OTRO DÍA. MÁS MOLESTIAS. Más dolores.

Alguien me había dejado una capa nueva de color marrón, que me pareció apropiado. Especialmente si ganaba peso y Ganelón recordaba mis rasgos. No me afeité la barba ya que él me había conocido con menos pelo. Me producía dolores el esfuerzo de disimular la voz cada vez que él estaba presente. Escondí a Grayswandir debajo de la cama.

Durante toda la semana siguiente me sometí a una disciplina despiadada. Trabajé, sudé y me esforcé hasta que desaparecieron los dolores y mis músculos volvieron a tensarse. Creo que en aquella semana aumenté siete kilos. Lentamente, muy lentamente, comencé a sentirme como mi antiguo yo.

El país se llamaba Lorraine, y ese era el nombre de ella. Si tuviera deseos de contarte cuentos, te diría que nos conocimos en un prado detrás del castillo, cuando ella estaba recogiendo flores y yo caminaba haciendo ejercicio y tomando aire puro. Estupideces.

Para definirla diplomáticamente te diré de ella que era una seguidora del ejército. La encontré al finalizar un día de trabajo duro, principalmente de práctica con el sable y la maza. Ella estaba de pie a un lado atenta a su cita cuando la vi por primera vez. Sonrió y yo le devolví la sonrisa, la saludé con la cabeza, guiñé un ojo y seguí adelante. Al día siguiente la vi de nuevo y al pasar por su lado le dije: «Hola». Eso es todo.

Bien, continué encontrándomela. Al finalizar la segunda semana, cuando ya los dolores me habían desaparecido, pesaba más de ochenta kilos y me sentía como antes, concerté un encuentro con ella una noche. Para entonces yo estaba al tanto de su oficio y no me importaba. Pero aquella noche no hicimos lo que se suele hacer. No.

En vez de eso, hablamos, y entonces sucedió otra cosa.

Su cabello era de color rojizo con unos pocos trazos de gris. Aunque creo que tenía menos de treinta años. Los ojos, eran muy azules. Una barbilla ligeramente en punta. Tenía dientes blancos y parejos en una boca que me sonreía mucho. Voz un poco nasal, cabello excesivamente largo, un maquillaje exagerado sobre demasiado cansancio, piel demasiado pecosa, y vestidos demasiado chillones y ajustados. Pero me gustaba. Aunque en realidad no creo que sintiera eso cuando le pedí aquella noche, porque, como dije, el que me gustara no era lo que tenía en mente.

No había ningún lugar a donde ir excepto mi habitación, así que fuimos allí. Yo me había convertido en capitán, y me aproveché del rango para hacer que nos trajeran la cena y una botella extra de vino.

—Los hombres te temen —comentó—. Dicen que nunca te cansas.

—Me canso —dije—, créeme.

—Por supuesto —dijo sacudiendo sus cabellos demasiado largos y sonriendo—. ¿No nos cansamos todos?

—Eso creo —repliqué.

—¿Cuántos años tienes?

—¿Cuántos años tienes tu?

—Un caballero no preguntaría eso.

—¿Y una dama?

—Cuando llegaste aquí la gente pensaba que tenías más de cincuenta.

—¿Y…?

—Y ahora no tienen la más mínima idea. ¿Cuarenta y cinco? ¿Cuarenta?

—No —dije.

—No creía que los tuvieras. Pero tu barba engañó a todos.

—Las barbas a menudo hacen eso.

—Cada día pareces encontrarte mejor. Más grande…

—Gracias. Me siento mejor que cuando llegué.

—Sir Corey de Cabra —dijo—. ¿Dónde queda Cabra? ¿Qué es Cabra? ¿Si te lo pidiera cariñosamente, me llevarías allí contigo?

—Te diría que sí —dije—, pero estaría mintiendo.

—Lo sé. Pero sería agradable oír tu promesa.

—De acuerdo. Te llevaré allí conmigo. Es un lugar horrible.

—¿Eres realmente tan bueno como dicen los hombres?

—Me temo que no. ¿Y tú?

