EL CARRO CRUJÍA MONÓTONAMENTE y el sol ya estaba muy al oeste, aunque aún derramaba cálidas corrientes de luz sobre nosotros. Atrás, entre las cajas, Ganelón roncaba, y yo le envidiaba su ruidosa ocupación. Él llevaba varias horas durmiendo, y este era mi tercer día sin descansar.
Nos hallábamos a unos veinticinco kilómetros de la ciudad, y nos dirigíamos hacia el noreste. Doyle no tenía mi pedido completamente listo, pero Ganelón y yo lo persuadimos para que cerrara la tienda y acelerara la producción. Esto provocó un retraso de varias horas más en nuestro viaje. Entonces estaba demasiado en tensión para dormir y ahora no podía hacerlo, ya que estaba abriendo camino a través de las sombras.
Obligué a que la fatiga y el anochecer se retiraran y encontré algunas nubes que me dieron sombra. Avanzábamos por un camino de arcilla dura, seco y con rodadas profundas. Era de un amarillo feo, y crujía y se resquebrajaba al pasar. Hierbas pardas languidecían suspendidas en los márgenes del camino, y los árboles eran bajos y retorcidos, con cortezas gruesas y ásperas. Pasamos ante numerosos salientes de esquisto.
Le había pagado bien a Doyle su mezcla, y también había adquirido un hermoso brazalete que le sería entregado a Dará al día siguiente. Los diamantes estaban en mi cinturón, y Grayswandir al alcance de mi mano. Star y Firedrake caminaban regularmente, con fuerza. Lo iba a conseguir, parecía.
Me pregunté si Benedict ya habría vuelto a la casa. Me pregunté cuánto tiempo permanecería engañado con respecto a mi paradero. De ningún modo me podía considerar todavía libre de él. Era capaz de seguir a gran distancia huellas en la Sombra, y las que yo le estaba dejando eran muy buenas. No tenía más remedio que hacerlo así. Necesitaba el carro, no podía ir a mayor velocidad, ni tampoco estaba yo en condiciones de realizar otra cabalgada infernal. Llevaba las riendas lenta y cuidadosamente, muy consciente de que mis sentidos estaban abotargados y de mi creciente cansancio. Contaba con la gradual acumulación de cambios y distancia para erigir una barrera entre Benedict y yo, con la esperanza de que pronto fuese impenetrable.
En los tres kilómetros siguientes me abrí camino del anochecer al mediodía, pero procuré que continuase nublado, ya que solamente deseaba luz, no calor. Luego logré localizar una brisa suave. Esto aumentó la probabilidad de que lloviera, pero valía la pena. No se puede tener todo.
Por entonces luchaba con el sueño, y era grande la tentación de despertar a Ganelón para que condujera, limitándonos a poner kilómetros por medio. Pero temía intentarlo apenas comenzado el viaje. Todavía había demasiadas cosas que quería hacer. Quería más luz diurna, pero también deseaba un camino mejor, y ya estaba harto de la maldita arcilla amarilla; además tenía que hacer algo acerca de esas nubes, y tenía que mantener en la mente hacia dónde nos dirigíamos…
Me froté los ojos, y respiré profundamente varias veces. La cabeza comenzaba a darme vueltas, y el monótono clop-clop de los cascos de los caballos y el crujir de la carreta comenzaba a provocar un efecto soporífero. Ya estaba completamente acostumbrado a sus sacudidas y vaivenes. Las riendas colgaban inertes de mis manos, y una vez dejé que se escurrieran. Afortunadamente, los caballos parecían tener bastante idea de lo que se esperaba de ellos.
Al cabo de un rato, subimos por una larga y suave pendiente que conducía hacia la media mañana. Para entonces, el cielo estaba bastante oscuro y me llevó varios kilómetros y media docena de giros en el camino el disipar de algún modo la concentración de nubes. Una tormenta podría transformar rápidamente nuestro camino en un río de barro. Me sobresalté ante este pensamiento, despejé el cielo y me concentré otra vez en el camino.
Llegamos a un puente en ruinas que atravesaba un lecho de río seco. Al otro lado, el camino era más suave, menos amarillo. Mientras avanzábamos por él, se volvió más oscuro, liso, duro y la hierba de las riberas se hizo verde.
Para entonces había comenzado a llover.
Luché con la lluvia durante un tiempo, decidido a no abandonar mi hierba, ni el tranquilo y oscuro camino. Me dolía la cabeza, pero el chubasco terminó al medio kilómetro y el sol salió otra vez.
El sol… Oh, sí, el sol.
Continuamos, y finalmente llegamos ante una depresión en el camino que descendía sinuosamente entre árboles más brillantes. Bajamos a un valle frío, donde luego atravesamos otro puente pequeño. Debajo de él una estrecha franja de agua surcaba el centro del lecho. Para entonces me había atado las riendas a las muñecas, ya que continuaba cabeceando. Como un autómata, ausente, concentré la atención, tensé todo mi ser, seleccioné las sombras…
En el bosque que había a mi derecha, los pájaros le balbuceaban preguntas al día. Brillantes gotas de rocío estaban suspendidas de la hierba, de las hojas. El aire se hizo frío, y los rayos del sol de la mañana se filtraron por entre los árboles…
Pero el despertar de aquella sombra no engañó a mi cuerpo, y al fin me sentí aliviado al oír a Ganelón maldecir y desperezarse. Si no se hubiera despertado, tendría que haberle despertado yo muy pronto.
Magnífico. Tiré ligeramente de las riendas y los caballos lo comprendieron, deteniéndose. Fijé el freno, ya que todavía estábamos en una pendiente, y cogí una botella de agua.
—¡Hey! —dijo Ganelón mientras yo bebía—. ¡Deja una gota para a mí!
Le pasé la botella.
—Ahora conduces tú —le dije—. Tengo que dormir un poco.
Bebió durante medio minuto, luego dejó escapar una exhalación explosiva.
—De acuerdo —dijo, saltando por la barandilla del carro—. Pero espera un minuto. La naturaleza me llama.
Se apartó del camino y yo me arrastré hasta la cama que había en la carreta y me tendí donde él había descansado, doblando la capa hasta convertirla en una almohada.
Momentos después vi que saltaba al asiento del conductor, y se produjo una sacudida cuando soltó el freno. Oí como chasqueaba la lengua y agitaba ligeramente las riendas.
—¿Es de mañana? —me preguntó.
—¡Dios! He dormido todo el día y toda la noche
Me reí entre dientes.
—No. Estuve manipulando un poco las sombras —dije—. Sólo dormiste seis o siete horas.
—No lo entiendo. Pero no importa, te creo. ¿Dónde estamos ahora?
—Seguimos hacia el noreste —dije—, estamos a unos treinta kilómetros de la ciudad y quizá a unos veinte de la casa de Benedict. Nos hemos movido a través de la Sombra también.
—¿Qué tengo que hacer ahora?
—Simplemente sigue el camino. Necesitamos poner distancia por medio.
—¿Todavía nos puede alcanzar Benedict?
—Eso creo. Por ello no podemos dejar que los caballos descansen todavía.
—De acuerdo. ¿Tengo que prestar atención a algo en especial? —No.
—¿Cuándo te despierto?
—Nunca.
Entonces quedó en silencio, y mientras yo esperaba que mi conciencia se apagara, pensé en Dará, por supuesto. Había estado pensando en ella todo el día.
