado, perdido en las alturas de la biblioteca. Tomé el Grolier de un salto y antes de que mis pies tocaran suelo había dado en el índice onomástico con el nombre de Rurrenabaque. Me restregué los ojos para comprobar que no se trataba de un espejismo. No. Tras el nombre, el Atlas norteamericano daba las coordenadas. Corrí hacia la página 14-B2 y allí los pocos y mal guiados conocimientos que uno tiene de geografía universal se vinieron abajo: Rurrenabaque, no demasiado lejos del Brasil, pertenecía a Bolivia, a la tierra que tomó el nombre del libertador Bolívar. Besé lleno de entusiasmo las tapas acolchadas del Grolier, que había logrado lo que no pude con el infalible South American Handbook, edición de mediados de los ochenta. Allí, en la página 14, tenía la respuesta a mis largos devaneos geográficos y amazónicos. «Manu —me castigué—: escribe cien veces Rurrenabaque es Bolivia, Rurrenabaque es Bolivia…».

Como ocurre en tantas ocasiones, lo que era indescifrable hasta entonces empezó a cobrar sentido, a convertirse en algo sobre lo que de pronto todos parecían tener noticia. Roto el sortilegio, todo el mundo parecía saber dónde se encontraba Rurrenabaque, el río Quiquibey, el río Beni, afluente del Mamoré. Pocos días después conocí a alguien que había estado en Rurrenabaque: nada menos que mi amigo el periodista boliviano Juan Carlos Gumucio, corresponsal de El País en Beirut y el Oriente Medio. Al preguntarle por la aldea de la región del Beni, Juan Carlos abandonó su vaso de gintonic y con su vozarrón dijo: «Estuve allí hace muchos años en un disparatado viaje a la selva».

La descripción que me hizo Gumucio se correspondía al pie de la letra con lo que yo había imaginado: un pequeño hotel con mirador de madera, el inmenso río y los manglares, hamacas, mosquiteros, monos inquietos, flamencos y papagayos, ron, mulatas, un minúsculo aeropuerto, traficantes de cocaína, caucheros, indios que fingían los dolores del parto mientras daba a luz la mujer, calles sin pavimentar, humedad, un mercadillo lleno de chucherías de contrabando. O sea, un cruce entre un exótico telefilme del «Equipo A» y Pantaleón y las visitadoras, de Vargas Llosa. Ya me veía a popa de la piragua, vestido con un chaleco de pescador de caña como mi amigo Miguel de la Quadra-Salcedo, viejo frecuentador del Amazonas, rumbo a la República del Quiquibey apartando caimanes con la pértiga, entre ruido de cacatúas y peligro de turbiones, rápidos, remolinos y pirañas. «Paz para el boliviano secreto, como una piedra de estaño», escribió Neruda. En su gráfico lenguaje, Gumucio me habló de un aeropuerto fabricado con una rociada de cemento, de una torre de control que se confundía con la vegetación de la jungla, de aviones inciertos bajo tormentas tropicales, de avionetas de cocaineros. A medida que caían los gintonics que nos servía Enrique Morales, Juan Carlos adornaba aún más los misterios de la selva alto amazónica, un jardín de las Hespérides, el territorio de lo mágico y lo imprevisible. Esa misma noche, sin más tardanza, llamé por teléfono a la centralita de La Paz. Sí, comprobé con alivio que la operadora sabía muy bien dónde se encontraba Rurrenabaque. Lo malo era que al carecer la aldea de teléfono directo debía establecer contacto por radio. «Por Radio Serrano», añadió la telefonista. «Señor, dígame con quién quiere hablar y a qué hora; debe ser una hora fija». «Con el alcalde de Rurrenabaque —respondí— y a las ocho de la noche, hora de La Paz», pedí sin más dilación.

Desde mi descubrimiento de la aldea había entrado en esa fase de ensimismamiento y agitación que producen las vísperas de los grandes reportajes. Revisé en el archivo las notas tomadas en mis viajes a Bolivia, las llamas y alpacas, la puna brava, el Titicaca y hasta las memorias del Che Guevara, caído en la Quebrada del Yuro. Nunca había visitado la Bolivia amazónica. Sin pérdida de tiempo envié un fax a las hermanas Gisbert, dueñas de la mejor librería de La Paz, situada no lejos de la plaza Murillo:

«Envíenme por favor lo que tengan sobre Rurrenabaque y la región del Beni».

Pocos minutos después sonó el teléfono. Era mi llamada a La Paz. «Le voy a pasar con el alcalde de “Rurre”», dijo la operadora. Tenía el alma en vilo. Habían pasado años desde la publicación del reportaje sobre Antonio. ¿Seguiría allí, se encontraría bien, podría dar por fin con él después del interminable «mensaje a García»? Entró por el auricular un sonido de radio, lleno de interferencias y ecos. Escuchaba de pronto el código de comunicaciones militares: «cambio», «corto». «Aquí el alcalde de Rurrenabaque», dijo una voz acogedora desde el fin del mundo. «¿Qué se le ofrece, señor periodista español?». Se me ofrecía Antonio García Barón. «Cambio y corto». «No, usted no corte ni cambie», me reprendió la telefonista. La respuesta me tranquilizó. Sí; Antonio vivía, era muy popular en toda la zona, pero cada vez bajaba menos a «Rurre», donde tenía una hija casada con Adolfo Diéguez. Le pasaría al yerno el aviso de mi llamada y mi intención de llegarme hasta el Beni para entrevistar al ex deportado español en Mauthausen. Le di las gracias al alcalde. Cambié y corté.

Al cabo de un par de semanas llegó por vía aérea un paquete de libros sobre el alto Amazonas enviado por las eficaces hermanas Gisbert. Debía situar al personaje en su espacio geográfico, para mí desconocido. Mientras tanto establecí contacto con el Lloyd Aéreo Boliviano, la compañía de bandera de La Paz, para conocer los vuelos hacia «Rurre» o hacia la vecina población de Reyes. En efecto, había vuelos en alguna compañía interior, aunque el schedule, el calendario y el horario, debían de ser aproximados, dependían de lluvias y borrascas. De todos modos el viaje era posible en bus con la Flota Yungueña.

La literatura enviada desde La Paz me puso al corriente de la prosa, la poesía y la letra pequeña de «Rurre»: «Enclavado a orillas del majestuoso río Beni, con una longitud de 67 grados 30' 30", latitud 14 grados 30' y 275 metros sobre el nivel del mar». Resultaba que aquel pueblo que tanto me costó identificar era «la perla turística del río Beni», «una hermosa tierra enclavada en las últimas estribaciones de la cordillera, en serranías por las que serpentea el río Beni, caudaloso en tiempo de lluvias y manso de aguas verdes en los meses de junio, agosto y septiembre». No fue menor sorpresa comprobar que una localidad que me resultó tan escurridiza fuera «el retiro predilecto de turistas que año tras año llegan atraídos por su paisaje pintoresco, lugares de veraneo, pesca, piscinas naturales de sus arroyos». Hasta tenía gastronomía propia, como un plato criollo, el dunucuavi, pescado cocido en hoja o tacuara.

La nota sobre «Rurre» se refería también a cuarteles, escuelas, kindergarten, a hoteles de un par de estrellas, como el Tacuara, a la alcaldía municipal, que por entonces ocupaba la ilustre dama señora Esmerenciana Ferreira de Castro, y a la base naval. Porque Rurrenabaque tenía una base naval, la de Ballivian, en homenaje al héroe de la guerra contra Perú a las órdenes del capitán de fragata Mauro Castellón Céspedes. «En el año 1844, el general José Ballivian, capitán general, presidente constitucional de la República, autorizó al poder Ejecutivo la delimitación de los límites del departamento del Beni, erigiendo su capital en el punto denominado Rurrenabaque». Todo esto sonaba bien, con mucho ringorrango, pero el informe añadía que después de 1844 «Rurre» había sido abandonado por las autoridades «tanto departamentales como nacionales y ni siquiera ha logrado su delimitación jurisdiccional, situación que hoy se hace conflictiva para el cobro de las regalías madereras, que le arrebatan sus vecinos».

La economía no parecía muy boyante. Los proyectos de doña Esmerenciana, la alcaldesa, la canalización, la reforestación de la plaza, mejoras en el hospital para lograr la erradicación de la tuberculosis, «enfermedad que aqueja a nuestra bella población», la nivelación de los valles, una alcantarilla y una capa de asfalto, etc., esperaban la inyección de fondos. Al ayuntamiento de «Rurre» le faltaba lo que mantenía a flote a los otros pueblos del departamento del Beni: la ganadería. El problema mayor no era otro que la mala administración: «Nuestro atraso —añadía la nota de Temas benianos— se debe a que los dineros que deben ser invertidos y repartidos en cada rincón son malversados y utilizados en algazaras, y vilipendiados a gusto de malas autoridades».

