TENÍA UNA HOJA DE HIERBA en la boca y contemplaba cómo giraba el molino. Estaba echado boca abajo en la orilla opuesta de la corriente, con la cabeza apoyada en las manos. Había un arcoiris diminuto en la neblina que flotaba sobre la espuma al pie de la cascada, y de vez en cuando me salpicaba alguna gota. El continuo discurrir del agua y el sonido de la rueda ahogaban completamente los demás ruidos del bosque. El molino hoy estaba desierto, y yo lo contemplaba porque llevaba siglos, edades enteras, sin ver ninguno parecido. Ver la rueda y escuchar el agua era más que relajante: hipnotizaba.

Era nuestro tercer día en la casa de Benedict, y Ganelón estaba en la ciudad divirtiéndose. Yo le había acompañado el día anterior y averigüé lo que por el momento necesitaba saber. Ahora no tenía tiempo para recorrer aquel país. Debía pensar y actuar rápidamente. En el campamento no tuvimos ninguna dificultad. Benedict nos había dado de comer, el mapa y la carta que prometiera. Nos marchamos al amanecer, arribando a su casa de campo alrededor del mediodía. Fuimos bien recibidos, y después de establecernos en las habitaciones que se nos destinaron, nos desplazamos a la ciudad, donde pasamos el resto del día.

Benedict pensaba quedarse en el campamento varios días más. Yo tenía que finalizar la tarea que me había propuesto antes que él volviera. Esto me iba a exigir una cabalgada infernal. No había tiempo para tomármelo como un viaje de placer; tenía que recordar las sombras apropiadas y ponerme en camino pronto.

Hubiera sido delicioso entretenerse en este lugar tan parecido a mi Avalón, pero mis propósitos estaban alcanzando cotas obsesivas. Sin embargo, que me diera cuenta de esto no equivalía a controlarlo. Los parajes y sonidos familiares me habían distraído sólo brevemente, luego me había dedicado de nuevo a hacer planes.

Tal como lo veía, el plan tenía que resultar. Este viaje me solucionaría dos problemas, si podía realizarlo sin levantar sospechas. Tendría que pasar toda la noche fuera, pero, previéndolo, había dado instrucciones a Ganelón para que cubriera mi ausencia.

Mientras mi cabeza seguía cada movimiento de la rueda, me obligué a vaciarla de todo y comencé a recordar la necesaria textura de la arena, su coloración, la temperatura, los vientos, el toque salino del aire, las nubes…

Entonces dormí y soñé, pero no con el lugar que buscaba.

Vi una gran rueda de ruleta, y dentro estábamos todos nosotros… mis hermanos, mis hermanas, yo mismo, y otros a quienes conocía o había conocido. Al girar nos elevábamos y caíamos, y a cada uno le tocaba una sección. Todos gritábamos para que se detuviera, aullando cada vez que pasábamos por la parte más alta, antes de descender otra vez. La rueda había comenzado a frenar y yo me encontraba subiendo. Un joven de agradable cabello colgaba de los pies ante mí, gritando súplicas y advertencias que se ahogaban en la cacofonía de las voces. Su rostro se ennegreció, retorciéndose, y llegó a ser repulsivo; yo corté la cuerda que sujetaba su tobillo y cayó, perdiéndose de vista. La rueda frenó aún más mientras yo me acercaba a la parte más alta, y entonces vi a Lorraine. Estaba gesticulando, haciendo señas frenéticas, y pronunciando mi nombre. Me incliné hacia ella, viéndola claramente, deseándola, queriendo ayudarla. Pero al continuar la rueda su giro, ella desapareció de mi campo de visión.

—¡Corwin!

Traté de ignorar ese grito de mujer pues ya me encontraba casi en la cima. Se escuchó de nuevo, pero me tensé y me preparé para saltar. Si no se detenía dejándome arriba, iba a tratar de engañar al maldito aparato, aun cuando la caída significara mi ruina total. Me preparé para el salto. Otro chasquido…

—¡Corwin!

La silueta se alejó, volvió y finalmente se difuminó y me encontré contemplando otra vez la rueda del molino de agua, con el eco de mi nombre en los oídos, entremezclándose, fundiéndose, y desapareciendo entre los sonidos de la corriente.

Parpadeé y me pasé los dedos por el cabello. Varios dientes de león me cayeron por los hombros, y oí una risa burlona a mi espalda. Me volví rápidamente y miré.

Estaba a unos doce pasos de mí, era una muchacha alta y estilizada de ojos oscuros y corto cabello castaño. Llevaba una chaqueta de esgrima, tenía un florete en la mano derecha y una careta en la izquierda. Me estaba mirando y se reía. Sus dientes eran blancos, parejos y ligeramente largos; una franja de pecas cubría su pequeña nariz y la parte superior de sus tostadas mejillas. Tenía ese aire de vitalidad que proporciona un atractivo que va más allá de la simple gracia. Especialmente, quizá, cuando uno lo contempla desde la ventaja que dan los años.

Me saludó con la espada.

—¡En guardia, Corwin! —dijo.