Lo ocurrido no había sido absolutamente premeditado por mi parte. Ni siquiera había pensado en ella como mujer hasta que estuvo en mis brazos, momento en que revisé mis pensamientos al respecto. Un momento más tarde mis nervios espinales se apoderaron de la situación, reduciendo al mínimo gran parte de las funciones cerebrales, como me había explicado en cierta ocasión Freud. No podía echarle la culpa al alcohol, ya que no había bebido mucho ni tampoco me había afectado especialmente. ¿Por qué me empeñaba en echarle la culpa a algo? Porque de algún modo me sentía un poco culpable. Ella era una pariente muy lejana, o sea que no era ese el problema. Tampoco creía que me hubiera aprovechado de ella, ya que ella sabía lo que estaba haciendo cuando me buscó. Eran las circunstancias las que hacían que me preguntase por mis motivaciones, incluso mientras yacía a su lado. Cuando hablé por primera vez con ella y cuando la llevé por la sombra yo pretendía algo más que ganar su confianza y trabar cierta amistad. Trataba de minar algo de su lealtad, confianza y afecto hacia Benedict y transferirlo hacia mí. Quería que estuviera de mi lado, como un posible aliado en lo que podría convertirse en campo enemigo. Tenía la esperanza de poder utilizarla en caso de necesidad si las cosas se ponían mal. Todo esto era cierto. Pero no quería creer que la había poseído solamente con este fin. Aunque sospechaba que algo de eso había, lo cual me hacía sentir incómodo y muy innoble. ¿Por qué? Yo había hecho muchas cosas que la mayoría considerarían peores, sin sentir particularmente remordimiento. Me revolví intentando rechazar una respuesta que ya sabía. Me interesaba por la muchacha. Así de sencillo. Era diferente de la amistad que había sentido por Lorraine, con su elemento de mutuo entendimiento entre dos cansados veteranos, o del aire de casual sensualidad que había existido brevemente entre Moire y yo antes de que hubiera recorrido el Patrón por segunda vez. Era muy diferente. La había conocido durante tan poco tiempo que era totalmente ilógico. Yo era un hombres con cientos de años a la espalda. Sin embargo… No me había sentido así en siglos. Había olvidado esa sensación. No quería enamorarme de ella. Por lo menos ahora. Tal vez más adelante. No, tampoco. Era la persona opuesta a la que necesitaba. Era un niña. Cualquier cosa que ella quisiera hacer, cualquier cosa que encontrara nueva y fascinante, a mí me resultaría conocida y aburrida. No, era un error. No podía enamorarme de ella. No debía permitírmelo…
Ganelón canturreaba horriblemente una melodía obscena. El carro saltaba y crujía, mientras cubríamos un recodo ascendente. El sol cayó sobre mi rostro, y me cubrí los ojos con el antebrazo. En algún lugar, el olvido me cogió con fuerza.
Desperté por la tarde y me sentí sucio. Tomé un largo trago de agua, vertí un poco en la palma de la mano y me la pasé por los ojos. Me atusé el cabello. Contemplé nuestros alrededores.
Estábamos rodeados de verdor, pequeñas arboledas y espacios abiertos donde crecían hierbas altas. Todavía viajábamos por un camino sucio, duro y bastante parejo. El cielo estaba despejado, excepto unas pocas nubes, y la sombra se alternaba con el sol regularmente. Había una brisa ligera.
—De nuevo entre los vivos. ¡Bien! —dijo Ganelón mientras me instalaba en el asiento delantero a su lado.
—Los caballos se están cansando, Corwin, y me gustaría estirar las piernas un poco —añadió—. También estoy hambriento. ¿Tú no?
—Sí. Dirígete hacia aquella zona sombreada de la izquierda y nos detendremos un poco.
—Me gustaría ir un poco más allá —dijo.
—¿Por alguna razón en especial?
—Sí. Quiero mostrarte algo.
—Sigue.
Continuamos aproximadamente un kilómetro, llegamos a una curva del camino que nos orientó más hacia el norte. Al poco llegamos a una colina, y cuando la hubimos ascendido apareció otra, aún más alta.
—¿Quieres ir mucho más lejos? —pregunté.
—Subamos a esta otra colina —replicó—. Quizá podamos verlo desde ahí arriba.
—De acuerdo.
Les costaba a los caballos subir aquel desnivel tan pronunciado de la segunda colina, y yo bajé a empujar desde atrás. Cuando finalmente llegamos a la cima, me sentí aún más sucio por la mezcla de polvo y sudor, pero ya estaba completamente despierto. Ganelón detuvo a los caballos y echó el freno. Entonces saltó al carro y subió a una de las cajas. Quedó de pie, mirando hacia la izquierda, y se cubrió los ojos.
—Ven aquí arriba, Corwin dijo.
Salté la barandilla y él se agachó para darme la mano. Se la cogí, y me ayudó a saltar sobre la caja. Me puse en pie a su lado. Extendió el brazo señalando algo.
Quizá a medio kilómetro de distancia, recorriendo de izquierda a derecha todo el paisaje que abarcaban mis ojos, había una ancha franja negra. Estábamos varios cientos de metros por encima de aquello y teníamos una visión aceptable de, diría, un kilómetro de su recorrido. Calculé que mediría más de cien metros de ancho, y aunque se curvaba dos veces, su grosor parecía uniforme. En su interior había árboles, completamente negros. Creí distinguir algún movimiento. No podía decir qué era. Quizá fuera el viento meciendo las hierbas negras de sus linderos. Pero también percibía la clara sensación de que allí dentro discurría un flujo, como corrientes en un pleno y oscuro río.
—¿Qué es eso? —dije.
—Pensé que quizá tú me lo podrías decir —replicó Ganelón—. Pensé que era una parte de tus sombras embrujadas.
Negué lentamente con la cabeza.
—Estaba bastante dormido, pero si hubiera evocado algo tan extraño lo recordaría. ¿Cómo sabías que encontraríamos eso ahí?
—Mientras dormías estuvimos varias veces a punto de rozarlo, para apartarnos enseguida. No me gustó para nada la sensación. Era muy familiar. ¿No te recuerda algo?
—Sí, sí me lo recuerda, por desgracia.
Asintió.
—Es como ese maldito Círculo que había en Lorraine. A eso se parece.
—El camino negro… —dije.
—¿Qué?
—El camino negro —repetí—. No sabía a qué se refería ella cuando me lo mencionó, pero ahora comienzo a comprender. Esto no es nada bueno.
—¿Otro mal presagio?
—Eso me temo.
El hombre soltó una imprecación.
—¿Nos causará algún problema inmediato? —preguntó.
—No lo creo, pero no estoy seguro.
Bajó de la caja y yo le seguí.
—Busquemos algo de forraje para los caballos —dijo—, y atendamos a nuestros propios estómagos también.
—Sí.
Avanzamos, llevando él las riendas. Al pie de la colina encontramos un buen lugar.
Descansamos allí casi una hora, hablando principalmente de Avalón. No volvimos a hablar del camino negro, aunque pensé mucho en eso. Tenía que echarle un vistazo desde más cerca, por supuesto.
Cuando estuvimos listos para seguir, cogí yo las riendas. Los caballos, un poco descansados, avanzaban a buen paso.
Ganelón iba sentado a mi lado, aún con ganas de conversar. Apenas empezaba yo a darme cuenta de lo mucho que había representado para él esa extraña vuelta a casa. Había vuelto para visitar muchos lugares de su época de bandidaje, al igual que cuatro campos de batalla donde se había distinguido notablemente cuando ya era una persona respetable. Sus recuerdos suscitaban en mí sentimientos muy variados. Por múltiples motivos yo estaba conmovido por sus recuerdos. Este hombre era una infrecuente mezcla de oro y barro. Debió haber sido un hijo de Ámbar.
Devorábamos rápidamente los kilómetros y nos estábamos acercando al camino negro otra vez cuando sentí una punzada familiar en la mente. Le pasé las riendas a Ganelón.
—¡Cógelas! —dije—. ¡Conduce!
—¿Qué sucede?
—Luego. ¡Ahora conduce!
—¿Apuro a los caballos?
—No. Sigue a paso normal. Quédate en silencio un rato.
Cerré los ojos y hundí la cabeza entre las manos, vaciando mi mente y erigiendo una muralla alrededor de ese vacío. No hay nadie en casa. Salí a comer. No se recibe visitas. Esta propiedad está vacía. No moleste. Los intrusos serán denunciados. Cuidado con el perro. Desprendimientos de rocas. Firme resbaladizo. Para demoler por el plan de renovación urbana…
Perdió vigor, luego apareció nuevamente, con fuerza, y lo bloqueé de nuevo. Siguió una tercera embestida. También la detuve.
Entonces desapareció.
Suspiré, frotándome los ojos.
—Ya ha pasado —dije.
—¿Qué sucedió?
