DE PIE EN LA PLAYA, dije:

—Adiós, Butterfly.

Y el barco giró lentamente y se hizo a la mar. Regresaría de nuevo al puerto del faro de Cabra, lo sabía, ya que aquel lugar estaba cerca de la Sombra.

Volviéndome, contemplé la negra hilera de árboles que había cerca, sabiendo que me aguardaba un largo camino. Me dirigí hacia allí tratando de orientarme mientras avanzaba. En el silencioso bosque hacía un frío que anunciaba el amanecer, y le revivía a uno.

Quizá me faltaban cerca de veinte kilos para tener el peso normal y esporádicamente todavía veía doble, pero estaba mejorando. Había escapado de las mazmorras de Ámbar y me había recuperado, con la ayuda de Dworkin el loco y del borracho Jopin, por ese orden. Tenía que encontrar un lugar, un lugar que se asemejara a otro sitio… uno que ya no existía. Localicé el sendero y avancé.

Al rato, me detuve ante un árbol hueco que tenía que estar allí. Introduje la mano, extraje mi espada de plata y me la ceñí. No importaba que hubiera estado en algún lugar de Ámbar. Ahora se hallaba allí, pues el bosque por el que caminaba estaba en la Sombra.

Continué durante varias horas, manteniendo el sol a la espalda en algún lugar detrás de mi hombro izquierdo. Luego descansé un rato, y seguí adelante. Era reconfortante ver las hojas y las rocas y los troncos muertos de los árboles, y los que rebosaban vida, la hierba, la oscura tierra. Era reconfortante sentir todos los pequeños olores de la vida, y escuchar sus sonidos: zumbidos/gorjeos/aleteos. ¡Dios! ¡Cómo apreciaba mis ojos! Tenerlos de nuevo después de casi cuatro años de negrura era algo que no podía expresar con palabras. Y estar caminando libre…

Continué. La brisa de la mañana agitaba mi raída capa. Con el rostro arrugado, y mi descarnada figura, debía aparentar más de cincuenta años. ¿Quién me hubiera reconocido por lo que era?

Caminaba cruzando la Sombra, hacia un lugar. Pero no llegué a él. Quizá de algún modo mi poder se había debilitado. Esto es lo que sucedió.

Encontré a siete nombres tendidos a un lado del camino; seis de ellos estaban muertos, yacían en diversos estados de rojo desmembramiento. El séptimo se hallaba medio reclinado, apoyando la espalda en el mohoso tronco de un roble anciano. Mantenía la espalda sobre el regazo y presentaba una gran herida húmeda en el costado derecho, por la que aún manaba sangre. No llevaba armadura, aunque algunos de los otros la tenían. Sus ojos grises, aunque vidriosos, estaban abiertos. Tenían los nudillos despellejados y su respiración era lenta. Bajo unas cejas poco pobladas, contemplaba como los cuervos les sacaban los ojos a los muertos.

No parecía verme.

Me coloqué la capucha y bajé la cabeza para que no viera mi rostro. Me acerqué.

En cierta ocasión le había conocido, o a alguien muy parecido a él.

Su espada se retorció y la punta se elevó al acercarme.

—Soy amigo —dije—. ¿Queréis un trago de agua?

Por un momento dudó, luego asintió.

—Sí.

Destapé la cantimplora y se la pasé.

Bebió un poco y tosió, luego bebió más.

—Gracias —dijo al devolvérmela—. Sólo lamento que no contenga algo más fuerte. ¡Maldita sea esta herida!

—También tengo de eso, si estáis seguro de poder resistirlo.

Extendió la mano y yo saqué el tapón de una pequeña petaca y se la di. Debió toser durante unos veinte segundos después de beber un sorbo de la pócima que suele tomar Jopin.

Después sonrió con el lado izquierdo de la boca y parpadeó ligeramente.

—Mucho mejor —dijo—. ¿Puedo echarme un poco de esto en la herida? Me molesta derrochar buen whisky, pero…

—Usadlo todo si es necesario. Aunque pensándolo bien, parece que os tiembla la mano. Quizás sea mejor que os lo eche yo.

Asintió, y abrí su chaqueta de cuero y con la daga le hice un corte en la camisa hasta que la herida quedó al descubierto. Parecía una herida seria, profunda, que iba desde el torso a la espalda, unos centímetros por encima de la cadera. Tenía otras, aunque menos serias, en brazos, pecho y hombros.

La sangre seguía manando de la herida más grande; traté de secarla y limpiarla un poco con mi pañuelo…

—De acuerdo —dije—, apretad los dientes y mirad hacia otro lado. —Vertí el whisky.

Todo su cuerpo se arqueó en un gran espasmo, luego se tranquilizó y comenzó a temblar. Pero no gritó. No pensé que lo hiciera. Doblé el pañuelo y lo coloqué sobre la herida. Le vendé con una larga tira que había arrancado del borde de mi capa.

—¿Queréis otro trago? —le pregunté.

—De agua —dijo—. Luego me temo que dormiré.

Bebió; su cabeza se inclinó hasta que la barbilla descansó sobre el pecho. Se durmió, yo le hice una almohada y lo cubrí con las capas de los muertos.

Luego me senté a su lado y contemplé a los hermosos pájaros negros.

No me había reconocido. ¿Quién sería capaz? Si le hubiera confesado quién era, posiblemente me hubiera conocido. Creo que nunca nos habíamos encontrado realmente el hombre herido y yo.

Pero en un sentido peculiar, estábamos relacionados.

Yo caminaba por la Sombra, en busca de un lugar, un sitio muy especial. Había sido destruido, pero yo tenía el poder de recrearlo, ya que Ámbar proyecta una infinidad de sombras. Un hijo de Ámbar puede caminar entre ellas, y tal era mi herencia. Si lo deseas puedes llamarlos mundos paralelos, universos alternos tal vez, o productos de una mente trastornada. Yo las llamo Sombras, como todos los que poseen el poder de caminar entre ellas.

Seleccionamos una posibilidad y caminamos hasta que la alcanzamos. O sea que, en cierto sentido, la creamos. Pero dejémoslo así por el momento.

Había comenzado el viaje hacia Avalón.

Siglos atrás había vivido allí. Es una larga, complicada, arrogante y dolorosa historia, y quizá continúe con ella más adelante si tengo vida para desarrollar este relato.

Me estaba aproximando hacia mi Avalón cuando di con el caballero herido y los seis hombres muertos. Si hubiera elegido continuar, podría haber alcanzado un lugar donde los seis hombres yacieran muertos y el caballero permaneciera intacto… o un sitio donde él estuviera muerto y ellos riendo. Algunos dirían que realmente no importa, ya que todas estas cosas no son sino posibilidades y por lo tanto todas existen en algún lugar de la Sombra.

Cualquiera de mis hermanos y hermanas —con la posible excepción de Gérard y Benedict— ni siquiera se hubieran detenido a contemplar la escena. Sin embargo, yo me había vuelto un poco blanco. No siempre fui así, pero quizá la Sombra, la Tierra donde pasé tantos años, me suavizó un poco, y quizá mis penurias en las mazmorras de Ámbar me habían hecho recordar lo que era el sufrimiento humano. No lo sé. Sólo sé que no pude pasar de largo ante aquel herido tan parecido a un amigo mío de otro tiempo. Si susurrara mi nombre al oído de este hombre, quizá oyera cómo me envilecía, pero ciertamente escucharía un relato repleto de infortunios.

