ME PREGUNTÓ QUIÉN ERA cuando toqué en la puerta y se lo dije.

—Un momento.

Escuché sus pasos y luego la puerta se abrió. Vialle mide un poco más de un metro y medio y es delgada. Su cabello es de color castaño, las facciones delicadas, y habla con voz muy suave. Vestía de rojo. Sus ojos ciegos me observaron, recordándome mi oscuridad pasada, el dolor.

—Random —le expliqué—, me pidió que os dijera que llegaría un poco tarde y que no os preocuparais.

—Por favor, entrad —dijo, haciéndose a un lado y abriendo totalmente la puerta.

Pasé. No quería hacerlo, pero entré. No pensaba cumplir el encargo de Random literalmente… explicándole lo que había ocurrido y dónde se había marchado. Sólo fui con la intención de contarle lo que ya le había dicho y nada más. Comprendí en toda su extensión lo que Random me pidiera cuando nos separamos por caminos diferentes: quería que viera a su esposa, con quien nunca hablé más de unas pocas palabras, y le contara que él se había marchado en busca de su hijo ilegítimo… el muchacho cuya madre, Morganthe, se había suicidado, razón por la que Random fue obligado a casarse con Vialle. El hecho de que ese matrimonio funcionara bien todavía me sorprendía. No deseaba ponerla al tanto de acontecimientos extraños, y cuando entré pensé en otras alternativas.

Pasé delante de un busto de Random alojado en un nicho en la pared a mi izquierda. De hecho, ya lo había dejado atrás cuando me di cuenta de que era mi hermano el modelo. En un rincón de la habitación, vi su mesa de trabajo. Retrocediendo, estudié el busto.

—No sabía que esculpíais —comenté.

—Sí.

Mirando la habitación, pronto descubrí otras esculturas hechas por ella.

—Hay trabajos aquí realmente buenos —dije.

—Gracias. ¿No queréis sentaros?

Me dejé caer en un sillón grande, con apoyabrazos altos, que resultó más cómodo de lo que aparentaba. Ella se sentó en un sofá bajo a mi derecha, doblando las piernas.

—¿Puedo ofreceros algo de comer y beber?

—No, gracias. Sólo puedo quedarme un rato. Venía a deciros que en nuestro trayecto de vuelta a casa, Random, Ganelón y yo, nos vimos obligados a dar un rodeo; poco después de ese retraso nos reunimos con Benedict. El resultado de esa reunión fue que Random y Benedict tuvieron que emprender otro viaje corto.

—¿Cuánto tiempo estará fuera?

—Probablemente toda la noche. Quizás un poco más. En caso de que así fuera, nos lo comunicaría a través de los Triunfos y nosotros os lo diríamos de inmediato.

Mi costado comenzó a palpitar y yo le di unos masajes.

—Random me ha contado muchas cosas sobre vos —comentó.

Me reí entre dientes.

—¿Estáis seguro de que no queréis algo de comer? No sería ninguna molestia.

—¿Os dijo que siempre tengo hambre?

Se rio.

—No. Pero si habéis estado tan activo como decís, imagino que no tuvisteis tiempo para almorzar.

—Tenéis casi toda la razón. De acuerdo. Con un poco de pan me daré por satisfecho.

—Muy bien. Esperad un momento.

Se puso de pie y se fue a la otra habitación. Aproveché ese momento para rascarme con ganas alrededor de la herida, que me escocía como mil demonios. Acepté su ofrecimiento en parte por este motivo y en parte porque me di cuenta de que estaba hambriento. Sólo después me percaté de que no podía verme mientras me rascaba. Sus movimientos seguros, su postura confiada, me habían hecho olvidar que era ciega. Eso era bueno. Me complacía que lo llevara tan bien.

