ME PARÉ EN LO ALTO DE LA COLINA a contemplar la casa. Estaba rodeado de arbustos, por lo que yo no sobresalía especialmente.

Realmente no sé qué esperaba ver. ¿Los restos de un incendio? ¿Un coche en la carretera? ¿Una familia entre los muebles de madera roja del patio? ¿Guardias armados?

Vi que el techo necesitaba algunas tejas nuevas, y que el césped hacía tiempo que había retornado a su condición natural. Me sorprendí al ver que sólo había una ventana rota en la parte trasera.

Así que la casa tenía el aspecto de abandonada. ¿Hasta qué punto lo estaba?

Extendí la chaqueta sobre la tierra y me senté.

Encendí un cigarrillo. No había ninguna casa más en kilómetros a la redonda.

Obtuve cerca de setecientos mil dólares de los diamantes. Me había llevado una semana y media cerrar el trato. De Amberes viajamos a Bruselas, y pasamos varias noches en un club en la Rué de Char et Pain hasta que dio conmigo el hombre que yo quería.

Arthur quedó bastante asombrado con la propuesta. Era un hombre delgado de cabello blanco y bigote bien cuidado, ex oficial de la RAF, de Oxford. A los dos minutos empezó a menear la cabeza y se empeñó en interrumpirme con preguntas acerca de la entrega. Aún cuando no era ningún Sir Basil Zaharoff, se inquietaba mucho cuando las ideas de un cliente parecían poco elaboradas. Tenía miedo de que fallase algo demasiado pronto después de la entrega. Parecía pensar que de algún modo podía verse complicado. Por esta razón, estaba a menudo más dispuesto que otros a colaborar en el embarque de la mercancía. Se sentía preocupado con mis planes de transporte porque yo no parecía tener ninguno.

Lo único que se necesita generalmente para un trato como este es un certificado de destino final. Básicamente, es un documento que afirma que el país X ha encargado las armas en cuestión. Necesitas ese papel para obtener un permiso de exportación del país fabricante. Esto les libra de responsabilidades, aunque luego el cargamento sea desviado al país Y una vez que ha cruzado su frontera. Lo habitual es comprar la ayuda de un representante de embajada del país X —preferiblemente alguno que tenga amigos o parientes conectados con el Departamento de Defensa del país de origen— para poder sacar los papeles. Eso cuesta bastante dinero, y creo que Arthur tenía en la cabeza una lista de las tarifas vigentes.

—¿Pero cómo va a embarcarlos? —había preguntado insistentemente—. ¿Cómo los hará llegar al lugar que desea?

—Eso —dije—, será mi problema. Deje que yo me ocupe de ello.

Pero él continuaba meneando la cabeza.

—No es buen negocio tratar de ahorrar de ese modo, Coronel —dijo (yo era para él un Coronel desde la primera vez que nos vimos, unos doce años atrás. No recuerdo bien por qué)—. No es nada bueno. Trate de ahorrar algunos dólares de ese modo y puede llegar a perder todo el cargamento y encontrarse con verdaderos problemas. Verá, yo puedo arreglarle los papeles con alguna de esas jóvenes naciones africanas por un precio bastante razonable…

—No. Arrégleme lo de las armas, y me basta.

Durante nuestra conversación, Ganelón se limitó a permanecer allí sentado bebiendo cerveza, con la barba tan roja y el aspecto tan siniestro como siempre, y asintiendo a todo lo que yo decía. Como él no hablaba inglés, no tenía idea de la marcha de las negociaciones. Ni le importaba. Pero siguiendo mis instrucciones periódicamente me hablaba en Thari, y conversábamos brevemente en ese idioma sobre nada en particular. Pura perversidad. El pobre y viejo Arthur era un buen lingüista y quería averiguar el destino de las piezas. Yo notaba cómo se esforzaba tratando de identificar el idioma cada vez que hablábamos. Al fin, comenzó a asentir como si lo hubiera conseguido.

Después de un poco más de discusión, nos interrumpió, estiró el cuello y dijo:

—Leí los periódicos. Estoy seguro que su gente podrá permitirse el coste del seguro.

Aquel alarde casi merecía que le dijese que sí.

Pero dije:

—No. Créame, cuando tome posesión de esos rifles automáticos, van a desaparecer de la faz de la Tierra.

—Buen truco, eso —dijo—, teniendo en cuenta que aún no sé de donde los vamos a sacar.

—No importa.

—La confianza es una buena cosa. Pero hay que evitar la temeridad… —se encogió de hombros—. En fin, sea como Ud. desea… es su problema.