En pocos días me convertí en un experto en poesía beniana, en ganadería beniana, en flora y fauna, en hamacas y mosquiteros. Un texto de Carol Rivero me puso al día sobre los secretos de las hamacas del Beni: «atada a dos horcones, la hamaca simboliza tradición, holganza y querencia. Cuando los misioneros llegaron para catequizar las tribus mojenas, los naturales ya la usaban. Estaba hecha de corteza de bibosi, cascara molida y bejucos entrelazados. “En el Beni, que antes se llamaba Mojos (de ahí lo de tribus mojenas), una casa sin hamaca es como una pampa sin tabijos, una laguna sin peces, una selva sin palmeras, un Chaco sin yuca, una banda sin taquiraris y un domingo sin buris”». Este desmesurado amor a la hamaca descubría una maravilla: el amor a la holganza, la voz inteligente de la pereza.

Algún ilustre historiador sostiene que la decadencia de la región del Beni comienza con la expulsión de los jesuitas por Carlos III. Los jesuitas fomentaron el estilo barroco y la pintura, de un lujoso bizantinismo «porque era el que más podía deslumbrar a la imaginación pomposa y complicada de los indios».

Me he empapado de poesía beniana con sus ecos de Baudelaire, Rubén Darío, Lorca, Juan Ramón Jiménez o Neruda:

Por las orillas de los esteros

tiende su nieve la garza real

y hacia los ojos de un cocotero

viene un gran loro dicharachero

con su bullanga de colegial.

El Beni en el que habita el español es en el verso de Horacio Rivero,

torrente y bosque, liana, pampa, monte,

torpeza de rugir, luz de concierto,

singa, canoa, estancia, madriguera;

y es madurez de fruto y clorofila

resurrección de signos y alcabalas.

Oh, este hombre del Beni hecho de agua,

de hamaca, de melaza y de torrente;

oh, este hombre del Beni hecho de lodo

que es domador, delfín y siringuero (cauchero).

En fin, que en palabras de Pedro Shimoshe «hemos visto al toro cornear la noche en el rugido del puma» en esa tierra «bañada en leche de zayal y almendra».

En el libro de Benianos ilustres figuraba un paisano de Bermeo, monseñor Carlos Anasagasti, franciscano y obispo de Beni en Trinidad, la capital. Los vascos exportamos armas y misioneros. En su reducción de Moxos, los jesuitas vascos enseñaron a las tribus a bailar el «espata-dantza».

Escribí una primera tanda de cartas dirigidas a don Antonio García Barón. Al cabo de varios meses no había recibido respuesta. Repetí las cartas, enviadas a Rurrenabaque, el Beni, con sello de express. Tampoco esta vez hubo suerte. Don Antonio mantenía silencio desde las orillas de ese río:

Y cruzas murmurando ritornelos

hacia el mar voraz, do no regresas,

y te cubre la muerte con un velo

y sucumben los cisnes de tristeza.

¿Qué hacer? La tentación era demasiado fuerte como para sucumbir de tristeza como los cisnes del Mamaré de Hormando Ortiz. Tantas dificultades no hacían sino acrecentar mis ganas de viajar a Bolivia. Hasta que un día me eché el petate al hombro y pedí un billete hasta el aeropuerto de La Paz, el más alto del mundo con sus 4300 metros. Aquí se aterriza más lento que en otros aeropuertos.

Al desembarcar en El Alto pasaría como siempre unos momentos de estupor y atontamiento como consecuencia del «soroche». «El contrabando perjudica el progreso», leo en un cartel. En el hotel me ofrecerían una taza de mate de coca y hasta botellas de oxígeno para caso de urgencia. Al llegar al aeropuerto de La Paz, algún compañero de viaje trastabilló en la escalerilla, afectado ya, al menos psicosomáticamente, por el mal de altura. Uno de los bolivianos que esperaban nuestro vuelo llevaba en la mano un balón de oxígeno del tamaño de un extintor de incendios en lugar de un ramo de flores. Siguieron las primeras migrañas, las primeras palpitaciones, el primer conato de dificultades respiratorias. «Pobres europeos y pobres gringos», parecían decir los de aduanas, habituados a desmayos y desfallecimientos. A un gringo pelirrojo y panzón, entrado en años, tuvieron que proporcionarle aire extra en el ambulatorio del aeropuerto. El gringo tiene ese mítico respeto que proporciona el dólar. Para los indios de los Andes, cualquier extranjero es un gringo. Durante la guerra de los Estados Unidos con México, cuando los soldados norteamericanos entraban en territorio mexicano, cantaban una canción: Green bells, green bells. (Campanas verdes). Los mexicanos entendían «gringos, gringos» y se quedaron con el mote para siempre. «Recuerden —se lee en las guías de viaje de los gringos— que a los indios no se les debe llamar indios. Es un insulto. Se les debe llamar campesinos». El 70 por 100 son indios; el 25 por 100, mestizos, y el 5 por 100, europeos.

La Paz, capital en plena expansión de este país del tamaño de España y Francia juntas, la República de Bolívar y más tarde de Bolivia, se organiza por lo menos en tres niveles. 1) La zona del aeropuerto de El Alto, donde viven los pobres. 2) La capital, un poco más abajo, a 3636 metros. 3) El último escalón hacia la zona residencial de la Florida, donde viven los ricos, que respiran así mejor. Una de las sectas anuncia el Apocalipsis en la publicidad de vallas. «¿Para qué ir a la luna si se puede ir a La Paz?», se preguntaba un periodista gringo de la UPI.

A paso lento, hay que ahorrar energías, me dirigía hacia el mostrador de vuelos nacionales. Pregunté cuándo salía el avión para Rurrenabaque. «No sale», respondió el empleado de la compañía Transaal. Cancelado. Cancelado indefinidamente. «Las lluvias, señor». Una contrariedad llegar al Oriente boliviano en época de lluvias. Resignado, tomé un taxi hacia mi hotel de La Paz, el Sucre, en la avenida del Prado. Di los buenos días al centinela, el majestuoso y nevado monte Ilimani, más allá de los polvorientos eucaliptos desperdigados por la ladera. En una agencia de viajes pregunté, descartado el avión, por la mejor forma de llegar a la Amazonia. En un viaje que hice a Bolivia en 1976, los periódicos anunciaban a bombo y platillo la apertura de la ruta hacia el Oriente, el Beni. En esta nación de comunicaciones imposibles fue una gran noticia. Entró en funciones el autobús, que es el alfa y la omega en la vida de los indios, los cholos (indios con gotas de sangre blanca) y los blanquitos más pobres. Los ricos viajan en avión. De esa forma se pasaba del altiplano hostil, helado, desolado y estéril a las yungas (del quechua yunca), los valles cálidos y al Oriente amazónico. ¿Por qué los habitantes del altiplano no bajan al valle y la selva donde la vida es más fácil y llevadera y el clima más piadoso con el hombre? Porque quieren vivir y morir donde nacieron, en su madre tierra por áspera que esta sea.

La Flota Yungueña viajaba hasta «Rurre». No había tiempo que perder. Mi corazón batía por dos razones, por la influencia de la altura y por la incógnita de la respuesta que obtendría del huidizo don Antonio que habitaba en el bostezo verde, en su bajío del Quiquibey. Al llegar a la estación de autobuses en el barrio de Villa Fátima, los «cargadores», tan sólidos como sus colegas «sherpas» del Nepal, vinieron hacia el extranjero: «¿Viaja con la Flota?». Mi primera preocupación fue la de conocer el tiempo que invertía la Flota en llegar a «Rurre». «Doce horas», me dijo uno; «Dieciocho», otro; «Veinticinco», otro. Y otro, más cínico, añadió: «No tenga penas; lo peor son las primeras veinte horas de viaje». En la pizarra de la estación había escrito con tiza: «Todo despacho de cartas de encomienda se debe hacer sólo en sobre Manila».

Dos madereros hablan de los efectos de la inundación que ha cancelado vuelos, ha aislado pueblos y ha cerrado vías de paso. Hoy, el pasaje de la Flota con dirección a Rurrenabaque está completo. Compro el billete para el día siguiente por la noche, a las ocho y media. Tengo tiempo para volver a la librería Gisbert, sentarme en las escaleras de la plaza Murillo, frente al palacio Quemado, para contemplar una vez más esa escena de capital de provincia: niños y mamás que dan de comer a las palomas, vendedores de fósiles y cachorros, cotilleos y habladurías de vecinas en esa Puerta del Sol que La Paz dedicó al héroe de la independencia. Aquí el paisaje no cambia. Es el mismo que descubrí en mi primera visita: los fotógrafos, los heladeros, los niños, el callejeo de los militares sin graduación…

Todo en Bolivia, la nación más india de América, alguien quiso llamarla Bolindia, es aproximado, parece calculado a ojímetro. Hasta tiene dos capitales, Sucre y La Paz. La misión de la ONU certifica la extensión del país en 411127 millas cuadradas; el Atlas de Oxford, en 415000 millas cuadradas; el South American Handbook, biblia de los viajeros gringos y europeos, en 419470 millas cuadradas; la Enciclopedia Británica, en 424127; el Atlas Collins, en 507000; el Atlas Bartolomew, mi preferido, en 514000 millas cuadradas. Es una hermosa nación sin hacer, la primera que se alzó contra España en 1809 y la última en lograr la independencia. Es la única que nunca ganó una guerra. Perdió frente a los chilenos la costa del Pacífico; y frente a paraguayos, la guerra del Chaco en 1935. Los indios de la meseta fueron llevados a patadas hacia esa guerra que dejó a la altura del barro a los ineptos militares bolivianos y a sus asesores alemanes. Era tal el tormento de la sed que los indios, mal vestidos y alimentados, carne de cañón, se bebían su propio pis. Pero la deshidratación era tal que hasta les impidió fabricar orina. «Ni siquiera podíamos llorar, no salían lágrimas», confesó uno de los excombatientes del Chaco. Los indios se adaptaron muy mal a las tierras bajas. Les hicieron picadillo; hubo casi 100000 muertos. «Bolivianos, el hado propicio…». Así empieza el himno nacional. «Bolivia —escribió John Gunther— es la nación más melodramática del continente». Lo es sobre todo durante el Mundial de fútbol, metáfora de su tendencia al «melo».