—¿Quién demonios eres tú? —pregunté, y sólo entonces me di cuenta de que a mi lado había una chaqueta, una careta y un florete.

—No hay preguntas, ni respuestas —dijo—. Eso cuando hayamos luchado.

Entonces se colocó la careta y esperó.

Me levanté y cogí la chaqueta. Se echaba de ver que sería más fácil cruzar las espadas que tratar de discutir con ella. El hecho de que conociera mi nombre me turbaba, y cuanto más pensaba en esto más familiar me parecía ella. Era mejor seguirle la corriente, decidí, encogiéndome de hombros y abotonando la chaqueta.

Recogí la espada y me coloqué la careta.

—De acuerdo —dije, haciendo un breve saludo y avanzando—. Listo.

Entonces ella avanzó y nos enfrentamos. Dejé que llevara el ataque.

Entró muy rápidamente con un golpe: finta-finta-embestida. Mi contraataque fue dos veces más rápido, pero ella se demostró capaz de detenerlo y atacar con igual velocidad. Entonces yo comencé a retroceder lentamente, alejándome de ella. Se rio y me presionó insistentemente. Era buena y lo sabía. Quería exhibirse. Dos veces estuvo a punto de atravesar mi guardia de la misma manera —línea baja— lo cual no me gustó nada. Entonces, tan pronto como pude, la sorprendí con una detención-estocada. Ella maldijo en voz baja, de buen humor, como si lo reconociera y volvió al ataque. Normalmente no me gusta enfrentarme a mujeres, por buenas que sean, pero esta vez me di cuenta de que me estaba divirtiendo. La habilidad y la gracia con que llevaba los ataques y aguantaba los míos me agradaba y animaba a defenderme y responder, y de pronto me encontré analizando la mente que había detrás de aquel estilo. Al principio decidí cansarla rápidamente, para acabar el encuentro e interrogarla. Ahora quería prolongar el duelo.

No fue fácil cansarla. Poco tenía que preocuparme en ese aspecto. Perdí la cuenta del tiempo mientras avanzábamos y retrocedíamos a lo largo de la orilla de la corriente, chocando las espadas regularmente.

Debió pasar un largo tiempo antes de que ella golpeara el suelo con el tacón y alzara la espada en un saludo final. Entonces se quitó la careta y me obsequió con otra sonrisa.

—¡Gracias! —dijo, jadeando.

Le devolví el saludo y me quité la jaula de pájaros. Me volví, comencé a luchar con los botones de la chaqueta, y antes de que me diera cuenta ella se había aproximado y me dio un beso en la mejilla. Para hacerlo no tuvo que ponerse de puntillas. Me sentí momentáneamente confundido, pero sonreí. Sin darme tiempo a decir nada, me cogió del brazo y me condujo en la dirección por la que habíamos venido.

—He traído una cesta con merienda —dijo.

—Muy bien. Estoy hambriento, y tengo curiosidad…

—Te contaré todo lo que quieras —dijo ella alegremente.

—¿Qué te parece si comenzamos por tu nombre? —dije.

—Dará —replicó—. Me llamo Dará, en honor a mi abuela.

Al decirlo me miró, como si esperara una reacción. Casi me fastidió un poco desilusionarla, pero asentí con la cabeza y lo repetí, preguntándole luego:

—¿Por qué me llamaste Corwin?

—Porque es tu nombre —dijo—. Te reconocí.

—¿De dónde?

Me soltó el brazo.

—Aquí está —dijo, buscando detrás de un árbol y sacando una cesta que estaba sobre unas raíces al descubierto.

—Espero que las hormigas no hayan podido entrar —añadió, dirigiéndose a un área con sombras que había al lado de la corriente y extendiendo un mantel sobre el suelo.

Colgué el equipo de esgrima en un matorral cercano.

—Parece que traes muchas cosas —comenté.

—Tengo mi caballo por aquel lado —dijo, señalando con la cabeza corriente abajo.

Dedicó toda la atención a colocar el mantel y a desenvolver las cosas.

—¿Por qué lo dejaste tan lejos? —pegunté.

—Para pillarte por sorpresa, claro. Si hubieses oído un caballo cerca seguro que te habrías despertado.

—Probablemente tengas razón —dije.

Se detuvo como si estuviera pensando profundamente, luego estropeó la pose con una sonrisa burlona.

—Aunque la primera vez no te despertaste. Todavía…

—¿La primera vez? —recalqué, viendo que ella quería que lo preguntara.

—Sí, hace un rato el caballo por poco tropieza contigo —dijo—. Estabas profundamente dormido. Cuando vi quién eras, me fui a buscar la cesta y el equipo de esgrima.

—Ah. Ya veo.

—Ahora ven a sentarte —sugirió—. Y abre la botella, ¿eh?

Colocó una botella cerca de mi y desenvolvió cuidadosamente dos copas de cristal, que puso en el centro del mantel.

Fui a mi sitio y me senté.

—Es de la mejor cristalería de Benedict —comenté mientras abría la botella.