Entonces le hablé de las municiones, y con eso debió quedar convencido de mi deterioro mental. Se quedó largo rato contemplándome. Esta vez ni siquiera movió la cabeza. Tardé unos buenos diez minutos en conseguir que prestara atención a los detalles del pedido. Fue entonces cuando comenzó a sacudir la cabeza y murmurar acerca de las balas de plata y de los detonadores inertes.

El último arbitro, el dinero en efectivo, le convenció de que había que hacer las cosas a mi modo. No había ningún problema con los rifles ni con los camiones, pero convencer a una fábrica de armas de que produjera mis municiones iba a ser caro, me dijo. Es más, no estaba seguro de poder encontrar alguna que deseara hacerlo. Cuando le dije que el precio no sería ningún obstáculo pareció enfadarse aún más. Si podía permitirme tirar el dinero en municiones extrañas y experimentales, el certificado de destino final no era un gasto del otro mundo…

No. Le dije que no. A mi modo, le recordé.

Suspiró y se estiró los bordes del bigote. Luego asintió. Muy bien, lo haríamos a mi modo.

Me cobró más dinero, por supuesto. Ya que parecía razonable en todos los demás extremos, tal vez yo no fuese un psicótico, sino miembro de un grupo embarcado en una empresa cara e inútil. Aunque las ramificaciones debían haberle intrigado, aparentemente decidió no investigar demasiado sobre aquel tinglado de apariencia desconcertante. Deseaba aferrarse a cualquier oportunidad para separarse del proyecto. Una vez que encontró quien suministrase las municiones —resultó ser material suizo— no tuvo inconveniente en ponerme en contacto con ellos y lavarse las manos de todo excepto del dinero.

Ganelón y yo fuimos a Suiza con documentación falsa. Él era alemán y yo portugués. No me preocupaba mucho lo que dijesen mis documentos, siempre y cuando la falsificación estuviese bien hecha, pero había decidido que el alemán era la mejor lengua que Ganelón podía aprender, ya que tenía que aprender una y siempre hay turistas alemanes en todas partes. La cogió bastante rápidamente. Le dije que si se encontraba con cualquier alemán o suizo verdaderos y tenía que dar explicaciones dijera que se había criado en Finlandia.

Pasamos tres semanas en Suiza, hasta que estuve satisfecho con el control de calidad de mis municiones. Tal como había sospechado, el material era completamente inerte en esta sombra. Pero yo había desarrollado la fórmula, lo cual era lo único importante en ese punto. La plata resultó cara, por supuesto. Quizá fui demasiado precavido. Sin embargo, hay algunos asuntos de Ámbar que es mejor despacharlos con ese metal, y yo podía pagarlo. Realmente a falta de oro ¿qué mejor bala para un rey? Si al cabo yo disparaba contra Eric, no habría ningún delito de lése-majesté. Concedédmelo, hermanos.

Entonces dejé que Ganelón se las arreglara solo por un tiempo, ya que representaba su papel de turista como un auténtico Stalisnawski. Lo vi partir hacia Italia, con la cámara al cuello y una mirada de despedida, y yo regresé volando a los Estados Unidos.

¿Regreso? Sí. Aquella casa deshabitada de la ladera de la colina, a mis pies, había sido mi hogar durante la mejor parte de una década. Me dirigía hacia allí cuando me vi empujado fuera de la carretera y sufrí el accidente que condujo a todo lo que ocurrió luego.

Di una chupada al cigarrillo y contemplé el lugar. Antes no estaba prácticamente en ruinas como ahora. Siempre la conservé en buen estado. La había comprado, no debía ni un dólar. Tenía seis habitaciones y un garaje anexo para dos coches. Con siete acres alrededor; en realidad toda la ladera de la colina. La mayor parte del tiempo había vivido allí solo. Me gustaba. Solía pasar horas y horas en el taller. Me pregunté si el grabado en boj de Mori seguiría colgado en mi estudio. Cara a Cara, se llamaba, y representaba a dos guerreros trabados en mortal combate. Sería agradable tenerlo de nuevo. Aunque tenía la sensación de que ya no estaría. Probablemente todo lo que no hubiese sido robado lo habrían subastado para pagar los impuestos. Imaginaba que eso es lo que haría el Estado de New York. Estaba sorprendido de que la casa no tuviera nuevos ocupantes. Continué mirando para cerciorarme. Demonios, no tenía prisa. No tenía que ir a ninguna parte.