Antofagasta, que ahora pertenece a Chile, es otra de las espinas clavadas en el corazón boliviano, pulverizada su moral nacional por derrotas militares, corruptelas oficiales. «Antofagasta es y será boliviana», «Antofagasta volverá a la patria». Cervantes, que antes de escribir El Quijote llegó a pedir plaza en La Paz como corregidor, acuñó la frase «Vales un potosí», por el cerro rico de la ciudad del altiplano boliviano. Se ha dicho que en Indias, distraído con la política y el bienestar de alguna encomienda, nunca hubiera empezado El Quijote. El Potosí de hoy es Santa Cruz, «la andaluza», alegre y bullanguera. Los paceños hablan con un punto de envidia de los progresos de la ciudad cruceña, en pleno despegue con la ayuda de la cocaína, la agricultura, el algodón, la ganadería y el petróleo. Es el resultado de la Escuela de Chicago, la de Milton Friedman, el apóstol del monetarismo salvaje, y la Escuela de Al Capone. Como en el Potosí de la época de las vacas gordas, en la que hasta los mendigos comían con cubertería de plata, Santa Cruz fue en los años setenta y ochenta punto de cita de gángsters, aventureros y especuladores. La coca de Santa Cruz es la de mayor calidad del mundo. Han pasado los tiempos, principios de siglo, de la fiebre del caucho. Las peleas callejeras como en el Potosí de la edad de oro eran frecuentes en Santa Cruz. Las bandas rivales ajustaban sus cuentas a tiros. Algo de lo peor de Europa y América bullía en Santa Cruz. El nazi Klaus Barbie le organizó un ejército al narcotraficante Roberto Suárez, dueño de una flota de aviones, de aeropuertos de la pampa y la jungla, y hasta de bombarderos. Los fascistas italianos eligieron a Santa Cruz como su refugio. Tenía ese aspecto de ciudad salvaje del Oeste, donde se reparte el botín, de fortunas rápidas y propinas ostentosas de los barones de la droga. Poco a poco se fue calmando.

En el palacio Quemado, sede del gobierno en La Paz, hay siempre algún coche diplomático que aparca, una puerta que abre el chófer de librea, un embajador que desciende con sus cartas credenciales en la mano. Este palacio con su cambio de guardia, sus soldados bajitos, vestidos como en una opereta del XIX, las ha visto de todos los colores. Se diría que todavía huele a incendio y brasas.

Bolivia tuvo en su primer siglo de vida cuarenta presidentes, seis de ellos asesinados en su mandato, y 187 sublevaciones armadas. Más golpes de Estado que años de vida independiente. Desde el balcón de este palacio, el presidente Belzú, uno de sus primeros ocupantes, lanzó una proclama marxista antes del nacimiento de Marx: «Compañeros —dijo el fogoso político descendiente de españoles—: la propiedad privada es la fuente principal de ofensas y crímenes en Bolivia. Basta de explotar al hombre. ¡Abajo la propiedad privada!».

El presidente Melgarejo (1864-1871), herido en su orgullo porque se negó a acudir a una recepción diplomática, le subió al embajador de la Gran Bretaña a lomos de un pollino y de un palmetazo los envió a dar tres vueltas a la plaza principal de La Paz. Como represalia, la emperatriz Victoria ordenó el inmediato bombardeo de La Paz por la flota de Su Majestad. Los edecanes tuvieron que explicarle a la emperatriz que los cañones de los barcos de guerra de Su Majestad no alcanzaban territorio boliviano. «Bolivia no existe», gritó Victoria, y suprimió el país de un plumazo sobre el mapa.

El presidente Manuel Belzú hubo de hacer frente a cuarenta levantamientos sociales y militares en sus siete años de mandato. «Bolivia es ingobernable», sentenció mientras tomaba el camino del exilio europeo. Volvió más tarde para intentar un pronunciamiento —que fue la industria nacional junto con la coca— contra el presidente Melgarejo, el hombre que vendió a las compañías extranjeras las minas y las empresas bolivianas, y a los brasileños, una parte del territorio nacional. Barbudo, valiente, inculto, bronco y hasta brutal, dotado de una fuerte personalidad, borracho profesional y mujeriego insaciable, que asaltaba la alcoba de Juana, la Lucrecia Borgia altiplánica, el déspota Melgarejo perdió todo el apoyo de los suyos, las grandes familias y el ejército cuando Belzú regresó a La Paz para enarbolar la bandera constitucional.

Manuel Isidoro Belzú se instaló en el palacio de Gobierno. Mariano Melgarejo ideó una treta para conservar el poder. Sus leales lo llevaron prisionero hasta el despacho presidencial donde se rendiría a Belzú. Cuando el nuevo presidente se dirigía hacia el general para saludarle, Melgarejo, al que acompañaban sus coraceros, sacó una pistola del bolsillo y lo mató de un disparo. Después, mientras humeaba aún el cañón del arma, salió al balcón y gritó a la muchedumbre congregada en la plaza: «Belzú ha muerto. ¿A quién debéis saludar ahora?». Los mismos que pocos momentos antes reclamaban su caída y su muerte gritaron electrizados: «¡Viva Melgarejo!».

Así se escribía la historia en la plaza Murillo. Años después, Melgarejo, el hombre del caballo blanco, al que expulsaron de palacio, murió balaceado en Lima por el hermano de su amante, Juanacha, el coronel Aureliano Sancha. No fue el último de los «caudillos bárbaros» de Alcides Arguedas. A Melgarejo, Napoleón le parecía mejor general que Bonaparte. Era francófilo vocacional. Cuando supo, estando bajo los efectos del alcohol, que los franceses declaraban la guerra a Prusia en 1870, aprestó la tropa y tomó el camino de París para salvar a sus adorados franceses. Al cabo de unos cuantos kilómetros de marcha dio orden de volver grupas: París quedaba demasiado lejos. Cuando lo traicionó un buen amigo, Melgarejo se quitó la camisa y disparó sobre ella: «Confianza —dijo— ni en mi camisa».

Estos últimos tiempos hay un intento de recuperar la figura de Melgarejo. El novelista Néstor Taboada lo ve como una síntesis de Bolívar y Napoleón. Es un «tirano romántico» o el «Atila boliviano», según se mire.

El golpe de 1940 llevó a este palacio al presidente Enrique Peñaranda. Su madre, al conocer la noticia, pronunció esta frase para la historia: «Si llego a saber que mi hijo Enrique sería un día presidente, lo hubiera enviado a la escuela». Los aliados norteamericanos, que necesitaban el estaño de Bolivia, le nombraron doctor honoris causa por varias universidades.

A otro presidente, Gustavo Villarroel, las clases medias, soliviantadas, lo arrancaron de su despacho, lo desnudaron, lo colgaron boca abajo de un farol de la plaza Murillo en 1946. Era el día de la Bastilla. Villarroel, el Perón boliviano, socialista y populista, con impregnaciones del fascismo, con sus aspiraciones de héroe proletario, precursor del MNR, pronunció otra frase digna de ser recordada: «No soy enemigo de los ricos, pero soy más amigo de los pobres». Los sublevados se inspiraron en las fotografías de Mussolini, colgado junto con su amante, Claretta Petacci, en una plaza de Milán. Poco después los rapazuelos de La Paz jugaban al juego del ahorcado. Hoy se han acabado los sobresaltos. Es un país sin inflación, de presupuesto equilibrado, que crece a buen ritmo y al que llegan las inversiones extranjeras.

Los yuppies de La Paz, con sus teléfonos portátiles en la mano, hablan de «la revolución liberal» y de la modernización. Unos más ricos y otros más pobres. Lo nunca visto: rascacielos y embotellamientos de tráfico en El Prado, la calle central; pero un niño de cada dos no va a la escuela y la tuberculosis ha crecido un 400 por 100.