—Sí —dijo ella—. Procura no volcarlos cuando sirvas el vino y creo que no debemos brindar con ellas.

—No, creo que no —dije, y serví el vino.

Ella alzó su copa.

—Por el reencuentro —dijo.

—¿Qué reencuentro?

—El nuestro.

—No nos habíamos encontrado nunca.

—No seas tan prosaico —dijo, y bebió un sorbo.

Me encogí de hombros.

—Por el reencuentro.

Entonces ella comenzó a comer, y lo mismo hice yo. Ella estaba gozando tanto con el aire de misterio que había creado que yo quería cooperar, simplemente por hacerla feliz.

—¿Dónde puedo haberme encontrado contigo? —insinué—. ¿En alguna gran corte? Quizá en un harén…

—Tal vez fue en Ámbar —cortó ella—. Tú estabas allí…

—¿Ámbar? —dije, recordando que tenía en la mano el cristal de Benedict y confinando mis emociones a la voz—. Pero vamos a ver, ¿quién eres tú?

—… Tú estabas allí: apuesto, vanidoso, admirado por todas las damas —continuó—, y allí estaba yo: una cosa pequeña, admirándote desde lejos. Aquella pequeña Dará era de color gris o pastel, poco desarrollada todavía, hay que decirlo, y su corazón ardía por ti…

Murmuré una obscenidad liviana y ella se rio de nuevo.

—¿No era así? —preguntó.

—No —dije, mientras comía un poco más de carne y pan—. Lo más probable es que fuera en aquel burdel donde me disloqué la espalda. Aquella noche estaba muy borracho…

—¡Te acuerdas! —gritó—. Era un trabajo a horas. Durante el día me dedicaba a domar caballos.

—Me rindo —dije, y serví más vino.

Lo realmente irritante era que, en efecto, había algo malditamente familiar en ella. Pero por su apariencia y su comportamiento, calculé que tendría diecisiete años. Esto hacía imposible que nuestros senderos se hubieran cruzado nunca.

—¿Benedict te enseñó esgrima? —pregunté.

—Sí.

—¿Qué es él para ti?

—Mi amante, por supuesto —replicó—. Me regala joyas y pieles y practica esgrima conmigo.

Rio de nuevo.

Yo continué estudiando su rostro.

Sí, era posible…

—Estoy dolido —dije finalmente.

—¿Por qué? —preguntó.

—Benedict no me dio ningún cigarro para celebrarlo.

—¿Para celebrar…?

—Tú eres su hija, ¿no es cierto?

Se sonrojó, pero negó con la cabeza.

—No —dijo—. Pero caliente.

—¿Nieta? —pregunté.

—Bien… algo así.

—No acabo de entender.

—A él le gusta que lo llame abuelo. Aunque en realidad él era el padre de mi abuela.

—Ya veo. ¿Tiene más parientes como tú?

—No, soy la única.

—¿Y tu madre y tu abuela?

—Muertas, ambas.

—¿Cómo murieron?

—Violentamente. En los dos casos ocurrió mientras él estaba en Ámbar. Creo que por eso hace mucho que no ha vuelto a ir. No le gusta dejarme sin protección aunque sabe que me puedo cuidar sola. Tú también sabes que lo puedo hacer, ¿no?

Asentí. Esto explicaba varias cosas, una de ellas el por qué era Protector aquí. Tenía que cuidar de ella en algún lugar, y seguramente no querría llevarla a Ámbar. Ni siquiera querría que el resto de nosotros conociera su existencia. Sería muy difícil utilizar ese punto flaco de Benedict. Y sería impensable que él quisiese hacerme partícipe por ahora de su existencia.

Así que le dije:

—No creo que tu abuelo se imagine que estas aquí, y supongo que se pondrá furioso si se entera.

—¡Eres igual que él! ¡Soy una persona adulta, maldición!

—¿Me has oído negarlo? Pero se supone que ahora deberías estar en otra parte, ¿no es cierto?

En vez de contestarme, se llenó la boca. Lo mismo hice yo. Al cabo de varios incómodos minutos de masticar, decidí cambiar de tema.

—¿Cómo me reconociste? —pregunté.

Tragó, tomó un sorbo de vino, y sonrió.

—Por tu dibujo, por supuesto —contestó.

—¿Qué dibujo?

—El de la carta —dijo—; cuando yo era muy niña solíamos jugar con ellas. De ese modo conocí a todos mis parientes. Tú y Eric sois los otros dos grandes espadachines, lo sabía. Por eso…

—¿Tienes un mazo de los Triunfos? —la interrumpí.

—No —dijo haciendo una mueca—. No me quiere dar ninguno… y yo sé que él tiene varios.

—¿Sí? ¿Dónde los guarda?

Ella entrecerró los ojos, fijándolos en los míos. ¡Maldición! No había pretendido mostrar tanta ansia…

Pero dijo:

—Suele llevar un mazo con él y no tengo idea de dónde guarda los otros. ¿Por qué? ¿No te los deja ver?

—No se lo he preguntado —le dije—. ¿Entiendes el significado que tienen?

