GANELÓN Y YO NOS MARCHAMOS de Suiza en un par de camiones. Los compramos en Bélgica, y cargué los rifles en el mío. Calculando unos 4 o 5 kilos por pieza, los trescientos pesaban alrededor de tonelada y media, lo cual no estaba mal. Después de cargar la munición, todavía nos quedó bastante lugar para el combustible y las provisiones. Habíamos tomado un pequeño atajo a través de la Sombra, por supuesto, con el fin de evitar a la gente apostada en la frontera para demorar el tráfico. Nos fuimos de la misma manera, encabezando yo la marcha para abrir camino, por decirlo así.
Conduje a través de una tierra de oscuras colinas y pequeños pueblos, donde los únicos vehículos que vimos eran tirados por caballos. Cuando el cielo se hizo de un amarillo brillante, las bestias de carga eran rayadas y con plumas. Condujimos durante horas, encontrando finalmente el camino negro, avanzando paralelos a él por un tiempo, cambiando luego de dirección. El cielo experimentó una docena de variaciones, y los contornos de la tierra se mezclaron fundiéndose las montañas en los llanos y viceversa. Ascendimos por caminos malos y nos deslizamos por otros tan uniformes, lisos y duros como el cristal. Subimos laboriosamente hasta lo alto de un monte y rodeamos un mar oscuro como el vino. Pasamos por tormentas y nieblas.
Me llevó medio día encontrar de nuevo a la gente que buscaba, o una sombra tan parecida que no existía ninguna diferencia. Sí, eran los que había explotado en otra ocasión. Eran tipos bajos, muy peludos y morenos, con largos colmillos y garras retráctiles. Pero tenían dedos hechos para el gatillo y me adoraban. Quedaron entusiasmados y contentos con mi vuelta. No importa que cinco años antes hubiera enviado a sus mejores hombres a morir a una tierra extraña. A los dioses no hay que pedirles cuentas, sino amarles, honrarles y obedecerles. Quedaron bastante desilusionados al ver que solo quería llevarme a unos cientos. Tuve que rechazar a miles de voluntarios. Esta vez no tuve mayores escrúpulos de conciencia. Un modo de mirarlo podría ser que al emplear a este grupo yo pretendiera lograr que los otros no hubiesen muerto en vano. Por supuesto, yo no lo veía de ese modo, pero gozo con los sofismas. También supongo que podría considerarlos mercenarios pagados con monedas espirituales. ¿Qué diferencia existe entre luchar por dinero o por una creencia espiritual? Cuando necesitaba tropas yo era capaz de brindar cualquiera de las dos cosas.
En realidad no corrían mucho riesgo, ya que serían los únicos que tendrían armas de fuego. En su tierra mi munición todavía era inerte, y nos llevó varios días de marcha a través de la Sombra alcanzar una tierra lo suficientemente parecida a Ámbar como para que funcionara. El único inconveniente consistía en que las sombras siguen una ley congruente de correspondencias, así que el lugar estaba realmente cerca de Ámbar. Esto me mantuvo en guardia a lo largo del entrenamiento. No era fácil que apareciera por aquella sombra alguno de mis hermanos. Sin embargo, coincidencias peores han sucedido.
Nos entrenamos cerca de tres semanas, hasta que decidí que estábamos preparados. Entonces, una fría y brillante mañana, levantamos el campamento y nos introdujimos en la Sombra.
La columna de tropas avanzaba detrás de los camiones. Estos dejarían de funcionar una vez que nos acercáramos a Ámbar ya que estaban causando algunos problemas; pero había que utilizarlos para transportar el equipo lo más lejos posible.
Esta vez, tenía la intención de subir a la cima de Kolvir desde el norte en vez de intentarlo de nuevo por la cara que daba al mar. Todos los hombres conocían los planes, y la disposición de las escuadras de tiradores ya había sido establecida y ensayada.
Nos deteníamos a comer, lo hacíamos copiosamente y continuábamos, perdiendo de vista lentamente distintas sombras. El cielo se volvió de un azul oscuro pero brillante: era el cielo de Ámbar. La tierra de entre las rocas era negra y las hierbas de un verde vivo. El follaje de los árboles y arbustos tenía una húmeda fosforescencia. El aire era dulce y puro.
Al anochecer pasamos por entre los enormes árboles de los bordes de Arden. Acampamos allí, estableciendo una guardia nutrida. Ganelón, que ahora vestía de caqui y llevaba boina, estuvo sentado a mi lado casi toda la noche, estudiando los mapas que yo había trazado. Todavía nos quedaba una marcha de alrededor de sesenta y cinco kilómetros hasta las montañas.
Los camiones dejaron de funcionar la tarde siguiente. Pasaron a través de varias transformaciones, deteniéndose repetidamente, hasta que se negaron a continuar. Los empujamos a un barranco y los cubrimos con ramas. Distribuimos las municiones y el resto de las provisiones y continuamos.
A partir de entonces abandonamos el duro y sucio camino y nos abrimos paso a través del bosque. Como yo todavía lo conocía bien, resultó menos problemático de lo que había supuesto. Naturalmente nos hizo avanzar más lentamente, pero disminuyó las probabilidades de vernos sorprendidos por alguna de las patrullas de Julián. Los árboles eran bastante grandes, ya que estábamos en el centro de Arden, y fui recordando la topografía a medida que avanzábamos.
Aquel día no encontramos nada más amenazador que unos cuantos zorros, ciervos, conejos y ardillas. Los olores del lugar y su color verde, dorado y pardo, me trajeron recuerdos de tiempos más felices. Cerca del anochecer subí a un árbol gigante y pude deducir la distancia que nos separaba de Kolvir. En este momento había una tormenta desarrollándose en sus cimas y las nubes ocultaban sus zonas más altas.