Había tomado contacto con Gérard poco después de llegar a Bélgica. Prefería no hablar con Benedict por el momento. Temía que si lo intentaba simplemente me atacaría, de un modo u otro.

Gérard me observó cuidadosamente. Se encontraba en algún lugar en campo abierto y parecía estar solo.

—¿Corwin? —dijo entonces—. Sí…

—Correcto. ¿Qué sucedió con Benedict?

—Lo encontré tal como me dijiste y lo liberé. Deseaba perseguirte otra vez, pero pude convencerle de que había transcurrido bastante tiempo desde que yo te viera. Como tú dijiste que le habías dejado inconsciente, supuse que lo mejor era decir eso. Además su caballo estaba muy cansado. Volvimos a Avalón juntos. Me quedé con él durante los funerales, y luego le pedí me prestase un caballo. Ahora estoy regresando a Ámbar.

—¿Funerales? ¿Qué funerales?

De nuevo me miró con una mirada calculadora.

—¿Realmente no lo sabes? —dijo.

—¡Si lo supiera, maldición, no te lo preguntaría!

—Sus sirvientes. Fueron asesinados. El dice que tú lo hiciste.

—No —dije—. No. Eso es ridículo. ¿Por qué iba yo a matar a sus sirvientes? No entiendo…

—Poco después de volver él los buscó, ya que no habían salido a darle la bienvenida. Los encontró asesinados y tú y tu compañero ya os habíais marchado.

—Ahora entiendo —dije—. ¿Dónde estaban los cuerpos?

—Enterrados, pero no muy profundamente, en el pequeño bosque que hay al otro lado del jardín, en la parte trasera de la casa.

Exactamente, exactamente… Mejor no mencionarle que sabía lo de la tumba.

—¿Pero qué posible razón cree que podría haber tenido yo para hacer algo así? —protesté.

—Está intrigado, Corwin. Ahora más intrigado que antes. No puede entender por qué no le mataste a él cuando tuviste ocasión de hacerlo, y por qué enviaste por mí cuando podrías haberle dejado allí.

—Ahora veo por qué me llamaba continuamente asesino mientras luchamos, pero… ¿Le contaste lo que te dije acerca de que no había matado a nadie?

—Sí. Al principio se encogió de hombros como si fuera una excusa para salvarte. Yo le dije que parecías sincero, y que también tú parecías intrigado. Creo que le dio que pensar un poco tu insistencia. Varias veces me preguntó si yo te creía.

—¿Me crees?

Bajó la vista.

—¡Maldición, Corwin! ¿Yo qué tengo que creer? Yo aparecí en mitad de esto. Hemos estado separados tanto tiempo…

Me miró.

—Además hay otras cosas —dijo.

—¿Qué?

—¿Por qué me llamaste a mí para que le ayudara? Tú le cogiste un mazo de cartas entero. Podrías haber llamado a cualquiera de nosotros.

—Debes estar bromeando —dije.

—No, quiero una respuesta.

—Muy bien. Tú eres el único en quien confío.

—¿Eso es todo?

—No. Benedict no desea que en Ámbar se sepa su paradero. Tú y Julián sois los únicos que a mí me consta que conocen su refugio. Julián no me gusta, no confío en él. Por eso te llamé.

—¿Cómo sabías que Julián y yo sabíamos dónde estaba?

—Él os ayudó a ambos cuando tuvisteis problemas hace poco en el camino negro, y os dio cobijo mientras os recuperabais. Dará me lo contó.

—¿Dará? ¿Quién es esta Dará?

—La hija huérfana de una pareja que había trabajado para Benedict —dije—. Ella estaba en la casa donde tú y Julián os alojasteis.

—Y le enviaste un brazalete. También me la mencionaste en el camino, cuando me llamaste.

—Exacto. ¿Qué sucede?

—Nada. Aunque realmente no la recuerdo. Dime, ¿por qué te marchaste tan repentinamente? Tienes que admitir que tu comportamiento parece el de un hombre culpable.

—Sí —dije—. Era culpable… pero no de asesinato. Yo fui a Avalón para obtener algo que me interesaba, lo conseguí, y me largué. Tú viste el carro, y también viste que llevaba carga en él. Me largué antes de que él volviera para no tener que responder a las preguntas qué Benedict pudiera hacerme. ¡Infierno! ¡Si hubiera querido escapar, no habría utilizado un carro! Habría viajado a caballo, rápido y ligero.

—¿Qué había en el carro?