—Realmente no. ¿Quieres que vayamos a la cama ahora?

—No. Más bien prefiero hablar. Toma un vaso de vino.

—Gracias… A tu salud.

—A la tuya.

—¿Por qué eres tan buen espadachín?

—Aptitud y buenos maestros.

—… Y cargaste con Lance tantas leguas y mataste a aquellas bestias…

—Las historias crecen a medida que la gente las repite.

—Pero te he observado. Y de verdad eres mejor que los otros. Por eso Ganelón quiso hacer un trato contigo. El reconoce algo bueno en cuanto lo ve. He tenido muchos amigos espadachines, y los he observado ejercitándose. Tú podrías hacerles pedazos a todos. Los hombres dicen que eres un buen maestro. Les gustas, aunque los asustas.

—¿Por qué los asusto? ¿Porque soy fuerte? Hay muchos hombres fuertes en el mundo. ¿Porque puedo resistir mucho tiempo con la espada en combate?

—Creen que hay algo sobrenatural en ti.

Reí.

—No, soy uno de los mejores espadachines. El segundo. Perdón: quizá el tercero. Pero intento superarme.

—¿Quién es mejor?

—Posiblemente Eric de Ámbar.

—¿Quién es?

—Una criatura sobrenatural.

—¿Es el mejor?

—No.

—¿Quién es el mejor?

—Benedict de Ámbar.

—¿También es sobrenatural?

—Si está vivo, sí.

—Muy extraño eres tú —dijo—. ¿Y por qué? Dime. ¿Eres realmente una criatura sobrenatural?

—Tomemos otro vaso de vino.

—Se me subirá a la cabeza.

—Magnífico.

Las serví.

—Vamos a morir todos —dijo.

—Algún día.

—Quiero decir aquí, pronto, luchando contra esa cosa.

—¿Por qué lo dices?

—Es demasiado fuerte.

—¿Entonces por qué te quedas?

—No tengo ningún otro lugar al que ir. Por eso te pregunté por Cabra.

—¿Y por eso viniste aquí esta noche?

—No. Vine a ver cómo eras.

—Soy un atleta que se está matando entrenándose. ¿Naciste por aquí?

—Sí. En el bosque.

—¿Por qué vas con estos soldados?

—¿Por qué no? Es mejor que ensuciarse los zapatos con mierda de cerdo cada día.

—¿Nunca tuviste a un hombre para ti? Fijo, quiero decir.

—Sí. Murió. Él fue quien encontró el… anillo de Hadas.

—Lo siento.

—Yo no. Solía emborracharse siempre que podía pedir prestado o robar para beber y entonces venía a casa y me pegaba. Cuando encontré a Ganelón me alegré.

—¿Así que piensas que esa cosa es demasiado fuerte, que vamos a perder?

—Sí.

—Quizá tengas razón. Pero creo que te equivocas.

Se encogió de hombros.

—¿Pelearás con nosotros?

—Me temo que sí.

—Nadie lo sabía con seguridad, y si alguien lo sabe no lo dice. Puede resultar interesante. Me gustaría verte luchar con el hombre-cabra.

—¿Por qué?

—Porque parece que es el jefe. Si lo mataras, tendríamos más de una posibilidad. Quizá seas capaz de hacerlo.

—Tengo que hacerlo —dije.

—¿Alguna razón en especial?

—Sí.

—¿Privada?

—Sí.

—Buena suerte.

—Gracias.

Terminó el vino y le serví otro.

—Sé que él es de verdad una criatura sobrenatural —dijo.

—Abandonemos el tema.

—De acuerdo. ¿Pero me harás un favor?

—Dilo.

—Mañana ponte la armadura, coge una lanza y un caballo y derrota al gran oficial de caballería Harald, castígale.

—¿Por qué?

—La semana pasada me pegó, como solía hacerlo Jarl. ¿Puedes hacerlo?

—Sí.

—¿Lo harías?

—¿Por qué no? Considéralo humillado.

Se aproximó y se apoyó en mí.