—Hubo ciertas cosas que no se me permitió hacer cuando los tuve cerca. Creo que tienen un uso especial, pero él nunca me lo explicó. Son muy importantes, ¿no?

—Sí.

—Me lo parecía. Los trata siempre con tanto cuidado. ¿Tienes tú un mazo?

—Sí, pero en este momento lo he prestado.

—Ya veo. Y te gustaría usarlos para algo complicado y siniestro.

Me encogí de hombros.

—Me gustaría usarlos, pero para asuntos sencillos y banales.

—¿Cómo qué?

Negué con la cabeza.

—Si Benedict aún no quiere que conozcas sus funciones, yo no voy a revelártelo. —Ella gruñó levemente.

—Le tienes miedo —dijo.

—Siento un considerable respeto por Benedict, y por supuesto algo de afecto.

Ella rio.

—¿Es mejor luchador que tú? ¿Mejor espadachín?

Miré a otra parte. Debía haber regresado de algún lugar feliz y alejado, ya que toda la gente de la ciudad con la que me había encontrado, sabía lo del brazo de Benedict. Y no era una noticia que pudiese circular lentamente. No iba a ser yo el primero en decírselo, claro.

—Supón lo que quieras —dije—. ¿Dónde has estado?

—En el pueblo —contestó—, en las montañas. El abuelo me llevó allí para que me quedara con unos amigos suyos llamados Tecys. ¿Conoces a los Tecys?

—No, no los conozco.

—He estado allí antes —dijo—. Siempre que hay alguna clase de problemas aquí, él me lleva al pueblo para que me quede con ellos. El sitio no tiene nombre. Yo simplemente lo llamo pueblo. Son bastante extraños, tanto la gente como el pueblo. Ellos parecen… adorarnos. Me tratan como si fuera algo sagrado, y nunca me dicen nada de lo que quiero saber. No está muy lejos, pero las montañas son diferentes, el cielo es diferente… ¡todo!, y cuando estoy allí parece como si no hubiera ningún camino para volver. Intenté regresar sola, pero me perdía. Siempre tenía que venir el abuelo a buscarme, y entonces el camino era fácil. Los Tecys siguen al pie de la letra todas sus instrucciones con respecto a mí. Le tratan como si fuera una especie de dios.

—Lo es —dije—, para ellos.

—Dijiste que no los conocías.

—No tengo que conocerlos para saberlo. Conozco a Benedict. ¿Cómo lo hiciste tú? —le pregunté—. ¿Cómo regresaste esta vez?

Acabó el vino y tendió la copa. Cuando alcé la vista después de llenarla, tenía la cabeza apoyada en el hombro derecho, las cejas fruncidas y los ojos fijos en algo lejano.

—Realmente no lo sé —dijo, alzando la copa y bebiendo automáticamente—. No estoy muy segura de cómo lo hice…

Con su mano izquierda comenzó a jugar con el cuchillo, y finalmente lo cogió.

—Estaba furiosa, furiosa como todos los demonios por haber sido apartada una vez más —explicó—. Le dije que esta vez quería quedarme para luchar, pero me hizo cabalgar con él y en seguida llegamos al pueblo. No sé cómo. No fue un viaje largo, y de pronto estábamos allí. Yo conozco esta región. Nací y crecí aquí. La he recorrido palmo a palmo, cientos de leguas en todas las direcciones. Nunca fui capaz de dar con el pueblo. Y en cambio parecía que apenas cabalgábamos un poco, cuando súbitamente estábamos de nuevo en la región de los Tecys. Pero desde la última vez habían pasado varios años, y ahora que he crecido puedo ser más tozuda. Decidí volver por mí misma.

Con el cuchillo comenzó a rascar y excavar la tierra a su lado, al parecer sin darse cuenta de lo que estaba haciendo.

—Esperé hasta el anochecer —continuó—, y estudié las estrellas para guiarme. Era una sensación irreal. Las estrellas eran todas diferentes. No reconocí ninguna constelación. Regresé a casa y pensé en ello. Tenía un poco de miedo y no sabía qué hacer. Pasé el día siguiente tratando de sacarles más información a los Tecys y al resto de la gente del pueblo. Pero parecía una pesadilla. O eran estúpidos o trataban de confundirme adrede. No sólo no había ningún medio para regresar hasta aquí, sino que ninguno tenía idea de dónde estaba esto ni tampoco estaban muy seguros de la situación de su propio país. Aquella noche inspeccioné nuevamente las estrellas, para asegurarme de lo que había visto, y tras ello casi estuve por creer a los aldeanos.

Ahora movía el cuchillo hacia adelante y hacia atrás como si lo estuviera afilando, aplanando la tierra. Entonces comenzó a trazar líneas.

—Los siguientes días traté de hallar el camino de regreso —continuó—. Pensé que podría localizar el sendero y regresar por él, pero era como si se hubiera desvanecido. Entonces hice lo único que se me ocurría ya. Cada mañana tomaba una dirección diferente, cabalgaba hasta el atardecer, y luego regresaba. No llegué a ningún lugar que me resultara familiar. Era completamente asombroso. Cada noche me iba a dormir más furiosa y desconcertada que la anterior por el modo en que se desarrollaban los acontecimientos, pero más resuelta a encontrar mi propio camino de vuelta a Avalón. Tenía que demostrarle al abuelo que ya no podía seguir tratándome como a una niña y esperar que me quedara quieta.

