17. ¡Usted es Tsutomu!

A la mañana siguiente me despertó una llamada de Markoff.

“La comparecencia de Kevin en el tribunal es a las diez en punto”, dijo.

Miré el reloj y vi que ya eran más de las nueve. “Nos encontraremos en el vestíbulo en cuanto nos hayamos vestido”, le dije, mientras sacudía suavemente a Julia para despertarla, antes de descorrer las cortinas de la habitación del hotel y contemplar la húmeda mañana gris de Raleigh.

Markoff nos condujo al centro bajo una leve lluvia, y como me sentía un tanto aislado desde la ruptura de mi terminal RadioMail, decidí usar el teléfono móvil para revisar mi buzón de voz en San Diego. Increíble. Había un nuevo mensaje con aquel fingido acento asiático, y había sido enviado poco antes de las 7 de la mañana, hora de la costa Oeste, ocho horas completas después de la detención de Mitnick, pero mucho antes de que su captura hubiese sido anunciada por los medios de comunicación.

El mensaje era largo e inconexo, sin nada de la arrogancia ni las baladronadas que habíamos oído antes, sino pronunciado de forma tan agitada y rápida que en ocasiones el acento desaparecía por completo. Después de escucharlo, lo pasé dos veces más, primero poniéndole el auricular en la oreja a Julia y después a Markoff:

Hola, soy yo otra vez, Tsutomu, hijo mío. Sólo quería decirte… muy importante, muy importante. Todas esas llamadas telefónicas que recibiste con… mmm… haciendo referencia a películas de Kung Fu… nada que ver en absoluto con cuestiones informáticas. Sólo una… mmm… interesante pequeña llamada.

Ahora veo que esto se está volviendo demasiado grande, demasiado grande. Quiero decirte, hijo mío, que éstas no tienen absolutamente nada que ver con actividades informáticas. Sólo burlarse de las películas de Kung Fu. Eso es. Eso es.

Y haciendo referencia a… mmm… tratando de hacer una referencia a poner las películas de Kung Fu en… en una referencia informática. Eso es. Nada que ver con ningún Mitnick, con ataques, esas cosas, nada. Te digo que era sólo una llamada interesante eso… es. Todo coincidencia. Esto se está volviendo demasiado grande, y nada malo ha hecho nadie que dejara mensajes en tu buzón de voz. Sólo para que sepas. ¿Vale? Se está volviendo demasiado grande.”

Estábamos asombrados. “De modo que volvemos a las andadas”, dije. Me pregunté en voz alta dónde se escondería el amigo de Mitnick. Tenía curiosidad por saber si se habría ocultado aquí en Raleigh. ¿A quién habría llamado Mitnick en los minutos que trascurrieron antes de que les abriera la puerta a los del FBI? ¿Era éste el dueño del segundo teléfono móvil que había estado efectuando las llamadas de datos que el equipo de Quantico había estado persiguiendo?

Continuábamos hablando de este segundo misterio cuando entramos en el edificio federal. Se trataba simplemente de una vista preliminar, y la noticia de la detención de Mitnick no se había divulgado aún. Entramos en una pequeña sala de tribunal vacía y nos sentamos en la última de las tres cortas hileras de asientos que habían sido reservadas para el público. Era igual a todas las salas de tribunal del país, un recinto austero, sin ventanas y con el cielo raso muy alto.

Al poco rato Mitnick fue introducido en la sala desde una puerta al frente del recinto y a la derecha del estrado del juez por un fornido aguacil. Kevin no tenía aspecto de enfermo, pero tampoco se parecía en nada al obeso “hacker del lado oscuro” con gafas que una vez había aterrorizado a Los Ángeles. El que veíamos era un joven alto, ni grueso ni delgado, que usaba gafas de aro metálico y llevaba el cabello castaño suelto y largo hasta los hombros. Vestía un chándal gris oscuro, estaba esposado y con las piernas encadenadas.

Se detuvo un momento al reconocernos. Pareció perplejo, y abrió mucho los ojos.

“¡Usted es Tsutomu!” exclamó en tono de sorpresa, y a continuación miró al reportero que estaba a mi lado. “Y usted es Markoff”.

Los dos asentimos con la cabeza.

Tanto para Mitnick como para mí había quedado claro que aquello ya no era un juego. Yo había considerado la caza y captura como deporte, pero ahora era evidente que era absolutamente real y tenía consecuencias reales.

Después de varias semanas de seguir la pista de aquel hombre, de ver el daño causado por él, de ir comprendiendo que en la invasión de la intimidad de los demás y en el atropello de la propiedad intelectual de otros no era sólo inflexible y tenaz, sino además mezquino y vengativo, de una cosa estaba seguro sobre Kevin Mitnick: él no era en modo alguno el héroe de una película sobre cierto maltratado hacker informático cuyo único delito fuera la curiosidad. No había nada de heroico en leer el correo de otras personas y en robarles el software.