—Te amo —dijo.

—Tonterías.

—De acuerdo. ¿Qué te parece «me gustas»?

—Suficientemente bien. Yo…

Entonces un viento frío y entumecedor me recorrió la columna vertebral. Puse el cuerpo rígido y la mente completamente en blanco, para ofrecer resistencia a lo que iba a venir.

Alguien me estaba buscando. Indudablemente era alguien de la Casa de Ámbar, y estaba utilizando mi Triunfo o algo muy parecido. La sensación era inconfundible. Si era Eric, entonces tenía más agallas de las que había pensado, ya que la última vez que estuvimos en contacto casi le había incinerado el cerebro. No podía ser Random, a menos que estuviera fuera de prisión, cosa que dudaba. Si era Julián o Caine, se podían ir al infierno. Bleys probablemente estaba muerto. Benedict posiblemente también. Quedaban Gérard, Brand y nuestras hermanas. De todos ellos, solo Gérard podría pretender algo bueno. Así que resistí y tuve éxito. Me llevó tal vez cinco minutos, y cuando acabó estaba sudando y temblaba, y Lorraine me contemplaba extrañada.

—¿Qué sucede? —preguntó—. Aún no estás borracho, ni yo tampoco.

—Simplemente un hechizo que me afecta a veces —dije—. Es una enfermedad que cogí en las islas.

—Vi un rostro —añadió—. Quizá estuviera en el suelo, o tal vez en mi cabeza. Era un hombre viejo. El cuello de su vestido era verde y se parecía mucho a ti, sólo que su barba era gris.

Entonces la abofeteé.

—¡Estás mintiendo! No puedes haber…

—¡Simplemente te estoy diciendo lo que vi! ¡No me pegues! ¡No sé lo que significa! ¿Quién era?

—Creo que era mi padre. Dios, qué extraño…

—¿Qué sucedió? —repitió.

—Un hechizo —dije—. A veces los tengo, y la gente cree que ve a mi padre en los muros del castillo o en el suelo. No te preocupes. No es contagioso.

—Tonterías —dijo—. Me estas mintiendo.

—Lo sé. Pero por favor olvida todo este asunto.

—¿Y por qué?

—Porque te gusto —contesté—. ¿Lo recuerdas? Y porque mañana voy a derrotar a Harald en tu honor.

—Es cierto —dijo, y yo comencé a temblar nuevamente; ella cogió una manta de la cama y me la pasó por los hombros.

Me alcanzó el vaso de vino y lo bebí. Se sentó a mi lado, posó la cabeza en mi hombro y la apreté con el brazo contra mí. Comenzó a aullar un viento demoníaco y oí el rápido tamborileo de la lluvia que llegó con él. Por un segundo, pareció como si algo golpeara contra los postigos. Lorraine gimió ligeramente.

—No me gusta lo que está ocurriendo esta noche —dijo.

—A mí tampoco. Ve a cerrar la puerta con el cerrojo. Sólo está cerrada de golpe.

Mientras lo hacía, moví nuestro asiento hasta que quedó enfrente de la única ventana que tenía mi habitación. Saqué a Grayswandir de debajo de la cama y la desenvainé. Entonces apagué todas las luces del cuarto excepto una vela que había en la mesa de mi derecha.

Me senté nuevamente con la espada sobre mis rodillas.

—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Lorraine mientras venía y se sentaba a mi izquierda.

—Esperar —dije.

—¿Esperar qué?

—No estoy seguro, pero por cierto que esta es la noche.

Se estremeció y se acercó más.

—Sabes, quizá sea mejor que te marches —sugerí.

—Lo sé —dijo—, pero tengo miedo de salir. Si me quedo aquí serás capaz de protegerme, ¿no?

Negué con la cabeza.

—Ni siquiera estoy seguro de poder protegerme a mí mismo.

Tocó a Grayswandir.

—¡Qué espada tan hermosa! Nunca he visto nada igual.