Cené un lomo a la tablita y trucha asalmonada del Titicaca en el Club Alemán, el restaurante preferido de Klaus Barbie, jefe de la Gestapo, el carnicero de Lyon (1942-1944), de su amigo el coronel Hugo Banzer y hasta del ex presidente Paz Estenssoro, caudillo de la revolución de 1952 que nacionalizó las minas. Ya en 1908 el Gobierno de Berlín obtuvo carta blanca económica en La Paz. Cuando el general Ovando le sacó del poder, al jefe del Movimiento Nacionalista Revolucionario, un compromiso entre las clases medias dinámicas y la clase obrera, el general golpista le lanzó una curiosa oferta: «¿Qué prefiere, el cementerio o el aeropuerto?». Con buen criterio, porque más tarde volvería al palacio Quemado tras unas elecciones que ganó el MNR, Paz Estenssoro, el tímido profesor de Hacienda en la Universidad de Buenos Aires, eligió el aeropuerto.

Visité la confitería Club de La Paz, de elegantes espejos, cuartel general del torturador nazi Klaus Barbie. Olía a hojaldre. Al carnicero de Lyon le gustaba mirarse en ellos: se veía guapo, limpio y ario. Tres relojes redondos incrustados en la pared dan la hora de Los Ángeles, Nueva York y La Paz, pero no la de Berlín. Ventiladores de aspas, paredes forradas de madera, lámparas circulares de hierro, mesas redondas de tapete verde, suave al tacto, sillas con respaldo en forma de X. Klaus Barbie, refugiado en Bolivia desde 1951 con el nombre de Klaus Altmann, se tomaba aquí sopa gulash y espumeante cerveza servida en jarras metálicas de Baviera. La generosa Bolivia los acogió a todos, víctimas y verdugos, a Antonio García Barón y a Klaus Barbie, entre otros. La confitería es propiedad de un alemán. La camarera que me sirve una infusión de mate de coca no recuerda cómo se llama: «El señor Kempa o algo así», dice ruborizada. «Sí, hemos oído hablar del señor alemán Klaus Barbie; eso sucedió hace muchos años. Se sentaba allí, en la mesa del fondo, bajo los relojes».

El criminal de guerra nazi fue deportado a Francia en 1983 y sometido a juicio en Lyon. A lo largo de sus treinta y dos años en tierras bolivianas fue nombrado teniente coronel del Ejército, trabajó como consejero de los servicios secretos y contribuyó a la captura y ejecución del Che Guevara, traficó para los altos mandos en armas y drogas, ayudó a la creación de los escuadrones neonazis, «los novios de la muerte», y viajó a Europa y Estados Unidos con pasaporte diplomático boliviano.

La camarera de la confitería Club de La Paz me señala una enorme máquina de café, marca Urania: «Dicen que al señor Barbie le gustaba mucho el café; ¿le hace una tazita?», pregunta con una sonrisa. La buena moza quechua se ha creído que pertenezco al club de fans de un viejo actor alemán llamado Klaus Barbie.

Algunos bolivianos aseguran que su cocina es la tercera del mundo después de la francesa y la china. Este pueblo invertebrado con el que uno no puede menos de solidarizarse en sus glorias y desgracias necesita argumentos de afirmación nacional. Bajo la bandera roja, amarilla y verde que flota sobre una choza de adobe en un pueblo andino perdido se puede leer esta frase, henchida de patriotismo de la ex nación marítima: «Bolivianos. El mar es un derecho. Recuperarlo es un deber». Los coches exhiben pegatinas de «Bolivia, mar». El pueblo más pobre de América después del de Haití mal puede presumir de potencia gastronómica. Su civilización es la de la patata, que los indios del altiplano comen deshidratada, helada: el «chuño». Se cuentan ciento doce clases de patatas. En la zona oriental dominan el mango, la papaya, la naranja, la granada o el plátano. He comido con gusto las salteñas, esos panecillos que son una especie de empanadas con trozos de carne de vaca o de pollo, algo de legumbre, pasas y salsa picante, y he bebido unas copas de pisco marca Singani. Estaba listo para la aventura del descenso al alto Amazonas.

En los alrededores de la estación, los vendedores ambulantes ofrecían su mercancía sobre las aceras. Hice acopio de naranjas y de agua mineral. El autobús estaba ya completo desde el atardecer. Como los indios del Hindustán, los «indiecitos» y los cholos de Bolivia viajan con su casa a cuestas. Todos compiten por el espacio, se apretujan, luchan por cada palmo de su territorio. A mi lado, la india de bombín y «pollera colora» devolvía al recién amamantado a su manta enrollada a la espalda. El autobús es la unidad de destino; y el conductor, al que llaman «maestro», el rey de la creación. Entre barrancas, precipicios sin fin y diabólicas curvas, Salvador, el chófer de la Flota Yungueña, obra el milagro de llevar sanos y salvos a sus pasajeros, que van cubiertos, por los aguaceros que nos esperan, de ponchos cochabambeños y polleras del altiplano. El conductor es el demiurgo. Ha puesto música a bordo para que discurramos mejor por esta tortuosa geografía: «Maru, maru, marujitaaaaa», canta una tonadillera mientras el autobús Papá Corazón Soltero avanza por los desordenados suburbios de La Paz hacia mayores alturas. A derecha e izquierda surgen entre débiles luces de candil los puestos callejeros que ofrecen desde cabezas reducidas hasta fetos taxidermizados, bloques de incienso, huesos y calaveras que protegen contra el ángel de la muerte, bebedizos, pócimas y potingues, hierbas para el hígado, el riñón y la tensión arterial, y amuletos de la Pachamama y Viracocha. «El cielo más puro de América», aseguran los folletos turísticos. Hasta los años setenta no crearon el servicio de bomberos: en estas alturas, tan pobres de oxígeno, no arde nada. Subimos por encima de los cuatro mil metros. Estamos ya entre nubes. Gime el viento. En las estribaciones de la cordillera, llamas y vicuñas pastan en un terreno baldío, en el que apenas si crecen algunos matojos de caña brava. En los caminos, cruces de muertos. Un pastor, de rostro asiático y torso ancho, sentado junto a un arroyo que lleva agua cristalina y helada, tocado con cubrecabezas de lana, como una cresta de gallo con orejeras, mastica hoja de coca. Tiene los labios manchados de verde. Hay viajeros que se preguntan qué sería de estos hombres y mujeres más cerca que nosotros de las estrellas si no contaran con el «acullico», la hoja de coca, que les da la vida, les quita el apetito y gran parte del sueldo; «reparador de la fatiga y morigerador del hambre», que diría Said Zeitum. Antonio García Barón me hablaría con sarcasmo de la «bendita coca», que cercena la esperanza de vida, embota el cerebro, apaga la vista y sojuzga a los indios. El presidente Sánchez de hozada esmalta de preocupaciones indigenistas su discurso neoliberal. Un indio aimara, Víctor Hugo Cárdenas, ha llegado a la vicepresidencia de la República. Agustín de Foxá le preguntó a un peón indio: «¿Qué haces?». «Por aquí, tristeando…». Han hecho un verbo de un adjetivo: yo tristeo, tú tristeas. ¿Recuerdan su antiguo imperio abolido?

Enciendo un cigarrillo. La combustión es tan lenta que tardaré veinte minutos en fumarlo. Por estos cerros pelados y las tupidas selvas a las que nos acercamos marcharon los argonautas de Pizarro y Orellana. Un agricultor labra la tierra ingrata, desolada, con un arado romano. Sólo falta el sonido triste de la «quena». Pronto cae la noche. El camino es sinuoso en esta carretera hacia el cielo. Dos amamantamientos de la india a su hijo y el autobús empieza a descender hacia los fabulosos Yungas, los valles tropicales. De vez en cuando la policía detiene el autobús y comprueba los papeles de los viajeros. Los niños vendedores de plátanos, uvas, peras y manzanas corren hacia Papá Corazón Soltero, que parece resoplar tras el esfuerzo. El cóndor pasa. Según dice el refrán, «gallinazo no canta en puna».

El paisaje va a cambiar del gris y el ceniciento hacia el verde en la garganta entre la montaña y la jungla. En Undivari nos paran los «leopardos», los agentes contra el narcotráfico formados por los Estados Unidos. Algunos agentes de la DEA (Servicio antinarcóticos de los RE. UU.) han cometido auténticas barbaridades contra los indios quechuas y aimaras. Una teoría de galpones se alinea junto al precipicio. Los chavales juegan al fútbol en la carretera. Los viajeros de vejiga floja mean debajo de un cartel que dice «Prohibido orinar bajo multa de diez bolivianos». No es mucho si se tiene en cuenta que en 1985 pagué dos millones de pesos por un bocadillo y cinco millones por un almuerzo ligero. Así estaba de pobre la moneda nacional. Tres policías de paisano silban en vano a los que orinan contra la roca. Los «leopardos» escalan hacia el techo del autobús. Pronto escarban entre las maletas los sacos de maíz y fruta, las mochilas de los gringos que viajan en la parte de atrás de Papá Corazón Soltero. Los «leopardos» cortan con sus cuchillos los bramantes que sujetan los bultos; piden llaves de las maletas. Esto va para largo.