—Alguien trató de alcanzarme por medios muy especiales. Seguramente era Benedict. Quizá ya haya descubierto alguna de las cosas que pueden provocar en él el deseo de detenernos. Llevaré las riendas yo ahora. Temo que pronto nos siga la pista.
Ganelón me las pasó.
—¿Qué posibilidades tenemos de escapar de él?
—Bastante buenas ahora que hemos puesto mayor distancia de por medio. Voy a manipular algunas sombras más tan pronto como la cabeza deje de darme vueltas.
Continué guiando, y nuestro camino giró y se hizo sinuoso, marchando paralelo por un tiempo al camino negro, luego aproximándose más a él. Finalmente estuvimos a unos pocos cientos de metros de distancia.
Ganelón lo observó en silencio largo rato, luego dijo:
—Me recuerda mucho a aquel otro lugar. Las pequeñas lenguas de niebla que se adhieren a las cosas, la sensación de que hay algo moviéndose siempre en el rabillo del ojo…
Me mordí el labio. Comencé a sudar copiosamente. Intentaba que nos alejáramos de aquello y chocaba con una especie de resistencia. No era la misma sensación de inmovilidad monolítica que tienes cuando tratas de moverte a través de la Sombra en Ámbar. Era completamente diferente. Era la sensación de… algo ineludible.
Avanzamos por la Sombra muy bien. El sol ascendió más alto en los cielos, retrocediendo hasta el mediodía —no me agradaba nada la idea de que nos pillase el anochecer al lado de aquella banda negra— y el cielo perdió algo de su azul mientras los árboles se hicieron más altos a nuestro alrededor y aparecieron montañas a lo lejos.
¿Acaso el camino atravesaba la misma Sombra?
Debía ser así. ¿Cómo si no lo habían localizado Julián y Gérard quedando lo suficientemente intrigados para explorarlo?
Era ominoso, pero me temía que aquel camino y yo teníamos mucho en común.
¡Maldición!
Avanzamos a su lado largo rato, acercándonos.
Pronto sólo nos separaron treinta metros. Quince…
… Y, tal como yo había presentido, nuestros senderos se cruzaban.
Tiré de las riendas. Llené la pipa y la encendí, para fumar mientras inspeccionaba aquello. A Star y Firedrake obviamente les disgustaba el área negra que atravesaba nuestro camino. Habían relinchado, tratando de apartarse de allí.
Si queríamos seguir el camino teníamos que cruzar en diagonal el lugar negro. Era un trecho muy largo. Además, parte del terreno quedaba oculto a nuestra vista por una serie de colinas bajas y rocosas. Había hierbas mortecinas al borde de la línea negra y algunas manchas semejantes, al pie de las colinas. Trozos de niebla flotaban entre esas hierbas, mientras ligeras y vaporosas nubes permanecían suspendidas en todos los huecos del terreno. El cielo, visto a través de la atmósfera que recubría el lugar, era varias tonalidades más oscuro, tenía aspecto grasiento y enhollinado. Reinaba en el lugar un silencio que no era igual a la inmovilidad, casi como si una invisible entidad estuviera escondida y conteniendo la respiración.
Entonces oímos un grito. Era la voz de una muchacha. ¿El viejo truco de la muchacha en apuros?
Vino de algún lugar a la derecha, más allá de aquellas colinas. Parecía una trampa. ¡Pero infiernos! Podría ser real.
Le arrojé las riendas a Ganelón y salté al suelo, desenvainando a Grayswandir.
—Voy a investigar —dije, yendo hacia la derecha y saltando el canalón que bordeaba el camino.
—Vuelve pronto.
Me abrí paso a través de algunos arbustos y trepé por una pendiente rocosa. Bajé por entre más arbustos e inicié el ascenso de una elevación mayor. Mientras subía se oyó nuevamente el grito, y esta vez oí también otros sonidos.
Entonces llegué a lo alto y pude vislumbrar una amplia zona.
El área negra comenzaba unos doce metros más abajo y la escena que buscaba sucedía unos cincuenta metros más adentro.
Era un paisaje monocromático, con excepción de las llamas. Una mujer, toda de blanco, con el cabello negro suelto colgándole hasta la cintura, estaba atada a uno de aquellos oscuros árboles. Junto a sus pies, se amontonaban ramas humeantes, brasas. Media docena de peludos albinos, casi completamente desnudos y que seguían desvistiéndose mientras se movían, bailaban a su alrededor, murmurando y riéndose entre dientes, pinchando a la mujer, removiendo el fuego con unas estacas y cogiéndose repetidamente los testículos. Las llamas ahora eran ya lo bastante altas para chamuscar la ropa de la mujer. Su largo vestido estaba tan roto y desarreglado que dejaba ver un figura adorable y voluptuosa, aunque el humo la envolvía de tal manera que no pude ver su rostro.
Me lancé hacia allí, entrando en el área del camino negro, saltando por encima de las largas y ávidas hierbas, y cargué contra el grupo, decapitando al hombre más cercano y atravesando a otro antes de que supieran que los estaba atacando. Los demás se volvieron y blandieron sus estacas contra mí, gritando.
Grayswandir les pegó grandes mordiscos hasta que cayeron y quedaron en silencio. Su sangre era negra.
Me volví, conteniendo la respiración, y con el pie eché a un lado los leños. Entonces me acerqué a la mujer y le corté las ataduras. Cayó en mis brazos sollozando.
Sólo entonces me di cuenta de su rostro —o, más bien, la falta de tal—. Llevaba una máscara de marfil, ovalada y curva, sin rasgos, excepto dos diminutas rendijas para los ojos.
La aparté del humo y de la sangre. Se aferró a mí, respirando laboriosamente, apoyando todo su cuerpo contra el mío. Dejé transcurrir unos momentos para que se repusiese, e intenté separarme. Pero ella no me soltaba, y era sorprendentemente fuerte.
—Ya ha pasado todo —dije, o alguna frase semejante, de circunstancias, pero ella no replicó.
Continuó abrazándome, acariciándome con movimientos enérgicos, muestra de afectos más bien desconcertantes. Su encanto aumentaba por momentos. Me sorprendí acariciándole el cabello, y el resto.
—Ya ha pasado —repetí—. ¿Quién eres? ¿Por qué te querían quemar? ¿Quiénes eran?
Pero no respondió. Había dejado de sollozar; su respiración aún era agitada, aunque de una manera diferente.
—¿Por qué llevas esta máscara?
Extendí la mano y ella echó la cabeza hacia atrás.
No le di mayor importancia a la evasiva. Aunque alguna parte fría y lógica de mi ser sabía que aquella pasión era irracional, yo estaba tan sin voluntad como los dioses de los epicúreos. La deseaba y estaba dispuesto a tenerla.
Entonces oí que Ganelón gritaba mi nombre y traté de girarme en aquella dirección.
Pero ella me contuvo. Quedé sorprendido de su fuerza.
—Hijo de Ámbar —la voz de la mujer me era un poco familiar—. Tenemos que pagarte lo que nos has hecho, y ahora te poseeremos completamente.
Nuevamente me llegó la voz de Ganelón como un torrente continuo de blasfemias.
Concentré todas mis fuerzas para desprenderme del brazo y lo debilité. Tendí la mano y arranqué la máscara.
Soltó un breve grito de furia cuando me liberé, y cuatro palabras finales, cada vez más apagadas, mientras la máscara caía de su lugar:
—¡Ámbar debe ser destruida!
Detrás de la máscara no había ningún rostro. No había absolutamente nada.
Su ropa se derrumbó y quedó colgando lánguidamente de mi brazo. Ella —o aquello— había desaparecido.
Volviéndome rápidamente, vi que Ganelón estaba tendido al borde de la línea negra, con sus piernas retorcidas antinaturalmente. Su espada se alzaba y caía lentamente, pero no podía ver contra qué estaba golpeando. Corrí hacia él.
Las hierbas negras, sobre las cuales yo había saltado, se enredaban por sus tobillos y piernas. Aunque las cortaba, aparecían velozmente otras como si buscaran atrapar el brazo que sostenía la espada. Había logrado liberar parcialmente su pierna derecha.