»Entonces, al cabo de una semana, comencé a tener sueños. Una especie de pesadillas. ¿Has soñado alguna vez que estabas corriendo y corriendo y que no llegabas a ningún lugar? Era algo parecido. Una telaraña en llamas. Sólo que en realidad no era una telaraña, no había ninguna araña y no estaba ardiendo. Pero yo estaba atrapada en esa cosa, dando vueltas a su alrededor y cruzándola. Aunque en realidad no me estaba moviendo. Eso no es exacto, pero no sé de qué otra manera expresarlo. Y tenía que seguir intentando recorrer aquello —en realidad, quería hacerlo—. Cuando me desperté me sentía cansada, como si me hubiera estado entrenando toda la noche. Esto continuó durante muchas noches, y cada una parecía ser más fuerte y duradero y más real.

»Cuando desperté esta mañana el sueño aún me bailaba en la cabeza, y estaba convencida de que podría volver a casa. Me puse en camino, todavía en trance, o así lo parecía. Cabalgué toda la distancia que me separaba de aquí sin detenerme ni una sola vez, y en esta ocasión no presté especial atención al camino, sino que mantuve el pensamiento fijo en Avalón… y conforme cabalgaba, el paisaje comenzó a hacerse cada vez más conocido hasta que me encontré aquí otra vez. Ahora el pueblo y los Tecys, aquel cielo, aquellas estrellas, los bosques, las montañas, todo me parece un sueño. No estoy segura de que pudiera encontrar el camino para regresar allí. ¿No es extraño eso? ¿Puedes decirme lo que sucedió?.

Me incorporé y rodeé los restos de nuestra comida. Me senté a su lado.

—¿Recuerdas el aspecto de la telaraña en llamas que en realidad no era una telaraña y que tampoco estaba ardiendo? —le pregunté.

—Sí… un poco —contestó.

—Dame ese cuchillo —dijo.

Me lo alcanzó.

Con la punta comencé a corregir las vacilantes líneas que había trazado en la tierra, extendiendo algunas, borrando otras, añadiendo unas pocas. Mientras lo hacía ella no pronunció palabra, pero se fijó en cada uno de los movimientos. Cuando acabé, arrojé el cuchillo a un lado y esperé largo rato, en silencio.

Al fin, ella habló muy suavemente:

—Sí, es eso —dijo, apartando los ojos del esquema para mirarme—. ¿Cómo lo sabías? ¿Cómo sabías lo que había soñado?

—Porque —dije— soñaste algo que se encuentra inscrito en tus propios genes. Por qué, cómo, no lo sé. Sin embargo demuestra que eres una verdadera hija de Ámbar. Lo que hiciste fue caminar por la Sombra. Lo que soñaste fue el gran Patrón de Ámbar. Gracias a su poder los de sangre real mantienen dominio sobre las sombras. ¿Entiendes de lo que estoy hablando?

—No estoy segura —dijo—. Creo que no. He escuchado al abuelo maldecir las sombras, pero nunca entendí lo que quería decir.

—¿Entonces no sabes dónde se halla realmente Ámbar?

—No. Él siempre fue evasivo. Me contó de Ámbar y de la familia. Pero ni siquiera sé en qué dirección está Ámbar. Sólo sé que está lejos.

—Está en todas las direcciones —dije—, o en la dirección que uno elija. Uno sólo necesita…

—¡Sí! —interrumpió ella—. Lo había olvidado, o pensé que estaba en plan enigmático o bromeando, cuando Brand dijo exactamente lo mismo hace bastante tiempo. ¿Pero qué significa esto?

—¡Brand! ¿Cuándo estuvo él aquí?

—Hace años —dijo ella—. Cuando yo era una niña pequeña. Solía visitarnos a menudo. Yo estaba muy enamorada de él y lo acosaba sin piedad. Él solía contarme historias, me enseñaba juegos…

—¿Cuándo fue la última vez que lo viste?

—Oh, diría que hace unos ocho o nueve años.

—¿Has conocido a alguno de los otros?

—Sí —contestó—. Julián y Gérard estuvieron aquí no hace mucho. Hace unos meses.

De repente me sentí muy inseguro. Ciertamente Benedict, había sido reservado en muchas cosas. Casi hubiera preferido que me informase con deformaciones a que me dejase así completamente ignorante de todo. Si te engañan, es más fácil enojarte cuando te enteras. El problema con Benedict consistía en que era demasiado honesto. Prefería no decirme nada a mentirme. Sin embargo, sentía que se cruzaba algo desagradable en mi camino. Ya no podía distraerme más, tendría que actuar tan rápido como me fuera posible. Sí, tendría que realizar una cabalgada infernal para conseguir las piedras. Pero antes de intentarlo, tenía que tratar de averiguar más cosas. El tiempo… ¡Maldición!