—No hay otra —dije, y con cada movimiento, la luz caía de forma diferente sobre ella, por lo que en un momento parecía estar toda cubierta con sangre no humana de un tinte naranja y al instante yacía allí fría y blanca como la nieve o como el pecho de una mujer, temblando en mi mano cada vez que me invadía un escalofrío.

Me pregunté cómo era posible que Lorraine hubiera visto algo que yo no había podido ver durante el intento de contacto. Ella no podía haber imaginado algo tan familiar.

—Hay algo extraño en ti —dijo.

Permaneció en silencio durante cuatro o cinco parpadeos de la vela, y luego dijo:

—Tengo cierto poder de visión. Mi madre tenía más que yo. La gente dice que mi abuela era una bruja. Aunque yo no sé nada de esas artes. Bueno, no mucho. Llevo años sin ejercer. Siempre acabo por perder más de lo que gano.

Luego quedó en silencio nuevamente, y yo le pregunté:

—¿Qué quieres decir?

—Usé la magia para conseguir a mi primer hombre —dijo—, y mira cómo terminó. Si no lo hubiera hecho habría estado mejor. Luego quise una hija hermosa, lo logré y…

Se detuvo abruptamente y me di cuenta de que estaba llorando.

—¿Qué sucede? No entiendo…

—Pensé que lo sabías —dijo.

—No, me temo que no.

—Era la pequeña del Círculo de Hadas. Pensé que lo sabías…

—Lo siento.

—Desearía no tener ese poder. Ya no lo uso nunca. Pero no me dejará en paz. Todavía me trae sueños y señales, y nunca son cosas que pueda controlar. Ojalá se fuera a molestar a otro.

—Eso es lo único que no hará, Lorraine. Me temo que estás atada a él.

—¿Cómo lo sabes?

—He conocido gente como tú, eso es todo.

—Tú también tienes un poco, ¿no es cierto?

—Sí.

—Entonces sentirás ahora que hay algo ahí afuera, ¿no?

—Sí.

—Yo también. ¿Sabes lo que está haciendo?

—Me está buscando.

—Sí, también siento eso. ¿Por qué?

—Quizá para probar mi fuerza. Sabe que estoy aquí. Si soy un nuevo aliado de Ganelón, se debe estar preguntando lo que represento, quién soy…

—¿Es el ser de los cuernos en persona?

—No lo sé. Aunque no lo creo.

—¿Por qué no?

—Si yo soy realmente el que le destruirá, sería estúpido venir a buscarme aquí en la fortaleza de su enemigo, cuando estoy rodeado de fuerza. Diría que es uno de sus lacayos el que me busca. Quizá, de algún modo, eso es lo que el fantasma de mi padre… No lo sé. Si su sirviente me encuentra y me nombra, sabrá cómo prepararse. Si me encuentra y me destruye, habrá resuelto el problema. Si yo destruyo a su sirviente, tendrá mucho más conocimiento de mi fuerza. Cualquiera que sea el modo en que esto termine, el de los cuernos habrá avanzado algo. Entonces, ¿por qué iba a arriesgar la base de sus propios cuernos a esta altura del juego?

Esperamos, en aquella habitación bañada por las penumbras, mientras la vela consumía los minutos.

Ella me preguntó:

—¿Qué querías decir cuando dijiste que si te encuentra y te nombra…? ¿Cómo te tiene que llamar?

—El que por poco no viene aquí —dije.

—¿Crees que te puede conocer de algún lugar? —preguntó.

—Tal vez —dije.

Entonces se apartó de mí.

—No tengas miedo —añadí—. No te haré daño.

—¡Tengo miedo y me harás daño! —dijo ella—. ¡Lo sé! ¡Pero te quiero! ¿Por qué te quiero?

—No lo sé —dije.

—¡Hay algo ahí fuera ahora! —gritó, con voz ligeramente histérica—. ¡Está cerca! ¡Está muy cerca! ¡Escucha! ¡Escucha!

—¡Cállate! —dije, mientras una sensación fría y punzante me dominaba la nuca y se me enroscaba alrededor del cuello—. ¡Vete al otro extremo de la habitación, detrás de la cama!