De acuerdo. Pagaría cierto precio: estaría con él hasta que se recobrara, luego me marcharía. No me ocasionaba ningún perjuicio y quizá al otro le hiciere algún bien.

Permanecí sentado allí observándole, y, al cabo de varias horas, despertó.

—Hola —dije, destapando la cantimplora—. ¿Otro trago?

—Gracias —dijo extendiendo una mano.

Contemplé cómo bebía, y, cuando me la devolvió, dijo:

—Perdonad que no me haya presentado. No me hallaba en buenas condiciones.

—Os conozco —dije. Llamadme Corey.

Pareció como si fuera a decir: ¿Corey de qué?, pero lo pensó mejor y asintió con la cabeza.

—Muy bien, Sir Corey, —dijo otorgándome ese rango—. Deseo daros las gracias.

—Me doy por recompensado al ver que parecéis estar mejor —le dije—. ¿Deseáis comer algo?

—Sí, por favor.

—Tengo algo de carne seca y un poco de pan que podría estar más fresco —dije—. También un gran trozo de queso. Comed todo lo que queráis.

Se lo alcancé y lo hizo.

—¿Y vos, Sir Corey? —inquirió.

—He comido mientras vos dormíais.

Con la mirada le indiqué los restos. Sonrió.

—¿Y matasteis a los seis solo? —pregunté.

Él asintió.

—Buen alarde. ¿Qué tengo que hacer con vos ahora? Trató inútilmente de ver mi rostro.

—No entiendo —dijo.

—¿Hacia dónde os dirigís?

—Tengo unos amigos —contestó—, a unas cinco leguas hacia el norte. Me dirigía allí cuando sucedió esto. Y dudo mucho que ningún hombre, ni el mismo Demonio, pueda llevarme a cuestas una legua. Si pudiese, levantarme, Sir Corey, os haríais una idea más cabal de mi tamaño.

Me puse de pie, desenvainé la espada y seccioné de un tajo una rama de unos seis centímetros de diámetro. Luego le quité las hojas y la corté a medida.

Corté otra, y con los cinturones y capas de los hombres muertos construí una camilla.

Él observó hasta que finalicé la operación, luego comentó:

—Manejáis una espada mortal, Sir Corey… y parece de plata.

—¿Estáis en condiciones de viajar un poco? —le pregunté.

Cinco leguas apenas son unos veinticinco kilómetros.

—¿Y los muertos? —inquirió.

—¿Acaso queréis darles una decente sepultura cristiana? —dije—. ¡Que se pudran! La naturaleza se ocupará de lo suyo. Larguémonos de aquí, ya hieden.

—Al menos me gustaría verlos cubiertos. Lucharon bien.

Suspiré.

—Bueno, si esto va a contribuir a que durmáis bien por las noches… Como no tengo ninguna pala, les construiré un monumento de piedras. Aunque va a ser una tumba común.

—Me parece bien —dijo.

Extendí los seis cuerpos pegados uno a otro. Escuché que murmuraba algo, sospeché que sería una plegaria por los muertos.

Los fui cubriendo con piedras, formando un círculo. Los alrededores estaban llenos de rocas, así que trabajé deprisa, eligiendo las más grandes para acelerar las cosas. En eso cometí un error. Una de las rocas debía pesar unos ciento ochenta kilos, y yo no la hice rodar. La alcé y la coloqué.

Oí un suspiro de admiración, y me di cuenta de que él lo había notado.

Me puse a jadear:

—¡Maldición, he estado a punto de quebrarme con esa piedra! —exclamé, a partir de entonces las elegí más pequeñas.

Cuando finalicé, dije:

—Ya está.

—¿Listo para partir?

—Sí.

Lo alcé en brazos y le coloqué sobre la camilla. Al moverlo apretó los dientes.

—¿Adónde vamos? —le pregunté.

Él señaló.

—Retornad al sendero. Seguidlo hacia la izquierda hasta que se bifurque. Entonces hacia la derecha, os proponéis…

Levanté la camilla en brazos, sosteniéndole a él como si fuese un bebé, con cuna y todo.

Entonces me volví y retorné al sendero, con él a cuestas.

—¿Corey? —dijo.

—¿Sí?

—Sois uno de los hombres más fuertes que haya conocido jamás y me parece que debería conoceros.

No le respondí inmediatamente. Luego dije:

—Trato de mantenerme en buenas condiciones. Una vida sana y todo eso.

—… Y vuestra voz me suena un tanto familiar.

Me miraba tratando todavía de ver mi rostro.

Decidí cambiar de tema rápidamente.

—¿Quiénes son estos amigos vuestros a los que os llevo?

—Nos dirigimos hacia la Fortaleza de Ganelón.

—¡Esa rata! —dije, casi sin querer.

—No entiendo la palabra que utilizasteis, pero creo que es un término insultante —dijo— por el tono de vuestra voz. Si tal es el caso, debo ser su defensor en…

—Conteneos —dije—. Tengo la sensación de que estamos hablando de dos personas diferentes con el mismo nombre. Lo siento.

Continuamos hasta que llegué al sendero, y entonces giré hacia la izquierda.

Nuevamente se quedó dormido, y en ese lapso aceleré el paso, cogiendo la bifurcación de la que me había hablado y corriendo mientras dormía. Comencé a preguntarme acerca de los seis hombres que habían tratado de matarlo y que casi lo logran. Esperaba que no tuvieran amigos en las cercanías.

Cuando su respiración cambió, volví a disminuir el paso hasta caminar con lentitud.

—Me quedé dormido —dijo.

—… y roncabais —añadí.

—¿Habéis avanzado mucho?

—Alrededor de dos leguas, diría yo.

—¿Y no estáis cansado?

—Un poco —dije—, pero no lo suficiente para necesitar todavía descanso.

Mon Dieu —exclamó—. Estoy contento de no haberos tenido nunca por enemigo. ¿Seguro que no sois el Demonio?

—¡Pues claro! —dije—. ¿No oléis el azufre? Y la pezuña derecha me está matando.

Pero antes de reír olfateó el aire un par de veces, lo que hirió un poco mis sentimientos.

Según mis cálculos habíamos recorrido ya más de cuatro leguas. Esperaba que se durmiera nuevamente y que no se preocupara mucho acerca de las distancias. Los brazos comenzaban a dolerme.

—¿Quiénes eran esos seis hombres a los que matasteis? —le pregunté.

—Guardianes del Círculo —replicó—, y ya no eran hombres, sino seres poseídos. Rezadle a Dios, Sir Corey, para que sus almas descansen en paz.

—¿Guardianes del Círculo? —le pregunté—. ¿Qué círculo?

—El Círculo oscuro: ese lugar de iniquidad y repugnantes bestias… —respiró profundamente—. La fuente de los males que yacen sobre esta tierra.

—Esta tierra no me parece especialmente asolada por ningún mal —dije.

—Nos hallamos aún lejos del lugar, y el reino de Ganelón todavía es demasiado fuerte para los invasores. Pero el Círculo se ensancha. Tengo el presentimiento de que la última batalla se librará aquí.

—Habéis despertado mi curiosidad con vuestras palabras.

—Sir Corey, si no conocéis nada sobre el asunto, será mejor que lo olvidéis. Rodead el Círculo y seguid vuestro camino. Aunque me encantaría luchar a vuestro lado, esta no es vuestra lucha; y no hay quién pueda predecir el resultado.