—¿Era la primera vez que los veías? —pregunté.

—Sí —dijo—, y mis sentimientos quedaron muy lastimados. —Se detuvo y suspiró—. El abuelo no me dejó contarles que éramos parientes. Me presentó como su pupila. Y se negó a decirme por qué. ¡Maldita sea!

—Estoy seguro de que tenía buenas razones.

—Oh, yo también. Pero eso no es ningún consuelo, y menos cuando has estado toda la vida esperando conocer a tus parientes. ¿Sabes tú por qué me trató de aquella manera?

—Son tiempos difíciles en Ámbar —dije—, y las cosas van a empeorar aún más antes de mejorar. Cuanta menos gente sepa de tu existencia, menos probabilidades habrá de que te veas implicada y salgas perdiendo. Lo hizo tan sólo para protegerte.

Lanzó un bufido despectivo.

—No necesito que me protejan —dijo—. Me puedo cuidar yo misma.

—Eres buena con la espada —repliqué—. Pero por desgracia, la vida es más complicada que un duelo limpio.

—Lo sé. No soy una niña. Pero…

—«Pero» ¡nada! Hizo lo mismo que yo hubiera hecho si fueras mía. Se está protegiendo a sí mismo a la vez que te protege a ti. Me sorprende que haya permitido que Brand supiera de tu existencia. Y va a ponerse completamente furioso si se entera de que yo lo sé.

Su cabeza se movió abruptamente y me miró con los ojos abiertos.

—Pero tú no harías nada para dañarnos —dijo—. Nosotros… somos parientes.

—¿Cómo demonios sabes por qué estoy aquí o lo que estoy pensando? —dije—. Quizá acabas de poner nuestros cuellos en una soga.

—¿Estás bromeando, no? —dijo lentamente interponiendo la mano izquierda entre ella y yo.

—No lo sé —dije—. No tiene por qué ser una broma… y si tuviese planes malvados no hablarías de ellos, ¿verdad?

—No… creo que no —dijo.

—Voy a decirte algo que Benedict debió haberte dicho hace mucho tiempo —dije—. Nunca confíes en un pariente. Es mucho peor que confiar en extraños. Con un extraño hay alguna posibilidad de que estés seguro.

—Realmente piensas así, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Incluido tú mismo?

Sonreí.

—Por supuesto que esto no vale para mí. Yo soy la personificación del honor, la amabilidad, la piedad y la bondad. Confía en mí totalmente.

—Lo haré —dijo, y se rio.

—Lo haré —insistió—. Tú no nos harás daño. Lo sé.

—Cuéntame lo de Gérard y Julián —dije, sintiéndome incómodo, como siempre, ante mi solicitada confianza—. ¿Cuál fue la razón de su visita?

Permaneció en silencio por un momento, estudiándome todavía, y luego dijo:

—Te he contado bastantes cosas, ¿no? Tienes razón. Toda precaución es poca. Creo que ahora te toca hablar a ti.

—Bien. Estás aprendiendo cómo tratar con nosotros. ¿Qué quieres saber?

—¿Dónde se halla realmente el pueblo? ¿Y Ámbar? De algún modo son parecidos, ¿no? ¿Qué querías decir cuando dijiste que Ámbar se encuentra en todas las direcciones o en cualquiera? ¿Qué son las sombras?

Me puse en pie y la miré. Le tendí la mano. Pareció muy niña y notablemente asustada, pero me dio la mano.

—¿A dónde…? —preguntó, poniéndose en pie.

—Por aquí —dije, y la llevé al lugar donde me había dormido contemplando la corriente y la rueda del molino de agua.

Comenzó a decir algo, pero la detuve.

—Mira. Simplemente mira —dije.

Nos quedamos mirando cómo corría y salpicaba el agua mientras yo ordenaba mi mente. Entonces le dije:

—Ven, —la hice girar cogiéndola por el codo, y nos encaminamos hacia el bosque.

Mientras avanzábamos por entre los árboles una nube cubrió el sol y las sombras se intensificaron. Las voces de los pájaros se elevaron y el suelo empezó a despedir mucha humedad. Las hojas de los árboles se hicieron más largas y anchas. Cuando el sol volvió a aparecer, su luz era más amarilla, y al dar vuelta a un recodo encontramos enredaderas colgando de los árboles. Los gritos de los pájaros se hicieron más discordantes, más numerosos.

Nuestro sendero giró y empezó a subir; la hice rodear un saliente de pedernal y subimos hacia terrenos más elevados. Un distante y apenas perceptible retumbar parecía venir de detrás nuestro. Cuando entramos en un espacio abierto el cielo pareció de un azul diferente, y asustamos a un lagarto grande y pardo que estaba tomando el sol sobre una piedra. Al doblar otra gran roca ella dijo:

—No sabía que esto estuviera aquí. Nunca he venido por este camino.

Pero no le respondí, ya que estaba ocupado en cambiar la materia de la Sombra.