Manteniéndome a distancia, me agaché y traté de terminar el trabajo.
Me coloqué detrás de él, fuera del alcance de las hierbas, y arrojé a un lado la máscara, entonces me di cuenta de que todavía la llevaba en la mano. Cayó fuera de la zona negra e inmediatamente comenzó a arder.
Cogiéndolo por debajo de los brazos, me esforcé por arrastrarlo fuera. Aquellas plantas resistieron con fuerza, pero al fin logré liberarlo. Entonces lo tomé en brazos y salté por encima de las oscuras hierbas que aún nos separaban de las más dóciles y verdes variedades que había más allá del camino.
Se puso de pie y continuó apoyándose pesadamente contra mí, inclinándose y palmeándose las piernas.
—Están dormidas —dijo—. Tengo las piernas insensibilizadas.
Lo ayudé a volver al carro. Se sujetó a la barandilla y comenzó a mover las piernas.
—Me están dando picotazos —señaló—. Están cobrando nuevamente vida… ¡Oohhh!
Finalmente, se dirigió cojeando a la parte delantera del carro. Lo ayudé a subir al asiento y luego le seguí.
Suspiró.
—Ahora están mejor —dijo—. Aquella cosa les chupó toda la fuerza. También parte de la mía. ¿Qué sucedió?
—Nuestro mal presentimiento se ha cumplido.
—¿Y ahora qué?
Recogí las riendas y quité el freno.
—Lo atravesaremos —dije—. Tengo que averiguar más acerca de esta cosa. Mantén tu espada a mano.
Gruñó y se puso la espada en las rodillas. A los caballos no les gustó mucho la idea de ir de frente, pero los golpeé ligeramente con el látigo en los flancos y comenzaron a moverse.
Entramos en el área negra y fue como entrar en un decorado de la Segunda Guerra Mundial. Remoto pero al alcance de la mano, desolado, deprimente, sombrío. Incluso el crujido del carro y el sonido de los cascos de los caballos quedaban amortiguados y parecían más distantes. Una ligera y persistente vibración comenzó a sonar en mis oídos. Las hierbas de la vera del camino se movían al pasar, aún cuando yo me mantenía bien lejos de ellas. Atravesamos varias zonas de neblina. No tenía olor, pero nuestra respiración se aceleraba al atravesarlas. Cuando nos aproximábamos a la primera colina, comencé el camino que nos llevaría a cruzar la Sombra.
Rodeamos la colina.
Nada.
El oscuro y miasmático paisaje estaba intacto.
Entonces me enfurecí. Evoqué el Patrón con la memoria y me mantuve resplandeciente ante el ojo de mi mente. Intenté el cambio otra vez.
Inmediatamente comenzó a dolerme la cabeza. Un dolor disparado desde la frente a la parte posterior del cráneo y que quedó clavado allí como un hierro al rojo vivo. Pero esto sólo incrementó mi furia y me hizo poner más encono en el intento de reducir el camino negro a la nada.
Todo tembló. Las neblinas se espesaron, cruzando el camino en oleadas. Los contornos se hicieron borrosos. Sacudí las riendas. Los caballos trotaron con brío. La cabeza comenzó a palpitarme, sintiéndola como si estuviera a punto de estallar.
En cambio, de repente, empezó a estallar todo lo demás.
La tierra retembló, agrietándose en algunas partes, pero fue más que eso. Todo pareció sufrir una especie de espasmo, y las grietas fueron más que simples fisuras en la tierra.
Era como si alguien hubiera dado de improviso una patada a la pata de una mesa sobre la cual se hallara un rompecabezas no muy bien ensamblado. Aparecieron brechas en todo el paisaje: aquí una rama verde, allí un resplandor de agua, una visión momentánea de cielo azul, negrura absoluta, blanca nada, la fachada de un edificio de ladrillos, rostros detrás de una ventana, fuego, un trozo de cielo estrellado…
Por entonces los caballos estaban galopando, y yo me contuve todo lo que pude para no ponerme a gritar de dolor.
Un murmullo de ruidos entremezclados —animales, humanos, mecánicos— nos inundó. Me pareció que oía a Ganelón maldecir, pero no estaba seguro.
Pensé que me iba a desmayar del dolor, pero me determiné, por simple obstinación y furia, a continuar hasta conseguirlo. Me concentré en el Patrón cómo puede un moribundo gritar a su Dios, y proyecté toda mi voluntad contra la existencia del camino negro.
Entonces la presión desapareció y los caballos corrieron desbocados, arrastrándonos hacia un campo verde. Ganelón lanzó un manotazo a las riendas, pero yo mismo tiré de ellas, gritándole a los caballos hasta que se detuvieron.
Habíamos atravesado el camino negro.
Me volví inmediatamente y miré hacia atrás. La escena era borrosa como algo visto a través de aguas turbulentas. Mas el camino que habíamos hecho aparecía claro y continuo, como un puente o un dique, y las hierbas de sus bordes eran verdes.
—Eso fue peor —dijo Ganelón—, que el viaje que me obligaste a hacer cuando me exiliaste.
—Yo también lo creo —dije, hablándole a los caballos suavemente, persuadiéndolos finalmente para que volvieran al sucio camino y continuaran por él.
El mundo era más brillante aquí, y comenzamos a avanzar por entre grandes pinos, cuya fragancia daba frescura al aire. Pájaros y ardillas recorrían sus copas. La tierra era más oscura y rica. Parecía que nos hallábamos a mayor altitud que antes. Me complacía que realmente hubiéramos cambiado de sombra, y en la dirección que yo quería.
Nuestro camino se curvó, retrocedió un poco, y luego siguió recto. Esporádicamente divisábamos el camino negro. Estaba a nuestra derecha no muy lejos. Seguíamos más o menos paralelos a él. Aquella cosa, definitivamente, atravesaba la Sombra. Por lo que pudimos ver de él, parecía haber recobrado su estado normal y siniestro.
El dolor de cabeza me desapareció y el corazón se me aligeró un poco. Llegamos a un terreno más alto, que nos deparó la agradable vista de una gran zona de colinas y bosques. Me recordó algunas partes de Pennsylvania por las que había disfrutado conduciendo años antes.
Me desentumecí; luego pregunté:
—¿Cómo están tus piernas ahora?
—Bien —dijo Ganelón, mirando hacia atrás—. Corwin, puedo ver una gran distancia…
—¿Sí?
—Veo a un jinete que se aproxima muy aprisa.
Me puse de pie y me volví. Creo que debía rugir cuando caí nuevamente sobre el asiento y sacudí las riendas.
Todavía estaba muy lejos para estar seguro: al otro lado del camino negro. ¿Pero quién podía seguirnos a esa velocidad sino él?
Solté una maldición.
Estábamos llegando a la cima. Miré a Ganelón y dije:
—Prepárate para otra cabalgada infernal.
—¿Es Benedict?
—Eso creo. Perdimos demasiado tiempo ahí atrás. Yendo sólo, él puede avanzar terriblemente rápido, especialmente a través de la Sombra.
—¿Crees que todavía puedes despistarle?
—Pronto lo averiguaremos —dije.
Arreé a los caballos, sacudiendo nuevamente las riendas. Llegamos a la cima y nos azotó una ráfaga de aire helado. Cuando el carro se estabilizó la sombra de una roca, a la izquierda, oscureció el cielo. Cuando la pasamos, la oscuridad permaneció y cristales de fina nieve nos pincharon la cara y las manos.
A los pocos momentos estábamos descendiendo nuevamente y la nevada se convirtió en una ventisca cegadora. El viento aullaba en nuestros oídos y el carro crujió y resbaló. Lo estabilicé rápidamente. La nieve caía ya por todos lados y el camino estaba blanco. Nuestro aliento dejaba una estela de vapor y el hielo brillaba en los árboles y las rocas. Movimiento y confusión temporal de los sentidos. Era necesario…
Continuamos corriendo, y el viento golpeaba y mordía y aullaba. La nieve comenzó a cubrir el camino.