Al mediodía siguiente topamos con una de las patrullas de Julián. Realmente no sé quién sorprendió a quién, ni quién quedó más sorprendido. El fuego se inició casi inmediatamente. Grité a voz en cuello para que se detuvieran, ya que todos parecían ansiosos por probar sus armas en un blanco vivo. Era un grupo pequeño —una docena y media de hombres— y los liquidamos a todos. Tuvimos sólo una baja, pues uno de nuestros hombres hirió a un compañero… o quizá el hombre se hirió a sí mismo. Nunca me enteré bien de la historia. Entonces apretamos el paso, pues habíamos hecho mucho ruido y no tenía la menor idea de la disposición de otras fuerzas en los alrededores.
Para el anochecer habíamos ganado una altitud y distancia considerables, y las montañas aparecían a la vista siempre que lo accidentado del terreno lo permitía. Aquellas nubes de tormenta seguían pegadas a sus cimas. Mis tropas estaba excitadas por la matanza del día y tardaron bastante en dormir aquella noche.
Al día siguiente llegamos al pie de las montañas, evitando con éxito a dos patrullas. Hice continuar el ascenso hasta mucho después de caer la noche, para poder alcanzar un lugar bien protegido que conocía. Dormimos a una altitud aproximada de ochocientos metros mayor que la noche anterior. Estábamos bajo los mantos de las nubes, pero no llovía, a pesar de una constante tensión atmosférica como la que precede a una tormenta. Aquella noche yo no dormí bien. Soñé con la ardiente cabeza del gato en llamas y con Lorraine.
A la mañana siguiente, marchamos bajo un cielo gris, y empujé a las tropas despiadadamente, cuesta arriba todo el tiempo. Oímos los sonidos de truenos distantes, y la atmósfera cobró vida, cargada de electricidad.
A eso de media mañana, mientras conducía a nuestra columna por una ruta sinuosa y rocosa, oí un grito a retaguardia, seguido de varias explosiones de armas de fuego. Retrocedí inmediatamente.
Un pequeño grupo de hombres, Ganelón entre ellos, estaba contemplando algo, hablando en voz baja. Me abrí camino.
No podía creerlo. En mi vida había sido visto ninguna tan cerca de Ámbar. Quizá tenía diez pies de largo, y llevaba aquella terrible parodia de rostro humano sobre sus hombros de león, con las alas de águila plegadas por encima de sus costados ahora ensangrentados, con la cola que aún se retorcía, similar a la de un escorpión. Yo había visto a la mantícora una vez en unas islas muy al sur. Era una terrible bestia que siempre había ocupado uno de los primeros lugares en mi lista de indeseables.
—Partió a Rail por la mitad, partió a Rail por la mitad —repetía sin parar uno de los hombres.
A unos veinte pasos de distancia vi lo que quedaba de Rail. Lo cubrimos con una manta, sepultándolo con rocas. Era lo único que podíamos hacer. Por lo menos el accidente sirvió para restablecer un poco la precaución que parecía haber desparecido después de la fácil victoria del día anterior. Los hombres marchaban en silencio y alerta cuando continuamos nuestro camino.
—Vaya bicho —dijo Ganelón—. ¿Posee la inteligencia de un hombre?
—No lo sé.
—Tengo una sensación extraña, Corwin. Como si fuera a suceder algo terrible. No sé de qué otro modo decírtelo.
—Lo sé.
—¿Tú también lo sientes?
—Sí.
Asintió con la cabeza.
—Quizá sea el clima —dije.
Asintió nuevamente, con más lentitud.
Mientras ascendíamos el cielo continuaba oscureciéndose, y los truenos retumbaban sin cesar. El resplandor de intensos relámpagos llenaba el oeste y los vientos se hicieron más fuertes. Alzando la vista, pude ver las enormes masas de nubes que coronaban las cimas más altas. Sobre ellas se recortaban una y otra vez las siluetas de seres negros con forma de pájaro.
Más tarde encontramos otra mantícora, pero la eliminamos sin sufrir ningún daño. Aproximadamente una hora después fuimos atacados por una bandada de grandes aves con picos como navajas de afeitar, que no se parecían a nada que yo hubiera visto antes. Logramos deshacernos de ellas, pero esto también me turbó.
Seguimos ascendiendo, preguntándonos cuando se iba a desatar la tormenta. La velocidad de los vientos aumentó.
El día se oscureció de repente, aunque yo sabía que el sol todavía no se había puesto. El aire cobró un aspecto neblinoso cuando nos aproximamos al enjambre de nubes. Una sensación de humedad lo empapó todo. Las rocas eran más resbaladizas. Estuve tentado de ordenar un alto, pero aún estábamos a una buena distancia de Kolvir y no quería tener que racionar las provisiones, que había calculado cuidadosamente.
Ganamos aproximadamente otros siete kilómetros y bastante más de quinientos metros de altura antes de vernos obligados a detenernos. La oscuridad era completa ya, con la única excepción de la luz de los intermitentes relámpagos. Acampamos formando un gran círculo en una pendiente dura y lisa, y apostamos centinelas alrededor de su perímetro. El trueno remedaba largos compases de música marcial. La temperatura descendió vertiginosamente. Aunque yo hubiese permitido encender hogueras no había nada por los alrededores que pudiera quemarse. Nos instalamos dispuestos a aguantar un tiempo frío y oscuro.
Las mantícoras atacaron varias horas después, silenciosa y súbitamente. Murieron siete hombres y matamos a dieciséis bestias. No tengo idea de cuántas más escaparon. Maldije a Eric mientras me vendaba las heridas y me pregunté de qué sombra las habría sacado.
Durante lo que debía ser la mañana, avanzamos ocho kilómetros hacia Kolvir antes de desviarnos al oeste. Era una de las tres posibles rutas, y yo siempre la había considerado la mejor para un posible ataque. Los pájaros volvieron a atormentarnos nuevamente, varias veces, en mayor número y con mayor insistencia. Con matar a unos pocos bastaba para provocar su desbandada.