—No —dije—. No quise decírselo a Benedict y no quiero decírtelo a ti. Oh, supongo que él puede averiguarlo, pero no voy a facilitarle las cosas. Aunque no es importante. El hecho es que fui allí por algo y que lo conseguí. Baste con esto. Allí mi cargamento no tiene un valor especial, pero en otro lugar sí. ¿Vale?

—Sí —dijo—. Tiene cierto sentido.

—Entonces contesta mi pregunta. ¿Crees que los maté?

—No —contestó—. Te creo.

—¿Y con respecto a Benedict? ¿Qué piensa él?

—No te volverá a atacar sin hablar primero. Me consta que tiene dudas.

—Bien. Algo es, por lo menos. Gracias, Gérard. Me voy ya.

Me dispuse a romper el contacto.

—¡Espera, Corwin! ¡Espera!

—¿Qué pasa?

—¿Cómo cortaste el camino negro? En el lugar en que lo cruzaste destruiste un tramo. ¿Cómo lo hiciste?

—El Patrón —dije—. Si alguna vez tienes problemas con esa cosa, atácala con el Patrón. ¿Sabes que a veces hay que tenerlo en mente porque parece que las sombras se te escapan y todo se desquicia?

—Sí. Lo intenté pero no resultó. Lo único que conseguí fue un dolor de cabeza. Eso no es de la Sombra.

—Sí y no —dije—. Ya sé qué te ocurrió. No te esforzaste lo suficiente. Yo usé el Patrón hasta que mi cabeza pareció deshacerse, hasta que estuve medio ciego de dolor y a punto de desmayarme. Entonces fue el camino el que se deshizo. No fue nada agradable, pero resultó.

—Lo recordaré —dijo—. ¿Vas a hablar con Benedict ahora?

—No —repliqué—. Él ya sabe todo lo que hemos hablado. Ahora que se está tranquilizando, comenzará a analizar e investigar un poco más lo ocurrido. Prefiero que lo averigüe por sí mismo… además no quiero arriesgarme a otra pelea. Cuando corte esta vez permaneceré largo tiempo en silencio. Resistiré todos sus esfuerzos para comunicarse conmigo.

—¿Qué hay de Ámbar, Corwin? ¿Qué hay de Ámbar?

Bajé los ojos.

—No te interpongas en mi camino cuando regrese, Gérard. Créeme, no habrá guerra.

—Corwin… Espera. Me gustaría pedirte que lo reconsideraras. No ataques a Ámbar ahora. Está débil, dominada por todos los males posibles.

—Lo siento, Gérard. Pero estoy seguro de que he pensado el asunto mucho más que todos vosotros juntos en los últimos cinco años.

—Entonces yo también lo siento.

—Creo que será mejor que me vaya.

Asintió.

—Adiós, Corwin.

—Adiós, Gérard.

Después de esperar durante varias horas a que el sol desapareciera detrás de la colina, dejando a la casa en un crepúsculo prematuro, apagué el último cigarrillo, sacudí la chaqueta, me la puse y me levanté. No había observado ningún signo de vida en el lugar, ningún movimiento detrás de las sucias ventanas, de la ventana rota. Lentamente, descendí por la colina.

La casa de Flora en Westchester había sido vendida unos años antes, lo cual no me sorprendió. Lo había averiguado por simple curiosidad ya que me encontraba en la ciudad. Incluso había pasado por delante en coche. Ya no había ninguna razón para que ella permaneciera en la Sombra Tierra. Su larga vigilancia había terminado satisfactoriamente, y la última vez que la vi recibía su premio en Ámbar. Me irritaba un poco haber permanecido tan cerca de ella durante tanto tiempo sin siquiera darme cuenta de su presencia.

Reflexioné sobre si debía o no ponerme en contacto con Random, y decidí no hacerlo. La única ventaja era que posiblemente me diese información acerca de la situación actual en Ámbar. Sería interesante, pero no era absolutamente esencial. Estaba bastante seguro de que podía confiar en él. Al fin y al cabo, en el pasado me había ayudado a veces. De acuerdo, no fue por altruismo, sin embargo había ido más lejos de lo que supuse que haría. Pero habían pasado cinco años, y desde entonces habían sucedido muchas cosas. Era tolerado nuevamente en Ámbar, y ahora tenía una esposa. Podría andar preocupado por cómo conquistar una posición mejor. Simplemente no lo sabía. Pero sopesando los posibles beneficios y las posibles pérdidas, pensé que era mejor esperar y verle personalmente la próxima vez que estuviera en la ciudad.