El sendero comenzó a serpentear hacia arriba. Entonces, a través de un claro en los árboles, vi algo distante que me hizo detener. Me recordaba otro lugar similar.

—¿Qué…? —me preguntó mi carga, volviéndose. Luego añadió—: Habéis avanzado mucho más rápidamente de lo que hubiera imaginado. Aquella es nuestra meta, la Fortaleza de Ganelón.

Entonces pensé en cierto Ganelón. No quería hacerlo, pero lo hice.

Había sido un asesino traicionero y le había exiliado de Avalón siglos atrás. En realidad le proyecté a través de la Sombra hacia otro tiempo y lugar, tal como más tarde hiciera conmigo mi hermano Eric. Esperaba que este no fuera el lugar al que lo había enviado. Aunque no era muy probable, sí era posible. Él era un hombre mortal, con tiempo de vida limitada, y le había exiliado a aquel lugar seis siglos atrás, pero era posible que sólo hubieran transcurrido unos pocos años de tiempo de este mundo. También el tiempo es una función de la Sombra, y ni siquiera Dworkin conocía todos sus secretos. O quizá si los conocía. Tal vez fue eso lo que le volvió loco. Llegado a la conclusión de que lo más difícil con respecto al tiempo es crearlo. De cualquier modo, sentía que este no podía ser mi viejo enemigo (y antes ayudante de confianza), ya que él ciertamente no se encontraría aquí ofreciendo resistencia a ninguna ola de iniquidad que estuviera asolando el país. Estaba seguro de que si se trataba de él, apoyaría a las repugnantes bestias.

Quien me preocupaba era el hombre que llevaba ahora. Su otro yo, por la época en la que se produjo el exilio, estaba viviendo en Avalón, lo que significaba que el lapso de tiempo transcurrido podría ser el correcto.

No tenía ningún interés en encontrar al Ganelón que había conocido y ser reconocido por él. Él no sabía nada acerca de la Sombra. Sólo sabría que yo le había aplicado alguna oscura magia, como pena alternativa a la de muerte, y el haber sobrevivido quizá fuera el más duro de los dos castigos.

Pero el hombre que llevaba en brazos necesitaba descanso y un refugio, así que continué.

Aunque me preguntaba…

Había algo en mí que este hombre reconocía. Si en este país, parecido y distinto a Avalón, existían algunos recuerdos de una sombra de mí mismo, ¿qué forma tomarían? ¿Cómo condicionarían la recepción de mi auténtico «yo» en caso de ser descubierto?

El sol comenzaba a ponerse. Surgió una fresca brisa anticipando la fría noche. Mi carga estaba roncando otra vez, por lo que decidí correr la mayor parte de la distancia que faltaba. No me gustaba la sensación de que este bosque, al llegar la oscuridad de la noche, pudiera convertirse en un lugar con extraños habitantes de algún maldito Círculo del que no conocía nada, y que parecían tener controlados los alrededores de la propiedad de Ganelón.

Así que corrí a través de crecientes sombras, evitando pensar en persecución, emboscada o vigilancia hasta que no pude evitar más estos pensamientos. Habían alcanzado fuerza de premonición; y oí los ruidos a mi espalda: un suave pat-pat-pat de pisadas.

Dejé la camilla en tierra y desenvainé la espada mientras me volvía.

Había dos de ellos, con forma de gato.

Sus rasgos eran precisamente de gatos siameses, sólo que del tamaño de tigres. Tenían ojos de un sólido color amarillo brillante como el sol, sin pupilas. Se sentaron sobre las patas traseras al volverme yo y me contemplaron sin parpadear. Se hallaban a unos treinta pasos de distancia. Me coloqué de costado entre ellos y la camilla, esgrimiendo la espada.

Entonces, el de la izquierda abrió la boca. Yo no sabía si esperar un maullido o un rugido.

En cambio, habló. Dijo:

—Hombre, extremadamente mortal.

El sonido de la voz no era humano. Era demasiado aguda.

—Y sin embargo aún vive —dijo el segundo—, como el otro.

—Mátalo —ordenó el primero.

—¿Y al que lo protege con la espada que no me gusta nada?

—¿Mortal?

—Ven a averiguarlo —dije con suavidad.

—Es delgado, y quizá sea viejo.

—Y sin embargo, trajo al otro desde la fosa hasta aquí, velozmente y sin descansar. Rodeémoslo.

Salté hacia adelante justo cuando ellos se levantaban. El que estaba a mi derecha saltó hacia mí.

Mi espada le partió el cráneo y continuó hasta los hombros. Mientras me volvía, liberándola, el otro pasó rápidamente a mi lado dirigiéndose hacia la camilla. Blandí frenéticamente el arma.

Le cayó sobre el lomo y atravesó completamente su cuerpo. Emitió un grito agudo que rascó como una tiza sobre una pizarra mientras caía partido en dos y comenzaba a arder. El otro también estaba ardiendo.

Pero el que había partido por la mitad aún no estaba muerto. Volvió la cabeza hacia mí y aquellos centelleantes ojos sostuvieron los míos.

—Muero la muerte final —dijo— y así te conozco. Tú eres el que abrió el camino. ¿Por qué nos matas?

Y las llamas consumieron su cabeza.

Me volví, limpié la espada y la envainé. Recogí la camilla, ignorando todas las preguntas, y emprendí la marcha.

Tuve una ligera intuición acerca de lo que era la cosa y lo que había querido decir.

Y todavía, a veces, veo en sueños esa ardiente cabeza de gato, y me despierto transpirando y temblando, y la noche parece más oscura y llena de formas que no puedo definir.

La Fortaleza de Ganelón tenía un foso que la circundaba, y un puente levadizo que estaba alzado. Había una torre en cada una de las cuatro esquinas donde convergían las altas murallas. Dentro de aquellas murallas se elevaban muchas otras torres, aún más altas, acariciando los vientres de las bajas y oscuras nubes, ocultando las tempranas estrellas, proyectando sombras de azabache por la pendiente de la alta colina que realzaba la Fortaleza. Varias de las torres ya estaban iluminadas, y el viento me trajo leves ecos de voces.

Bajé mi carga a tierra, y de pie ante el puente levadizo, hice bocina con las manos, y grité:

—¡Hola! ¡Ganelón! ¡Somos dos viajeros desamparados en la noche!

Escuché el repiqueteo del metal sobre la piedra. Sentí que estaba siendo estudiado desde algún lugar por encima de mí. Escudriñe en la oscuridad, pero mis ojos no estaban todavía completamente normales.

—¿Quién va? —descendió la voz, alta y estruendosa.

—Lance, que está herido, y yo, Corey de Cabra, que le traje hasta aquí.

Esperé mientras le gritaba la información a otro centinela, y escuché elevarse otras voces transmitiendo el mensaje a su vez.

Después de una pausa de varios minutos, llegó la respuesta de la misma manera.

El guardia llamó:

—¡Manteneos alejados! ¡Vamos a bajar el puente! ¡Podéis entrar!

Los crujidos comenzaron mientras hablaba, y en un breve lapso la rampa retumbó contra la tierra de nuestro lado del foso. Alcé una vez más mi carga y atravesé el puente.

De este modo llevé a Sir Lancelot du Lac, a la fortaleza de Ganelón, de quien me fiaba como de un hermano. Es decir, absolutamente nada.

