¿DÓNDE? LOS SENTIDOS SON INCIERTOS, y los míos estaban sometidos a una presión más allá de sus límites.
La roca sobre la que me encontraba…
Si la miraba fijamente cobraba la apariencia del asfalto en una tarde calurosa. Parecía cambiar y oscilar, aunque mis pies seguían firmemente apoyados y no notaban nada. Pulsaba y resplandecía como la piel de una iguana.
Alzando la vista, vi un cielo como el que mis ojos jamás habían contemplado antes. En ese momento se hallaba dividido por la mitad, de las cuales una era del negro-noche más profundo, con estrellas danzando en él. Cuando digo que danzaban, no quiero decir que parpadeaban: daban saltos y cambiaban de magnitudes; avanzaban a toda velocidad en línea recta y giraban en círculos; brillaban con la intensidad de novas y luego se consumían y se apagaban.
Era un espectáculo aterrador, y mi estómago se encogió a medida que experimentaba una profunda acrofobia. La situación no mejoró cuando aparté los ojos.
La otra mitad del cielo era como una botella de arenas coloreadas que se ven continuamente sacudidas; franjas anaranjadas, amarillas, rojas, azules, marrones y de tonalidad púrpura se entremezclaban sin parar; iban y venían trozos de color verde, malva, gris y blanco muerto, transformándose a veces en franjas y reemplazando o uniéndose a las otras entidades que se retorcían. Y también estos fenómenos parpadeaban y titilaban, creando imposibles sensaciones de distancia y proximidad.
En ciertos momentos, algunos o todos parecían encontrarse literalmente en lo alto del cielo para luego llenar el espacio ante mis ojos como gaseosas y transparentes nieblas, translúcidas guadañas o sólidos tentáculos de color. Más tarde me di cuenta de que la línea que dividía el negro de la parte de color, avanzaba lentamente desde mi derecha a la vez que retrocedía a mi izquierda. Era como si todo el mándala celestial estuviera rotando en un punto aproximadamente encima de mi cabeza. Con respecto a la fuente de luz de la mitad más luminosa, no sabía de dónde provenía.
De pie allí, bajé la vista a lo que en un principio pareció un valle lleno de incontables explosiones de color; pero cuando la oscuridad que se aproximaba arrastró consigo esa exhibición, las estrellas danzaron Y ardieron en sus profundidades de la misma manera que lo hacían arriba, dando la impresión de un abismo sin fondo. Era como si me encontrara en el fin del mundo, el fin del universo, el fin de todo. Pero lejos, muy lejos de donde yo me hallaba, algo flotaba sobre un montículo intensamente negro… era una negrura en sí misma, ocasionalmente asaltada por resplandores apenas perceptibles de luz. No podía adivinar su tamaño, ya que la distancia, la profundidad y la perspectiva no existían.
¿Era un edificio? ¿Una formación? ¿Una ciudad? ¿O simplemente un lugar? Su contorno variaba cada vez que se posaba en mi retina. En ese momento, ligeras y neblinosas hojas aparecieron lentamente a la deriva entre aquello y retorciéndose como si fueran largas tiras de gasa llevadas por aire caliente. Cuando el mándala se invirtió cesó su movimiento giratorio. Ahora los colores se encontraban detrás de mí, y eran imperceptibles a menos que girara la cabeza, acción que no tenía deseos de realizar.
Me sentía a gusto allí de pie, contemplando la carencia de formas de la cual eventualmente todas las cosas surgieron. Esto ya existía incluso antes de que se creara el Patrón, pensé fugazmente pero seguro de ello. Lo sabía, ya Que estaba convencido de que yo había estado aquí antes. Siendo el niño del hombre en que me convertí, me pareció que en un día muy lejano me habían traído aquí —no me acordaba si fue Papá o Dworkin—, y permanecí, o me sostuvieron, en este mismo lugar o en uno muy parecido, y contemplé la misma escena con, lo juraría, la misma incapacidad de comprensión que tenía en ese momento, con un sentido de la aprehensión muy parecido. Mi placer se vio ensombrecido por una excitación nerviosa, una sensación de sospechosa anticipación.