La escuché entonar una melodía: «La Balada de los Navegantes», la canción de la gran flota mercante de Ámbar. Ámbar no destaca por su industria, y la agricultura nunca fue nuestro punto fuerte. Pero nuestros barcos navegaban las sombras, viajando a todas partes, estableciendo todo tipo de comercio. Casi todo amberita, noble o plebeyo, se alista en algún momento en la flota. Aquellos de sangre real establecieron las rutas marítimas hace mucho tiempo para que cualquier barco las pudiera recorrer. Cada capitán guarda en su memoria los mares de más de dos docenas de mundos. Yo mismo participé en ello en tiempos pasados, y, aunque mi aportación nunca fue tan importante como la de Gérard y Caine, quedé muy impresionado por las fuerzas de las profundidades y por el espíritu de los hombres que surcan los mares.

Después de un rato, Vialle regresó portando una gran bandeja llena de pan, queso, carne, fruta y una frasca de vino. La colocó sobre una mesa cercana.

—¿Pretendéis alimentar a un ejército? —pregunté.

—Mejor que no falte.

—Gracias. ¿Me acompañáis?

—Tal vez tome una fruta —aceptó.

Sus dedos tantearon durante un segundo y localizaron una manzana. Luego volvió a sentarse en el sofá.

—Random me dijo que vos escribisteis esa canción —comentó.

—Fue hace mucho tiempo, Vialle.

—¿Habéis compuesto alguna recientemente?

Iba a sacudir la cabeza, y me contuve, diciendo:

—No. Esa parte de mí… descansa.

—Es una pena. Es muy hermosa.

—Random es el verdadero músico de la familia.

—Sí, es muy bueno. Pero la interpretación y la composición son dos cosas diferentes.

—Cierto. Tal vez algún día, cuando las cosas se hayan arreglado… Decidme, ¿sois feliz aquí en Ámbar? ¿Tenéis todo lo que necesitáis?

Sonrió.

—Random es todo lo que necesito. Es un buen hombre.

Me sentí extrañamente conmovido al oírla hablar de esa manera.

—Entonces me alegro por vos —dije. Y luego añadí—: Siendo el más joven, el más pequeño… tuvo que soportar muchas bromas crueles y tal vez lo pasó peor que el resto de nosotros. No hay nada más inútil que otro príncipe cuando ya hay una multitud de ellos por los alrededores.

Yo fui tan culpable como los demás. Bleys y yo una vez lo dejamos abandonado en un islote al sur de aquí…

—… Y Gérard fue a rescatarlo cuando lo supo —comentó—. Sí, él me lo contó. Aún debe molestaros si lo recordáis después de tanto tiempo.

—También se le quedó grabado a él.

—No, os perdonó hace mucho tiempo. Me lo contó como una broma. También me confesó que una vez atravesó el tacón de vuestra bota con una pequeña estaca… que os clavasteis en el pie al ponérosla.

—¡Entonces fue Random! ¡Vaya sorpresa! Siempre le eché la culpa a Julián.

—Eso le molesta a Random.

—Hace tanto tiempo que ocurrió… —observé.

Sacudí la cabeza y continué comiendo. El hambre se apoderó de mí y ella me concedió varios minutos de silencio mientras lo aplacaba. Cuando acabé, me sentí obligado a decir algo.

—Ya me encuentro mejor. Mucho mejor —comencé—. Fue una noche agotadora y extraña la que pasé en la ciudad en el cielo.

—¿Habéis recibido alguna profecía que tenga cierta utilidad?

—No sé cuan provechosas puedan resultar. Pero supongo que si tuviera que elegir entre conocerlas o no, preferiría oírlas, sin importar el valor que tengan. ¿Ha ocurrido algo interesante aquí en palacio mientras estuve fuera?

—Un sirviente me comentó que vuestro hermano Brand se está recuperando. Esta mañana comió con ganas, lo que es un buen síntoma.

—Así es —dije—. Así es. Parece que ya está fuera de peligro.

—Casi con toda seguridad. Son… son terribles las experiencias que habéis vivido últimamente todos vosotros. Lo siento. Tenía la esperanza de que conseguiríais algún atisbo de mejoría en vuestros asuntos si pasabais esta noche en Tir-na Nog’th.