Un enjambre de gente se apiñó a mi alrededor. Me encontré rodeado de hombres armados. Sin embargo, no mostraban ningún tipo de hostilidad, sólo preocupación. Había entrado en un gran patio adoquinado, iluminado por antorchas y lleno de camastros. Podía sentir el olor del sudor, del humo, de los caballos, mezclados con olores de comida. Allí dentro se encontraba acuartelado un pequeño ejército.

Muchos se habían aproximado, miraban y murmuraban. Se acercaron entonces dos hombres que iban completamente armados, como para una batalla, y uno tocó mi hombro.

—Venid por aquí —dijo.

Los seguí y ellos se colocaron a mis costados. El círculo de gente se abría para dejarnos paso. El puente levadizo ya estaba crujiendo nuevamente al ser alzado. Avanzamos hacia el complejo principal, de piedra oscura.

Dentro, caminamos a lo largo de un pasillo y atravesamos lo que parecía ser un cámara de recepción. Llegamos ante una escalera. El hombre de mi derecha me indicó que podía subir. En el segundo piso, nos detuvimos ante una pesada puerta de madera y el guardia dio unos golpes.

—Entrad —dijo una voz que desafortunadamente parecía muy familiar.

Entramos.

Estaba sentado ante una pesada mesa, cerca de un amplio ventanal que daba al patio. Llevaba chaqueta de cuero marrón sobre una camisa negra, y sus pantalones, también negros, formaban bombachos sobre las oscuras botas. Alrededor de su cintura un ancho cinturón sostenía una daga con empuñadura de pezuña. Tenía delante, sobre la mesa, una espada corta. Su cabello y barba eran rojos, con destellos blanquecinos. Los ojos, oscuros como el ébano.

Me miró, luego dirigió su atención a un par de guardias que entraban con la camilla.

—Ponedlo en mi cama —dijo—. Roderick, atiéndelo.

Su médico, Roderick, era un hombre viejo que parecía inofensivo, lo que de algún modo me tranquilizo. No había transportado tanto trecho a Lance para que ahora lo desangraran.

Entonces Ganelón se volvió hacia mí otra vez.

—¿Dónde lo encontrasteis? —preguntó.

—Cinco leguas al sur —dije.

Me estudió demasiado profundamente, y sus labios, parecidos a gusanos, se arquearon con casi una sonrisa debajo del bigote.

—¿Qué tenéis vos que ver en este asunto? —preguntó.

—No sé lo que queréis decir —dije.

Había dejado que mis hombros se hundieran un poco. Hablaba lentamente, con suavidad, y con un ligero tartamudeo. Mi barba era más larga que la suya, y blanqueada por el polvo. Pensé que debía parecer un hombre más viejo. Su actitud al examinarme tendía a indicar que pensaba así.

—Os pregunto por qué le ayudasteis —dijo.

—Por fraternidad humana, y todo eso —repliqué.

—¿Sois forastero?

Asentí.

—Bien, sois bienvenido aquí por tanto tiempo como deseéis permanecer.

—Gracias. Probablemente me marche mañana.

—Ahora, tomad conmigo un vaso de vino y contadme las circunstancias en que lo encontrasteis.

Así lo hice.

Ganelón me dejó hablar sin interrumpirme en ningún momento, y aquellos penetrantes ojos suyos estuvieron sobre mí constantemente. Siempre había pensado que eso de que los ojos hieren era una engañosa forma de hablar. No lo veía así aquella noche. Los de Ganelón apuñalaban. Me pregunté qué sabía y qué estaba adivinando acerca de mí.

Luego la fatiga me asaltó, me cogió por el cuello. El esfuerzo que había realizado, el vino, el calor de la habitación… todo esto se unió, y repentinamente fue como si me encontrara en alguna esquina y me estuviera escuchando a mí mismo, contemplándome, sintiéndome dividido. Aunque todavía era capaz de realizar grandes esfuerzos en períodos breves, me di cuenta de que estaba por debajo de mi nivel en cuanto a resistencia. También noté que las manos me temblaban.

—Lo siento —me escuché decir—. El cansancio del día está comenzando a poder conmigo.

—Por supuesto —dijo Ganelón—. Mañana hablaré con vos nuevamente. Ahora dormid. Que descanséis.

Llamó a uno de los guardias y le ordenó que me condujera a una habitación. Debí tambalearme por el camino, porque recuerdo la mano del guardia en mi codo, sosteniéndome.

Aquella noche dormí el sueño de los muertos. Un sueño grande y negro, de unas catorce horas de duración.

Por la mañana me dolía todo el cuerpo.

Me bañé. Había una bañera al fondo de mi habitación, con jabón y un paño para frotar el cuerpo que alguien había colocado acertadamente a su lado. Sentía la garganta llena de serrín y tenía los ojos completamente nublados.

Me senté y me palpé el cuerpo.

Hubo un tiempo en que podría haber cargado con Lance toda aquella distancia sin sentirme molido después. Hubo un tiempo en que escalé toda la ladera de Kolvir peleando, abriéndome camino con la espada, hasta llegar al mismo corazón de Ámbar.

Aquellos días ya habían desaparecido. De repente me sentí como la ruina que debía parecer.

Tenía que hacer algo al respecto.

Había estado recuperando peso y fuerzas lentamente. Debía acelerar el proceso.

Decidí que una semana o dos de vida sana y ejercicio violento podrían ayudarme mucho. Ganelón no había dado ninguna señal de reconocerme. Pues muy bien. Me aprovecharía de la hospitalidad que me había ofrecido.

Tras esta decisión, busqué la cocina y me preparé un abundante desayuno. Bien, realmente ya era la hora de la comida, pero llamemos a las cosas por su nombre. Sentía un fuerte deseo de fumar y me daba cierta alegría perversa no tener tabaco. El Destino estaba conspirando para ayudarme en mi recuperación.

Salí al patio; hacía un día radiante y lleno de vida. Pasé largo rato observando a los hombres allí acuartelados mientras cumplían su régimen de entrenamiento.

En la parte más lejana había arqueros lanzando flechas a blancos sujetos a balas de heno. Noté que utilizaban anillos para los pulgares y que cogían la cuerda al estilo oriental, en vez de utilizar la técnica de los tres dedos, con la que yo me sentía más a gusto. Aquello me hizo preguntarme muchas cosas con respecto a esta Sombra. Los espadachines usaban tanto el filo como la punta de sus armas, exhibiendo cierta variedad en espadas y técnicas de esgrima. Traté de calcular cuántos había, y estimé que habría unos ochocientos hombres a la vista, pero no tenía ni idea de cuántos más podría haber. Sus complexiones físicas, su cabello, sus ojos, iban desde el pálido hasta un oscuro intenso. Escuché muchos acentos extraños por encima del ruido que producían, aunque la mayoría hablaba la lengua de Avalón, que pertenece a la misma familia que la de Ámbar.

Mientras permanecía observándoles, un espadachín alzó una mano, bajó la espada, se enjugó la frente y dio un paso atrás. Su oponente no parecía estar especialmente cansado. Era la oportunidad de realizar algunos de los ejercicios que buscaba.

Me adelanté, sonreí y dije:

—Soy Corey de Cabra. Te estaba contemplando.

Me dirigí al hombre moreno y grande que sonreía a su oponente mientras este descansaba.

—¿Puedo practicar contigo mientras descansa tu amigo? —le pregunté.

Continuó sonriendo y se señaló la boca y los oídos. Intenté con varios lenguajes más, pero no tuve éxito con ninguno. Así que señalé la espada, a él, y a mí hasta que comprendió. Su oponente pensó que era una buena idea y me ofreció su espada.