Finalmente, tras rodear la base de un escarpado altísimo, nuestro camino nos llevó hacia arriba entre truenos y niebla, hasta que de repente nos deparó una amplia panorámica a nuestros pies. Divisábamos muchos kilómetros del Valle de Garnath, que estaba a nuestra derecha.
Ordené un alto y me adelanté a observar.
La última vez que había visto aquel adorable valle estaba convertido en un paraje abandonado e insólito. Ahora las cosas estaban todavía peor. El camino negro lo atravesaba, llegando hasta el mismo pie de Kolvir, donde se detenía. Se estaba librando una batalla en el valle. Fuerzas de caballería entrechocaban, combatían y se retiraban. También avanzaban líneas de infantería, se entrelazaban, retrocedían. Les iluminaba el fulgor de constantes rayos que caían entre ellos. Los pájaros oscuros sobrevolaban el lugar como cenizas al viento.
La humedad lo envolvía todo como una fría manta. Los ecos de los truenos rebotaban entra las cimas. Contemplé, intrigado, la lucha de allí abajo.
La distancia era demasiado grande para poder distinguir a los combatientes. Al principio pensé que alguien más había emprendido lo mismo que yo: que tal vez Bleys había sobrevivido y volvía con un nuevo ejército.
Pero no. Estos venían del oeste, por el camino negro. Y entonces vi que los acompañaban los pájaros, y también unas formas que saltaban y no eran ni hombres ni caballos. Las mantícoras tal vez.
Los rayos caían sobre ellos a medida que aparecían, destruyéndolos, quemándolos, explotando. Al comprobar que nunca caían cerca de los defensores, recordé que al parecer Eric había adquirido cierto control sobre aquel aparato conocido como la Joya del Juicio, con la cual Papá había dominado el clima de la zona de Ámbar. Cinco años antes Eric la había empleado contra nosotros con un efecto notable.
Así que las fuerzas provenientes de la Sombra, de las que tanto me habían hablado, eran todavía más fuertes que lo que yo pensaba. Yo había imaginado ataques, pero no una batalla de esta magnitud al pie de Kolvir. Contemplé las operaciones que se desarrollaban allí abajo en la oscuridad. El camino parecía vibrar por la actividad de su entorno.
Ganelón se aproximó y permaneció a mi lado. Estuvo en silencio largo rato. No quería que me preguntara, pero me sentía incapaz de explicar aquello excepto como respuesta a una pregunta.
—¿Y ahora, qué, Corwin?
—Debemos avanzar más rápido —dije—. Quiero estar en Ámbar esta noche.
Avanzamos de nuevo. El camino fue más fácil durante un tiempo, y eso nos ayudó. La tormenta sin lluvia continuaba aumentando el brillo y volumen de los relámpagos y truenos, íbamos envueltos en un crepúsculo constante.
Cuando aquella tarde llegamos a un lugar aparentemente seguro —a ocho kilómetros de los barrios del norte de Ámbar— ordené otro alto, para descansar y tomar la última comida. Teníamos que hablar a gritos para hacernos oír, por lo que no pude arengar a los hombres. Simplemente hice circular el aviso de que estábamos cerca y debíamos estar preparados.
Cogí mi ración y me fui a inspeccionar el terreno mientras los otros descansaban. Aproximadamente a ochocientos metros de distancia ascendí por un risco empinado, deteniéndome cuando llegué a su cima. En los peñascos de enfrente se libraba alguna clase de batalla.
Me mantuve agazapado y observé. Una fuerza perteneciente a Ámbar combatía contra una fuerza más nutrida de atacantes, que debían haber subido antes que nosotros a aquellas alturas o habían llegado por medios diferentes. Sospechaba lo último, ya que no habíamos visto huellas recientes. La batalla explicaba la buena suerte de que gozamos al no encontrar patrullas defensivas en nuestro camino.
Me aproximé. Aunque los atacantes podrían haber llegado por alguna de las otras dos rutas, vi la prueba de que no había sido este el caso. Todavía estaban arribando, y era una visión terrible, ya que venían por los aires.
Bajaban por el lado oeste como grandes manojos de hojas arrastradas por el viento. El movimiento aéreo que había contemplado desde lejos era más variado de lo que parecía; no había sólo multitud de pájaros. Los atacantes montaban seres alados, con dos piernas: una especie de dragones. Lo más parecido que yo había visto era una bestia heráldica llamada wivern. Y tampoco había visto hasta entonces ningún wivern que no fuera decorativo, ni había tenido jamás deseo de buscar uno.
Me pregunté cuánto tiempo llevarían enzarzados en aquella batalla, tanto en el valle como allí arriba. Atendiendo a la duración de aquella tormenta que no era natural, calculé que serían ya largas horas de combate.
Entre los defensores había numerosos arqueros, que causaban estragos entre los seres voladores y sus jinetes. Estallaron entre ellos también láminas de puro infierno: los relámpagos brillaban fulgurantes, haciéndolos caer al suelo como cenizas volcánicas. Pero seguían llegando y aterrizando, lanzándose tanto hombres como bestias a atacar a los que permanecían atrincherados. Busqué y encontré el brillo intermitente que emitía la Joya del Juicio cuando era operada. Venía del centro del cuerpo más compacto de defensores, enclavados cerca de la base de un alto risco.
Observé detenidamente, prestando toda mi atención al portador de la gema. Sí, no podía haber duda. Era Eric.
Me acerqué aún más arrastrándome pegado al suelo. Vi al jefe del grupo de defensores más cercano decapitar a un wivern de un sólo golpe de espada. Con la mano izquierda cogió de la montura al jinete y lo arrojó a más de diez metros fuera de la plataforma, monte abajo. Cuando entonces se volvió para gritar una orden, vi que era Gérard. Parecía dirigir un asalto a los flancos de la masa de atacantes que estaban acosando a las fuerzas al pie del risco. Por el extremo opuesto, un destacamento similar hacía lo mismo. ¿Otro de mis hermanos?
