Julia dio conmigo.
Había llegado las 8:30 de la mañana al Sheraton, en cuya recepción yo había dejado instrucciones para que cuando ella se presentase le proporcionaran una llave. Yo dormía cuando entró sin hacer ruido en mi habitación de la cuarta planta, pero me sentí muy feliz al ser despertado suavemente por ella. Estaba exhausto, pero encantado de verla, y nos abrazamos.
“¿Descubriste algo anoche?”, me preguntó.
Le conté que casi con seguridad habíamos encontrado a Kevin, pero al relatarle con detalle nuestra investigación, mi frustración con el FBI no tardó en reaparecer. “Es increíble”, dije. “Esos tipos van a permitir otra vez que se les escurra de entre los dedos”.
Pero vi que también Julia estaba agotada. “¿Qué tal el fin de semana?”, le pregunté.
“Sorprendentemente, como la seda”, murmuró. “Hacía muchísimo tiempo que no nos comunicábamos de una forma tan clara”. Hizo una pausa. “Fue realmente duro”, continuó por fin, “pero estuvimos de acuerdo en que la separación es lo más razonable”.
Se metió en la cama y no tardamos en quedar los dos profundamente dormidos.
Dos horas más tarde, cuando desperté, mi mente volvió inmediatamente al caso y me puse a hacer llamadas telefónicas.
La primera fue a Washington, con Levord Burns, que me dijo que planeaba venir a Raleigh más tarde ese mismo día. “Por fin, pensé, el FBI entra en acción”. Le pregunté si pensaba contar con un equipo que pudiera vigilar el complejo de apartamentos.
“No, Tsutomu, soy yo solo”, replicó, en el tono de quien se mueve a su aire sin preocuparse de lo que ocurre a su alrededor. “Partiré dentro de dos o tres horas”.
Su aparente desinterés me resultaba sencillamente inaceptable. En realidad consideraba a Levord no tanto como un problema, sino como un síntoma de la actitud cansina del FBI, de modo que en cuanto colgó resolví llevar mis quejas a un nivel más alto.
Kent Walker, en San Francisco, me aseguró una vez más que seguía en el caso y que la ayuda estaba en camino. Yo diría que él también estaba impaciente con la lentitud de esta cacería ahora que nos hallábamos tan cerca del objetivo. Dijo que hablaría con John Bowler, un ayudante de la oficina del procurador general en Raleigh, para ver si podía interesarse en el caso, y también me prometió presionar al FBI, aunque ambos sabíamos que no podía hacer demasiado desde el otro extremo del país.
A continuación telefoneé a Marty Stansell-Gamm, la fiscal del Departamento de Justicia que se había mostrado tan bien dispuesta en la conferencia CMAD en Sonoma, y la puse en antecedentes. “¡Éste es precisamente el principal motivo por el cual nunca me molesté en acudir al FBI!”, terminé diciendo.
“¿Con quién ha estado tratando?”, preguntó ella.
“Con Levord Burns”.
“Oh, le comprendo”, dijo, “siempre que se habla con él da la impresión de estar medio dormido”.
“Tal vez sea porque siempre le estamos despertando en mitad de la noche”, contesté. Le conté que nuestra necesidad más perentoria era contar con un equipo Triggerfish en el lugar para poder determinar precisamente la ubicación de Mitnick. Marty me aseguró que haría lo que pudiese.
Julia se había levantado, recuperada sólo en parte de su noche de viaje, pero tan hambrienta como yo. A eso de las 2 bajamos a reunimos con Markoff en el restaurante del Sheraton. No tenía pinta de ser el más incitante lugar para comer, pero como estábamos a menos de cinco kilómetros del apartamento de Kevin Mitnick, y habiendo salido mi foto en todos los periódicos y revistas del país, no podía arriesgarme a ir a un sitio donde él pudiera verme. Y puesto que la foto de Markoff había aparecido en la solapa de Cyberpunk, había motivo para suponer que Mitnick pudiese reconocerlo también a él. De la poco inspirada carta, Julia escogió un sandwich de pan blanco, yo me arriesgué con un queso a la parrilla y lo que pareció ser una sopa de verduras sacada directamente de la lata, y Markoff se las arregló con un sandwich de pechuga de pollo. Él estaba más ansioso de administrarse su dosis diaria de noticias repasando el Times y The Wall Street Journal que en la comida. Julia y yo estábamos mordisqueando la nuestra y charlando distraídamente, cuando sonó mi busca. Era Mark Seiden en Internex.