Doblamos un recodo y salimos de la tormenta. Todo seguía helado y caía algún que otro copo, pero el sol se había liberado de las nubes, derramaba su luz sobre la tierra, y una vez más comenzamos a descender…
… Atravesando una niebla aparecimos en una vasta extensión de rocas y tierra erosionada, un paraje desolado sin nieve…
… Doblamos a la derecha, recobramos el sol, seguimos por un camino retorcido de terreno llano, serpenteante entre altas y lisas rocas de un azul grisáceo…
… Hacia nuestra derecha el camino negro avanzaba paralelo a nosotros.
Olas de calor nos bañaron y la tierra despedía vapor. Estallaban burbujas en los chorros calientes que llenaban los cráteres, añadiendo sus vahos al aire enrarecido. En el hielo, los charcos poco profundos parecían un puñado de viejas monedas de bronce.
Cuando los géiseres comenzaron a eruptar a lo largo del sendero, los caballos echaron a correr, medio enloquecidos. Por poco nos alcanza el agua hirviendo que cruzaba el camino, deslizándose en humeantes y viscosas láminas. El cielo era de latón y el sol una manzana madura. El viento era un perro jadeante con mal aliento.
La tierra tembló, y lejos, hacia nuestra izquierda, una montaña lanzó su cima hacia los cielos y después escupió fuego. Un choque ensordecedor nos atontó temporalmente y las ondas del estruendo continuaron golpeando contra nuestros cuerpos. El carro osciló y rechinó.
La tierra seguía sacudiéndose y los vientos nos golpeaban con fuerza casi huracanada mientras avanzábamos hacia una hilera de colinas con cimas negras. Dejamos lo que quedaba del camino cuando giró en una dirección que no nos convenía y saltando y traqueteando nos lanzamos campo a través por la llanura.
Las colinas continuaron creciendo, danzando en el aire turbulento.
Me volví cuando sentí la mano de Ganelón sobre mi brazo. Estaba gritando algo, pero no podía oírle. Señaló hacia atrás y yo seguí su gesto. No vi nada llamativo. El aire estaba revuelto, lleno de polvo, desperdicios y cenizas. Me encogí de hombros y me fijé de nuevo en las colinas.
Apareció una oscuridad mayor al pie de la colina más próxima. Me dirigí hacia allí.
Aquella zona oscura creció cuando el terreno empezó a descender una vez más. Era una enorme boca de caverna, tapada por la continua caída de polvo y grava.
Restallé el látigo en el aire, recorrimos al galope los últimos quinientos metros y entramos en la caverna.
Comencé a frenar a los caballos inmediatamente, dejando que se relajasen y fuesen al paso.
Continuamos descendiendo, doblamos en una esquina, y llegamos a una gruta amplia y alta. La luz se colaba por agujeros que había en el techo, moteaba estalactitas y caía sobre trémulos lagos verdes. El terreno continuaba temblando, y mi oído nos ayudó cuando, antes de derrumbarse una enorme estalagmita, oí el ligero tintineo del inicio de su caída.
Cruzamos un oscuro abismo por un puente que podría haber sido de piedra caliza y que se resquebrajó detrás nuestro, desapareciendo.
Del techo caían trozos de roca y a veces piedras grandes. Cenefas de hongos verdes y rojos brillaban en las esquinas y hendiduras, resplandecían caprichosas vetas de minerales, grandes cristales y planas flores de pálida piedra contribuían a la húmeda y misteriosa belleza del lugar. Rodamos por cavernas parecidas a cadenas de burbujas y seguimos el curso de un torrente blanco hasta que desapareció dentro de un agujero negro.
Una larga galería en espiral nos llevó otra vez hacia arriba y escuché la voz de Ganelón, apagada y produciendo ecos:
—Creo que vislumbré algún movimiento —podría ser un jinete— en la cima de la montaña… sólo un instante… allí atrás.
Entramos en una cámara ligeramente más iluminada.
—Si es Benedict, le va a costar seguirnos, —grité, y se escucharon los temblores y apagadas caídas al derrumbarse más cosas detrás nuestro.
Continuamos avanzando, ascendiendo, hasta que finalmente comenzaron a aparecer aberturas en lo alto, dejando ver porciones de un cielo claro y azul. Los ruidos de los cascos y del carro alcanzaron gradualmente un volumen normal y también sus ecos llegaban hasta nosotros. Los temblores cesaron, pequeñas aves volaban raudas por encima nuestro y la luz aumentó en intensidad.
Luego otro giro en el camino y apareció ante nosotros la salida, una abertura ancha y baja hacia el día. Tuvimos que agachar la cabeza cuando pasamos por debajo del irregular dintel.
De un salto atravesamos una franja elevada de piedra cubierta por moho, y luego contemplamos un lecho de grava que bajaba como sesgado por una guadaña en la ladera de la colina, pasando entre gigantescos árboles y desapareciendo, allí abajo, entre ellos. Chasqueé la lengua, jaleando a los caballos para que continuasen.
—Están muy cansados ya —observó Ganelón.
—Lo sé. Pronto descansarán, tanto si tenemos éxito como si fracasamos.
La grava chirriaba bajo las ruedas. El olor de los árboles era estimulante.
—¿Lo has notado? Allí abajo, hacia la derecha.
—¿Qué…? —comencé a decir, girando la cabeza. Terminé la frase con un «Oh».
El infernal camino negro todavía nos acompañaba, quizá a dos kilómetros de distancia.
—¿Cuántas sombras atraviesa? —musité.
—Parece que todas —sugirió Ganelón.
Sacudí lentamente la cabeza.
—Espero que no —dije.
Continuamos descendiendo bajo un cielo azul y un dorado sol que se dirigía hacia el oeste en su curso normal.
—Casi tenía miedo de salir de aquella cueva —dijo Ganelón después de un tiempo—. Sin saber que habría de este lado.
—Los caballos no pueden aguantar mucho más, tengo que aflojar. Si el que vimos era Benedict, será mejor que su caballo esté en buenas condiciones. Le estaba exigiendo mucho. Y con lo que se ha tropezado luego… Creo que se echará atrás.
—Quizá esté acostumbrado a ello —dijo Ganelón cuando doblábamos un recodo hacia la derecha, perdiendo de vista la boca de la caverna.
—Siempre queda esa posibilidad —dije, y pensé de nuevo en Dará, preguntándome que estaría haciendo en este momento.
Continuamos descendiendo regularmente, girando lenta e imperceptiblemente a la derecha, y cuando me di cuenta, nos estábamos aproximando al camino negro:
—¡Maldición! ¡Es pesado como un agente de seguros! —dije, sintiendo que la furia se convertía en algo parecido al odio—. Cuando llegue el momento apropiado, ¡voy a destruir a esa cosa!
Ganelón no replicó. Estaba bebiendo un gran trago de agua. Me pasó la botella y yo también lo hice.
Al fin llegamos a un terreno plano, y el sendero continuaba retorciéndose y girando a la menor excusa. Eso permitía que los caballos no se esforzasen y obligaría a ir lento a cualquier jinete que nos persiguiese.
Aproximadamente una hora después, comencé a sentirme tranquilo y nos detuvimos a comer. Acabábamos de terminar cuando Ganelón —que no había quitado los ojos de la montaña— se levantó y se puso una mano como visera para mirar hacia allí.
—No —dije, poniéndome en pie de un salto—. No lo puedo creer.
Un jinete solitario había salido de la boca de la caverna. Le contemplé detenerse un momento, para continuar luego por el sendero.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Ganelón.
—Recojamos los trastos y emprendamos nuevamente la marcha. Al menos podremos retrasar un poco más lo inevitable. Quiero tener más tiempo para pensar.
Rodamos otra vez más, manteniendo un paso moderado, aunque mi mente corría a toda velocidad. Debía haber un modo de detenerlo.
Preferiblemente sin matarlo.
Pero no se me ocurría ninguno.
De no ser por el camino negro, que se estaba aproximando otra vez, habríamos llegado a una tarde adorable en un hermoso lugar. Sería una vergüenza mancharla de sangre, particularmente si se trataba de la mía. Aunque nuestro perseguidor tuviese que llevar la espada en la izquierda, tenía miedo de enfrentarme con él.