—No importa —dije—. No estoy tan seguro de que dichas profecías tengan algún significado.

—¿Entonces por qué…? Oh.

La estudié con renovado interés. Su cara todavía no delataba nada, pero su mano derecha se cerró, aprisionando la tela del sofá. Luego, como dándose cuenta de la elocuencia de este acto, la dejó inmóvil. Obviamente ella misma se había respondido a su pregunta, y en ese momento deseó haberlo hecho en silencio.

—Sí —contesté—. Quise ganar tiempo. Estáis al tanto de mi herida.

Asintió.

—No estoy enojado con Random por contároslo —observé—. Su juicio siempre ha sido certero y cauto. No veo ninguna razón para no fiarme de él. Sin embargo, debo preguntaros qué os ha dicho, tanto por vuestra propia seguridad como por mi tranquilidad, ya que hay ciertas cosas que sospecho pero que aún no he expresado.

—Lo entiendo. Es difícil calcular la falta de conocimiento —quiero decir, lo que él pudo haber soslayado—, pero él me cuenta casi todo. Conozco vuestra historia y la de casi todos los demás. Me mantiene al corriente de los acontecimientos, sospechas, conjeturas.

—Gracias —dije, tomando un sorbo de vino—, saberlo me hace más fácil hablar con vos. Voy a contaros todos los detalles de lo sucedido desde el desayuno hasta ahora…

Y así lo hice.

Ocasionalmente, mientras yo hablaba, ella sonreía, pero no me interrumpió. Cuando acabé, me preguntó:

—¿Pensasteis que al mencionar a Martin me enfadaría?

—Parecía posible —repliqué.

—No —dijo—. Conocí a Martin en Rabma cuando sólo era un niño pequeño. Yo estuve allí mientras él crecía. Me gustaba entonces. Incluso si no fuera el hijo de Random también me gustaría. Sólo puedo estar contenta por la preocupación que siente Random por él, y espero que esto aún los pueda unir.

Sacudí la cabeza.

—No conozco gente como vos demasiado a menudo —observé—. Y me alegro de haberos conocido al fin.

Se rio, y luego dijo:

—Estuvisteis ciego bastante tiempo.

—Sí.

—Esto puede amargar a una persona, o le puede enseñar a disfrutar más con lo que tiene.

No tuve que recordar los sentimientos de aquellos días de ceguera para saber que yo pertenecía al primer tipo, incluso olvidándome de las circunstancias que me condujeron a esa situación. Lo siento, pero así es como soy, y lo lamento.

—Cierto —acordé—. Sois afortunada.

—En realidad sólo es un estado mental… algo que un Señor de la Sombra fácilmente puede apreciar.

Se puso de pie.

—Siempre me pregunté cómo seríais —dijo—. Random os ha descrito para mí, pero no es lo mismo. ¿Me permitís?

—Por supuesto.

Se acercó y puso los dedos sobre mi rostro. Con delicadeza, recorrió mis facciones.

—Sí —corroboró—, sois tal como os imaginaba. Y siento la tensión que hay en vos. Ha estado ahí durante mucho tiempo, ¿no es cierto?

—De una u otra manera, supongo, desde que regresé a Ámbar.

—Me pregunto —aventuró— si no seríais más feliz antes de recuperar la memoria.

—Es una de esas preguntas imposibles de contestar —dije—. También podría estar muerto si no la hubiera recobrado. Pero dejando eso a un lado de momento, incluso en esa época sentía una permanente ansiedad, algo que me molestaba cada día. Constantemente buscaba la manera de descubrir quién era yo de verdad.

—¿Pero erais más feliz, o menos, que ahora?

—Ninguna de las dos opciones —respondí—. Todo tiende a equilibrarse. Es, como sugeristeis antes, un estado mental. E incluso si no fuera así, nunca podría regresar a aquella vida ahora que sé quién soy, ahora que he encontrado Ámbar.