Me desplacé hacia la derecha para observar el frente oeste. La batalla en el valle continuaba con el mismo rigor. Desde esta distancia era imposible decir quién era quién, y menos aún quién estaba ganando. Aunque podía ver que del oeste no les llegaba ningún refuerzo a los atacantes.
Estaba perplejo pensando en cuál sería el mejor modo de actuar. Obviamente no podía atacar a Eric cuando estaba comprometido en algo tan crucial como la defensa de Ámbar misma. Esperar a recoger los restos después, podría ser lo más prudente. Sin embargo, sentía internamente cómo los dientes de rata de la duda iban royendo esa idea.
Aun sin refuerzos para los atacantes, el resultado de la contienda no parecía claro en absoluto. Los invasores eran fuertes y numerosos. No tenía idea de los recursos que le podían quedar a Eric. En ese momento me era imposible calcular si los bonos de guerra de Ámbar serian una buena inversión. Si Eric perdía, entonces sería necesario que yo mismo me ocupara de los atacantes, una vez desperdiciada gran parte de la fuerza de Ámbar.
Si ahora entraba yo en combate con mis automáticas no había duda de que aplastaríamos a los jinetes de los wivern rápidamente. A propósito, alguno o algunos de mis hermanos debían hallarse en el valle. Mediante los Triunfos podría establecer un puente para trasladar allí a algunas de mis tropas. Quienquiera que estuviera allí abajo luchando por Ámbar quedaría atónito si repentinamente aparecieran mis tiradores.
Presté atención de nuevo al conflicto cercano. No, no marchaba bien. Especulé con los resultados de mi intervención. Eric seguramente no estaría en posición de atacarme. Aparte de cualquier simpatía con que pudiera contar yo por todo lo que me había hecho pasar, obtendría el mérito de sacarle las castañas del fuego. Aunque quedaría agradecido por la ayuda, no se alegraría mucho de los sentimientos generales que esto despertaría. Realmente no. Yo entraría en Ámbar con una guardia personal mortal y contando con la buena voluntad de todos. Era un pensamiento seductor. Me ofrecía la ruta más suave hacia mi objetivo, en vez del asalto brutal y directo culminado con un regicidio, tal como había previsto.
Sí. Me encontré sonriendo. Estaba a punto de convertirme en un héroe.
Pero debo concederme el hecho de que no me guiaba sólo el interés personal. Si hubiese tenido que elegir entre Ámbar con Eric en el trono y Ámbar caída, no hay ninguna duda de que mi elección hubiera sido la misma: atacar. Las cosas no estaban desarrollándose bien, y aunque redundaría en mi ventaja dejar pasar el día, eso, en última instancia, no era esencial. No te podría odiar tanto Eric, si no amara todavía más a Ámbar.
Retrocedí y bajé rápidamente la pendiente, mientras el resplandor de los relámpagos proyectaba mi sombra en todas direcciones.
Me detuve en la periferia de mi campamento. En el otro extremo del mismo, Ganelón conversaba a gritos con un jinete solitario, y yo reconocí el caballo.
Me acerqué y a una señal del jinete, el caballo se abrió camino entre las tropas para venir hacia mí. Ganelón meneó la cabeza y lo siguió.
El jinete era Dará. Tan pronto como estuvo al alcance de mi voz, le grité:
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Desmontó, sonriendo, y permaneció ante mí.
—Quería venir a Ámbar —dijo—. Y eso hice.
—¿Cómo llegaste aquí?
—Seguí al abuelo —dijo—. Me di cuenta de que es más fácil seguir a alguien a través de la Sombra que abrirte camino tú misma.
—¿Benedict está aquí?
Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Abajo. Está dirigiendo las fuerzas del valle. Julián también está allí.
Ganelón se aproximó.
—Me ha dicho que nos siguió hasta aquí —gritó—. Que lleva un par de días detrás de nosotros.
—¿Es cierto? —pregunté.
Asintió nuevamente, todavía sonriendo.
—No fue muy difícil.
—¿Pero por qué lo hiciste?
—¡Para entrar en Ámbar, por supuesto! ¡Quiero recorrer el Patrón! ¿Te diriges hacia allí, no?
—Por supuesto. ¡Pero sucede que en el camino hay una guerra!
—¿Qué vas a hacer al respecto?
—¡Ganarla, por supuesto!
—Bien, te esperaré.
Maldije durante unos momentos para darme tiempo a pensar, luego le pregunté:
—¿Dónde estabas cuando Benedict volvió?
La sonrisa desapareció.
—No lo sé —dijo—. Salí a cabalgar cuando te marchaste, y permanecí fuera todo el día. Quería estar sola para pensar. Cuando regresé al anochecer él no estaba. Al día siguiente salí de nuevo. Me alejé mucho, y cuando oscureció decidí acampar. Lo hago a menudo. A la tarde siguiente, mientras regresaba a casa, llegué a la cima de una colina y lo vi pasar, dirigiéndose hacia el este. Decidí seguirlo. El camino me condujo a través de la Sombra, ahora lo entiendo… y tú tenías razón cuando dijiste que era más fácil seguirlo. No sé cuánto tiempo pasó. El tiempo se mezcló con el espacio. Él llegó aquí, y yo reconocí el lugar por uno de los dibujos de las cartas. Se encontró con Julián en un bosque, hacia el norte, y ambos volvieron juntos para participar en esa batalla que se está librando allí abajo. —Hizo un gesto hacia el valle—. Yo permanecí varios días en el bosque, sin saber qué hacer. Temía perderme si emprendía el regreso… Entonces vi que tus fuerzas escalaban la montaña. Os vi a ti y a Ganelón a la cabeza. Sabía que Ámbar quedaba por ese camino, y te seguí. Esperé hasta ahora para aproximarme porque quería que estuvieras muy cerca de Ámbar y así no pudieras hacerme volver a casa.
—No creo que me estés diciendo toda la verdad —dije—, pero no tengo tiempo para ocuparme de esto. Ahora vamos a avanzar, y habrá pelea. Lo más seguro para ti es que permanezcas en el campamento. Te destinaré un par de guardias.