Nos metimos de nuevo en el bosque, pero ahora el camino era empinado. Y los árboles eran gigantes tropicales, salpicados de helechos, y se escuchaban ruidos nuevos: ladridos, silbidos y zumbidos. Ascendiendo por este sendero, el retumbar se hizo más fuerte a nuestro alrededor, el suelo mismo comenzó a vibrar con él. Dará me apretó el brazo con fuerza sin decir una sola palabra pero fijándose en todo. Había flores grandes, planas y claras, y donde caía la humedad se formaban charcos. La temperatura se había elevado considerablemente y sudábamos bastante. Luego el retumbar se convirtió en un poderoso rugido, y cuando al fin salimos del bosque, parecía un continuo trueno que cayese sobre nosotros. La guie hasta el borde del precipicio y con un gesto le mostré todo lo que había ante nosotros.

Saltando más de trescientos metros, una poderosa catarata caía sobre el río gris como sobre un yunque. Las corrientes eran rápidas y fuertes, y transportaban gran cantidad de burbujas y bandadas de espuma, hasta que finalmente se disolvían. Enfrente nuestro, quizá a un kilómetro, parcialmente cubierta por el arcoiris y la neblina, como una isla golpeada por un Titán, giraba lentamente una gigantesca rueda, poderosa y brillante. Arriba en el cielo, pájaros enormes cabalgaban las corrientes de aire como crucifijos a la deriva.

Permanecimos allí largo tiempo. Era imposible hablar y daba lo mismo. Al rato, cuando ella se volvió para mirarme con los ojos entornados, meditando, asentí y con la vista le señalé el bosque. Dimos media vuelta y nos volvimos por donde habíamos venido.

Nuestro regreso fue el mismo proceso invertido, y logré hacerlo con más facilidad. Cuando de nuevo nos fue posible hablar, Dará aún se mantuvo en silencio. Al parecer comprendía que yo tenía que ver con el proceso de cambio producido a nuestro alrededor.

No habló hasta que estuvimos otra vez a la orilla de nuestro riachuelo, contemplando el girar de la rueda del molino de agua.

—¿Ese lugar era como el pueblo?

—Sí. Una Sombra.

—¿Y cómo Ámbar?

—No. Ámbar proyecta sombra, y la Sombra puede ser modelada y tomar cualquier forma si sabes cómo hacerlo. Aquel lugar era una sombra, tu pueblo era una sombra y este lugar es una sombra. Cualquier lugar que puedas imaginar existe en algún sitio de la sombra.

—… ¿Y tú, el abuelo y los otros podéis recorrer estas sombras, eligiendo la que deseáis?

—Sí.

—¿Entonces eso es lo que yo hice al regresar del pueblo?

—Sí.

Su rostro era como un boceto en sucesivas fases de desarrollo. Sus cejas casi negras descendieron un centímetro y las aletas nasales centellearon con una rápida inhalación.

—Yo también puedo hacerlo… —dijo—. ¡Ir a cualquier sitio, hacer lo que desee!

—Llevas en ti la capacidad de hacerlo —dije.

Entonces me besó en un acto repentino e impulsivo y luego se volvió, rebotando el cabello en su grácil cuello mientras trataba de comprender todo de una vez.

—Entonces puedo hacer cualquier cosa —dijo, deteniéndose.

—Existen limitaciones, peligros…

—Así es la vida —dijo—. ¿Cómo aprendo a controlarlo?

—El Gran Patrón de Ámbar es la clave. Debes recorrerlo para llegar a dominar la habilidad. Está trazado en el suelo de una cámara que hay bajo el palacio de Ámbar. Es bastante grande. Debes comenzar desde fuera y caminar hasta el centro sin detenerte. Ofrece una resistencia considerable e intentarlo es toda una proeza. Si te detienes, si intentas abandonar el Patrón antes de haberlo completado, te destruirá. Si lo completas, tu poder sobre la Sombra quedará sujeto a tu control consciente.

Corrió hasta el sitio donde habíamos comido y estudió el Patrón que dibujamos en la tierra.

La seguí más lentamente. Mientras me aproximaba, dijo:

—¡Debo ir a Ámbar para recorrerlo!

—Estoy seguro que Benedict tiene el plan de llevarte algún día —dije.

—¿Algún día? —dijo—. ¡Ahora! ¡Debo recorrerlo ahora! ¿Por qué no me habló él nunca de estas cosas?

—Porque aún no puedes hacerlo. Tal como están las cosas en Ámbar sería peligroso para ambos permitir que se conociera tu existencia. Temporalmente Ámbar está cerrada para ti.

—¡No es justo! —dijo, girando para mirarme.

—Por supuesto que no —acepté—. Pero así están las cosas ahora. No me culpes a mí.

De algún modo las palabras fluyeron de mi boca desagradablemente. Parte de la culpa, por supuesto, era mía.

—Casi habría sido mejor que no me hubieras hablado de estas cosas —dijo—, si no puedo tenerlas.

—No es para tanto —dije—. La situación en Ámbar se estabilizará de nuevo y antes de que pase mucho tiempo.

—¿Cómo lo sabré?