—¿Por qué no?

—¿Por qué me hacéis estas preguntas?

—Quiero entenderos —explicó—. Desde la primera vez que me hablaron acerca de vos en Rabma, incluso antes de que Random me contara historias vuestras, me pregunté qué era lo que os impulsaba a seguir adelante. Ahora que tengo la oportunidad —no el derecho, por supuesto, sólo la oportunidad—, pensé que valía la pena ir más allá de mi posición social y haceros esta pregunta fuera de lugar.

Reí un poco, conteniéndome.

—Muy bien —dije—. Intentaré ser honesto. Lo que me dio fuerzas al principio fue el odio —odio a mi hermano Eric— y mi deseo de subir al trono. Si me hubierais preguntado cuando regresé cuál era el sentimiento más fuerte, os hubiera contestado que el trono. Sin embargo… ahora tendría que admitir que era al revés. No me di cuenta de ello hasta este momento, pero es la verdad. Mas Eric está muerto y ya no queda nada de lo que sentía entonces. El trono permanece, y mis sentimientos son contradictorios. Existe la posibilidad de que ninguno de nosotros tenga derecho a él bajo las circunstancias actuales, e incluso si toda oposición familiar desapareciera, no lo querría en este momento. Primero tendría que reinstaurar la estabilidad del reino y luego querría aclarar algunas incógnitas.

—¿Incluso si ello os impidiera la subida al trono?

—Incluso así.

—Comienzo a entender.

—¿Qué? ¿Qué hay que entender?

—Lord Corwin, mi conocimiento de las bases filosóficas de estas cuestiones es limitada, pero tengo entendido que sois capaces de encontrar cualquier cosa que deseéis en la Sombra. Llevo pensando en ello durante mucho tiempo, y nunca comprendí por completo las explicaciones que me dio Random. Si lo quisierais, ¿no podría cada uno de vosotros internarse en la Sombra y encontrar otra Ámbar… una como esta en todos los aspectos con la excepción de que allí seríais los gobernantes?

—Sí, podemos localizar lugares así —repliqué.

—¿Entonces por qué no lo hacéis? Así se acabarían todas estas luchas.

—Es porque sólo podemos encontrar un sitio que pareciera él mismo … pero ahí se acabaría toda similitud. Nosotros somos parte de esta Ámbar de la misma manera que ella es parte nuestra. Cualquier sombra de Ámbar tendría que estar habitada por sombras de nosotros mismos para que tuviera algún valor. Incluso podríamos desterrar a nuestro doble en caso de que deseáramos habitar en ese reino. Sin embargo, los habitantes de ese reino no serían como la gente de aquí. Una sombra nunca es exactamente igual como aquello que la proyecta. Estas pequeñas diferencias se van sumando, y son peores que las importantes. Sería como entrar en una nación de extraños. La mejor comparación que se me ocurre es el encuentro con una persona que se parece enormemente a otra que conoces. Todo el tiempo esperas que se comporte como ella; peor aún, tú mismo tienes la tendencia de actuar como lo harías con la otra persona. Te enfrentas a él con la máscara a la que está habituado, pero sus respuestas no son las correctas. Es una sensación desagradable. La personalidad es lo único que no podemos controlar en nuestras manipulaciones de la Sombra. De hecho, es lo que nos permite reconocernos frente a nuestros posibles dobles. Esta es la razón por la que Flora estuvo tanto tiempo indecisa en aquella Tierra de mi exilio: mi personalidad nueva era bastante diferente.

—Empiezo a comprenderlo —musitó—. No es únicamente Ámbar lo importante para vosotros. Es el lugar más todo lo demás.

—El lugar más todo lo demás… Eso es Ámbar —coincidí.

—Decís que vuestro odio murió con Eric y que vuestro deseo por el trono se ha reducido por la consideración de todo lo que aprendisteis.

—Así es.

—Creo que ya he descubierto qué es lo que os impulsa.