Y, extrañamente, en ese momento se apoderó de mí una cierta añoranza por la Joya que tuve que abandonar en aquel montón de abono en la Tierra de sombra, esa joya a la que Dworkin había dado tanta importancia. ¿Acaso una parte de mí buscaba una defensa, o al menos un símbolo de resistencia, contra cualquier peligro que acechara más allá del lugar en el que me encontraba? Probablemente.
Mientras miraba fascinado a través del abismo, mis ojos parecieron adaptarse, o una vez más el paisaje cambió de manera sutil. Ya que en ese momento distinguí diminutas y fantasmales formas moviéndose en aquel lugar a lo largo de las tiras de gasa como si fueran meteoritos en cámara lenta. Esperé, observándolas atentamente, tratando de comprender sus movimientos. Al fin, una de las tiras pasó muy cerca mío. Poco después obtuve mi respuesta.
Hubo un movimiento. Una de las veloces formas se hizo más grande, y me percaté de que seguía el sinuoso camino que conducía hasta donde yo me encontraba. En sólo unos pocos momentos adquirió la forma de un jinete. A medida que se acercaba, asumió una semblanza de solidez sin perder esa cualidad fantasmal que parecían tener todas las formas que había ante mí. Unos segundos más tarde contemplé a un jinete desnudo sobre un caballo desprovisto de pelo. Los dos eran mortalmente pálidos y avanzaban a toda velocidad hacia mí. El jinete esgrimía una espada de color blanco; tanto sus ojos como los del caballo brillaban con un rojo intenso. Tan antinatural era su porte, que no sabía si podía verme o ni siquiera si existíamos en el mismo plano de realidad. Aun así, desenvainé a Grayswandir y di un paso atrás a medida que se aproximaba.
Su largo cabello blanco lanzaba diminutos destellos, y cuando giró la cabeza estuve seguro de que venía a embestirme, ya que sentí su mirada como una fría presión en todo mi cuerpo. Me coloqué de costado, alzando mi espada en posición de guardia.
Siguió avanzando, y me di cuenta de que tanto él como el caballo eran grandes, más grandes incluso de lo que yo había pensado. Continuaban su avance. Cuando alcanzaron el punto más cercano a mí —unos diez metros, quizás—, el caballo se alzó sobre sus patas traseras en respuesta a que el jinete tiró de las riendas. Entonces me observaron, moviéndose y oscilando como si se encontraran sobre una balsa en un mar tranquilo.
—¡Vuestro Nombre! —exigió el jinete—. ¡Vos, que entráis en este lugar, debéis darme vuestro nombre!
Su voz me llegó a los oídos con un sonido crepitante, alta y sin inflexión, en el mismo nivel.
Negué con la cabeza.
—Doy mi nombre cuando yo quiero, no cuando se me ordena —contesté—. ¿Quién sois vos?
Lanzó tres cortos ladridos, y yo pensé que era su risa.
—Os destrozaré, y luego gritaréis vuestro nombre durante toda la eternidad.
Le apunté a los ojos con Grayswandir.
—Las palabras son gratis —dije—. El whisky cuesta dinero.
Justo entonces tuve una sensación de frialdad, como si alguien estuviera jugando con mi Triunfo, pensando en mí. Pero era lejana y débil, y yo no podía prestarle ninguna atención, ya que el jinete le había transmitido alguna señal a su caballo, que volvió a alzarse sobre sus dos patas traseras. Pensé que la distancia era demasiado grande. Pero este pensamiento pertenecía a otra sombra. La bestia saltó, tirándose sobre mí y dejando el tenue camino que hasta entonces había seguido.
Su salto no le acercó demasiado a donde yo me encontraba. Pero no desapareció en el abismo, como yo había esperado. Prosiguió con sus movimientos de galope, y aunque su avance no fue tan importante como la acción, continuó moviéndose por encima del abismo a la mitad de la velocidad que llevaba antes.
Mientras ocurría esto, vi que en la distancia de la que había venido apareció otra figura que también se encaminaba en mi dirección. No me quedaba otra salida que resistir donde me encontraba y luchar, con la esperanza de deshacerme de mi atacante antes de que el otro estuviera encima mío.