—Benedict lo sabrá. Entonces él te lo dirá.

—¡Él no ha creído oportuno decirme muchas cosas!

—¿Con qué fin? ¿Simplemente para fastidiarte? Tú sabes que él ha sido bueno contigo y que se preocupa por ti. Cuando llegue el momento, actuará para darte eso y más.

—¿Y si no lo hace? ¿Entonces me ayudarías tú?

—Haré lo que pueda.

—¿Cómo podré encontrarte?

Sonreí. Habíamos llegado a este punto casi sin ningún esfuerzo mío. No había ninguna necesidad de contarle la parte realmente importante. Esto bastaba para que más tarde me pudiera resultar útil…

—Las cartas —dije—, los Triunfos de la familia. No tienen sólo valor sentimental. Son medios de comunicación. Coge la mía y mírala, concéntrate en ella, trata de apartar todos los demás pensamientos, hazte la idea de que realmente soy yo y entonces comienza a hablarme. Te darás cuenta de que es real, y que te estoy contestando.

—¡Eso es precisamente lo que el abuelo me dijo que no hiciera cuando cogiera las cartas!

—Naturalmente.

—¿Cómo funciona?

—En otra ocasión —dije—. Una cosa por otra. ¿Recuerdas? Yo ya te he hablado de Ámbar y de la Sombra. Ahora cuéntame la visita que realizaron Gérard y Julián.

—Sí —dijo—. Aunque no hay mucho que contar. Una mañana, hace cinco o seis meses, el abuelo dejó lo que estaba haciendo. Estaba podando algunos árboles ahí en el huerto —le gustaba hacerlo él mismo— y yo le ayudaba. Estaba subido a una escalera, cortando, y súbitamente se detuvo, bajó las tijeras y quedó inmóvil varios minutos. Pensé que simplemente estaba descansando, y continué con mi tarea. Entonces le oí hablar —no murmuraba— parecía como si mantuviera una conversación. Al principio pensé que me hablaba a mí, y le pregunté qué había dicho. Pero me ignoró. Ahora que sé lo de los Triunfos, me doy cuenta de que debía estar hablando con uno de ellos. Probablemente Julián. De cualquier modo, después bajó rápidamente de la escalera, me dijo que tenía que ausentarse un día o dos, y se fue hacia la casa. Pero se detuvo a los pocos pasos, y volvió. Entonces fue cuando me dijo que si Julián o Gérard aparecían por aquí me presentaría como su pupila, la hija huérfana de un criado fiel. Un poco más tarde se marchó, llevando dos caballos de más. Se enfundó también la espada.

»Regresó de noche, trayendo a ambos consigo. Gérard apenas estaba consciente. Tenía la pierna izquierda rota, y todo el lazo izquierdo del cuerpo malherido. Julián también estaba bastante magullado, pero no tenía ningún hueso roto. Permanecieron con nosotros gran parte del mes, curándose rápidamente. Entonces tomaron prestados dos caballos y se marcharon. Desde entonces no los he vuelto a ver.

—¿Cómo dijeron que habían sido heridos?

—Sólo dijeron que habían tenido un accidente. No hablaron de eso conmigo.

—¿Dónde? ¿Dónde sucedió?

—En el camino negro. Les oí hablando de él varias veces.

—¿Dónde está ese camino negro?

—No lo sé.

—¿Qué dijeron al respecto?

—Lo maldijeron mucho. Eso fue todo.

Bajando la vista, vi que todavía quedaba algo de vino en la botella. Me agaché, serví las dos últimas copas, y le alcancé una a ella.

—Por el reencuentro —dije, y sonreí.

—… El reencuentro —acordó, y bebimos.

Ella comenzó a limpiar la zona y yo la ayudé, poseído de nuevo por la aguda sensación de la prisa.

—¿Cuánto tiempo debo esperar antes de ponerme en contacto contigo?

—Tres meses. Dame tres meses.

—¿Dónde estarás entonces?

—En Ámbar, espero.

—¿Cuánto tiempo te quedaras aquí?

—No mucho. De hecho, tengo que hacer un pequeño viaje ahora mismo. Pero regresaré mañana. Probablemente después me quedaré sólo unos pocos días más.

—Desearía que te quedaras más tiempo.

—Desearía poder hacerlo. Me gustaría, ahora que te he conocido.

Ella enrojeció y pareció volcar toda la atención en guardar las cosas en la cesta. Yo recogí los equipos de esgrima.

—¿Regresas a la casa ahora? —preguntó.

—A las cuadras. Me marcho inmediatamente.

Cogió la cesta.

—Entonces vamos juntos. Mi caballo está por aquí.

La seguí hacia un sendero que había a nuestra derecha.

—Supongo —dijo ella— que será mejor para mí no mencionarle esto a nadie. En particular al abuelo, ¿no?

—Sería lo más prudente.

El murmullo de la corriente, en su fluir camino del mar, se perdía, se perdía, hasta que desapareció; y sólo permaneció por un tiempo en el aire el crujir de la rueda que, sujeta en la tierra, cortaba su destino.