Era más corta y mucho más pesada que Grayswandir. (Ese es el nombre de mi espada; aunque no lo he mencionado hasta ahora. Tiene una larga historia, quizá te la cuente antes de que te enteres de qué es lo que me trajo hasta aquí; o tal vez no. Pero si me oyes mencionar de nuevo su nombre, ya sabrás a qué me refiero).

Hice unas cuantas fintas con la espada para probarla, me quité la capa, arrojándola a un lado, e hice la señal de en guardia.

El grandullón atacó. Le bloqueé y ataqué. Él hizo lo mismo y lanzó una estocada de contragolpe. Detuve su contraataque, amagué y ataqué. Etcétera. A los cinco minutos, tenía ya claro que él era bueno. Y que yo era mejor. Detuvo la lucha dos veces para que pudiera enseñarle una maniobra que yo había usado. Aprendió ambas muy rápidamente. Al cabo de quince minutos, su sonrisa se ensanchó. Creo que ese debía ser el punto por el que vencía a la mayoría de sus oponentes: por mera capacidad de resistencia, si los otros tenían la suficiente categoría como para aguantar sus ataques iniciales. Tenía mucha resistencia, debo reconocerlo. A los veinte minutos apareció en su rostro una expresión de desconcierto. Yo no tenía el aspecto de poder resistir tanto tiempo. Pero realmente, ¿puede algún hombre saber lo que se esconde tras un vástago de Ámbar?

Veinticinco minutos. Él estaba bañado en sudor, pero continuaba. Mi hermano Random, en algunas ocasiones parece actuar como un asmático adolescente: pero una vez estuvimos practicando esgrima veintiséis horas para ver quién abandonaba primero. (Si tienes curiosidad por saberlo, fui yo. Tenía una cita para el día siguiente y quería llegar en condiciones razonablemente aceptables). Podríamos haber continuado. Aunque en ese momento no me encontraba en condiciones como para mantener una lucha tan larga, sabía que podría resistir más que mi oponente. Al fin y al cabo, él era solamente humano.

Aproximadamente hacia la media hora, el hombre ya respiraba pesadamente, se volvió más lento en los contraataques y me di cuenta de que en pocos minutos podría aceptar que yo ganaba.

Alcé la mano y bajé la espada, tal como vi que había hecho mi anterior émulo. Él también se detuvo, luego se abalanzó hacia delante y me dio un abrazo. No entendí lo que dijo, pero pude comprender que estaba satisfecho del combate. Yo también. Lo más horrible era que realmente lo sentía. Me sentía un tanto peleón.

Pero necesitaba más. Me prometí que me mataría, que me pasaría todo el día entrenando, y que por la noche me llenaría de comida; y que luego dormiría profundamente, para despertar y empezar de nuevo.

Así que me dirigí hacia donde se encontraban los arqueros. Al rato, pedí prestado un arco y, con mi estilo de los tres dedos, lancé aproximadamente cien flechas. Luego, durante un tiempo, observé a los jinetes, con sus lanzas, escudos y mazas. Proseguí. Contemplé algunas prácticas de combate mano a mano.

Finalmente, luché contra tres hombres, uno tras otro. Después me sentí exhausto. Absolutamente. Completamente.

Me senté en un banco a la sombra, sudando, respirando pesadamente. Me pregunté por Lance, Ganelón, por la cena. Al cabo de unos diez minutos, regresé a la habitación que me habían asignado y me bañé de nuevo.

Estaba ya terriblemente hambriento, así que me encaminé a buscar cena e información.

Antes de que me alejase de la puerta, se me acercó uno de los guardias, a quien reconocí de la noche anterior: era el que me había guiado hasta mi habitación.

—Lord Ganelón os ruega que os reunáis con él en sus cámaras cuando suene la campana de la cena.

Se lo agradecí, asegurando que no faltaría; retorné a mi habitación y me tumbé en la cama hasta que fue la hora. Entonces me puse en camino.

El cuerpo comenzaba a dolerme terriblemente y tenía algunas magulladuras más. Decidí que aquello era mejor, pues me ayudaría a parecer más viejo. Llamé a la puerta de Ganelón. Un muchacho me hizo entrar y se fue enseguida a ayudar a otro que estaba colocando una mesa cerca de la chimenea.

Ganelón llevaba camisa y pantalones verdes, botas y cinturón del mismo color, y estaba sentado en una silla de respaldo alto. Cuando entré, se incorporó y vino a saludarme.

—Sir Corey, he oído contar vuestras hazañas de hoy —dijo, estrechando mi mano—. Ahora puedo entender que hayáis cargado con Lance tanto trecho. Debo decir que sois más hombre de lo que parecéis… sin pretender ofenderos con ese comentario.

Me reí.

—No hay ofensa.

Me condujo a una silla, alcanzándome un vaso de vino blanco que, para mi gusto, se pasaba un poco de dulce, y luego dijo:

—Al veros, diría que se os puede tumbar con una mano… pero habéis transportado a Lance en vuestros brazos durante cinco leguas y por el camino matasteis a dos de esos gatos malditos. Él mismo me ha hablado acerca de la tumba que construisteis con piedras grandes…

—¿Cómo se siente hoy Lance? —interrumpí.

—Tuve que colocar un guardia en su cámara para asegurarme de que descansaría. El muy terco quería levantarse y echar un vistazo por los alrededores. ¡Por Dios!, permanecerá toda la semana en cama.

—Entonces, ya se siente mejor.

Asintió.

—Por su salud.

—Por su salud.

Bebimos, luego dijo:

—Si tuviera un ejército de hombres como Lance y vos, la historia quizá habría sido diferente.

—¿Qué historia?

—La del Círculo y sus Guardianes —dijo—. ¿No habéis oído hablar de ello?

—Lance me lo mencionó. Eso es todo.

Un mozo colocó un gran trozo de buey en el asador, encima de un fuego bajo. Esporádicamente, giraba el asador y derramaba un poco de vino sobre la carne. Siempre que el olor me llegaba, mi estómago hacía ruido y Ganelón se reía entre dientes. El otro criado se fue a la cocina a buscar pan.

Ganelón permaneció en silencio largo tiempo. Terminó el vino y se sirvió otra copa. Yo bebía lentamente.

—¿Habéis oído hablar alguna vez de Avalón? —preguntó finalmente.

—Sí —repliqué—. Hace mucho tiempo le oí a un bardo trotamundos cantar unos versos: «Más allá del Río de los Benditos nos sentamos, así, y lloramos cuando recordamos Avalón. Llevábamos en la mano espadas rotas, y nuestros escudos pendían del roble. Las torres de plata habían caído en un mar de sangre. ¿A cuántas millas se encuentra Avalón? A ninguna, digo, y a todas. Las torres de plata han caído».

—¿Avalón caída…? —dijo.

—Creo que el hombre estaba loco. No conozco ninguna Avalón aunque los versos se me quedaran grabados.

Ganelón apartó su rostro y se quedó varios minutos mudo. Cuando habló, su voz parecía cambiada.

—La hubo —dijo—. Existió tal lugar. Yo viví allí, hace años. No sabía que hubiese caído.

—¿Cómo habéis venido aquí desde aquel lugar? —le pregunté.