—¿Qué es lo que buscan? —pregunto a un blanco de sombrero pampeño—. Ésta no es «la autopista de la cocaína» que conduce al Chapare…

—¿Qué cree usted? La droga, mamá coca. Primero fueron el oro y la plata; luego, el estaño, el caucho, la goma del Amazonas y las maderas preciosas; y ahora, la cocaína. Hemos pasado de la economía del estaño a la economía de la coca, una tercera parte del Producto Interior Bruto. Somos siete millones de pobres cuando podríamos ser siete millones de ricos…

—Pero este autobús va de La Paz al Beni; y la droga viene del Beni hacia La Paz…

—Lo que oye. Algo tienen que hacer, ya que la agricultura de recambio no prospera. Prosperan los narcos. Esto es como ponerle puertas al campo. Todos los días lo mismo. ¿Qué esperan encontrar en nuestras maletas? La droga va por otro lado, en aviones particulares, en camiones con paso franco. Cada cual cobra su sobresueldo en droga, de menor a mayor. Es la aritmética de la supervivencia. Del arroz, le dirán los campesinos del Chapare, obtendrá una cosecha; de la coca, cuatro. No lo dude. Si un día acaban con el cultivo de la coca, estallará en Bolivia una revolución…

El registro dura una hora y media. Una infusión de mate en la caseta «Santa Rita» y Salvador, el chófer, llama a los viajeros a golpe de bocina. Un pasquín nos recuerda que está prohibido talar con motosierra «mará, roble y cedro». La lucha por la vida para unos, la codicia para otros esquilma bosques y desnuda selvas. Salvador, entre nubes y jirones de niebla, reduce la velocidad. La cercanía del valle verde parece animar a los viajeros, les suelta la lengua lejos ya de La Paz taciturna. Desde el asiento de atrás, un viejo de bigote entrecano y piel ennegrecida por la dureza del clima me pregunta si he tenido dificultades con la respiración.

—No demasiadas —respondo.

—Mire, señor —dice con el acento de quien es autoridad en la materia—: eso es pura sugestión. El que está sano no tiene por qué sufrir de mal de altura. De todos modos, por aquí ya los forasteros respiran mejor.

Mi vecina india, como recuperada del torpor, hace bailar a su hijo al son de la melodía con la que Salvador nos obsequia ahora. La madre mueve los brazos y los pies del bebé al compás de la música. La vegetación abre el apetito de los viajeros, que mondan naranjas y mandarinas. Huele a peladura. Otros mascan pipas de calabaza. Mi vecina ha ganado terreno poco a poco. Hay que sobrevivir. El recién nacido me despierta del primer sueño a golpe de piececitos sobre el cuello.

Nuevas barreras de la policía. Las últimas llamas triscan en abruptas laderas. El padre José de Acosta escribió en el siglo XVII en Historia natural y moral de las Indias: «Dios les dio a los indios la llama porque sabía que eran muy pobres». El conde de Keyserling, enfermo por la puna en el altiplano, se topó con un rebaño «que recorría la comarca vendiendo su estiércol a los hombres ateridos, y vi la llama conductora, un corpulento animal que llevaba suspendida del cuello una cajita para el dinero, y cobraba y custodiaba el importe de la venta». El indio, sospechoso de todo, baqueteado, se defiende con la hoja de coca, el silencio y la evasión. Teme y oculta sus emociones, impenetrable, humillado por la historia. Un nuevo control de los «leopardos» cazadores de droga. ¿Se atreverían a detener el coche oficial del general-presidente Luis García Meza Tejada, que en un año se labró una fortuna de cuarenta millones de dólares sólo con sus negocios en el tráfico de estupefacientes? Ese año se dijo que había empezado a llover cocaína sobre Bogotá, destino de los aviones que desde Bolivia transportaban la droga bajo órdenes del ministro del Interior, coronel Luis Arce Gómez. Un campesino que cultive la coca ganará veinte veces más que un maestro. ¿Habrían sido capaces estos «leopardos» de confiscar los seis camiones cargados de oro robado del Banco Central por el efímero presidente coronel Natush? Como recompensa, al coronel Natush lo ascendieron a general con la esperanza de que en un impulso patriótico devolviera el oro robado. Bolivia es diferente. El general intentó tres cuartelazos más.

Golpes de Estado y cocaína. Los mineros de la Central Obrera Boliviana, del «Siglo XX» y Catavi han descendido a la selva del Chapare. O han emigrado a la Argentina. En uno de los levantamientos militares, sus jefes estaban tan persuadidos del éxito de la operación que convencieron a los directores de los periódicos de La Paz para que titularan en primera página, a toda plana: «Triunfó el golpe». Los periódicos se distribuyeron sin novedad, pero la intentona fracasó. Se vieron obligados a lanzar a la calle la segunda edición con el nuevo título: «Fracasó el golpe».

El dictadorzuelo García Meza —el primer mandatario narcotraficante del hemisferio, lo llama Vargas Llosa— empezaba sus discursos de esta guisa: «Las Fuerzas Armadas, intérpretes auténticas de los deseos y aspiraciones del pueblo real de Bolivia…». Su protegido, el cocainero, uno de los barones de la droga, Roberto Suárez, se ofreció a pagar la deuda externa boliviana. Alguna vez nos hemos preguntado si de verdad existe Bolivia, tan viva y desarticulada que, desde su independencia en 1825, ha redactado dieciséis constituciones y ha sufrido doscientos cincuenta gobiernos, incluido el de Melgarejo, el «caudillo bárbaro». Sí, Bolivia existe contra vendaval y marea. Son muy patriotas. Puede que si se toman unas copas se pongan a gritar: «¡Viva Bolivia!».

Es la nación interrumpida, inacabada. Ni siquiera han terminado la catedral, cuya construcción empezó poco después de la independencia. Los contrabandistas pagaron gobiernos y entraron en ellos como ministros. Roberto Suárez, el «zar de la droga» con sede en Santa Cruz, detenido por fin en 1988, es nieto de un embajador de Bolivia en la Gran Bretaña. Se hizo tan rico con la cocaína que llegó a fundar su propia República, con escuelas propias, clínicas, iglesias. Dormía con un revólver de cachas de plata. El día de su cumpleaños lanzaba sobre sus súbditos una lluvia de dinero contante y sonante, un maná de pesos sobre la manigua, sobre ranchos y estancias de su República de la Cocaína. En su tarjeta de visita ponía «empresario agroindustrial». Se hacía acompañar por su mascota, un leopardo al que en un acceso de generosidad le regaló un lujoso automóvil. «Nadie me supo decir —escribe Eric Lawlor en su odisea por el país más desconocido de América— si el leopardo aprendió a conducir».

Sin esos tunantes, con un gobierno honrado, Bolivia podría ser algo así como un Edén. En cambio, la estadística se despacha entre hipérboles: la capital mundial de la cocaína, la plusmarca de golpes de Estado, uno de los cinco hombres más ricos del mundo, Simón Ituri Patino, el rey del estaño cuyo hijo, Antenor, casado con una sobrina de Alfonso XIII, dio en Lisboa la fiesta más fastuosa del siglo, una esperanza de vida que no supera los cuarenta años en el altiplano, la tumba del guerrillero Che Guevara, que se equivocó de país, de paisaje y paisanaje hasta que la CIA lo mató en Vallegrande. Hambrientos, sus guerrilleros se comieron el caballo del Che, llamado Chico. La hipérbole empezó en el XVI: se decía que el cerro de Potosí era tan rico que se podía tender un puente entre la ciudad del altiplano y España. Para el Libertador Bolívar, que se opuso a la independencia de Bolivia, el cerro de Potosí era «el tesoro del mundo y la envidia de los reyes». Los llamados «señores de la rosca (el estaño)», los Aramayo, Hochschild, pero sobre todo Patino, el cholo de Cochabamba (1861-1947), mandaron hasta la nacionalización de las minas. Se nombró a sí mismo ministro de Bolivia en París. De esa manera no pagaba impuestos. Su fortuna era superior al presupuesto boliviano: el 70 por 100 de los mineros indios estaban tuberculosos y silicóticos. A los señores del estaño les sucederían los zares de la droga.

Amanece. Aldeas en el fango, tazas de té en los bohíos, provisiones, extensiones de palmeras, acebos, boj, laureles, cedros, acacias. Charcos, socavones. Salvador lo sortea todo con habilidad. Su secreto es la lentitud y esa prudencia que fue una de las claves de la incalculable fortuna de Simón Patino. Cruzamos violentas corrientes de agua, arroyos desbordados. Salvador toma las cuestas al bies para equilibrar los deslizamientos del Papá Corazón Soltero. Subimos sobre el barro. Pasan camiones cargados de gente que viaja de pie. El gran problema de este país tan dislocado es el transporte. Bandadas de zopilotes planean sobre la selva, en la que brilla la copa escarlata del árbol «pico del loro». Chozas de techo de paja y paredes de madera. La carretera es un lodazal. No importa. Salvador llega siempre. Por fin, la llanura, Rurrenabaque. Han sido veintidós horas de viaje. Los pasajeros, deseosos de abandonar el vehículo, salen con la misma celeridad con la que entraron. Un arco pintado nos da la bienvenida. El autobús es un condensado de mondas, de cacas de niños, olores de comida, de tabaco y sudor agrio. Rurrenabaque está en la hondonada junto al río Beni, protegido por la cadena de montañas. Sale de la jungla, de entre los soberbios árboles, el vaho de la mañana.