A medida que el jinete se acercaba, su intensa mirada fluctuó de mi persona hasta mi mano, donde se detuvo en Grayswandir. Fuera cual fuere la extraña iluminación que surgía detrás de mí, se posó de manera extraña en los delicados trazos de la hoja de mi espada, dándoles nuevamente vida, de manera que una parte del Patrón que tenía grabado osciló, resplandeciendo a lo largo de todo el acero. En ese momento el jinete se encontraba muy próximo, pero aun así tiró de las riendas y sus ojos se alzaron, clavándose en los míos. Su desagradable mueca desapareció.
—¡Os conozco! —exclamó—. ¡Sois aquel al que llaman Corwin!
Eso le perdió.
Los cascos delanteros de su montura se posaron sobre el reborde de la plataforma rocosa y se lanzó hacia adelante. Los reflejos de la bestia buscaron una solidez similar para sus patas traseras, a pesar de las riendas que la frenaban. El jinete colocó su espada en una posición de guardia cuando me lancé sobre él, pero lo esquivé, atacándole desde su izquierda. Mientras cambiaba su espada para bloquear la mía, yo ya había penetrado en su defensa. Grayswandir atravesó su pálida piel, entrando por debajo del esternón y por encima de sus entrañas.
Lo esquivé una vez más cuando se volvió e intentó alcanzarme con su arma. En ese momento el jinete explotó en una columna de luz. La bestia relinchó, dio media vuelta y huyó. Sin detenerse, saltó por encima del borde y desapareció en el abismo, dejándome con el recuerdo de la cabeza humeante de un gato que mucho tiempo atrás se había dirigido a mí, sintiendo los mismos escalofríos cada vez que recordaba esa escena.
Apoyé la espalda contra una roca, jadeando. El camino neblinoso se había acercado más a mí… se encontraba a unos tres metros del reborde. Yo padecía un calambre en el costado izquierdo. El segundo jinete se aproximaba rápidamente. No era pálido como el primero. Su cabello era oscuro y la cara tenía color. Montaba un alazán con una larga crin. Llevaba una ballesta preparada para disparar. Miré detrás mío, pero no vi ningún lugar al que pudiera retroceder, ninguna grieta en la que pudiera protegerme.
Me limpié la palma de la mano en los pantalones y agarré a Grayswandir por la empuñadura. Me coloqué de costado, para ofrecer el menor blanco posible, y alcé mi espada entre nosotros, manteniendo la empuñadura al mismo nivel de mis ojos, la punta hacia el suelo… era el único escudo que poseía.
El jinete, cuando llegó delante mío, se detuvo en el extremo más cercano de ese camino de gasa. Con lentitud alzó la ballesta, sabiendo que si no me derribaba inmediatamente con su primer disparo yo podría arrojarle mi espada como si fuera una lanza. Nuestros ojos se encontraron.
No llevaba barba y era delgado. Tras sus párpados entrecerrados creí distinguir que los ojos eran claros. Controlaba muy bien a su montura, con la presión adecuada de las rodillas. Las manos eran grandes y firmes. Capaces. Cuando lo contemplé tuve una extraña sensación.
El momento se estiró más allá del punto de la acción. Se echó hacia atrás y bajó ligeramente su arma, aunque la tensión existente no se disipó con esa postura más relajada.
—¿Esa espada que lleváis es la que llaman Grayswandir? —preguntó en voz alta.
—Sí —repliqué—, es ella.
Continuó su escrutinio, y algo en mi interior buscó algunas palabras para decir, fracasando en la oscuridad.
—¿Qué buscáis aquí? —inquirió.
—Marcharme —contesté.
Se escuchó un sonido como un chish-chá cuando la flecha golpeó en una roca que había a mi izquierda.
—Entonces marchaos —dijo—. Este es un lugar peligroso para vos.
Hizo que su montura girara en la dirección por la que había venido.
Bajé a Grayswandir.
—No os olvidaré —comenté.
—No —observó—. No lo hagáis.
Entonces se marchó galopando, y momentos más tarde la gasa también se perdió a la deriva.