Lo condujeron a la mesa de los acusados y el juez Dixon entró en la sala. La vista terminó en menos de diez minutos. Todavía no le habían designado un defensor de oficio, así que Mitnick estuvo solo en aquella mesa, con el alguacil a su espalda. Yo tenía curiosidad por ver si continuaría con su comedia, pero cuando le preguntaron su nombre se identificó como Kevin David Mitnick. El espíritu de lucha lo había abandonado, y su cansancio era visible.

Mientras el juez le leía los cargos —fraude en telecomunicaciones, y fraude informático, cada uno penable hasta con quince años o más—, fue evidente que Mitnick empezaba a comprender lo que le esperaba. Aquel juego tenía penalizaciones reales. Con voz suave requirió permiso del tribunal para comunicarse con su abogado de California. El juez señaló que fueran cuales fuesen sus cuentas legales pendientes, el Tribunal del Distrito Este de Carolina del Norte se ocuparía de él primero. La audiencia preliminar fue fijada para dos días después, el viernes por la mañana.

Todo el asunto duró menos de diez minutos. Después que el juez se retiró, Markoff se encaminó a la reja que separa la galería para el público del resto del recinto. Julia y yo lo seguimos. Kevin se puso de pie y giró para mirarnos de frente.

Se irguió y se dirigió a mí. “Tsutomu, respeto su capacidad profesional”, dijo.

Yo le devolví la mirada e hice un movimiento de cabeza. No parecía haber mucho que decir. En nuestro enfrentamiento, él había perdido claramente.

Curiosamente, viéndolo marchar hacia su celda no me sentí ni bien ni mal, apenas vagamente satisfecho. La solución no era para mí plenamente inobjetable, y no porque compartiese la objeción de algunos que consideraban a Mitnick un inocente explorador del cyberespacio, sin siquiera el incentivo del provecho propio del empleado que delinque, sino porque él parecía en muchos aspectos un caso especial. Era la sexta vez que lo arrestaban. Sabía, ciertamente, lo que se jugaba, y yo no había captado la menor prueba de un propósito moral más elevado en sus actividades, o al menos una inocente curiosidad.

El alguacil empezaba a llevárselo cuando Markoff dijo, “Kevin, espero que las cosas marchen bien para ti”.

Mitnick pareció no haberle oído de entrada, pero luego se detuvo un instante y se volvió hacia nosotros. Después de hacer una leve señal de asentimiento con la cabeza, volvió a girarse y se lo llevaron.

Nosotros tres nos encaminamos al ascensor. Esta vez, Mitnick estaba más comprometido que nunca. Era reincidente en por lo menos dos delitos federales, y encima había violado la libertad condicional. Más de media docena de distritos federales y varios estados esperaban para formular cargos contra él.

Ninguno de nosotros podía imaginar la psicología de su obsesión. ¿Se tenía él mismo por el inocente voyeur que su amigo Eric Corley creía que era? ¿O estaba envuelto en su propia leyenda, viviendo una visión, inspirada en Robert Redford, de ser el último héroe americano fugitivo? ¿Era algún nuevo tipo de cyberadicto, como lo había considerado un juez federal en 1988? Yo había leído en alguna parte que los jugadores y los falsificadores de cheques exhiben un comportamiento similar: aun cuando se dan cuenta de que tarde o temprano perderán o serán cogidos, experimentan un irresistible deseo de seguir actuando hasta que fallen. Tal vez en algún recóndito lugar de su ser, Mitnick había sido hasta tal punto seducido por el juego, que aceptaba la misma fatal certidumbre de que tarde o temprano sería apresado. No había modo de saberlo.

Después regresamos al Sheraton. Markoff se fue a preparar su reportaje para el New York Times del jueves, en tanto que Julia y yo pasamos en la habitación del hotel el resto del día, en buena parte telefoneando a Andrew, a la gente de la Well y la Netcom, y a otros administradores de sistemas alrededor de Internet cuyas redes podrían haber sido comprometidas por Mitnick. Esa noche, a eso de las 9, Markoff, Julia y yo volvimos a la central de Sprint y esperamos hasta que Murph y Joe pudieron salir a cenar. Cuando acabaron su turno era tarde, y estuvimos un buen rato dando vueltas antes de encontrar un sitio donde comer.

Cuando al día siguiente me desperté, descubrí que el verdadero caos había empezado. El arresto de Kevin Mitnick era la gran noticia, y el diluvio periodístico había empezado con ganas. Esa mañana descubrí asimismo un último mensaje del interlocutor misterioso. Lo había dejado en el buzón de voz de mi despacho a las 7:23 de la tarde, hora de San Diego, la noche anterior, con una voz llena de urgencia:

Tsutomu, amigo mío. Sólo quiero decir… quiero reiterar que es una gran broma. Es grande, se burla de las películas de Kung Fu, no tiene nada que ver con violación de ordenadores, Mitnick, nada! Díselo a ellos, no hagas que vengan a por mí. No, no salgas volando a venir a por mí. No valgo la pena… sólo me burlo de las películas de Kung Fu. Eso es todo. Gracias.

El juego había terminado de veras.