Pregunto por la hija de don Antonio García Barón el español. «No tiene pérdida —me responde un transeúnte—. Está en la calle central a dos cuadras de aquí —señala con el dedo índice—, en esa dirección». Son gente amable. Pronto descubriré que te dan los buenos días, las buenas tardes y las buenas noches cuando te cruzas con ellos. Me lo había adelantado el viejo del bigote entrecano. «Viven con lo suficiente, sin más ambiciones. La vida aquí es más dulce que en lo alto. Lo da el clima. Las que ponen toda la ambición son las compañías madereras, que hacen entresacas de talas cortas de treinta y cuarenta millones de dólares, y las compañías petroleras que perforan por aquí. Sin hablar —añadía— de los cocaineros, que lo han invadido todo».

Un ciudadano de nariz partida y ojos estrábicos se ofrece a llevarme hasta la casa de Adolfo Diéguez. Está situada en la calle Comercio. ¿Vivirá don Antonio? Su hija Violeta me mira con extrañeza y curiosidad, como si viniera de otro planeta. Violeta confirma que su padre se encuentra bien, que apenas baja al pueblo, que su marido, Adolfo, no está en casa y que me buscará en el hostal Tacuara, donde voy a hospedarme. La casa de los Diéguez es de una planta. Violeta me habla tras la empalizada de madera, rodeada de gallinas que picotean en el jardín. «¿Por qué se ha demorado tanto? —me pregunta—. Lo esperábamos mucho antes». «Es que no recibí respuesta a las cartas que envié a su padre». «Ya, él no escribe nunca».

A esta hora no hay «pequepeque», la canoa de motor, hacia la República del Quiquibey. El hermano de Diéguez se ofrece a llevarme al embarcadero a las nueve. Antes pido hospedaje en el Tacuara. El administrador, don Nelo, conoce y admira a don Antonio, amigo suyo. Es un hotel pequeño y limpio. En pocos minutos la cocinera y la planchadora me han dirigido mil preguntas: dónde está Alaska, si soy católico, si soltero o casado, de dónde vengo, por qué razón quiero ver a don Antonio, «ese gran hombre». Es la sensibilidad del trópico a flor de piel, tan distinta a la hipocondría del altiplano. Irma, la cocinera, es una fuerza de la naturaleza. Me habla a borbotones de las «hartas sectas» que han invadido el Beni procedentes de California: los adventistas, los sabatistas, los Jehovás. Las sectas han levantado cinco o seis iglesias. «¿Con cuál de ellas cree que se puede una salvar mejor?», pregunta incansable.

—La mejor respuesta —digo— es la de los indígenas de aquí: la muerte es sueño.

El pueblo tiene el ritmo lento, la cadencia española de otros siglos. Un tiempo congelado en el XVII español. Apenas si se escucha el petardeo de alguna motocicleta, el ronroneo de algún grupo electrógeno y ráfagas de quiquiriquís. Aunque «Rurre» crece a ojos vistas. Se ha llenado de mochileros sin fronteras. Van a construir un hotel de varias plantas. Mima, la planchadora, más pausada, hace solitarios en el velador entre el vuelo de los pájaros y el alboroto de loros y cacatúas. «Don Antonio es muy guapo, como todos los españoles —continúa Irma—. Es alegre, charlador, un pozo sin fondo de sabiduría y de experiencia. ¡Lo que ha vivido ese hombre! —exclama llena de admiración—. Es una pena que estos últimos tiempos venga tan poco por “Rurre”. Lo echamos de menos».

«Transmitimos desde el Perú legendario», dice el locutor de la emisora que sintoniza Mirna. Después, la melodía: «Canto desde mi ventana para que veas que te quiero». Huele a río, a fango. Calor húmedo. «Dicen que para conseguirte necesito una fortuna. ¿Qué voy a hacer si de veras te quieroooooo?». Mi camisa está empapada de sudor. La emisora peruana afirma con lirismo tropical: «Le ponemos música a sus sueños». Discos dedicados. Echo una larga siesta después de comer tortillas y lomos para recuperar las fuerzas perdidas en el Papá Corazón Soltero. Al despertar, un sol en retirada lame las copas de los gigantescos árboles. Esto es tal y como lo había imaginado. El río entra en la calma, el sopor del atardecer, abanicado por una brisa ligera. Las nubes cubren los picachos que nos rodean, tan imponentes. Por la plaza «7 de febrero» corretean pandillas de niños. Las calles y plazas bolivianas están llenas de nombres de fechas históricas, lápidas y estatuas. Este es un pueblo aseado. Desde la Radio Transmisiones Serrano se escucha la voz de la locutora. «Afirmativo, afirmativo». Cambio y corto.

En una lápida de la iglesia de los padres Suizos, la familia Negrete agradece a una mofletuda Virgen de la Candelaria, de rostro terroso, la paz conyugal y la armonía del hogar. En la orilla del río, piaras de cerdos hozan en la basura. Este es el Ganges de los benianos. El lorquiano poeta local Félix Pinto describe el paisaje:

Allí la camba (india) morena,

regalo de la llanura,

escribe cartas de amores

en el papel de la luna.

Barrio de bombos y flautas,

enemigo del silencio,

déjame entrar en tu fiesta

con el violín de tus sueños.

Rurrenabaque vota al MNR (Movimiento Nacional Revolucionario), del octogenario Paz Estenssoro, jardinero en su casita de Tanja, que ofrece «honestidad, trabajo y capacidad».

Pasan soldados de uniforme verde olivo, que miran sin demasiado interés a los bañistas del río. En el cine local echan una de Bond, James Bond. El tañido de las campanas de la iglesia de la Candelaria tiene un sonido humilde. Irma y Mirna, dispuestas a espabilarme el cuerpo, me llevan hasta el Club Social, con vistas al río.

«La inundación —comenta Irma— causa estragos. Una vez —recuerda— yo me subí a un cocotero». La mulata, de falda floreada, no deja de cantar por lo bajo. Es como la Flor de Vasconcelos: «Tengo los ojos cansados de llorar porque pequé». Me invitan a su casa en el barrio alto. Televisores encendidos, luciérnagas en los ramajes, canto de ranas y cucas cebolleras. Puntos anaranjados de luz en San Buenaventura, en la otra orilla del río. Formaciones de mosquitos. He comprado en el mercadillo tres camisas de manga larga por catorce pesos. Es ropa usada, material de segunda mano traído del vecino Brasil o quién sabe si de Los Ángeles, Londres o Nueva York. Me llevo un poncho y un mosquitero brasileño que me vende una mestiza a la que sorprendo en la lectura del «Himnario adventista».

Esta es una República mestiza. Los espabilados tienen aquí un escenario ideal para prosperar, un Estado que casi no existe, fronteras con cinco naciones —Perú, Brasil, Paraguay, Argentina y Chile—, un ejército con alguno de sus jefes convertidos en agentes del narcotráfico y una población indígena pasiva y abandonada.

Si Bolivia no resuelve la cuestión india, nunca logrará la unidad nacional, ese plebiscito diario que es una nación. Escribía D. H. Lawrence con poca piedad que los indios bolivianos pueden ser una degeneración de la raza cósmica que construyó Tiauanaco, «hablan por medio de graznidos» y «viven como lagartos pegados a las rocas». Pero sus gobiernos, que se preocuparon tan sólo de acopiar riqueza, con la rapacidad de los conquistadores, son responsables en ese abandono. «Aquí he perdido mi alma, mi tiempo y mis dientes», escribió el cronista de Indias Pedro Cieza de León. Bolívar dijo que había arado en el mar. Del altiplano boliviano no se obtiene nada, tan sólo paja brava y «soroche». La provincia oriental es un El Dorado para los saqueadores. «Este —me dice Irma— es el único pueblo del mundo sin ricos». ¿Una República igualitaria, entonces?

La música suena a todo volumen en el Club Social. En el centro han colocado una jaula con gallinas que ponen unos huevos muy filarmónicos. Los bolivianos sienten pasión por la música y las peñas, un local con orquesta. En el club ensaya un grupo musical. El chico que toca el órgano electrónico le sopla un beso a Irma sobre la palma de la mano. «Es mi hijo —se apresura a aclarar la cocinera del Tacuara—. Tiene veinticuatro años y es un chaval moderado».

Las mesas del establecimiento están semivacías. Dos parroquianos juegan al billar. No hay ron. El club ha cambiado hoy de dueño. Tomamos asiento bajo un mango. Nos ofrecen cerveza Paceña, fabricada por ingenieros alemanes con agua que mana a tres mil setecientos metros de altura. Suena una canción de los «Tigres del Norte». No veo por ningún lado la flauta andina. Menos mal. En el trópico, la luz cambia en cuestión de minutos.