—El deseo de estabilidad es lo que me mueve —dije—, y algo de curiosidad… y la venganza contra nuestros enemigos…

—El deber —observó—. Por supuesto.

Bufé.

—Sería reconfortante adoptar esa idea —indiqué—. Sin embargo, no soy un hipócrita. Difícilmente puedo considerarme un solícito hijo de Ámbar o de Oberon.

—Vuestra voz indica con claridad que no deseáis que se os considere como tal.

Cerré los ojos, los cerré para unirme a ella en la oscuridad, para recordar por un breve instante el mundo donde las ondas de luz no son lo más importante. Entonces descubrí que tenía razón sobre el mensaje de mi voz. ¿Por qué me burlé tan firmemente de la idea del deber tan pronto como la sugirió?

Me gusta tanto como a cualquiera que me consideren una buena persona, pura y noble y de altos ideales, incluso cuando a veces no lo soy. ¿Qué me molestó cuando mencionó mi responsabilidad hacia Ámbar? Nada. ¿Entonces qué fue?

Papá.

Ya no le debía nada, y menos «deber». En última instancia, él era responsable del estado en que se encontraba el reino. Había traído al mundo a un buen número de príncipes sin designar un sucesor al trono. Se comportó de manera bastante arbitraria con nuestras madres y luego esperó nuestra devoción y apoyo. Cambió de favorito a su antojo y, de hecho, todo indicaba que nos predispuso al uno contra el otro. Y entonces se vio envuelto en algo que no pudo manejar y dejó el reino en un estado caótico. Bastante tiempo atrás Sigmund Freud me hizo renunciar a cualquier sentimiento normal y generalizado de animadversión hacia la unidad familiar. No tenía ningún problema en ese aspecto. Pero los hechos son otro asunto. No me desagradaba mi padre por el mero hecho de que no me hubiera dado ningún motivo para que me gustara; a decir verdad, pareció que se había esforzado en la otra dirección. Basta. Me di cuenta de que lo que me molestaba sobre la idea del deber era su representante.

—Tenéis razón —acepté, abriendo los ojos y contemplándola—, y me alegro de que me lo dijerais.

Me puse de pie.

—Dadme vuestra mano —pedí.

Extendió su mano derecha y yo la alcé hasta mis labios.

—Gracias —dije—. Ha sido un excelente almuerzo.

Di media vuelta y me dirigí hacia la puerta. Cuando volví a mirarla vi que se había ruborizado y que sonreía, y aún tenía la mano parcialmente levantada… entonces comprendí el cambio en Random.

—Que tengáis buena suerte —me dijo cuando oyó que mis pasos se detenían.

—… Y vos también —le deseé, marchándome rápidamente.

‡ ‡ ‡

Antes de aquella entrevista con Vialle, había planeado ver a Brand, pero ya no tenía tantas ganas. Por un lado, no quería encontrarme con él teniendo el cerebro tan embotado por la fatiga; y por otro, mi encuentro con Vialle había sido lo único agradable que me ocurriera en bastante tiempo, y deseaba que el recuerdo de esa velada no se viera empañado por nada.

Subí por las escaleras y caminé por el corredor hacia mis habitaciones, meditando, por supuesto, en la noche en que me apuñalaron mientras introducía la llave en la nueva cerradura. Cuando entré en el dormitorio, corrí las cortinas para ocultar la luz del atardecer y me desvestí, metiéndome en la cama. Como en otras ocasiones en que también estaba agotado, el sueño se negó a venir. Durante un buen rato di vueltas en la cama, reviviendo los acontecimientos de los últimos días y algunos mucho más lejanos. Cuando finalmente me quedé dormido, mis sueños fueron una amalgama de dichos recuerdos, incluyendo algunos momentos pasados en mi vieja celda, cuando contemplaba la puerta.