—Fui exiliado por su Señor, el mago Corwin de Ámbar. Me envió a través de la locura y la oscuridad a este sitio para que sufriera y muriera aquí; y vive Dios que sufrí y muchas veces estuve al borde del último sueño. Intenté encontrar el camino de regreso, pero nadie lo conoce. He hablado con hechiceros, incluso con una criatura del Círculo que capturamos, antes de matarla. Pero nadie conocía el camino de Avalón. Es como dice el poeta, «Ninguna milla, y todas» —dijo, citando mal mi poema—. ¿Recordáis el nombre del poeta?

—Lo siento, pero no.

—¿Dónde se encuentra el lugar del cual venís? Cabra.

—Muy lejos hacia el este, más allá de las aguas —dije—. Muy lejos. Es un reino-isla.

—¿Hay alguna posibilidad de que puedan proporcionarnos tropas? Puedo pagar bastante.

Negué con la cabeza.

—Es un lugar pequeño con un ejército reducido, y venir hasta esta tierra constituiría un viaje de varios meses por tierra y mar. Nunca han luchado como mercenarios y por eso no son guerreros.

—Vos parecéis muy diferente de vuestros compatriotas —dijo, mirándome una vez más.

Bebí algo de vino.

—Yo era maestro de armas —dije— de la Guardia Imperial.

—Entonces, ¿acaso sintáis alguna inclinación a ser contratado para ayudar al entrenamiento de mis tropas?

—Me quedaré unas pocas semanas para poder hacerlo —dije.

Asintió, con los labios apretados en una sonrisa que duró un microsegundo. Luego dijo:

—Me entristece escuchar que la hermosa Avalón ha desaparecido. Pero si es así, eso significa que el que me exilió también está muerto. —Acabó su vaso de vino—. Así que llegó un tiempo en que ni siquiera el demonio pudo defenderse —musitó—. Es un pensamiento reconfortante. Quiere decir que quizá tengamos aquí posibilidades de vencer a nuestros propios demonios.

—Disculpadme —dije—. Si os referís a Corwin de Ámbar, deberéis saber que no murió en tales acontecimientos.

Por poco rompe el vaso que tenía en la mano.

¿Conocéis a Corwin? —dijo.

—No, de oídas sólo —repliqué—. Varios años atrás conocí a uno de sus hermanos: un hombre llamado Brand. Me habló del lugar conocido como Ámbar, y de la batalla que libraron Corwin y un hermano suyo llamado Bleys —al frente de temibles hordas— contra su hermano Eric, que dominaba la ciudad. Bleys cayó de la montaña Kolvir y Corwin fue hecho prisionero. Después de la coronación de Eric, a Corwin le arrancaron los ojos y le encerraron en una de las mazmorras que existen debajo de Ámbar, donde quizá se encuentre si es que aún no ha muerto.

Conforme yo hablaba el rostro de Ganelón perdía el color.

—Todos esos nombres que habéis mencionado, Brand, Bleys, Eric —dijo—. En tiempos muy remotos le oí a él mencionarlos. ¿Cuánto hace que oísteis contar esto?

—Hace unos cuatro años.

—Merecería algo mejor.

—¿Después de lo que os hizo?

—Bien —dijo el hombre—, he tenido mucho tiempo para pensar en aquello, y desde luego no es que yo no le diese motivos para hacer lo que hizo. Era un hombre fuerte —más fuerte que vos o Lance, incluso— y era inteligente. En ocasiones podía ser también un buen compañero. Eric debía haberlo matado rápidamente y no del modo en que lo hizo. No siento ningún afecto hacia él, pero mi odio ha disminuido un poco. Ese demonio merecía una muerte algo mejor, eso es todo.

El segundo sirviente retornó con un cesto lleno de pan. El que había estado preparando la carne la quitó del asador y la colocó en una bandeja en el centro de la mesa.

Ganelón hizo un gesto.

—A comer —dijo. Se levantó y fue a la mesa.

Le seguí. Durante la comida hablamos poco.

Después de atiborrarme hasta que el estómago ya no admitió más, bebí con otro vaso de aquel vino demasiado dulce, y comencé a bostezar. Al tercer bostezo, Ganelón soltó una imprecación.

—¡Maldición, Corey! ¡Deteneos! ¡Es contagioso!

Él ahogó también un bostezo.

—Tomemos un poco el aire —dijo, incorporándose.

Caminamos a lo largo de las murallas, pasando al lado de los centinelas que hacían las rondas. Tan pronto como veían quién se aproximaba se ponían firmes y saludaban a Ganelón. Este les decía dos palabras y continuábamos. Al llegar a una almena nos detuvimos a descansar, sentados sobre la piedra, aspirando el aire nocturno, frío y húmedo, lleno de aromas, del bosque. Observamos la aparición de las estrellas, una por una, en el cielo que se oscurecía. La piedra estaba fría. A lo lejos, me pareció detectar el brillo del mar. Oí a un pájaro nocturno oculto en algún lugar más abajo de nosotros. Ganelón extrajo una pipa y tabaco de una bolsa que llevaba al cinturón. La llenó, la aplastó, y finalmente la encendió. Con el resplandor intermitente de la pipa, su rostro hubiera parecido satánico de no ser porque su boca se curvó hacia abajo y los músculos de sus mejillas se tensaron en la dirección contraria formando un ángulo entre las esquinas interiores de sus ojos y el agudo puente de su nariz.

Se supone que un demonio debe tener sonrisa perversa, y este parecía demasiado displicente.

Me llegó el aroma del humo. Al cabo de un tiempo comenzó a hablar, al principio lenta y suavemente.

—Recuerdo Avalón —comenzó—. Mi nacimiento allí no fue innoble, pero la virtud nunca formó parte de mis puntos fuertes. Pronto acabé con la herencia que había recibido y decidí entonces marcharme a los caminos para asaltar a los viajeros. Más tarde me uní a una banda de hombres parecidos a mí. Cuando descubrí que yo era el más fuerte y el más apto para el mando, me convertí en su líder. Pusieron precio a nuestras cabezas; la mía era la más cotizada.

Ahora hablaba más rápidamente, su voz se hizo más refinada y la elección de palabras parecía un eco de su pasado.

—Sí, recuerdo Avalón —dijo—, un lugar de plata y sombra y aguas frías, donde las estrellas brillaban como fogatas en la noche y donde el verde del día era siempre el verde de la primavera. En Avalón conocí la juventud, el amor, la belleza… Orgullosos monturas, metal brillante, labios suaves, cerveza negra. Honor…

Sacudió la cabeza.

—Un día —continuó—, cuando estalló en el reino la guerra, el soberano ofreció una amnistía total a los bandidos que lo siguieran para luchar contra los insurgentes. Era Corwin. Me pasé a su bando y fui a la guerra. Me convertí en oficial, y luego —más tarde— en miembro de su estado mayor. Ganamos las batallas y dominamos el alzamiento. Entonces Corwin reinó pacíficamente otra vez, y yo permanecí en su corte. Aquellos fueron los mejores años. Más tarde se produjeron algunas escaramuzas fronterizas, pero jamás nos crearon ningún problema. Me confió estas tareas para que las solucionara por él. Entonces concedió un Ducado para dignificar la Casa de un noble menor con cuya hija deseaba él casarse. Yo quería aquel Ducado, y él me había insinuado muchas veces que quizá un día fuera mío. Me puse furioso, y la siguiente vez que me envió a arreglar una disputa en la frontera sur, donde siempre había problemas, traicioné su mandato.