—¡No los quiero!
—No me importa lo que quieras. Vas a tenerlos. Cuando acabe la lucha enviaré por ti.
Entonces me volví y elegí a dos hombres al azar, ordenándoles que se quedasen a protegerla. No parecían muy contentos con la idea.
—¿Qué son esas armas que llevan tus hombres? —preguntó Dará.
—Más tarde —dije—. Estoy ocupado.
Di unas breves órdenes, explicando la situación, y ordené mis patrullas.
—Pareces tener muy pocos hombres —dijo.
—Son suficientes —repliqué—. Te veré más tarde.
La dejé allí con sus guardias.
Fuimos por la ruta que yo había explorado. El trueno cesó mientras avanzábamos, y el silencio más que tranquilizarme me inquietó. El crepúsculo se instaló nuevamente a nuestro alrededor, y aquella atmósfera húmeda y pesada me hizo sudar.
Ordené un alto antes de que alcanzáramos el primer punto desde el que yo había observado el desarrollo de la batalla. Entonces volví allí, acompañado por Ganelón.
Los jinetes de los wivern dominaban la zona y sus bestias peleaban a su lado. Estaban acorralando a los defensores contra la pared del risco. Busqué a Eric pero no pude verle, ni tampoco el brillo de su joya.
—¿Quiénes son los enemigos? —me preguntó Ganelón.
—Los que cabalgan sobre las bestias.
Ahora que la artillería celestial había cesado, todos estaban aterrizando. Tan pronto como tocaban la sólida superficie, se lanzaban al ataque. Traté de divisar a Gérard entre los defensores, pero ya no estaba a la vista.
—Trae a las tropas —dije, alzando mi rifle—. Diles que maten a los jinetes y a las bestias.
Ganelón retrocedió y yo apunté hacia un wivern que descendía, disparé, y contemplé como su veloz ataque se convertía de repente en un confuso movimiento de plumas. Se estrelló contra las rocas y comenzó a aletear. Disparé de nuevo.
La bestia comenzó a arder mientras moría. Pronto tuve tres hogueras encendidas. Me arrastré hasta la segunda posición que ya antes explorara. Me instalé bien, apunté y disparé otra vez.
Le di a otro, pero para entonces algunos de ellos estaban girando en mi dirección. Disparé el resto de la munición y me apresuré a recargar. Varios de ellos ya venían hacia mi. Eran muy rápidos.
Logré detenerlos y estaba cargando de nuevo cuando llegó la primera escuadra de tiradores. Nuestros disparos eran cerrados y cuando llegaron los demás comenzamos a avanzar.
En diez minutos acabó todo. Al parecer, tras las primeras cinco bajas, se dieron cuenta de que no tenían ninguna posibilidad de éxito, y comenzaron a huir hacia la cornisa, arrojándose hacia el espacio para ser transportados nuevamente por los aires. Los abatíamos mientras corrían, y pronto estuvieron rodeados.
La roca húmeda se elevaba diáfanamente a nuestra izquierda, perdida su cima en las nubes, por lo que parecía alzarse hasta el infinito sobre nosotros. Los vientos todavía zarandeaban el humo y la niebla, y las rocas estaban viscosas y manchadas de sangre. Cuando nos vieron avanzar, disparando, las fuerzas de Ámbar se dieron cuenta rápidamente que estábamos con ellos y comenzaron a contraatacar desde su posición en la base del risco. Vi que los mandaba mi hermano Caine. Por un momento nuestras miradas se cruzaron y quedaron clavadas a distancia, luego se lanzó a la contienda.
Dispersos grupos de amberitas se unieron para formar un segundo cuerpo de choque cuando los atacantes retrocedieron. En realidad no hicieron más que limitar nuestro campo de tiro atacando el flanco más alejado de los enloquecidos hombres bestias y sus wivern, pero no tenía ningún medio de hacérselo saber. Nos acercamos, y pudimos disparar con precisión.
Un pequeño grupo de hombres permanecía en la base del risco. Tenía el presentimiento de que estaban protegiendo a Eric, y que posiblemente él estaba herido, ya que los efectos de la tormenta habían cesado de repente. Me abrí camino en aquella dirección.
Los disparos ya estaban comenzando a cesar cuando me aproximé al grupo, y no me di cuenta de lo que iba a suceder hasta que fue demasiado tarde.
Algo grande me sorprendió por detrás y se puso a mi altura de improviso. Me tiré al suelo, rodé, y apunté con el rifle automáticamente. Sin embargo mi dedo no presionó el gatillo. Era Dará, que acababa de alcanzarme montada a caballo. Se volvió riendo mientras yo le gritaba.
—¡Regresa inmediatamente! ¡Maldita seas! ¡Te matarán!
—¡Nos veremos en Ámbar! —gritó, y se lanzó a través de las espantosas rocas hasta llegar al sendero que había más allá.
Estaba furioso. Pero de momento no podía hacer nada. Rugiendo, me levanté y seguí adelante.
Mientras me acercaba al grupo, oí pronunciar mi nombre varias veces. Las cabezas se volvían en mi dirección. La gente se hacía a un lado para dejarme pasar. Reconocí a muchos de ellos, pero no les presté atención.
Creo que vi a Gérard al mismo tiempo que él a mí. Había permanecido arrodillado en el centro, se puso en pie y esperó. Su rostro no reflejaba ninguna expresión.
Al aproximarse más, vi que ocurría lo que yo había sospechado. Gérard estaba de rodillas atendiendo a un hombre herido tendido en el suelo. Era Eric.
Saludé con la cabeza a Gérard al llegar a su lado, y miré a Eric. Me embargaban sentimientos encontrados. De varias heridas en el pecho le manaba sangre muy reluciente y abundante. Cubría la Joya del Juicio, que todavía colgaba de una cadena a su cuello. Débilmente, observé su lánguida y brillante pulsación, parecida a un corazón, debajo de la sangre. Los ojos de Eric estaban cerrados, y la cabeza descansaba sobre una capa doblada. Su respiración era lenta y pesada.