Todavía era de noche cuando desperté. Me sentía descansado. La tensión había desaparecido, y mis pensamientos surgían mucho más tranquilos. A pesar de todo, sentía una cierta ansiedad y excitación danzando en el fondo de mi cerebro. Era como una compulsión, una idea olvidada que…

¡Sí!

Me incorporé. Recogí mi ropa y me vestí. Me ceñí Grayswandir a la cintura. Doblé una manta y la coloqué bajo mi brazo. Por supuesto…

Tenía la mente despejada y mi costado ya no palpitaba. No sabía cuánto había dormido, y no valía la pena averiguarlo. Tenía algo mucho más importante que investigar, algo que se me debió haber ocurrido mucho tiempo atrás… que de hecho se me había ocurrido. Una vez lo pensé, pero la falta de tiempo y los acontecimientos me hicieron postergarlo. Hasta ahora.

Cerré la puerta de la habitación detrás de mí y me encaminé hacia las escaleras. Las velas parpadearon, y el descolorido ciervo que llevaba siglos muriendo en el tapiz a mi derecha miraba a los perros que llevaban el mismo tiempo persiguiéndolo. A veces mis simpatías están con el ciervo; sin embargo, casi siempre todo mi ser es un sabueso. Tengo que hacerlo restaurar un día de estos.

Bajo las escaleras. No escucho ningún sonido. Eso me indica que es tarde. Bien. Otro día y todavía estamos vivos. Tal vez incluso soy un poco más sabio. Lo suficientemente sabio para darme cuenta de que necesitamos saber mucho más. Pero todavía queda esperanza. Sí. Es algo que me faltaba cuando yacía en aquella maldita celda con las manos cubriéndome los ojos quemados, aullando. Vialle… Desearía haber podido hablar un poco con vos en aquellos días. Pero todo lo que sé lo aprendí en una escuela desagradable, y probablemente nadie me hubiera concedido vuestra gracia. Sin embargo… es difícil de saber. Siempre he tenido la impresión de que soy más sabueso que ciervo, más cazador que víctima. Vos me hubierais enseñado algo que mitigara la amargura, que aplacara el odio. ¿Acaso eso hubiera cambiado los acontecimientos? El odio murió con mi hermano y la amargura también había desaparecido… pero, mirando hacia atrás, me pregunto si hubiera podido resistir sin ellos. No estoy tan seguro de haber sobrevivido a mi encarcelamiento sin su desagradable compañía, que me devolvían a la vida y a la cordura una y otra vez. Ahora puedo permitirme el lujo de pensar ocasionalmente como un ciervo, pero entonces hubiera sido fatal. Sinceramente, no lo sé, amable señora, y dudo que alguna vez lo sepa.

La segunda planta estaba silenciosa. Llegan unos pocos ruidos de abajo. Dormid bien, señora. Doy la vuelta y sigo descendiendo. Me pregunté si Random había descubierto algo importante. Posiblemente no, de lo contrario él o Benedict ya se hubieran puesto en contacto conmigo. Tal vez estuvieran en apuros. Es ridículo ir en busca de los problemas. La realidad se presenta en su debido momento, y yo tenía más que suficiente entonces.

La planta baja.

—Will —saludé—. Rolf.

—Lord Corwin.

Los dos guardias se pusieron firmes al oír mis pasos. Sus rostros me indicaron que todo estaba en orden, pero lo pregunté para mantener la formalidad.

—Todo tranquilo, Señor. Todo tranquilo —replicó el oficial de mayor rango.

—Muy bien —dije, y continué mi camino, entrando en el comedor de mármol.

Funcionaría, estaba seguro, siempre y cuando el tiempo y la humedad no la hubieran borrado. Y entonces…

Entré en el largo corredor, donde las polvorientas paredes se ciernen sobre uno. Oscuridad, sombras, mis pasos…

Llegué a la puerta y la abrí, saliendo a la plataforma. Una vez más descendí aquel camino en espiral, una luz aquí, otra allí, hacia las cavernas de Kolvir. Random tenía razón. Si se eliminara todo hasta el nivel distante de aquella planta en la que me hallaba, habría un gran parecido entre lo que quedara y el lugar de aquel Patrón original que visitamos aquella mañana.