»Muchos de mis hombres murieron, y los invasores penetraron en el reino. Antes de que pudieran ser derrotados, el mismo Lord Corwin tuvo que empuñar nuevamente las armas. Los invasores habían entrado con gran fuerza, y yo pensé que conquistarían el reino. Esperaba que lo hicieran. Pero Corwin, con sus tácticas de zorro, los derrotó de nuevo. Yo huí, pero fui capturado y llevado ante él para recibir su sentencia. Lo maldije y le escupí. Jamás me inclinaría. Odiaba hasta el suelo que él pisaba, y un hombre condenado no tiene ningún motivo para enfrentarse a todo con gallardía y morir como un hombre. Corwin anunció que me tendría cierta misericordia por mis méritos pasados. Le dije que se guardara su misericordia, y entonces comprendí que se estaba burlando de mí. Ordenó que me soltaran y se aproximó. Yo sabía que podía matarme con sus propias manos. Traté de luchar con él, para nada. De un golpe me tumbó. Cuando desperté, estaba atado sobre la grupa de su caballo. Él cabalgaba, insultándome todo el tiempo. Yo no contesté a nada. Cabalgamos a través de tierras maravillosas a veces y otras por lugares de pesadilla; de ese modo conocí sus poderes mágicos: ya que nunca me he encontrado con ningún viajero que conociera los sitios que atravesamos aquel día. Después pronunció mi sentencia de exilio, me liberó en este lugar, dio media vuelta y se alejó.

Se detuvo a encender nuevamente la pipa, que se le había apagado, chupó varias veces y continuó:

—Recibí muchos golpes aquí a manos de hombres y bestias, y a duras penas logré salvar la vida. Me había abandonado en el lugar más siniestro del reino. Pero un día mi suerte cambió. Un caballero armado me ordenó salir del camino para que él pudiera pasar. En aquel momento a mí ya no me importaba la vida, o sea que le líeme hijo de puta sarnoso y le dije que se fuera al Demonio. Cargó contra mí, yo le cogí la lanza y bajé su punta hasta que se clavó en la tierra, desmontándolo. Con su propia daga, le dibujé una sonrisa debajo de la barbilla, y de este modo conseguí montura y armas. Entonces me dediqué a vengarme de los que me habían tratado mal. Retorné a mi vieja profesión de salteador de caminos y formé otra banda. Crecimos en número. Cuando tuve cientos de hombres, nuestras necesidades se hicieron considerables. Entonces entrábamos en cualquier pueblo y lo tomábamos. El ejército local nos temía. Esta también era una buena vida, aunque no tan espléndida como la de Avalón que nunca volveré a ver. Todas las posadas de los caminos llegaron a temer el trueno de nuestras monturas y los viajeros se ensuciaban los calzones cuando nos oían venir. ¡Ja! Esto duró varios años. Mandaron grandes destacamentos a localizarnos y destruirnos, pero siempre los evadíamos para tenderles una emboscada. Sin embargo, un día apareció el Círculo oscuro, sin que nadie sepa por qué.

Aspiró más vigorosamente la pipa, y su mirada se perdió en la lejanía.

—Me han dicho que comenzó como un diminuto anillo de hongos, muy lejos hacia el oeste. Se encontró a una niña muerta en su centro, y el hombre que la encontró —su padre— murió varios días después víctima de convulsiones. Inmediatamente se dijo que el lugar estaba maldito. En los meses que siguieron creció rápidamente, hasta que alcanzó media legua de diámetro. En su interior las hierbas se oscurecían y brillaban como el metal, pero no morían. Los árboles se retorcieron y sus hojas se volvieron negras. Se agitaban cuando no había ningún viento, y los murciélagos bailaban y volaban entre ellos. Al anochecer se podían ver extrañas figuras en movimiento —siempre dentro del Círculo— y había luces, como de pequeñas hogueras, durante toda la noche. El Círculo continuó creciendo, y todos los que vivían cerca huyeron en su mayoría. Unos pocos permanecieron. Se dijo que todos los que se quedaron habían hecho cierto trato con las cosas oscuras. Y el Círculo continuó ensanchándose, extendiéndose como la onda producida por una piedra en el agua. Más y más gente quedó viviendo en su interior. He hablado con esa gente, he luchado contra ellos, y los he matado. Es como si hubiera algo muerto en su interior. A sus voces les falta el énfasis y la profundidad de la gente que mastica sus palabras, y las saborea. Muy rara vez expresan nada con sus rostros que son como máscaras de muerte. Comenzaron a salir del círculo en grupos, merodeando por los alrededores. Mataban caprichosamente y sin motivos. Cometieron muchas atrocidades y profanaron lugares sagrados. Siempre que abandonaban un sitio le prendían fuego. Nunca robaron objetos de plata. Después, al cabo de varios meses, comenzaron a aparecer otras criaturas que no eran hombres… con formas extrañas, como los gatos del infierno que vos matasteis. Entonces el Círculo creció más lentamente, casi imperceptiblemente, como si se estuviera acercando a alguna clase de límite. Pero surgían de él toda clase de expediciones —algunas incluso de día— que devastaban las zonas fronterizas. Una vez asolada una gran franja a su alrededor, el Círculo se amplió para abarcar también esas áreas. Y así su crecimiento comenzó nuevamente. El viejo rey Uther, que durante tanto tiempo me había perseguido, me olvidó completamente y envió a sus tropas a patrullar el maldito Círculo. También a mí comenzaba a preocuparme, ya que no me gustaba la idea de que alguna sanguijuela infernal me sorprendiera mientras dormía. Entonces reuní a cincuenta y cinco de mis hombres —fueron los únicos voluntarios, no quería cobardes— y una tarde entramos en ese lugar. Dimos con un grupo de hombres con cara de muertos que estaban quemando a una cabra viva sobre un altar de piedra, y caímos de improviso sobre ellos. Tomamos a un sólo prisionero, lo atamos a su propio altar y lo interrogamos allí. Nos dijo que el Círculo crecería hasta que cubriera toda la tierra, de océano a océano. Un día se cerraría sobre sí mismo en el otro lado del mundo. Nos dijo que si deseábamos salvar la piel debíamos unirnos a ellos. Entonces uno de mis hombres lo ensartó en su lanza y lo mató. Murió realmente, yo sé distinguir bien cuando un hombre muere. Lo he experimentado bastante a menudo. Pero mientras su sangre caía sobre la piedra, su boca se abrió y emitió la risa más estentórea que jamás oí en mi vida. Era como si los truenos nos hubieran rodeado. Entonces se sentó, sin respirar, y comenzó a arder. Mientras ardía, su silueta cambió hasta que fue la de una cabra —sólo que más grande— ardiendo sobre el altar. Entonces de la cosa surgió una voz. Dijo:

»“¡Huye, hombre mortal! ¡Pero nunca dejaras este círculo!”. Y creedme, ¡huimos! El cielo se ennegreció de murciélagos y otras… cosas. Oímos ruido de cascos. Cabalgamos con nuestras espadas en la mano, matando todo lo que se nos aproximaba. Había gatos como los que vos matasteis, y serpientes y cosas que saltaban, y Dios sabe qué más. Cuando nos acercábamos al borde del Círculo, una de las patrullas del rey Uther nos vio y vino en nuestra ayuda. Sólo dieciséis de los cincuenta y cinco hombres que entraron conmigo lograron salir. Y la patrulla perdió otros treinta hombres. Cuando vieron quién era yo, me trajeron preso a la corte. Aquí. Este era el palacio de Uther. Le dije lo que había hecho, lo que había visto y oído. Hizo conmigo lo que había hecho Corwin. Me ofreció a mí y a todos mis hombres una amnistía total si nos uníamos a él para luchar contra los Guardianes del Círculo. A la vista de la experiencia, comprendí que había que parar aquella plaga. Así que estuve de acuerdo. Entonces caí enfermo, y me han dicho que pasé tres días delirando. Después de volver en mí quedé débil como un niño, y supe que todos los que habían entrado en el Círculo habían pasado por lo mismo. Tres habían muerto. Visité al resto de mis hombres, les conté la historia y todos se alistaron. Se reforzaron las patrullas alrededor del Círculo. Pero no habría forma de contenerlo; y en los años que siguieron, el Círculo siguió creciendo. Hubo muchos choques. Yo fui promovido hasta que me convertí en la mano derecha de Uther tal como una vez lo fuera de Corwin. Luego las luchas fueron algo más que simples escaramuzas. Grupos cada vez más grandes emergían de aquel agujero del infierno. Perdimos unas pocas batallas y tomaron alguno de nuestros puestos de avanzada. Entonces una noche emergió un ejército, un ejército —una horda— de hombres y de otros seres que habitan allí. Aquella noche nos enfrentamos a la fuerza más grande con la que nos habíamos encontrado hasta entonces. El mismo rey Uther salió a luchar contra mi parecer —ya que tenía demasiados años— y cayó aquella noche y la tierra quedó sin soberano. Yo quería que mi capitán, Lancelot, ocupara el puesto de mando ya que sabía que él era un hombre mucho más recto que yo… Y esta parte es extraña. Yo había conocido a un Lancelot, igual que él, en Avalón, pero este hombre no me conoció cuando nos encontramos. Es extraño… De cualquier modo, declinó, y se me confió a mí el puesto. Lo odio, pero aquí estoy. Los he mantenido a raya durante tres años ya. Todos mis instintos me dicen que me largue. ¿Qué le debo a esta maldita gente? ¿Qué me importa que el sangriento Círculo se ensanche? Podría atravesar el mar y llegar a una tierra a la que jamás se acercará el Círculo en los años que me quedan de vida, y olvidar todo este maldito asunto. ¡Maldición! ¡Yo no quería esta responsabilidad! ¡Pero ahora es mía!

—¿Por qué? —le pregunté, y el sonido de mi propia voz me resultó extraño.

Hubo silencio.

Vació su pipa. La rellenó. La encendió nuevamente y aspiró.

Hubo más silencio.

Entonces dijo:

—No lo sé. Yo soy capaz de apuñalar a un hombre por la espalda si él tiene un par de zapatos y yo los necesito para que no se me hielen los pies. Lo sé porque una vez lo hice. Pero… esto es diferente. Esto está dañando a todos, y yo soy el único que puede realizar la tarea. ¡Maldición! Sé que un día me enterrarán aquí junto con los demás. Pero no puedo marcharme. Mientras pueda, tengo que mantener a esa cosa alejada.

Mi cabeza estaba despejada debido al frío aire nocturno, que le dio a mi conciencia un segundo aire, por decirlo así, aunque sentía todo el cuerpo suavemente anestesiado.

—¿No podría mandarlos Lance? —le pregunté.

—Pienso que sí. Es un buen hombre. Pero hay otra razón. Creo que esa especie de cabra, fuera lo que fuere, que estaba en el altar me teme un poco. Yo había entrado allí y me había dicho que nunca lograría salir, pero lo logré. Sobreviví también a la enfermedad que me aquejó después de aquello. Sabe que soy yo quien ha estado enfrentándosele todo este tiempo. En aquel sangriento combate en que murió Uther, vencimos nosotros, y de nuevo me encontré con la cosa bajo un aspecto diferente y me reconoció. Quizá esto contribuye actualmente a contenerla.

—¿Bajo qué aspecto?

—Era una cosa con forma humana pero con cuernos de chivo y ojos rojos. Estaba montada en un caballo moteado. Luchamos por un tiempo, pero la marea de la batalla nos apartó. Por suerte, ya que estaba venciéndome. Mientras nuestras espadas se cruzaban habló otra vez, y reconocí su voz. Me dijo que era un tonto y que jamás podía tener esperanzas de victoria. Pero cuando llegó la mañana, el campo era nuestro y les hicimos retroceder hasta el Círculo, causándoles estragos en la desbandada. El jinete del caballo moteado logró escapar. Se han producido otras salidas desde entonces, pero ninguna como la de aquella noche. Si yo dejara esta tierra, aparecería otro ejército como aquel. Lo están preparando ya. Aquella cosa de algún modo se enteraría de mi partida, igual que supo que Lance me traía otro informe de la disposición de las tropas dentro del Círculo, y envió a esos Guardianes para destruirlo cuando regresaba. Ahora ya debe saber de vos, y seguramente tratará de interpretar esta novedad. Se preguntará quién es ese hombre tan fuerte. Yo permaneceré aquí y lucharé contra ella hasta que caiga. Debo hacerlo. No me preguntéis por qué. Sólo espero que antes de que llegue el día, pueda al menos averiguar cómo llegó a suceder esto, por qué está ese Círculo ahí.

Entonces sentí un aletear cerca de mi cabeza. Rápidamente me eché a un lado para evitar lo que fuese. Aunque no era necesario. Sólo era un pájaro. Un pájaro blanco. Se posó sobre mi hombro izquierdo y permaneció allí, produciendo sonidos apagados. Alcé la muñeca y saltó sobre ella. Había una nota atada a su pata. La desaté, la leí, y la estrujé luego. Entonces fijé la mirada y la mente en distantes cosas invisibles.

—¿Qué sucede, Sir Corey? —gritó Ganelón.

La nota, que yo había enviado delante mío hacia mi destino, escrita por mi propia mano, transmitida por un pájaro de mi deseo, sólo podía llegar al lugar donde yo hiciese la escala siguiente.

No era precisamente este el lugar que había tenido yo en mente.

Sin embargo, pude entonces comprender mi propia profecía.

—¿Qué es? —preguntó—. ¿Qué es lo que tenéis? ¿Un mensaje?

Asentí y se lo pasé.

No podía tirarlo ya que él lo había visto.

Decía «Llegaré», y llevaba mi firma. Ganelón aspiró la pipa y lo leyó a su resplandor.

—¿Él, vivo? ¿Y vendrá aquí? —exclamó.

—Eso parece.

—Es muy extraño —dijo—. No entiendo nada…

—Parece como una promesa de ayuda —dije, despidiendo al pájaro, que gorjeó dos veces, voló alrededor de mi cabeza y se fue.

Ganelón sacudió la cabeza.

—No lo entiendo.

—¿Por qué contar los dientes de un caballo que puede venir regalado? —dijo—. Vos tan sólo habéis conseguido contener a esa cosa.

—Cierto —aceptó—. Quizá él pueda destruirla.

—Y quizá tan sólo sea una broma —le dije—. Una broma cruel.

Él negó con la cabeza.

—No. Ese no es su estilo. Me pregunto qué persigue.

—Será cosa de consultarlo con la almohada —le sugerí.

—Por el momento es lo único que puedo hacer —dijo, ahogando un bostezo.

Nos levantamos, recorrimos la muralla de vuelta, nos despedimos y yo me tambaleé hacia el foso del sueño y caí tendido en él.