Me arrodillé, incapaz de apartar la vista de aquel rostro ceniciento. Traté de hacer un poco a un lado mi odio, ya que obviamente estaba muriendo, para intentar entender mejor a aquel hombre que era mi hermano durante los pocos momentos que le quedaban. Y noté que me inspiraba cierta simpatía al considerar todo lo que estaba perdiendo junto con su vida y al ser consciente de que podría haber sido yo el que yaciese allí en caso de haberme impuesto cinco años antes. Traté de pensar en algo a su favor, y todo lo que pude hallar fueron meras palabras de epitafio: Murió luchando por Ámbar. No era poco. La frase continuó bailando en mi mente.
Sus ojos se fruncieron, parpadearon, se abrieron. Al cruzarse nuestras miradas su rostro permaneció sin expresión. Me pregunté si me habría reconocido.
Pero él musitó mi nombre, y añadió:
—Sabía que serías tú —se detuvo para respirar y continuó—: ¿Te ahorraron el trabajo, no?
No repliqué. Él ya sabía la respuesta.
—Algún día te tocará el turno a ti —continuó—. Entonces estaremos empatados.
Se rio entre dientes y se dio cuenta demasiado tarde de que no tendría que haberlo hecho. Le dio un desagradable espasmo de tos húmeda. Cuando terminó, me miró.
—Pude sentir tu maldición —dijo—. En todas partes. Todo el tiempo. Ni siquiera tuviste que morir para que tu imprecación me persiguiese.
Entonces, como si leyera mis pensamientos, sonrió levemente y dijo:
—No, no te dedicaré mi maldición de moribundo. La he reservado para los enemigos de Ámbar: esos de ahí. —Señaló con los ojos. Entonces la pronunció, en un murmullo, y yo temblé al oírla.
Su mirada volvió a mi rostro por un momento. Luego dio un tirón de la cadena que llevaba al cuello.
—La Joya… —dijo—. Llévala contigo al centro del Patrón. Álzala. Muy cerca… de un ojo. Mira en su interior… y considéralo un espacio. Trata de proyectarte… dentro. Tú no vas. Pero hay… experiencia… Después, ya sabes usarla…
—¿Cómo? —comencé, pero me detuve. Ya me había dicho cómo sintonizarme con ella. ¿Por qué preguntarle, para desperdiciar su aliento, cómo lo había descubierto?
Pero lo entendió y logró decir:
—Las notas de Dworkin… Bajo la chimenea… en mi…
Entonces le dominó otro ataque de tos y le salió sangre por la nariz y por la boca. Aspiró profundamente y se incorporó a medias, con los ojos desorbitados.
—Arréglatelas tan bien como yo lo hice… ¡bastardo! —dijo entonces cayendo en mis brazos y con un sobresalto exhaló su último y sangriento aliento.
Lo sostuve varios minutos, luego lo dejé descansar en su posición anterior. Sus ojos todavía estaban abiertos, y yo alargué la mano y los cerré. Casi automáticamente uní sus manos sobre la gema ahora sin vida. No tenía estómago para quitársela en ese momento. Entonces me puse de pie, me quité la capa, y lo cubrí con ella.
Al volverme, vi que todos me estaban contemplando. Muchas eran caras familiares. Aunque había algunas extrañas entre ellas. A la mayoría los conocí aquella noche en que llegué a cenar encadenado…
No. No era momento para pensar en eso. Lo aparté de mi mente. Los disparos se habían detenido, y Ganelón llamaba a las tropas y ordenaba que formasen.
Comencé a caminar.
Pasé entre los amberitas. Pasé entre los muertos. Dejé a mis propias tropas y me acerqué al borde del risco.
Abajo, en el valle, continuaba la lucha. La caballería seguía avanzando como aguas turbulentas, mezclándose, retrocediendo, atacando, y la infantería seguía desplazándose como enjambres de insectos.
Extraje las cartas que le había quitado a Benedict. Saqué la suya del paquete. Parpadeó ante mí, y al cabo de un tiempo se produjo el contacto. Montaba el mismo caballo rojo y negro con el que me había perseguido. Estaba en movimiento, en medio de la refriega. Viendo que se estaba enfrentando a otro jinete, permanecí inmóvil. Él pronunció una sola palabra.
—Espera —dijo.
Con dos rápidos movimientos de su espada despachó al oponente. Luego volvió grupas y comenzó a alejarse de la lucha. Vi que las riendas de su caballo había sido alargadas y que permanecían atadas flojamente alrededor de lo que quedaba de su brazo derecho. Le llevó diez minutos apartarse a un lugar de relativa calma. Entonces me contempló, y pude ver que él también estaba estudiando el paisaje que había a mi espalda.
—Sí, estoy aquí arriba —le dije—. Hemos ganado. Eric murió en la batalla.
Me mantuvo la mirada, esperando a que continuara. Su cara no traicionaba ninguna emoción.
—Ganamos porque traje tiradores —dije—. Al fin di con un agente explosivo que funciona aquí.
Los ojos se le achicaron y asintió. Creo que inmediatamente se dio cuenta de cuál era el material y de dónde lo había obtenido.
—Aunque hay muchas cosas que deseo discutir contigo —seguí—, primero quiero ocuparme del enemigo. Si mantienes el contacto, te enviaré a varios cientos de tiradores.
Sonrió.
—Apúrate —dijo.
Llamé a gritos a Ganelón, y me contestó a sólo unos pasos de distancia. Le dije que formara a las tropas en fila de a uno. Asintió y se marchó a dar las órdenes.
Mientras esperábamos, dije:
—Benedict, Dará está aquí. Pudo seguirte por la Sombra cuando viniste de Avalón. Quiero…
Mostró los dientes y gritó:
—¿Quién demonios es esta Dará de la que hablas continuamente? ¡Nunca tuve noticia de ella hasta que apareciste tú! ¡Por favor, dime! ¡Me gustaría saberlo!