… Hacia abajo. Girando en medio de esa penumbra. El puesto de guardia iluminado por una antorcha aparecía teatralmente austero en su interior. Cuando terminé el descenso me dirigí hacia allí.

—Buenas noches, Lord Corwin —saludó la enjuta figura cadavérica que se apoyaba en una estantería, fumando su pipa al mismo tiempo que sonreía.

—Buenas noches, Roger. ¿Cómo están las cosas en el limbo?

—Una rata, un murciélago, una araña. Todo lo demás duerme. Tranquilo.

—¿Os gusta este puesto?

Asintió.

—Estoy escribiendo un romance filosófico salpicado con elementos de horror y morbo. Trabajo esas partes aquí abajo.

—Es lo más idóneo —dije—. Necesitaré una linterna.

Cogió una del estante y la encendió con la vela.

—¿Tendrá un final feliz? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Yo seré feliz.

—Lo que pregunto es si el bien triunfa y el héroe se lleva a la heroína a la cama. ¿O haces que muera todo el mundo?

—Eso no es muy correcto —comentó.

—No importa. Tal vez algún día la lea.

—Tal vez —dijo.

Cogí la linterna y me volví, encaminándome hacia una dirección que no había recorrido en mucho tiempo. Descubrí que aún oía los ecos en mi mente.

Después de un rato, llegué hasta el muro, vi el corredor adecuado y me adentré en él. Entonces sólo tuve que contar mis pasos. Mis pies conocían el camino.

La puerta de mi antigua celda estaba parcialmente entornada. Deposité la linterna en el suelo y con las dos manos la abrí por completo. Crujieron los goznes cuando la empujé. Luego alcé la linterna, manteniéndola en alto, y entré.

Mi piel se estremeció y mi estómago se cerró como un puño. Temblé. Tuve que frenar un fuerte impulso para no dar media vuelta y salir corriendo. No pensé que reaccionaría así. No quería apartarme de aquella pesada puerta reforzada con bordes de latón por miedo a que se cerrara detrás mío. Fue un instante cercano al más puro terror lo que la sucia celda me había provocado. Me obligué a concentrarme en los detalles… el agujero que había sido mi letrina, el ennegrecido lugar donde encendí el fuego aquel último día. Pasé la mano izquierda por la superficie interior de la puerta, localizando las marcas que dejara cuando arañaba con mi cuchara. Recordé cómo esa actividad había dejado mis manos. Me agaché y examiné la madera que había comido. No era tan profundo como me pareció entonces, no cuando se comparaba el surco con el espesor de la puerta. Me di cuenta cómo mi mente había exagerado los efectos de aquel débil esfuerzo. Me aparté y contemplé la pared.

Los trazos eran débiles. El polvo y la humedad poco a poco los habían borrado. Pero todavía se discernían los contornos del Faro de Cabra. La magia aún estaba ahí, esa fuerza que finalmente me había transportado a la libertad. La sentí sin necesidad de concentrarme en ella.

Me volví y miré la otra pared.

El dibujo que entonces contemplé había tenido menos suerte que el del Faro, aunque fue hecho con urgencia bajo la luz de mis últimos fósforos. Ni siquiera se distinguían todos los detalles, pero mis recuerdos aportaron algunos contornos que ahí eran difusos: era la vista de una especie de biblioteca, con un montón de libros a lo largo de las paredes y un escritorio en el fondo. Me pregunté si debía arriesgarme a limpiarlo.

Puse la linterna en el suelo, y me volví nuevamente al dibujo de la otra pared. Con un extremo de la manta, quité con suavidad algo de polvo que había en la base del Faro. El trazo se hizo más nítido. Lo limpié otra vez, ejerciendo más presión. Fue un error. Borré unos tres centímetros de su contorno. Di un paso atrás y arranqué una tira ancha del borde de la manta. Doblé lo que quedaba en una especie de almohadón y me senté. Lentamente, con cuidado, me puse a trabajar en el faro. Tenía que conseguir el punto exacto antes de intentarlo con el otro dibujo.