—Tengo miedo a la oscuridad —dijo.

—Hazlo o tendré que dejarte sin sentido y llevarte yo. Aquí me estorbarás.

Por encima de la tormenta podía oír un pesado aleteo, y mientras ella me obedecía, se oyó que algo raspaba la piedra del muro.

Entonces topé con dos ojos rojos y calientes que me devolvían la mirada. Aparté la vista rápidamente. La cosa estaba en el alféizar de la ventana y me observaba.

Medía bastante más de metro ochenta y su frente tenía una gran cornamenta. Desnuda, su carne era de un gris ceniza uniforme. Parecía asexuado, y de su espalda partían unas correosas alas grises, enormes, que se fundían con la noche. Sostenía en la mano derecha una espada corta y pesada de un metal oscuro. A lo largo de la hoja había grabados signos cabalísticos. Con la mano izquierda se sujetaba al borde del marco.

—Entra a tu muerte —dije en voz alta, y alcé la punta de Grayswandir señalando su pecho.

Se rio entre dientes. Simplemente permaneció allí riéndose y burlándose de mí. Trató otra vez de encontrar mis ojos, pero yo no lo permití. Si me miraba a los ojos durante cierto tiempo me reconocería, como me había conocido el gato.

Cuando habló, sonó como un fagot que soplase palabras.

—Tú no eres él —dijo—, ya que eres más pequeño y viejo. Sin embargo… esa espada… podría ser suya. ¿Quién eres?

—¿Quién eres tú? —pregunté.

—Strygalldwir es mi nombre. Invócalo y te comeré el corazón y el hígado.

—¿Conjurarlo? Ni siquiera puedo pronunciarlo —dije—, además mi cirrosis te dará indigestión. Lárgate.

—¿Quién eres? —repitió.

Misli, gammi gra’dil, Strygalldwir —dije, y saltó como si le hubieran golpeado con un hierro candente.

—¿Quieres dominarme con un hechizo tan simple? —preguntó cuando se instaló nuevamente—. No pertenezco a la clase inferior.

—Pareció incomodarte un poco.

—¿Quién eres? —dijo otra vez.

—No te importa Charlie. Ladybird, Ladybird, vuela de regreso a casa…

—Cuatro veces debo preguntártelo y cuatro veces debo ser rechazado antes de que pueda entrar a matarte. ¿Quién eres?

—No —dije, incorporándome—. ¡Entra y arde!

Entonces arrancó el marco y el viento que lo acompañó dentro de la habitación apagó la vela.

Me arrojé hacia adelante, y saltaron chispas cuando Grayswandir se encontró con la oscura espada rúnica. Chocamos, y entonces salté hacia atrás. Mis ojos se habían adaptado a la semioscuridad, así que no me encontraba ciego ante la pérdida de la luz. La criatura también veía bastante bien. Era más fuerte que un hombre, pero yo también lo soy. Giramos en el cuarto. Nos envolvía un viento helado y, cuando pasamos nuevamente ante la ventana, frías gotas me azotaron el rostro. La primera vez que le hice un corte —una larga herida en el pecho— permaneció en silencio, aunque en los bordes de la herida bailaban llamas diminutas. La segunda vez —en la parte superior del brazo— gritó, maldiciéndome.

—¡Esta noche te chuparé la médula de los huesos! —gritó—. ¡Los secaré y trabajaré hasta convertirlos en instrumentos de música perfectos! ¡Siempre que toque con ellos tu espíritu se retorcerá en una agonía sin cuerpo!

—Ardes de un modo encantador —dije.

Durante una fracción de segundo se volvió más lento. Era mi oportunidad.

Aparté de un golpe la oscura espada y di una estocada perfecta. El centro de su pecho era mi blanco. Lo atravesé.

Entonces aulló, pero no cayó. Grayswandir se me fue de la mano y surgieron llamas alrededor de la herida. La cosa permaneció allí en pie. Dio un paso hacia mí y yo cogí una silla pequeña y la mantuve entre los dos.