Ganelón no me serviría de nada.
Benedict apenas se daría cuenta de su presencia.
Al doblar una curva cambié las sombras. Momentos después un ligero olor a humo llegó a mi nariz. Cambié de nuevo levemente.
—¡Viene muy aprisa! —anunció Ganelón—. Acabo de verlo. ¡Hay humo! ¡Llamas! ¡El bosque está ardiendo!
Reí y miré hacia atrás. Medio monte estaba sumergido en humo y una cosa anaranjada reptaba a través del verdor. El crepitar empezó entonces a llegar a mis oídos. Por iniciativa propia los caballos apretaron el paso.
—¡Corwin! ¿Tú has…?
—¡Sí! Si fuera más empinado y no hubiera árboles, hubiera intentado un alud.
El aire se llenó momentáneamente de aves. Nos acercábamos al camino negro. Firedrake alzó la cabeza y relinchó. Había tiras de espuma en su hocico. Trató de echar a correr, luego retrocedió y se encabritó. Star produjo un ruido de pánico y empujó hacia la derecha. Luché un momento, obtuve nuevamente el control, y decidí dejarlos correr un poco.
—¡Todavía nos persigue! —gritó Ganelón.
Maldije y comenzamos a correr. Pronto el sendero se emparejó con el camino negro. Estábamos en una larga recta, y una mirada atrás me mostró que todo el monte estaba ardiendo. El sendero la cortaba por medio como una desagradable cicatriz. Fue entonces cuando vi al jinete. Estaba casi a medio camino y corría como si estuviera en el Derby de Kentucky. ¡Dios! ¡Qué caballo debía ser aquel! Me pregunté en qué sombra habría nacido.
Tiré de las riendas, suavemente al principio, luego con más fuerza, hasta que finalmente redujimos el paso. Estábamos ya a poco más de cien metros del camino negro, y había calculado que poco más adelante esa distancia se reducía a unos diez metros. Cuando llegamos allí, logré detener a los caballos, que quedaron temblando. Le pasé las riendas a Ganelón, desenvainé a Grayswandir y bajé al camino.
¿Por qué no? Era una buena zona, despejada y plana, y quizá aquella negra y árida cinta de terreno, contrastando con los colores de la vida exuberante que había justo a su lado, evocaba en mi interior algún instinto mórbido.
—¿Y ahora qué? —preguntó Ganelón.
—No podemos escapar —contesté—, y si se libra del fuego estará aquí dentro de pocos minutos. No tiene ningún sentido seguir corriendo. Me enfrentaré a él aquí.
Ganelón ató las riendas a una barra que había a un costado y echó mano a la espada.
—No —dije—. No puedes cambiar el resultado en ningún sentido. Quiero que hagas lo siguiente: sigue adelante, conduce el carro hasta arriba y espera allí. Si esto sale como quiero, continuaremos. Si no es así, ríndete inmediatamente a Benedict. Es a mí a quien busca, y sólo él podría llevarte a Avalón. Lo hará. De ese modo por lo menos te retirarás a tu tierra.
Dudó.
—Sigue —le dije—. Haz lo que te digo.
Bajó la vista. Desató las riendas. Me miró.
—Buena suerte —dijo, apurando a los caballos.
Me aparté del sendero, yendo a colocarme ante un bosquecillo de árboles jóvenes, donde esperé. Mantuve a Grayswandir en la mano, miré una vez hacia el camino negro y luego fijé la vista en el nuestro.
No tardó mucho en aparecer cerca de la línea de llamas, rodeado de humo y fuego, de ramas que caían ardiendo. Era Benedict, con el rostro parcialmente cubierto y el muñón del brazo derecho levantado para proteger los ojos. Venía como un espectral fugitivo del infierno. Emergiendo de una lluvia de chispas y cenizas, llegó a terreno despejado y se lanzó camino abajo.
Pronto pude oír el sonido de los cascos. Hubiera sido de caballeros envainar la espada para esperarle. Aunque si lo hacía quizá no tuviera ya oportunidad de desenvainarla.
Me sorprendí preguntándome cómo llevaría la espada Benedict y de qué clase sería. ¿Recta? ¿Curva? ¿Larga? ¿Corta? Podía usarlas todas con la misma facilidad. Él me había enseñado esgrima…
Además de caballeroso, enfundar a Grayswandir podía ser prudente. Quizá primero deseara hablar… y de este modo era yo el que buscaba pelea. Pero cuando los cascos del caballo resonaron con más fuerza, me di cuenta de que temía envainarla.
Me limpié la mano sólo una vez antes de que apareciera a la vista. Había frenado un poco ante la curva, y debió verme en el mismo instante en que yo le vi a él. Se lanzó derecho hacia mí, reduciendo un poco la velocidad. Pero no parecía pensar en detenerse.
Casi fue una experiencia mística. No sé de qué otro modo describirlo. Mi mente corría más que el tiempo, mientras él se aproximaba, y fue como si tuviera una eternidad para meditar en el acercamiento de este hombre que era mi hermano. Sus ropas estaban sucias, su rostro ennegrecido, el muñón del brazo derecho levantado, gesticulando a cualquier lado. La gran bestia que cabalgaba era estriada, negra y roja, con largas crines y cola bermeja.
Pero era todo un caballo, y sus ojos estaban desorbitados y había espuma en su boca y era doloroso oír su respiración. Entonces vi que llevaba la espada cruzada a la espalda, ya que la empuñadura sobresalía bastante de su hombro derecho. Reduciendo más la marcha, con los ojos fijos en mí, salió del camino, yendo ligeramente hacia la izquierda; tiró de las riendas sólo una vez y las soltó, manteniendo el control del caballo con las rodillas. Su mano izquierda se alzó como en un saludo, pasó por encima de la cabeza y cogió la empuñadura del arma. Esta salió sin producir ningún sonido, describiendo un hermoso arco sobre él y deteniéndose a descansar en una posición letal: su hombro izquierdo, la inclinada espalda y el arma, formaban una única ala de liso acero con una minúscula línea afilada que brillaba como el fragmento de un espejo. La posición que presentaba quedó grabada a fuego en mi mente, con una magnificencia y un esplendor extrañamente conmovedores. La hoja era larga, parecida a una guadaña. Le había visto usarla anteriormente. Sólo que entonces éramos aliados en contra de un enemigo mutuo que yo había llegado a creer invencible. Benedict había probado lo contrario aquella noche. Ahora que la veía alzada contra mí, me sentí abrumado por la sensación de mi propia mortalidad que nunca antes había experimentado de esta manera. Era como si le hubieran quitado una corteza al mundo y yo tuviera una súbita y completa comprensión de la muerte misma.
Aquel momento desapareció. Retrocedí hacia el grupo de árboles. Decidí esperarle allí para poder aprovecharme de los árboles. Me adentré unos doce pasos y luego di dos a la izquierda. El caballo frenó en el último momento posible, estornudando y relinchando, brillándole las húmedas aletas nasales. Se hizo a un lado, levantando polvo. El brazo de Benedict se movió con una velocidad casi invisible, como la lengua de una rana, y su espada atravesó un árbol pequeño que debía tener unos ocho centímetros de diámetro. El árbol se mantuvo erecto por un momento, luego se derrumbó lentamente.
Sus botas golpearon la tierra y avanzó hacia mí. Había buscado los árboles también por esta razón, para que tuviese que atacarme en un lugar donde una espada larga se viese entorpecida por ramas y troncos.
Pero él avanzaba haciendo oscilar su arma, casi de forma casual, hacia adelante y hacia atrás, y a su paso, los árboles iban cayendo a su alrededor.
Si no fuera tan infernalmente competente. Si no fuera Benedict…
—Benedict —dije con voz normal—, ella es ya un adulto, y es capaz de tomar decisiones por sí misma.
Pero él no dio ninguna señal de haberme oído. Simplemente continuó avanzando, balanceando aquella gran espada de lado a lado.
Producía un sonido casi de campana al surcar el aire, seguido de un suave ¡zas!, al morder otro árbol, frenando apenas su recorrido.
Levanté a Grayswandir para apuntarle al pecho.