Bebemos y miramos el río, las barcazas que transportan madera, los botes que van y vienen de «Rurre» a San Buenaventura. Una canoa llamada El tiburón del Norte se desliza en la corriente sin piloto, tripulante o pasajero. ¿Una canoa fantasma? «Seguro que es una broma», apunta Irma. En efecto, al pronto asoman dos cabezas como dos puntos negros.

Nadie me conoce, pero me saludan: «Buenas noches, señor». Los pájaros zuaragú cantan en los árboles del parque y en el matorral que rodea la playa. «Son pájaros hermosos, pero ariscos», sentencia Mima. La playa pedregosa y el río por el que mañana llegaré hasta Antonio es un espectáculo sin fin. Ahora estalla la pelea de dos mozalbetes, un pugilato que satisface al público que los rodea. Uno tiene calzón verde; el otro, de color blanco. Los zopilotes y las vacas les han dejado sitio. Es una pelea que se celebra con la cinta plateada del río y la población de San Buenaventura como fondo. El del calzón blanco, más agresivo, toma la iniciativa desde el primer asalto, acierta en los golpes, crochet al mentón, puñetazo al hígado. Su boxeo no es ortodoxo, recurre a otras marrullerías, con los pies y las rodillas al estilo del boxeo tailandés. El del calzón verde sangra pronto por la nariz, huye asustado hacia unas cuerdas imaginarias, a su rincón, para recuperar el aliento, asustado por la contundencia del ataque. Llegan nuevos espectadores a la playa, entre ellos una señora entrada en carnes, muy parecida a la Huttie Mac Daniel de Lo que el viento se llevó. La emprende a paraguazos con el vencedor por K.O. técnico, el del calzón blanco. Separa a los púgiles.

—¿Por qué lo hacen? ¿Qué habrá podido ocurrir? —pregunto a Irma, que tiene respuestas para todo.

—No necesitan disculpa —responde—. Así se sienten más machos.

A Rurrenabaque llegan personajes a veces tan exóticos como la selva que nos rodea.

—Por ejemplo —recuerda Irma—, un señor italiano que vino para comprar insectos. Veía bichitos por todas partes. No compró ninguno. Al llamar por teléfono ponía una toalla o un papel sobre el aparato para evitar el contagio.

—Sí —continúa Mima—, tenía ochenta años y no sé qué podría esperar ya de la vida. Tocaba los pomos de la puerta con un pañuelo y puso una defensa de papel en el inodoro con ayuda de cinta de esparadrapo. Hasta parecía filtrar el aire. Cuando por inadvertencia pisó una caca de perro, salió espantado, farfullando. Tiró los zapatos al cubo de la basura. Traía en la maleta agua mineral de Italia y se alimentaba de plátanos porque la cascara los protege de las contaminaciones. Pobre tipo…

—No sé bien a qué vino —añade Irma—. Era todo muy raro. ¿Cómo pudo venir a comprar insectos si odiaba los insectos?

«No se fían conferencias, no insista», he leído en la telefónica. Y otro anuncio: «Se recompensará con veinte mil bolivianos a los que den noticias sobre dos avionetas Cessna desaparecidas». Ronald Méndez, agente de la Transaal, añora los tiempos en que navegaba con la compañía naviera boliviana, con base en El Callao, Perú. «Los de “Rurre” —me dice— valemos para el mar. Estuve en Rotterdam, en Bilbao, en El Havre… lástima que los dueños vendieran el barco a los filipinos. Un día nos dejaron en el muelle y sin barco».

El Oriente boliviano entra en el invierno. «Las mañanas —apunta Irma, educada en la letra de las canciones románticas— la hierba amanece perlada de rocío». Hay acantonado en «Rurre» un batallón naval con la lista de los almirantes en la fachada. «¿Cómo es que tienen Ministerio de Marina si Bolivia no tiene salida al mar?», le preguntó un ministro argentino a un colega boliviano. «¿Y cómo es que tienen ustedes Ministerio de Justicia?», le respondió con mucha propiedad y prontitud el orgulloso ministro boliviano.

—¿Cómo es que no han construido un puente entre «Rurre» y Buenaventura?

—El dinero llegó —responde Irma—, pero se lo gastaron los alcaldes.

Se escuchan tiros, balaceras, por la zona en la que viven los pacíficos indios chimbas.

—¿Alguna trifulca seria? —pregunto.

—No —contesta la planchadora—. Son borrachos que tiran cohetes.

—Pero es un sonido seco, como de revólver.

—Son cohetes, Manuel. Aquí las borracheras van acompañadas de cohetazos. La cuestión es armar ruido. Hay dinero para tomar, pero no para comer. Yo gano trescientos pesos al mes y el kilo de carne está a diez pesos.

La lluvia tamborilea sobre el techo de la habitación durante toda la noche. Los árboles chorrean agua. La radio musical de Irma se adelanta a los gallos: «Llegaste a la orilla que Dios te señaló». Voy al mercado con Irma y Mima para abastecerme de repelente para los insectos. De camino por la calle del Comercio, Irma le dice algo picante a un indio chiman en su idioma. El indio responde al desafío. Aquí no sólo la vegetación es lujuriante. Todos ríen la pregunta y la respuesta, incluida una india gorda como de Botero, que vende sacos, esteras de «motani», camisones de algodón, silbatos de caña (tacuaras), anilina y pieles de jabalí.

El yerno de don Antonio, Adolfo, maderero de profesión, va a llevarme en su canoa de motor proa adelante por el río Beni y el Quiquibey hasta la casa del aragonés que tantas veces burló a la muerte. «Mi abuelo era gallego —revela Diéguez—/ llegó aquí en 1914.» El piragüista compra varios metros de hule para la travesía. «Viene el río muy bravo —dice—: tendremos que protegernos del aguacero».

A las diez y media de la mañana remontamos el río. Irma y Mima nos despiden desde el embarcadero bajo la borrasca. El dios del trueno, «Mororoma», lanza sus rayos desde los últimos contrafuertes. Adolfo me extiende un capote militar. También el viaje por el alto Amazonas responde a la idea que me había hecho durante años. El tripulante va a proa con un poncho y una pértiga en la mano, atento a rápidos y remolinos. La canoa es de madera noble y tiene unos quince metros de eslora. Adolfo evita que los árboles y las ramas que arrastra el río puedan dañar la hélice. Para el motor, lo arranca de nuevo, levanta la hélice. El río trae un color cenagoso, achocolatado. Las aguas son poco profundas, como en estiaje.

Estoy pendiente de los farallones de las dos orillas, de sus árboles frondosos y altos y de las playas en las que anidan tortugas, lagartos y gaviotas. Barras de ánades salvajes vuelan sobre nuestras cabezas. Es una orilla fragosa, impenetrable, de roquedal y chillidos estridentes de papagayos y cotorras. Algunos pescadores en canoas como lápices lanzan el sedal al agua. Llevamos una hora de navegación cuando el cielo se abre y llega hasta nosotros una brisa cálida. Me atraen los árboles, pero no porque «mueran de pie» como asegura Irma. Siempre que me veo en medio del bosque, pienso en lo que durarán de pie estos árboles antes de que llegue la motosierra. No me pierdo los árboles, las lianas, las flores silvestres, las hileras de cinchones, los enormes troncos caídos o arrancados de cuajo por un rayo. Pájaros blanquinegros, del tamaño del colibrí, silban sobre el agua rizada. Bandadas de cigüeñas y garzas vuelan sobre los manglares. Un escenario muy distinto para un hombre que durante cinco años sólo vio cuervos huidizos sobre el campo austríaco de exterminio. El Quiquibey arrastra maderos sueltos.

«Al Quiquibey —dice Adolfo— hay que conocerlo, navegado, estudiar sus caprichos. Como afirman los toreros, hay que pararlo, templarlo y mandarlo». Adolfo mide la profundidad con la pértiga. Del agua llega un rumor de golpes sobre los cantos rodados. Un zopilote, tan curioso como una urraca, se coloca sobre la vertical del bote. De las oquedades de un farallón ocre brotan manojos de golondrinas.

—Ya llegamos. Después del recodo está la casa. Le advierto —afirma Diéguez— que mi suegro tiene un genio muy vivo.

¿Será una advertencia para navegantes?

—¿Cómo cree que me recibirá? —pregunto en tono de cierto desasosiego—. ¿Habré hecho el camino en balde?

—Eso depende de usted. De cómo le caiga.

Pienso que si no tuviera una fuerte personalidad, Antonio no habría sobrevivido a tanto desastre. El ruido del motor ha llevado hasta la orilla a don Antonio, a doña Irma y a sus hijos. Al descubrir que es el «pequepeque» de Diéguez le saludan con la mano. La canoa se acerca a la orilla izquierda. También las chozas son como las imaginé, la vegetación que las rodea, la huerta. Antonio me observa desde la altura. Dicen los expertos que el trópico es la tumba del hombre blanco. No para el ex deportado del campo de exterminio de Mauthausen. Es delgado, fibroso, sin un gramo de grasa. Un atleta de barbilla canosa, rostro afilado, ojos oscuros, nariz en forma de porra. Irma es una mujer baja y fornida.