—No tengo el corazón donde lo tienen los hombres —dijo.

Entonces me lanzó una estocada, pero la bloqueé con la silla y le golpeé en el ojo derecho con una de las patas. Luego arrojé la silla a un lado y adelantándome, le cogí la muñeca derecha y se la retorcí. Golpeé su codo con el canto de mi mano tan fuerte como pude. Sonó un crujido seco y la espada hechizada rebotó contra el suelo. Entonces su mano izquierda me golpeó en la cabeza y caí.

Saltó hacia la espada, pero le agarré por el tobillo y tiré.

Cayó extendido; salté sobre él y encontré su garganta. Giré la cabeza hacia el hueco de mi hombro, con la barbilla contra el pecho, porque su mano izquierda convertida en garra trataba de hallar mi rostro.

Mientras mi apretón de muerte se intensificaba, sus ojos buscaron los míos y esta vez no los evité. En la base de mi cerebro surgió un pequeño sobresalto porque ambos sabíamos que sabíamos.

—¡Tú! —logró jadear antes de que retorciera mis manos con fuerza y la vida desapareciera de aquellos ojos rojos.

Me incorporé, puse un pie sobre su cadáver y extraje a Grayswandir.

Cuando mi espada quedó libre la cosa comenzó a arder, y continuó haciéndolo hasta que de su existencia no quedó nada salvo una marca chamuscada en el suelo.

Entonces se acercó Lorraine y yo pasé mi brazo alrededor de ella; me pidió que la acompañara a sus habitaciones, a la cama. Así lo hice, pero eso fue todo, yacer juntos hasta que sus lágrimas se agotaron y quedó dormida. Así conocí a Lorraine.

Lance, Ganelón y yo cabalgábamos sobre una colina alta. El último sol de la tarde golpeaba nuestras espaldas. Observábamos el lugar. Su apariencia confirmaba mis suposiciones.

Guardaba semejanza con aquel tortuoso bosque que cubría el valle del sur de Ámbar.

¡Oh, padre mío! ¿Qué he provocado?, dije en mi corazón, pero no había más respuesta que el Círculo oscuro que yacía debajo de mi y ocupaba la extensión que la vista podía alcanzar.

Lo contemplé a través de las barras de la visera. Parecía quemado, desolado y empapado de decadencia. Yo vivía dentro de mi visera aquellos días. Los hombres creían que era una afectación, pero mi rango me daba el derecho a ser excéntrico. La llevaba puesta hacía más de dos semanas, desde la batalla con Strygalldwir. Me la había colocado a la mañana siguiente antes de derrotar a Harald para cumplir lo prometido a Lorraine, y había decidido que como mi cuerpo se robustecía era mejor mantener oculta mi cara.

Ahora tal vez pesaba noventa kilos, y de nuevo me sentía como mi antiguo yo. Si podía ayudar a eliminar todo aquello que había surgido en la tierra llamada Lorraine, sabía que tendría al menos una posibilidad de intentar lo que más deseaba y quizá con éxito.

—Así que es esto —dije—. No veo tropas concentradas.

—Creo que tendremos que cabalgar hacia el norte —dijo Lance—, y sin duda los veremos sólo después de que se ponga el sol.

—¿Cuánto hacia el norte?

—Tres o cuatro leguas. Siempre cambian de zonas.

Habíamos cabalgado durante dos días para llegar hasta el Círculo. Aquella misma mañana nos encontramos con una patrulla que nos informó que las tropas dentro de la cosa continuaban reuniéndose cada noche. Realizaban varios entrenamientos y luego se iban —a algún lugar más profundo en la cosa— cuando llegaba la mañana. Por lo visto había una masa de nubes, que se mantenía siempre encima del círculo, sin que jamás se desatase la tormenta.

—¿Desayunamos aquí y luego nos dirigimos al norte? —pregunté.

—¿Por qué no? —dijo Ganelón—. Estoy hambriento y tenemos tiempo.

Desmontamos, comimos carne seca y bebimos de nuestras cantimploras.