Envainando a Grayswandir di un paso adelante. El mundo comenzaba a girar a mi alrededor otra vez, la luz avanzaba desde mi derecha y la oscuridad retrocedía a mi izquierda. Miré a mi alrededor buscando algún camino por el que pudiera escalar la pared rocosa que había a mi espalda. Parecía alzarse unos diez o doce metros, y yo quería contemplar la vista desde su cima. El reborde donde me encontraba se extendía hacia ambos lados. Sin embargo, el que conducía a la derecha se estrechaba rápidamente, impidiendo una ascensión segura. Me volví y me dirigí a la izquierda.
Llegué hasta el punto más escarpado en un lugar estrecho más allá de un saliente rocoso. Observé su superficie y vi que era posible ascender por ahí. Inspeccioné detrás mío para asegurarme de que no se acercaba ninguna amenaza. El camino fantasmal se había alejado bastante; no vislumbré ningún jinete. Comencé a escalar.
La subida no fue difícil, aunque la altura resultó mayor de lo que me pareció desde abajo. Posiblemente se debió a un síntoma de distorsión espacial que había afectado a mi visión en este lugar. Pasado un rato, me ayudé con las manos y me incorporé en un punto que permitía una mejor visibilidad de la otra parte del abismo.
Nuevamente contemplé los caóticos colores. Desde mi derecha la oscuridad los conducía. La tierra sobre la que danzaban estaba salpicada de rocas y cráteres, y no se veía ningún signo de vida en ella. Sin embargo, atravesándola desde el lejano horizonte hasta un punto de las montañas de la derecha, se veía algo oscuro y serpenteante, que sólo podía ser el camino negro.
Después de diez minutos de cuidadosa subida, logré situarme en un lugar desde el cual podía ver su final. Cruzaba un ancho paso en las montañas y llegaba justo hasta el mismo borde del abismo. Allí, su negrura se mezclaba con la que llenaba el lugar, sólo perceptible en ese momento gracias a que no se veía el resplandor de ninguna estrella. Aprovechando la oclusión en la que me encontraba para calibrarlo, tuve la impresión de que continuaba hasta la oscura eminencia alrededor de la cual flotaban los senderos neblinosos.
Me tendí sobre mi estómago, pegándome lo más posible a la superficie rocosa; no quería llamar la atención de ningún ojo invisible que pudiera estar contemplando la pequeña cima en la que me encontraba. Tumbado allí, pensé en el acceso que se le brindó al camino negro. El daño hecho en el Patrón había dejado Ámbar abierta, y tuve la certeza de que mi maldición ayudó mucho a ello. Supe que hubiera ocurrido también sin mi ayuda, pero yo había colaborado. La culpa en parte era mía, pero no toda, como una vez llegué a creer. Entonces pensé en Eric cuando yacía moribundo en Kolvir. Me dijo que tanto como me odiaba, reservaría su maldición de muerte para los enemigos de Ámbar. Era irónico, yo era el vehículo, y las Cortes del Caos los enemigos. Mis esfuerzos de ese momento se dirigían totalmente a hacer que el último deseo de mi hermano más odiado se hiciera realidad. La maldición suya que anulaba la mía me tenía a mí como su agente ejecutor. Tal vez, en un esquema mucho más grande, tuviera algún sentido.
Busqué con los ojos huestes de resplandecientes jinetes preparándose para marchar por aquel camino, y me alegré de no verlas. A menos que otra expedición hubiera salido ya, Ámbar estaba temporalmente a salvo. Sin embargo, varias cuestiones me perturbaron en ese momento, entre ellas por qué no se había producido todavía otro ataque si el tiempo fluía tan peculiarmente en aquel lugar como el posible origen de Dará indicaba. Ciertamente habían tenido tiempo más que suficiente para reunir sus fuerzas y lanzar otro ataque. ¿Acaso había ocurrido algo especial recientemente, esto es, en el tiempo de Ámbar, que alteró la naturaleza de su estrategia? En caso afirmativo, ¿qué? ¿Las armas que yo traje? ¿La recuperación de Brand? También me pregunté hasta dónde llegaban los puestos de vigilancia establecidos por Benedict. Estaba claro que hasta aquí no, ya que de lo contrario me hubiera informado. ¿Había estado él alguna vez en este lugar? ¿Estuvo alguno de mis otros hermanos recientemente en el lugar en el que yo me encontraba en ese momento, contemplando las Cortes del Caos, con el conocimiento de algo que yo no sabía? Decidí interrogar a Brand y a Benedict al respecto tan pronto como regresara.