Mantuve mi palabra, resistiendo cualquier intento de contacto conmigo. Los hubo casi diariamente durante mis primeras semanas de estancia en la Sombra Tierra. Pero llevaba ya varias semanas sin que nadie me molestase de nuevo. ¿Por qué iba yo a darle a alguien libre acceso a mi maquinaria mental? No, gracias, hermanos.

Me dirigí a la parte trasera de la casa, me acerqué pegado a las paredes hasta una ventana y la limpié con el codo. Había observado el lugar durante tres días y me parecía muy extraño que hubiera alguien dentro. Sin embargo…

Me asomé.

Todo estaba revuelto, por supuesto, y faltaban muchas de mis cosas. Pero algunas todavía estaban allí. Avancé hacia la derecha e intenté abrir la puerta. Estaba cerrada. Me reí entre dientes.

Me dirigí al patio. La novena baldosa hacia dentro, la cuarta hacia delante. La llave estaba debajo. Mientras me volvía la limpié con la chaqueta. Entré.

Todo estaba cubierto de polvo, excepto en algunas zonas. Había botes de café, envoltorios de sándwiches, y los restos de una hamburguesa petrificada sobre la chimenea. Había entrado mucho polvo por ella durante mi ausencia. Atravesé la habitación y cerré la compuerta reguladora.

Vi que la puerta principal estaba rota alrededor de la cerradura. Probé a abrir. Parecía que hubiesen clavado la puerta. Había una obscenidad garabateada en la pared del vestíbulo. Entré en la cocina. Estaba completamente revuelta. Todo lo que había sobrevivido al pillaje estaba esparcido por el suelo. La cocina y el refrigerador habían desaparecido, y al arrastrarlos habían rayado el suelo.

Salí y me dirigí a inspeccionar mi taller. Sí, lo habían desvalijado. Completamente. Seguí adelante, y me sorprendió encontrar en el dormitorio intacta mi cama, todavía sin hacer, y dos sillas caras.

En el estudio me aguardaba una sorpresa más agradable. El gran escritorio estaba cubierto de polvo y cosas en desorden, pero siempre había estado así. Encendiendo un cigarrillo, me acerqué y me senté detrás. Creo que era demasiado pesado y voluminoso para que nadie pudiera llevárselo. Mis libros estaba todos en los estantes. Nadie roba libros excepto los amigos. Y allí…

No podía creerlo. Me puse en pie y atravesé la habitación para inspeccionarlo de cerca.

El hermoso relieve boj de Yoshitoshi Mori estaba colgado en el mismo lugar en que había estado siempre, limpio, oscuro, elegante, violento. Pensar que nadie se había largado con una de mis posesiones más preciadas…

¿Estaba limpio?

Lo observé con atención. Pasé el dedo por el marco.

Demasiado limpio. No tenía nada del polvo que cubría todas las cosas de la casa.

Miré si había cables que lo conectasen con algún dispositivo, pero no encontré ninguno; lo descolgué, y lo bajé.

No, la pared no estaba más clara detrás del relieve. Estaba igual que el resto de la pared.

Coloqué la obra de Mori en el asiento de al lado de la ventana y volví a mi escritorio. Me sentía turbado, e indudablemente alguien había querido que lo estuviera. Era obvio, alguien se lo había llevado y cuidado —cosa que agradecí— y sólo recientemente lo había devuelto a su lugar. Era como si hubiesen previsto mi retorno.

Lo cual era motivo sobrado para que me largara inmediatamente. Pero eso era estúpido. Si había alguna trampa, ya tenía que estar activada. Saqué la automática del bolsillo de la chaqueta y me la coloqué en el cinturón. Ni siquiera yo mismo sabía que iba a volver. Había decidido venir porque me sobraba algo de tiempo. Tampoco estaba seguro de por qué había querido ver el lugar de nuevo.

O sea se trataba de un plan establecido por si volvía. Si volvía al viejo hogar, probablemente sería para llevarme lo único que merecía la pena recuperar. Así que preserva el relieve y luego déjalo para que se note. De acuerdo, lo había notado. Y todavía no había atacado, así que no parecía una trampa. ¿Entonces qué?

Sería un mensaje. Alguna especie de mensaje.

¿Cuál? ¿Cómo? ¿Y de quién?

El lugar más seguro de la casa, en caso de haber permanecido intacto, todavía sería la caja fuerte. Tenía un mecanismo al alcance de cualquiera de mis parientes. Me acerqué a la pared del fondo, presioné el panel y lo abrí. Hice girar el dial para marcar la combinación, di un paso atrás y abrí la portezuela con mi viejo bastón.