—Todavía no entiendo aquella nota —dijo Ganelón después de eructar, palmeándose el estómago y encendiendo la pipa—. ¿Estará a nuestro lado en la batalla final o no? ¿Dónde se encuentra, si es que tiene intenciones de ayudar? El día del conflicto cada vez está más cerca.

—Olvídalo —dije—. Probablemente fuera una broma.

—¡No puedo, maldición! —exclamó—. ¡Hay algo extraño en todo este asunto!

—¿Qué sucede? —preguntó Lance, y por primera vez me di cuenta de que Ganelón no le había comentado nada.

—Mi anterior monarca, Lord Corwin, envía un extraño recado por medio de un pájaro mensajero, diciendo que vendrá. Yo le creía muerto, pero envió el mensaje —le dijo Ganelón—. Todavía no sé que pensar de esto.

—¿Corwin? —dijo Lance, y yo contuve la respiración—. ¿Corwin de Ámbar?

—Sí, de Ámbar y de Avalen.

—Olvida su mensaje.

—¿Por qué?

—Porque es un hombre sin honor, y su promesa no significa nada.

—¿Lo conoces?

—Sé de él. Tiempo atrás, reinó en esta tierra. ¿No recuerdas las historias del monarca que era como un demonio? Era él. Era Corwin, en tiempos anteriores a mis días. Lo mejor que hizo fue abdicar y huir cuando la resistencia en contra suya se hizo demasiado fuerte.

¡No era verdad!

¿O lo era?

Ámbar proyecta infinidad de sombras, y mi Avalón había también proyectado muchas debido a mi presencia en ella. Quizá fuera conocido en muchas tierras en las que jamás estuve, ya que las habían visitado sombras mías, imitando imperfectamente mis actos y mis pensamientos.

—No —dijo Ganelón—. Yo nunca presté atención a las viejas leyendas. Me pregunto si puede ser el mismo hombre que gobernó aquí. Es interesante.

—Muy interesante —dije para mantenerme en la conversación—. Pero si gobernó hace tanto tiempo, seguramente ahora debe estar muerto o decrépito.

—Era un hechicero —dijo Lance.

—El que yo conocí por cierto que lo era —dijo Ganelón—, ya que me desterró de una tierra que ni el arte ni el artificio pueden hallar ahora.

—Nunca hablaste de esto —dijo Lance—. ¿Cómo pasó?

—No es asunto tuyo —cortó Ganelón, y Lance quedó en silencio de nuevo.

Saqué mi propia pipa —había conseguido una hacía dos días— y Lance hizo lo mismo. Estaba fabricada de arcilla recalentada y endurecida. Las encendimos y los tres permanecimos allí sentados, fumando.

—Bien, nos tiene en vilo y vendidos —dijo Ganelón—. Olvidémoslo por ahora.

No lo hicimos, claro. Pero nos apartamos del tema.

Si no hubiera sido por la cosa oscura que teníamos detrás, habría resultado bastante agradable estar simplemente sentados allí, relajados. Repentinamente, me sentí cerca de los otros dos. Quería decir algo, pero no sabía qué.

Ganelón lo arregló hablando nuevamente de nuestros problemas actuales.

—¿Así que quieres atacarlos antes de que ellos nos ataquen a nosotros? —dijo.

—Exacto —repliqué—. Llevar la lucha a su terreno.

—El problema radica precisamente en que es su terreno —dijo—. Lo conocen mejor que nosotros, ¿y quién sabe a qué poderes podrán recurrir allí?

—Mata al de los cuernos y se derrumbarán —dije.

—Quizá. Tal vez no. Quizá tú puedas hacerlo —observó Ganelón—. A menos que tuviera suerte, no sé si yo podría. Es demasiado asqueroso para morir fácilmente. Aunque creo que sigo siendo tan bueno como años atrás, quizá me estoy engañando. Quizá me haya vuelto más blando. ¡Yo nunca quise este maldito trabajo sedentario!

—Lo sé —dije.

—Lo sé —dijo Lance.

—Lance —preguntó Ganelón—, ¿hacemos como nos dice nuestro amigo? ¿Atacamos?