Todos estos pensamientos hicieron que me preguntara cómo se estaba comportando el tiempo conmigo en ese momento. Decidí que era mejor que no perdiera más del necesario. Observé los otros Triunfos que cogí del escritorio de Dworkin. Así como todos eran interesantes, ninguna de las escenas desarrolladas en ellos me era familiar. Entonces extraje mi propio mazo y saqué el Triunfo de Random. Quizás fue él quien intentó ponerse en contacto conmigo antes. Alcé su carta y la contemplé.
Después de un rato, osciló ante mis ojos y vi un calidoscopio borroso de imágenes, con la impresión de que Random se encontraba en el centro. Movimiento, y perspectivas cambiantes…
—Random —dije—. Soy Corwin.
Sentí su mente, pero no obtuve ninguna respuesta. Me di cuenta de que se encontraba en medio de una cabalgada infernal, con toda su concentración puesta en alterar el material de la Sombra a su alrededor. No podía responderme sin perder el control. Bloqueé el Triunfo con la mano, rompiendo el contacto.
Saqué la carta de Gérard. Momentos más tarde, se produjo el contacto. Me incorporé.
—Corwin, ¿dónde estás? —preguntó.
—En el fin del mundo —respondí—. Quiero regresar a casa.
—Adelante.
Extendió su mano. Adelanté la mía y la cogí, dando un paso.
Estábamos en la planta baja del palacio en Ámbar, en la sala de estar a la que nos habíamos dirigido todos la noche del retorno de Brand. Parecía que el día acababa de nacer. Había un fuego encendido en el hogar. Estábamos solos.
—Intenté ponerme en contacto contigo antes —comentó—. Creo que también Brand lo intentó. Pero no estoy seguro.
—¿Cuánto tiempo he estado fuera?
—Ocho días —respondió.
—Me alegro de haberme dado prisa. ¿Qué ocurre?
—Nada grave —observó—. No sé lo que quiere Brand. Ha preguntado por ti continuamente, y yo no pude localizarte. Hasta que al fin le di un mazo de cartas y le dije que lo intentara él, a ver si tenía más suerte. Aparentemente, no la tuvo.
—Estuve ocupado —aclaré—, y la diferencia temporal fue bastante grande.
Asintió.
—Ahora que está fuera de peligro, lo evito todo lo que puedo, ya que otra vez se encuentra en uno de sus estados de ánimo sombríos. Insiste en que puede cuidarse solo, lo cual, dada su predisposición actual, me alegra.
—¿Dónde está?
—Instalado en sus habitaciones, y hace una hora estaba allí… meditando.
—¿Ha salido en algún momento?
—Sólo para dar unos breves paseos, aunque en los últimos días no salió.
—Creo que será mejor que vaya a verlo. ¿Se sabe algo de Random?
—Sí —dijo—. Benedict volvió hace unos días. Dijo que habían encontraba unas cuantas pistas con respecto al hijo de Random. Le ayudó a comprobar algunas. Una de ellas conducía aún más lejos, pero Benedict creyó que no era bueno que se alejara tanto de Ámbar tal como está la situación aquí. Así que dejó que Random siguiera con su búsqueda solo. Aunque ganó algo con el viaje. Regresó con un brazo artificial… una pieza hermosa. Con él puede hacer lo mismo que podía realizar antes.
—¿De verdad? —comenté—. Me resulta extrañamente familiar.
Sonrió, asintiendo.
—Me comentó que lo trajiste tú de Tir-na Nog’th. De hecho, quiere hablar contigo sobre ello lo más rápido posible.
—Me lo imagino —señalé—, ¿dónde está ahora?
—En uno de los puestos de vigilancia que estableció a lo largo del camino negro. Tendrás que ponerte en contacto con el Triunfo.
—Gracias —dije—. ¿Se sabe algo de Julián o Fiona?
Sacudió la cabeza.
—De acuerdo —repliqué, dirigiéndome hacia la puerta—. Creo que primero iré a ver a Brand.
—Tengo curiosidad por saber qué es lo que quiere —comentó.
—Lo tendré en cuenta —le dije.
Dejé la habitación y me encaminé hacia las escaleras.