Sonreí levemente.
—No me vengas con eso —dije, meneando la cabeza—. Sé todo con respecto a ella, aunque no le he dicho a nadie que tienes una biznieta.
No pudo evitar quedar con la boca abierta y los ojos como platos.
—Corwin —dijo—, o estás loco o te han engañado. No tengo ningún descendiente, que yo sepa. Y eso de que alguien me haya seguido por la Sombra… vine aquí con el Triunfo de Julián.
Por supuesto mi única excusa para no poner en claro las incoherencias de Dará inmediatamente era mi preocupación con el conflicto. A Benedict debían haberle notificado la batalla por medio de los Triunfos. ¿Por qué iba a perder tiempo viajando cuando tenía al alcance de la mano un medio de locomoción instantáneo?
—¡Maldición! —dije—. ¡Ahora debe estar en Ámbar! ¡Escucha, Benedict! Voy a traer a Gérard o a Caine para que conduzcan la transferencia de tropas hacia ti. Ganelón irá también. Da las órdenes a través de él.
Miré a mi alrededor, vi a Gérard hablando con varios de los nobles. Le grité con una urgencia desesperada. Su cabeza giró rápidamente. Entonces comenzó a correr en mi dirección.
—¡Corwin! ¿Qué sucede? —gritó Benedict.
—¡No lo sé! ¡Pero hay algo que anda muy mal!
Le arrojé el Triunfo a Gérard en cuanto se aproximó.
—¡Asegúrate de que las tropas llegan hasta Benedict! —dije—. ¿Está Random en palacio?
—Sí.
—¿Libre o encerrado?
—Libre más o menos. Tendrá algunos guardias cerca. Eric todavía no confía… no confiaba de él.
Me volví.
—Ganelón —llamé—. Haz lo que Gérard te diga. Te va a enviar hasta Benedict. Yo tengo que ir a Ámbar ahora.
—De acuerdo —dijo.
Gérard se dirigió hacia él, y yo busqué entre los Triunfos otra vez. Localicé el de Random y me concentré. En ese momento, finalmente, comenzó a llover.
Hice contacto casi inmediatamente.
—Hola, Random —dije tan pronto como su imagen cobró vida—. ¿Me recuerdas?
—¿Dónde estás? —preguntó.
—En las montañas —le dije—. Acabamos de ganar una batalla, y le estoy enviando a Benedict la ayuda que necesita para limpiar el valle. Aunque ahora necesito tu colaboración. Llévame donde estés.
—No sé, Corwin, Eric…
—Eric está muerto.
—¿Entonces quién tiene al mando?
—¿Quién crees? ¡Llévame!
Asintió rápidamente y tendió la mano. Yo alargué la mía y la cogí. Di un paso. Me encontré a su lado en una terraza que daba a los patios. La barandilla era de mármol blanco, y no había mucha vida abajo. Estábamos en el segundo piso.
Me tambaleé y él cogió mi brazo.
—¡Estás herido! —exclamó.
Negué con la cabeza, y sólo entonces me di cuenta de lo cansado que estaba. No había dormido mucho las noches anteriores. Eso, y todo lo demás…
—No —dije, mirando la sangre reseca que había en mi camisa—. Simplemente cansado. La sangre es de Eric.
Se pasó la mano por el rubio cabello y frunció los labios.
—Así que finalmente lo mataste… —dijo en voz baja.
Sacudí nuevamente la cabeza.
—No. Ya estaba moribundo cuando llegué a él. ¡Ven conmigo ahora! ¡Apresúrate! ¡Es importante!
—¿Adónde? ¿Qué sucede?
—Al Patrón —dije—. ¿Por qué? No estoy seguro, pero sé que es importante. ¡Vamos!
Entramos en el palacio y corrimos hacia la escalera más próxima. Había dos guardias en ella. Pero se pusieron firmes al acercarnos y no intentaron cortarnos el paso.
—Estoy contento de que sea verdad lo de tus ojos —dijo Random mientras descendíamos—. ¿Ves bien?
—Sí. He oído que todavía estás casado.
—En efecto, lo estoy.
Cuando llegamos a la planta baja, nos lanzamos hacia la derecha. Había otro par de guardias al pie de las escaleras, pero no intentaron detenernos.
—Sí —insistió, mientras marchábamos hasta el centro del palacio—. Te sorprende, ¿no es cierto?
—Así es. Pensé que ibas a dejar pasar el año y luego la dejarías.
—Igual que yo —dijo—. Pero me enamoré de ella. De verdad.
—Cosas más extrañas han sucedido.
Atravesamos el comedor de mármol y entramos en un largo y estrecho corredor que conducía al extremo posterior del edificio, entre sombras y polvo. Tuve que reprimir un escalofrío al pensar en qué condiciones me encontraba yo la última vez que había pasado por aquel pasillo.
—Ella realmente se preocupaba por mí —dijo—. Como nunca antes lo había hecho nadie.
Alcanzamos la puerta que daba a la plataforma que escondía la larga escalera de caracol. Estaba abierta. La atravesamos y comenzamos a bajar.
—Yo no —dijo mientras girábamos y girábamos rápidamente—. Yo no quería enamorarme. En aquel momento al menos. Todo el tiempo hemos sido prisioneros. ¿Cómo puede sentirse satisfecha con eso?
—Eso ya ha acabado —dije—. ¿Te convertiste en un prisionero porque me seguiste y trataste de matar a Eric, no es cierto?
—Sí. Entonces ella se vino conmigo.
—No lo olvidaré —dije.
Bajábamos volando. Había que descender a una gran profundidad y sólo había antorchas cada doce metros o cosa parecida. Era una enorme caverna natural. Me pregunté si alguien sabría cuántos túneles y corredores contenía. Súbitamente me sentí abrumado de compasión por cualquiera de los pobres diablos que estarían pudriéndose en sus mazmorras, fuera cual fuere el motivo. Decidí dejarlos en libertad a todos o hallar algo mejor que hacer con ellos.