Podría haberse encogido de hombros y dar una respuesta ambigua. Pero no lo hizo.

—Sí —dijo—. La última vez casi nos vencen. Estuvieron muy cerca cuando murió el Rey Uther. Si no los atacamos ahora, creo que la próxima vez nos pueden derrotar. Oh, no les sería fácil, causaríamos estragos en sus filas. Pero creo que podrían ganar. Echemos un vistazo ahora, y luego diseñemos nuestros planes de ataque.

—De acuerdo —dijo Ganelón—. Yo también estoy enfermo de esperar. Repíteme esto una vez que regresemos y estaré de acuerdo.

Eso hicimos.

Aquella tarde cabalgamos hacia el norte, escondiéndonos en las colinas y observando el Círculo. Dentro, realizaban ritos sagrados, a su modo, y entrenaban. Estimé que había alrededor de cuatro mil hombres. Nosotros teníamos aproximadamente dos mil quinientos. Ellos también tenían criaturas extrañas que volaban o reptaban y que hacían ruidos en la noche. Nosotros teníamos corazones valientes. Sí.

Yo sólo necesitaba unos pocos minutos a solas con su jefe para que la muerte quedase decidida, en un sentido u otro. Todo dependería de ese encuentro. No les podía decir eso a mis compañeros, pero era verdad.

Yo me sentía responsable de todo aquel asunto. Yo lo había creado, y me correspondía a mí destruirlo, si podía.

Temía no poder hacerlo.

En un arranque de pasión, mezcla de ira, horror y dolor, yo había desencadenado esta cosa, y ahora se reflejaba en algún lugar de cada tierra existente. Tal es la maldición de sangre de un Príncipe de Ámbar.

Observamos toda la noche a los Guardianes del Círculo, y nos marchamos con la mañana.

El veredicto fue ¡atacar!

Cabalgamos y durante todo el camino de regreso nada nos siguió. Cuando llegamos a la Fortaleza de Ganelón, nos dedicamos a hacer planes. Nuestras tropas estaban listas —demasiado preparadas tal vez— y decidimos golpear al cabo de dos semanas.

Mientras yacía con Lorraine, le hablé de todo eso. Sentía que ella debía saberlo. Yo poseía el poder de enviarla a la Sombra aquella misma noche, si ella estaba de acuerdo. No lo estuvo.

—Me quedaré a tu lado —dijo.

—De acuerdo.

No le dije que sentía que todo estaba en mis manos, pero tengo la sensación de que lo sabía y que por alguna razón confiaba en mí. Yo no lo hubiera hecho, pero era su problema.

—Sabes cómo puede acabar esto —dije.

—Lo sé —contestó, y yo supe que ella sabía y eso era todo.

Desviamos la atención a otras cosas, y más tarde dormimos.

Ella había tenido un sueño.

Por la mañana me dijo:

—Tuve un sueño.

—¿Sobre qué? —pregunté.

—Sobre la próxima batalla —me dijo—. Te veo a ti y al de los cuernos combatiendo.

—¿Quién gana?

—No lo sé. Pero mientras dormías, hice algo que quizá te ayude.

—Desearía que no lo hubieras hecho —dije—. Yo puedo cuidarme.

—Luego soñé con mi propia muerte, que va a ser enseguida.

—Déjame llevarte a un lugar que conozco.

—No, mi lugar está aquí —me dijo.

—No pretendo ser tu dueño —repliqué—, pero puedo salvarte de cualquier cosa que hayas soñado. Tengo poder para eso, créeme.

—Te creo, pero no me marcharé.

—Eres una maldita tonta.

—Deja que me quede.

—Como desees… Escucha, incluso te enviaré a Cabra…

—No.

—Eres una maldita tonta.

—Lo sé. Te amo.

—… y además estúpida. Se dice «me gustas». ¿Recuerdas?

—Ganarás —dijo.

—Vete al infierno —dije.

Entonces lloró, hasta que conseguí calmarla.

Así era Lorraine.