Adolfo Diéguez se ha adelantado. Amarra la canoa y se acerca para saludar a doña Irma y don Antonio. Una escalera labrada en la tierra, muy resbaladiza por las lluvias de abril, conduce hasta el llano en el que se alinean cuatro chozas de techo de bálago. El suelo es arenoso, limpio, habitado de toda clase de animales domésticos.

Adolfo le explica a su suegro quién soy y la razón de mi viaje. Yo me mantengo a una prudente distancia hasta que acaban de parlamentar. Antonio se acerca a mí con los ojos semicerrados, un poco a la defensiva. Tengo que pasar el examen.

—Mire, don Antonio —le digo—: soy el periodista que llamó al alcalde de Rurrenabaque hace unos años, el que le escribió unas cartas.

—¿Cómo ha sabido de mí?

—Lo descubrí hace años en el suplemento dominical de un periódico de Madrid. Me costó mucho dar con usted. Me interesa, por varias razones, la historia de su vida. Los que le torturaron niegan ahora que lo hicieran. No se sienten culpables. Los neonazis desmienten el asesinato de diez, de doce millones de europeos. O se justifican: «Befehl ist Befehl», dicen; «órdenes son órdenes». Tengo la intención de escribir sobre su vida; y si me aceptan, grabaré unas cien horas de conversación.

—¿Grabar ha dicho?

—Sí, he traído un magnetófono y una veintena de cintas de larga duración.

He pisado la primera mina. Don Antonio hace un gesto inequívoco de abortar la entrevista. Se repliega y le sale ese genio vivo de que me hablaba Adolfo Diéguez hace un rato.

—De ninguna manera voy a permitir que usted me grabe nada.

Adolfo Diéguez observa el tira y afloja con cara de póquer. «Ya me lo esperaba», parece pensar. Busco la alianza de Irma.

—Doña Irma —digo—: he venido desde Madrid para vivir unas semanas con ustedes. Saben ya de mi interés por verles. No les oculto nada.

Doña Irma se frota el brazo con las yemas de los dedos. No responde. Mira a su marido. Parece que otorga. Don Antonio cede un poco.

—Hay pasajes de mi vida que morirán conmigo. No puedo hablarle de ellos porque pueden abrir heridas del pasado muy dolorosos para mí.

—Sólo escribiré sobre lo que usted quiera contarme. No voy a violentar nada. Y tomaré notas en este cuaderno. Le entregaré mi magnetófono y las cintas para que vea que esta vez no hay trampa.

Don Antonio me pregunta por mi vida y milagros. Le digo que soy un periodista vasco que vive en Madrid, que ha publicado unos cuantos libros sobre temas internacionales y otro con un amigo, Jesús Torbado, titulado Los topos, acerca de los republicanos españoles que por temor a las represalias permanecieron muchos años escondidos en lugares inverosímiles.

García Barón, el «Robinsón del Quiquibey», uno de los pocos supervivientes de la primera hornada de deportados al campo austríaco de la muerte, parece interesado por la peripecia de estos hombres-topo, el último de los cuales salió a la superficie después de la muerte de Franco.

—¿Por qué le interesa mi vida? —pregunta ahora don Antonio en un tono más flexible.

—Desde que leí el reportaje, me interesó su voluntad de supervivencia, su fe libertaria. Ya le he dicho que hay quienes niegan lo que usted sufrió. Los neonazis revisan la historia. Nunca tantos callaron tanto. Usted, don Antonio, vivió las miserias de la guerra civil, el éxodo a Francia, la deportación a Mauthausen, cinco años de plomo. Me atrae, también, su destino al salir. Usted, si he interpretado bien los datos de que dispongo, rechazó la derrota y se vino a vivir aquí en busca de libertad, de una nueva vida lejos de la Europa despedazada. Parece una fábula.

Antonio, que agita su brazo segado por el tiro de la escopeta, no se da aún por satisfecho. Adolfo se impacienta: «Se hace tarde». «¿Se queda o se vuelve?», me pregunta ahora.

—Todo depende de don Antonio —respondo—. Creo que mis intenciones están claras. No hay gato encerrado. Sólo me ha traído hasta aquí la curiosidad por su vida, la simpatía por su peripecia humana. Nada más —digo con cierta firmeza.

Me dirijo ahora a doña Irma:

—¿Cree que hubiera buscado Rurrenabaque desde hace tantos años, que hubiera viajado desde Madrid hasta aquí para algo que no sea un relato, una larga conversación, un testimonio que me atrae sobre el mayor drama contemporáneo?

Después del código de los gestos, Irma susurra unas palabras al oído de Antonio. Es el ábrete sésamo. La fortaleza se ha rendido.

—Adolfo, puedes irte —le dice a su yerno—. Don Manuel se queda.

Don Antonio y doña Irma toman mis bolsas de viaje y me llevan hasta la que será mi choza en las próximas semanas. Es la última de la fila y está situada junto a uno de los huertos. Irma coloca el mosquitero. En la cabaña central, Antonio me invita a pescado, arroz y agua con limón. El examen no ha terminado. «Aquí tiene mi grabadora», le digo. «No hace falta —responde—; lo puede guardar con tal de que no lo ponga en marcha». Su hijo Marco Antonio trae un coco que acaba de cortar su madre con el machete. Así fue como entré a formar parte de la familia de García Barón. Al estilo ceremonioso de la región éramos don Antonio, doña Irma y don Manuel. Aunque la mortificación de los mosquitos era grande, pudo más mi curiosidad y la viveza del relato. Don Antonio hablaba claro, pero demasiado rápido para unos dedos que no habían tomado tan largos apuntes desde los años universitarios. Desde el amanecer, tan brillante en la selva, de luz cegadora y estrépito de pájaros —uno de ellos sonaba como el intermitente de un tractor—, hasta entrada la noche, don Antonio habló y yo tomé notas. Llovió y escampó, volvió a llover, el río Quiquibey subió y bajó de nivel, estallaron rayos y truenos, vivimos la algarabía de los loros en su paso sobre la República de Quiquibey, acompañé a don Antonio en la caza del chancho de tropa y a doña Irma en la pesca de sábalos y dorados, charlé con los visitantes, comí muchos kilogramos de bananas y mandarinas, escuché Radio Exterior de España al lado del aragonés en su Hitachi y asistí a las clases matutinas que sobre la pizarra daba a sus hijos.

Poco a poco me gané la confianza de la familia García Barón. Superé con éxito todas las pruebas a las que con astucia de cazador me sometió don Antonio. Me sentí espiado los primeros días. Don Antonio tomaba nota mental de cada episodio, de cada reacción, del menor dato, de mi comportamiento, mis palabras, mi visión del mundo y de la vida, mis hábitos, mi forma de comer y hasta de roncar, de andar, de hablarles a sus hijos y a la india Dorita, a la que salvó de una muerte segura cuando la descubrió arrojada sobre la playa.

Todo cambió. Gané su favor un día en que Irma, en ausencia de su marido, me hizo una pregunta directa: «¿Qué le parezco yo, don Manuel?».

También yo había sometido a mis huéspedes a un riguroso análisis. Irma era una mujer de carácter estable, jovial sin estridencias, cortés, analfabeta y sabia, sólida, trabajadora. ¿Qué otra mujer hubiera aceptado este tipo de vida al lado de un hombre que despreciaba el dinero, que huía de las tentaciones de la gran ciudad, que se mantenía fiel a los ideales que rigieron su vida, justo y austero, en un rincón perdido del Amazonas, azotado por el ataque de mosquitos, larvas, babosas, hormigas gigantes y marabuntas, animales salvajes, sin más compañía que su mujer, sus hijos, sus ayudantes incorporados al grupo familiar, Dora y Pancho? A muchas horas del poblado más próximo, a orillas de un río de cóleras súbitas y salvajes, sin electricidad, sin teléfono, sin periódicos, sin televisión, con una achacosa radio japonesa por todo cordón umbilical con el mundo, esta parecía una familia feliz.

El hecho es que a partir de ese día, después de dos semanas con ellos, don Antonio me anunció, cuando ya era de noche y tomaba notas a la luz de la lámpara de queroseno, que podría utilizar el magnetófono.

—Ha sufrido usted mucho, lo comprendo —dijo—; a partir de ahora podrá grabarme cuanto quiera.

Mi respuesta fue rápida, espontánea, algo tosca:

—Cojones, don Antonio: me da permiso para grabar después de dos semanas de tortura manual. Me tiembla el pulso, mis dedos están agarrotados, el brazo derecho dormido, dolorido. Llevamos catorce días de conversación y de apuntes, y ahora me viene con éstas. ¿Sabe lo que le digo?

—¿Qué? —preguntó el aragonés con cierta sorna.

—Que se puede usted…

También este repentino enfado mío le gustó al ex soldado español que escapó con vida del campo de exterminio y se vino a vivir al alto Amazonas. El precio del paraíso…

Allí se convirtió en contador de relámpagos para un gobierno que nunca le pagó el sueldo prometido.

Amanecía sobre el río Quiquibey cuando Antonio García Barón inició el relato de su vida.