—No avances más Benedict —dije—. No deseo luchar contigo.
Puso la espada en posición de ataque y pronunció una sola palabra:
—¡Asesino!
Entonces su mano se torció y casi simultáneamente mi espada se vio empujada a un lado. Detuve la siguiente estocada y él se libró de mi respuesta y se lanzó nuevamente hacia mí.
Esta vez ni siquiera me molesté en contraatacar. Simplemente me defendí, retrocedí y me coloqué detrás de un árbol.
—No entiendo —dije, deteniendo su espada cuando atravesaba el tronco y casi me cercena a mí—. No he matado a nadie recientemente. A nadie, desde luego en Avalón.
Otro ¡zas!, y el árbol cayó hacia mí. Me aparté y retrocedí, deteniendo la espada de Benedict.
—Asesino —dijo de nuevo.
—No sé de qué estás hablando, Benedict.
—¡Mentiroso!
Me planté donde estaba y detuve su avance. ¡Maldición! ¡No tenía sentido morir por un malentendido! Contraataqué tan rápidamente como pude, buscando brechas en cualquier flanco. No había ninguna.
—¡Al menos explícate! —grité—. ¡Por favor!
Al parecer, para él la conversación había terminado. Arreció el ataque y tuve que retroceder una vez más. Era como tratar de batirse a espada con un glaciar. Entonces me convencí de que estaba completamente fuera de sí, lo cual no me daba ninguna ventaja. En cualquier otra persona, una locura insana produciría la pérdida de cierto control en una lucha. Pero Benedict llevaba siglos dominando sus reflejos, y yo creía seriamente que la extracción de su corteza cerebral no hubiera alterado en nada la perfección consumada de sus movimientos.
Me obligó a retroceder sin parar. Yo le esquivaba entre los árboles y él los cortaba y continuaba su avance. Cometí el error de atacar y apenas logré detener sus contragolpes a pocos centímetros de mi pecho. Acallé la primera oleada de pánico que surgió en mi interior cuando vi que me estaba haciendo retroceder hacia el borde de la arboleda. Pronto me tendría en campo abierto, sin ningún árbol que molestara sus movimientos.
Mi atención estaba tan completamente centrada en él que no me di cuenta de lo que iba a suceder hasta que ocurrió.
Dando un poderoso grito, Ganelón saltó de algún lugar, pasando los brazos alrededor de Benedict y amarrándole al costado el brazo que sostenía la espada.
Aun en caso de haberlo deseado, no hubiera tenido ocasión de matarlo entonces. Era demasiado veloz, y Ganelón no sabía qué fuerza tenía aquel hombre.
Benedict se retorció hacia la derecha, interponiendo a Ganelón entre él y yo, y al mismo tiempo hizo girar el muñón del brazo como si fuera una maza, golpeando a Ganelón en la sien izquierda. Entonces liberó su brazo izquierdo, cogió a Ganelón por el cinto, lo levantó en vilo, y lo arrojó hacia mí. Mientras yo me hacía a un lado, él recogió su espada de donde había caído, cerca de sus pies, y se lanzó hacia mí otra vez. Apenas tuve tiempo de mirar y ver que Ganelón había aterrizado hecho un ovillo diez pasos detrás mío.
Bloqueé su ataque y continué retrocediendo. Sólo me quedaba un truco, y me entristecía pensar que si me fallaba, Ámbar se quedaría sin su legítimo soberano.
Es un poco más difícil luchar con un buen espadachín zurdo que con uno diestro, y esto también estaba en mi contra. Pero tenía que experimentar un poco. Había algo que tenía que averiguar aunque tuviese que arriesgarme.
Di un largo paso hacia atrás, quedando momentáneamente fuera de su alcance, y entonces me incliné hacia adelante y ataqué. Fue un movimiento calculado y muy rápido.
Un resultado inesperado, que estoy seguro se debió parcialmente a la suerte, fue que logré atravesar su guardia, aún cuando fallé el blanco. Por un instante, Grayswandir pasó muy por encima de su parada y arañó su oreja izquierda. Esto le volvió más lento por unos minutos, pero el cambio fue insignificante. Si sirvió para algo, fue para fortalecer su defensa. Yo continué forzando el ataque, pero no había forma humana de atravesar su guardia. Lo de la oreja era sólo un pequeño corte, pero la sangre le resbaló hasta el lóbulo y caían unas pocas gotas de vez en vez. No tenía que dejarme distraer por aquel rasguño. Bastaba con tenerlo en cuenta.
Entonces hice lo que temía pero que tenía que intentar. Le dejé una pequeña abertura, sólo un momento, sabiendo que la aprovecharía para lanzarse hacia mi corazón.
Lo hizo, y le paré en el último instante. No me gusta pensar en lo cerca que estuvo aquella vez.
Comencé a retroceder una vez más, cediendo terreno, saliendo fuera de la arboleda. Bloqueando y retrocediendo, pasé por el lugar donde yacía Ganelón. Retrocedí unos quince pasos o más, luchando defensiva, conservadoramente.
Entonces le ofrecí otra abertura.
Se lanzó a fondo, como lo había hecho antes, y logré detenerlo de nuevo. Después de aquello intensificó aún más el ataque, empujándome hasta el borde del camino negro.
Allí me detuve y mantuve mi posición, colocándome de la forma que había calculado. Tendría que contenerlo unos momentos más para preparar la trampa…
Fueron momentos muy duros, pero luché furiosamente y me preparé.
Entonces permití la misma abertura en mi guardia.
Sabía que se lanzaría igual que antes. Mi pierna derecha estaba cruzada detrás de la izquierda, cuando él atacó me enderecé. Golpeé su espada con el más ligero toque, haciéndola a un lado mientras saltaba hacia atrás al camino negro, extendiendo inmediatamente todo el brazo para evitar una balaestra.
Él hizo lo que yo esperaba. Golpeó mi espada y avanzó normalmente cuando la dejé caer en quarte…
… Con lo cual pisó el matojo de negras hierbas que yo había saltado.
Al principio no me atreví a mirar. Simplemente mantuve mi posición para darle a la flora una oportunidad.
Sólo tardó unos instantes. Benedict se percató de ello cuando trató de moverse de nuevo. Vi la expresión de asombro que cruzaba rápidamente su rostro, luego la tensión. Estaba aprisionado, seguro.
Aunque dudaba que las hierbas pudieran mantenerlo atrapado por mucho tiempo, así que actué inmediatamente.
Me dirigí hacia la derecha, fuera del alcance de su espada, corrí y salté por encima de las hierbas, más allá del camino negro. Él trató de volverse, pero las hierbas se habían entrelazado alrededor de sus piernas hasta las rodillas. Se tambaleó un momento, pero mantuvo el equilibrio.
Pasé por detrás suyo hacia su derecha. Con un solo golpe muy fácil era hombre muerto, pero por supuesto ahora no había ninguna razón para matarle.
Movió el brazo por detrás del cuello y giró la cabeza, apuntándome con la espada. Comenzó a liberar su pierna izquierda.
Pero yo le hice una finta por la derecha, y cuando se movió para bloquearla le golpeé en el cuello con la hoja plana de Grayswandir.
Eso lo atontó, y pude acercarme y golpearle en los riñones con la mano izquierda. Se dobló ligeramente, le sujeté el brazo que sostenía la espada y le golpeé de nuevo en el cuello, esta vez con el puño, fuerte. Cayó inconsciente, le quité la espada de la mano y la arrojé a un lado. La sangre del lóbulo izquierdo le caía por el cuello como un pendiente exótico.
Dejé a un lado a Grayswandir, cogí a Benedict por los sobacos, y lo arrastré fuera del camino negro. Las hierbas resistieron con fuerza, pero luché contra ellas y finalmente logré liberarlo.
Para entonces Ganelón se había levantado. Vino cojeando y se puso a mi lado, mirando a Benedict.
—Vaya tío —dijo—. Vaya tío… ¿Qué hacemos con él?
Lo cogí al modo de los bomberos y me puse de pie.
—De momento llevarlo hacia el carro —dije—. ¿Traes las espadas?
—De acuerdo.