No hubo explosión. Bien. Lo suponía.

No contenía nada de gran valor en el interior: unos pocos cientos de dólares en efectivo, algunos bonos, recibos, correspondencia.

Un sobre. Un sobre blanco y nuevo me llamó la atención. No lo recordaba.

Llevaba mi nombres, escrito con letra elegante. No con bolígrafo.

Contenía una carta y un Triunfo.

Hermano Corwin, decía la carta, si lees esto, significará que todavía pensamos lo bastante parecido como para que pueda prever un poco tus movimientos. Te agradezco el préstamo del relieve en boj: una de las dos posibles razones para que vuelvas a esa escuálida sombra. Me molesta tener que prescindir de él, ya que nuestros gustos también son similares y lleva varios años adornando mis cámaras. Hay algo en el relieve que tensa una fibra familiar. Toma la devolución como prenda de mi buena voluntad y como un ruego para que prestes atención. Como debo ser sincero contigo si quiero tener una oportunidad de convencerte de algo, no me disculparé por lo que ocurrió. En realidad lo único que lamento es no haberte matado cuando debí hacerlo. La vanidad me hizo actuar como un tonto. Aunque el tiempo haya podido curar tus ojos, dudo que pueda alterar los sentimientos que nos profesamos mutuamente. Tu mensaje —«volveré»— está en este momento sobre mi escritorio. Si lo hubiera escrito yo, sé que volvería. Como tenemos algunas cosas en común, preveo tu vuelta, y no sin algo de aprensión. Sabiendo que no eres ningún tonto, sé que vendrás con un ejército. Y aquí es donde la vanidad pasada se paga con el presente orgullo. Querría que hubiese paz entre nosotros, Corwin, por la seguridad del reino, no por la mía. Potentes fuerzas surgidas de la Sombra han llegado a sitiar Ámbar regularmente, y yo no entiendo completamente su naturaleza. Contra estas fuerzas, las más formidables que recuerdo hayan asaltado Ámbar, la familia se ha unido tras de mí. Quisiera contar con tu ayuda en esta lucha. Si no es así, te pido que pospongas por un tiempo el invadirme. Si eliges ayudarnos, no te pediré ninguna clase de honores, sólo el reconocimiento de mi liderazgo mientras dure la crisis. Te serán brindados tus honores normales. Es importante que tomes contacto conmigo para comprobar la verdad de lo que digo. Como no he podido localizarte mediante tu Triunfo, te adjunto el mío para que lo uses. Aunque la posibilidad de que te esté mintiendo va a dominar tus pensamientos, te doy mi palabra de que no es así.

ERIC, SEÑOR DE ÁMBAR.

La releí y me reí entre dientes. ¿Pues para qué creía él que servían las maldiciones?

No vale, hermano mío. Fue muy amable por tu parte pensar en mí en tus momentos de apuro —y te creo, no lo dudes, ya que todos nosotros somos hombres honorables—, pero nuestro encuentro se producirá de acuerdo con mi agenda, y no con la tuya. Con respecto a Ámbar, estoy al tanto de sus necesidades, y me ocuparé de ellas a mi tiempo y manera. Tú, Eric, cometes el error, de considerarte necesario. Los cementerios están llenos de hombres que pensaron que no podrían ser remplazados. Pero esto esperaré a decírtelo cara a cara.

Guardé la carta y el Triunfo en el bolsillo de la chaqueta. Apagué el cigarrillo en el sucio cenicero del escritorio. Luego cogí unas sábanas del dormitorio para envolver a mis combatientes. Esta vez me esperarían en un lugar más seguro.

Mientras recorría la casa otra vez, me pregunté por qué había vuelto realmente. Pensé en algunas de las personas que había conocido cuando vivía aquí, y me pregunté si alguna vez pensaban en mí, si se preguntaban lo que me habría sucedido. Nunca lo sabría, por supuesto.

La noche cayó aunque el cielo estaba claro y sus primeras estrellas rutilaban cuando salí y cerré la puerta. Di la vuelta a la casa y devolví la llave a su lugar debajo del patio. Luego subí por la colina.

Cuando volví a mirar desde la cima, la casa parecía haberse hundido en la oscuridad, convertida en mísero despojo, como una lata de cerveza vacía arrojada a un lado del camino. Crucé la cima y comencé a descender, dirigiéndome campo a través hacia el lugar donde había aparcado, lamentando haber mirado hacia atrás.