Pasaron largos minutos. Podía ver el titilar de las antorchas y las linternas abajo.
—Busco a una muchacha —dije—, y su nombre es Dará. Me dijo que era biznieta de Benedict y me dio razones para creerla. Yo le conté cosas referentes a la Sombra, la realidad y el Patrón. Ella posee algún poder sobre la Sombra, y estaba ansiosa por recorrer el Patrón. La última vez que la vi, venía hacia acá. Ahora Benedict jura que no la conoce. Me ha entrado miedo. Quiero mantenerla alejada del Patrón. Quiero interrogarla.
—Es extraño —dijo—. Mucho. Estoy de acuerdo contigo. ¿Crees que ahora puede encontrarse ahí?
—Si no está, creo que pronto aparecerá.
Finalmente llegamos abajo, y yo comencé a correr por las sombras hacia el túnel correspondiente.
—¡Espera! —gritó Random.
Me detuve y me volví. Tardé un momento en localizarle, ya que estaba detrás de las escaleras. Retrocedí.
Mi pregunta no tuvo tiempo de llegar a los labios. Vi que estaba arrodillado ante un hombre grande y con barba.
—Muerto —dijo—. Con una hoja muy fina y bien manejada. Hace poco que ocurrió.
—¡Vamos!
Ambos corrimos hacia el túnel y entramos por él. Su séptimo pasaje lateral era el que buscaba. Desenvainé a Grayswandir mientras nos aproximábamos, ya que aquella puerta grande y oscura de bordes metálicos estaba entreabierta.
La atravesé de un salto seguido de cerca por Random. El suelo de aquella enorme estancia es negro y parece tan liso como el cristal, aunque no es resbaladizo. El Patrón arde sobre él, en su interior: un laberinto brillante de líneas curvas que quizá tenga ciento cincuenta metros de largo. Nos detuvimos en su borde a escudriñarlo.
Había algo allí, recorriéndolo. Al mirar sentí el viejo y vibrante frío que siempre produce aquello. ¿Era Dará? Me resultaba difícil distinguir la figura entre los surtidores de chispas que surgían constantemente a su alrededor. Quienquiera que fuese tenía que ser de sangre real, ya que era de conocimiento común que cualquier otro que lo pisase sería destruido inmediatamente por el Patrón, y este individuo ya había conseguido pasar la Gran Curva y estaba luchando con las complicadas series de arcos que conducían hasta el Velo Final.
Aquella figura con forma de luciérnaga parecía transformarse mientras avanzaba. Durante un tiempo, mis sentidos se negaron a aceptar las fugaces visiones subliminales que debían estar llegando hasta mí. Oí como Random jadeaba a mi lado, y esto pareció romper mi dique subconsciente. Una horda de impresiones inundó mi mente.
Parecía crecer sin límite en aquella cámara de aspecto eternamente insustancial. Luego encogerse, disminuir hasta quedar casi en nada. Por un momento pareció una mujer espigada: posiblemente Dará, con el cabello encendido por el brillo, cayendo en cascada, crepitando con electricidad estática. Luego dejó de ser cabello, para convertirse en grandes y curvos cuernos que nacieran de alguna ancha y borrosa frente, cuyo dueño, de piernas arqueadas, pugnaba por arrastrar las pezuñas a lo largo del resplandeciente camino. Entonces fue otra cosa… Un gato enorme… Una mujer sin rostro… Un ser de alas claras de indescriptible belleza… Una torre de cenizas…
—¡Dará! —grité— ¿eres tú?
El eco me devolvió la voz, y eso fue todo. Quienquiera que fuese, persona o cosa, ahora estaba luchando con el Velo Final. Mis músculos se tensaron con una simpatía no deseada hacia el esfuerzo que estaba realizando.
Finalmente, lo atravesó.
¡Sí, era Dará! Alta y magnífica ahora. Hermosa y de algún modo horrible al mismo tiempo. Su visión desgarró el material de mi mente. Sus brazos se alzaban exultantes y una risa inhumana fluía de sus labios. Yo quería apartar la vista, sin embargo no podía moverme. ¿Había yo realmente sostenido, acariciado, amado, a eso? Me sentía poderosamente repelido y simultáneamente atraído como nunca antes. No podía entender esta abrumadora ambivalencia.
Entonces ella me miró.
La risa cesó. Sonó su alterada voz.
—Lord Corwin, ¿sois soberano de Ámbar ahora?
No sé cómo lo hice pero pude responder:
—Sí, a efectos prácticos —dije.
—¡Bien! ¡Entonces preparaos para vuestra némesis!
—¿Quién eres? ¿Qué eres?
—Nunca lo sabréis —dijo—. En este momento… es ya demasiado tarde.
—No comprendo. ¿Qué quieres decir?
—Ámbar —dijo—, será destruida.
Y desapareció.
—¿Qué demonios —dijo Random—, era eso?
Meneé la cabeza.
—No lo sé. Realmente no lo sé. Y tengo la impresión de que averiguarlo es lo más importante del mundo.
Me cogió el brazo.
—Corwin —dijo—. Ella —eso— habla en serio. Y puede ser posible, lo sabes.
Asentí.
—Lo sé.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
Envainé a Grayswandir y me volví hacia la puerta.
—Recoger los trozos —dije—. Ahora tengo en la mano lo que siempre pensé que quería, y debo asegurarlo. No puedo esperar a lo que se nos viene encima. Debo buscarla y detenerla antes de que pueda llegar a Ámbar.
—¿Sabes dónde buscarla? —preguntó.
Doblamos por el túnel.
—Creo que está en la otra punta del camino negro —dije.
Avanzamos a través de la caverna hacia las escaleras donde el hombre muerto yacía y giramos ascendiendo por encima de él en la oscuridad.
FIN