Subí por el camino y Benedict permaneció inconsciente… mejor, porque no quería golpearle de nuevo si podía evitarlo. Lo deposité al pie de un árbol nudoso al lado del camino y cerca del carro.
Cuando Ganelón vino envainé nuestras espadas, y le dije que quitara algunas sogas de las cajas. Mientras lo hacía registré a Benedict y encontré lo que buscaba.
Entonces lo até al árbol mientras Ganelón traía su caballo. Lo amarramos a unos arbustos cercanos en los que colgué también su espada.
Luego me senté en el asiento del conductor y Ganelón a mi lado.
—¿Vas a dejarlo ahí? —preguntó.
—Por ahora —dije.
Continuamos por el camino. No miré hacia atrás, pero Ganelón sí.
—Aún no se ha movido —me informó. Luego: Nadie jamás me cogió y me tiró así. Y con una mano.
—Por eso te dije que esperaras en el carro, y que no peleases con él si yo perdía.
—¿Qué va a ser de él ahora?
—Veré que alguien se ocupe de él pronto.
—¿Va a estar bien, no?
Asentí.
—Bien.
Continuamos quizá unos dos millas y entonces detuve a los caballos. Bajé del carro.
—No te asombres de nada que suceda —dije—. Voy a cuidarme de Benedict.
Me aparté del camino, me puse a la sombra, y saqué el mazo de Triunfos que Benedict llevaba encima. Busqué entre ellos hasta que localicé el de Gérard, y lo saque del paquete. El resto lo devolví a la caja de madera forrada de seda y con incrustaciones de hueso, en la que Benedict las tenía guardadas.
Mantuve el Triunfo de Gérard ante mí y lo contemplé.
Al cabo de un tiempo se volvió cálido, real, parecía moverse. Sentí la presencia de Gérard. Se hallaba en Ámbar, caminando por una calle que reconocí. Se parece mucho a mí, sólo que más ancho y pesado. Vi que seguía llevando barba.
Se detuvo y miró.
—¡Corwin!
—Sí, Gérard. Se te ve bien.
—¡Tus ojos! ¿Puedes ver?
—Sí, puedo ver de nuevo.
—¿Dónde estás?
—Ven ahora a mí y te lo mostraré.
Su mirada se hizo suspicaz.
—No sé si podré, Corwin. Ahora estoy bastante ocupado.
—Es por Benedict —dije—. Tú eres el único en el que puedo confiar para ayudarle.
—¿Benedict? ¿Está en apuros?
—Creo que sí.
—¿Entonces por qué no me llama él mismo?
—No puede, está incapacitado.
—¿Por qué? ¿Cómo?
—Es demasiado largo y complicado para contarlo ahora. Créeme, necesita tu ayuda urgentemente.
Se mordió la barba.
—¿Y tú no puedes arreglarlo?
—No.
—¿Y crees que yo puedo?
—Sé que puedes.
Aflojó la espada sin sacarla de la vaina.
—No me gustaría pensar que esto es alguna trampa, Corwin.
—Te aseguro que no lo es. Con todo el tiempo que he tenido para pensar hubiera ideado algo más sutil.
Suspiró. Luego asintió.
—De acuerdo, voy hacia ti.
—Ven.
Permaneció firme un momento, luego dio un paso hacia adelante.
Pronto estuvo a mi lado. Tendió la mano y me palmeó el hombro.
Sonrió.
—Corwin —dijo—, me alegra ver que has recuperado la vista.
Aparté la mirada.
—A mí también. A mí también.
—¿Quién es ese que está en el carro?
—Un amigo. Se llama Ganelón.
—¿Dónde está Benedict? ¿Qué problema hay?
Le hice un gesto.
—Allí atrás —dije—. Unos tres kilómetros más abajo. Está atado a un árbol. Su caballo está amarrado cerca.
—¿Entonces por qué estás tú aquí?
—Estoy huyendo.
—¿De qué?
—De Benedict. Yo fui quien lo ató.
Frunció el ceño.
—No entiendo…
Sacudí la cabeza.
—Hay un malentendido entre nosotros. No pude razonar con él y luchamos. Lo dejé inconsciente y lo até. No puedo soltarlo yo, de lo contrario me atacaría de nuevo. Tampoco puedo dejarlo como está. Podría ocurrirle alguna desgracia antes de que pudiera liberarse. Por eso te llamé. Por favor, ve hacia donde está, suéltalo, y haz que vuelva a casa.
—¿Qué harás tú mientras tanto?
—Largarme de aquí, perderme en la Sombra. Nos harás a los dos un favor si evitas que trate de seguirme de nuevo. No querría tener que luchar con él por segunda vez.
—Ya veo. ¿Me explicas qué ha pasado?
—No lo se con certeza. Me llamó asesino. Te doy mi palabra de que no maté a nadie mientras estuve en Avalón. Por favor dile que te dije eso. No tengo ningún motivo para mentirte a ti, y te juro que es la verdad. Hay otro asunto que quizá le haya molestado un poco. Si te lo menciona, dile que tiene que atenerse a la explicación de Dará.
—¿Y cuál es?
Me encogí de hombros.
—Lo sabrás si te habla de ello. Si no lo hace, olvídalo.
—¿Dará, has dicho?
—Sí.
—Muy bien, haré lo que me has pedido… ¿Me dirás ahora cómo lograste escapar de Ámbar?
Sonreí.
—¿Interés académico? ¿O crees que quizá algún día necesitarás tú mismo la ruta?
Se rio entre dientes.
—Me parece un información que puede resultar muy útil.
—Lamento, querido hermano, que el mundo aún no esté preparado para conocer esto. Si tuviera que decírselo a alguien, te lo diría a ti: pero puede no beneficiarte en nada, mientras que guardar el secreto podría servirme en el futuro.
—En otras palabras, tienes un camino privado para salir y entrar en Ámbar. ¿Qué planes tienes, Corwin?
—¿Tú que crees?
—La respuesta es obvia. Pero mis sentimientos al respecto son contradictorios.
—¿Te molestaría explicármelos?
Señaló hacia un tramo del camino negro que era visible desde donde estábamos.
—Esa cosa —dijo—. Llega ya hasta el pie de Kolvir. Las más diversas amenazas la recorren para atacar Ámbar. Nos defendemos y siempre salimos victoriosos. Pero los ataques se intensifican y son cada vez más frecuentes. Ahora no es el momento adecuado para que des el paso, Corwin.
—Puede que sea el momento perfecto —dije.
—¿Cómo ha afrontado Eric la situación?
—Adecuadamente. Como dije, siempre salimos victoriosos.
—No me refiero a los ataques. Me refiero a todo el problema… su causa…
—Yo mismo he recorrido el camino negro durante un buen trecho.
—¿Y?
—No pude llegar hasta el fin. ¿Sabes que las sombras se hacen cada vez más salvajes y extrañas conforme te alejas de Ámbar?
—Sí.
—¿… Hasta que retuercen la mente misma y la encaminan hacia la locura?
—Sí.
—… Y más allá en algún lugar, se encuentran las Cortes del Caos. El camino continúa, Corwin. Estoy convencido que recorre toda esa distancia.
—Lo que me temía —dije.
—Por eso, simpatice con tu causa o no, no te recomiendo que actúes ahora. La seguridad de Ámbar debe prevalecer por encima de todo.
—Ya veo. Entonces por ahora no hay más que hablar.
—¿Y tus planes?
—Como no los conoces, sería inútil decirte que no han cambiado. Pero no han cambiado.
—No sé si desearte suerte, pero te deseo bien. Estoy contento de que veas de nuevo. —Me estrechó la mano—. Ahora será mejor que vaya por Benedict. ¿Según me has dicho no está mal herido?
—No por mí. Sólo le di unos pocos golpes. No te olvides de darle mi mensaje.
—Por supuesto.
—Y llévalo de vuelta a Avalón.
—Lo intentaré.
—Entonces, adiós por ahora, Gérard.
—Adiós, Corwin.
Se volvió y comenzó a bajar por el camino. Antes de volver al carro le contemplé hasta que se perdió de vista. Entonces guardé su Triunfo en el mazo y continué mi camino hacia Amberes.