Media hora más tarde, me incorporé, estirándome, y luego le apliqué unos masajes a mis piernas hasta que desapareció el entumecimiento. Lo que quedaba del Faro estaba limpio. Lamentablemente, destruí el 20 por ciento del dibujo antes de penetrar en la textura de la pared y descubrir la presión exacta que podía ejercer. No pensé que mejoraría.

La linterna parpadeó cuando la moví. Estiré la manta y la sacudí, cortando un trozo limpio. Con el nuevo paño, me arrodillé ante el otro dibujo y comencé el trabajo.

Un rato después había limpiado lo que quedaba de él. No recordaba la calavera sobre el escritorio hasta que la descubrí después de limpiar ese trozo… y el ángulo de la pared más lejana, y aquella vela grande… Di unos pasos atrás. Sería arriesgado seguir frotando. Probablemente innecesario. Estaba todo lo bien que se podía esperar en ese entorno.

La linterna parpadeó otra vez. Maldiciendo a Roger por no haber mirado el nivel de kerosén, me puse de pie y coloqué la linterna a la altura del hombro izquierdo. Dejé mi mente en blanco salvo por la escena que tenía enfrente.

Ganó algo de perspectiva cuando la contemplé. Un momento más tarde, se volvió totalmente tridimensional, expandiéndose hasta que llenó todo mi campo de visión. Entonces me adelanté y deposité la linterna en un extremo del escritorio.

Observé el lugar. Las cuatro paredes estaban llenas de estantes para libros. Había dos puertas en la parte más lejana de la habitación, justo enfrente de la que tenía a mi espalda: una estaba cerrada y la otra entreabierta. Había una mesa pequeña y larga repleta de libros y papeles al lado de la puerta abierta. Extraños adornos ocupaban los espacios en los estantes y en los peculiares nichos y agujeros de las paredes: huesos, piedras, artesanía, tablas escritas, lentes, varillas, instrumentos de funciones desconocidas. La enorme alfombra parecía una Ardebil. Di un paso hacia el fondo de la habitación y la linterna volvió a vacilar. Me volví, cogiéndola. En ese momento, se apagó.

Maldiciendo, bajé la mano. Entonces di media vuelta, lentamente, y busqué cualquier posible fuente de luz. Algo parecido a una rama de coral brillaba pálidamente sobre una estantería en la otra punta de la habitación, y una pequeña línea de luz apareció debajo de la puerta cerrada. Dejé la linterna y crucé la habitación.

Abrí la puerta tan silenciosamente como pude. La habitación a la que daba estaba desierta: era un pequeño salón sin ventanas, ligeramente iluminado por las ascuas todavía humeantes que había en la chimenea. Las paredes de la sala eran de piedra y se arqueaban por encima de mí. El hogar posiblemente fuera un nicho natural en el muro a mi izquierda. Había una enorme puerta blindada en la pared más lejana que tenía una gran llave parcialmente girada.

Entré, cogiendo una vela de una mesa cercana, y me acerqué a la chimenea para encenderla. Cuando me arrodillé buscando una llama en los rescoldos, oí una suave pisada cerca de la puerta.

Al volverme, lo vi más allá del umbral. Medía aproximadamente un metro y medio y era jorobado. Su cabello y su barba estaban más largos de lo que recordaba. Dworkin vestía un camisón que le llegaba hasta los tobillos. Llevaba una lámpara de aceite y sus oscuros ojos escudriñaron la negra chimenea.

—Oberon —exclamó—. ¿Ha llegado la hora ya?

—¿A qué hora te refieres? —pregunté en voz baja.

Se rio entre dientes.

—¿A cuál crees? ¡La hora de destruir el mundo, por supuesto!