“¿Qué pasa?”, preguntó Seiden cuando lo llamé desde la cabina telefónica del vestíbulo. “La limpieza está terminada de este lado, pero parece que Mitnick todavía anda suelto”.
“¿Cómo?”, atiné a decir.
Seiden me explicó que la noche anterior lo había llamado Andrew diciéndole que, puesto que Mitnick estaba a punto de ser aprehendido, él tenía que empezar a limpiar y asegurar los ordenadores de Internex.
“¡Joder!”, exploté. “El FBI no está todavía ni cerca de agarrar a Kevin. ¿Y si lo espantamos?”.
Daba la impresión de que ya lo habíamos hecho. Seiden contó que después de haber realizado concienzudamente una operación de clausura de las puertas secretas de Mitnick, Kevin había retornado por una que a Mark se le había pasado y había empezado a hacer travesuras, incluyendo un intento de excluir a Seiden de su propia cuenta. Después, en lo que tenía visos de ser una provocación deliberada, había depositado un archivo de 140 megabytes llamado japboy que era una copia de un archivo mío con el que Bruce Koball había tropezado hacía unas semanas en la Well.
“No tengo idea de por qué Andrew le dijo que empezara a limpiar”, dije yo, incrédulo.
Seiden, que es un profesional de la seguridad informática, estaba irritado por haber sido inducido a cometer un error. “Es la última vez que recibo órdenes de Andrew”, masculló. Convinimos en que ahora su tarea era reanudar la vigilancia de las actividades de Mitnick en Internex para calcular el alcance actual de sus sospechas. Seiden continuaba indignado cuando terminamos la conversación.
Yo marqué el número de Andrew. “¿Qué demonios está pasando?”
“Lo siento, la jodí”, dijo Andrew, que supo inmediatamente de qué le estaba hablando. Se daba cuenta de que había entendido mal mi mensaje cuando yo lo había llamado la noche anterior, y de que se había precipitado con Seiden. Era una caso de exceso de cansancio y optimismo exagerado.
“Mira”, le dije, “estamos realmente cerca de coger a Mitnick, pero aún no lo hemos cogido, y puede que ahora hayamos estropeado todo el asunto”. Le indiqué que se pusiera a vigilar la Netcom en busca de señales de que Mitnick hubiera detectado nuestras operaciones allí, y que más tarde me informara.
Cuando volví a la mesa del restaurante meneando la cabeza, le conté a Julia y a Markoff lo que había ocurrido. “Es una lástima una metedura de pata como ésta estando tan cerca”, comenté.
Podría resultar que localizar a Mitnick, al parecer, hubiera sido mucho más sencillo que cogerle efectivamente.
Con varias horas todavía pendientes para la llegada de Levord, regresamos a nuestras habitaciones, donde Julia volvió a dormirse, mientras yo empezaba a utilizar el teléfono acuciado por una renovada sensación de urgencia.
Mis esfuerzos no tardaron en ser recompensados con una buena noticia: Marty Stansell-Gamm me dijo que la División de Servicios Técnicos del FBI en Quantico estaba despachando un equipo de vigilancia formado por dos hombres con una unidad Triggerfish de localización de ondas, que llegaría a Raleigh esa noche. Me dio el número del SkyPager de uno de los agentes, y al poco rato me puse en comunicación con él y su compañero.
Como suele ser el caso con los técnicos especialistas de la autoridad, los dos agentes estaban más interesados en formular preguntas que en contestarlas. Intentaban determinar qué elementos llevar consigo, y una de las cosas que quisieron saber fue si las células de Cellular One o de Sprint soportaban NAMPS, una tecnología analógica de telefonía móvil capaz de duplicar la capacidad de una célula sede estrechando la banda de frecuencia que utiliza cada teléfono. Las empresas celulares que emplean NAMPS suelen compensar al usuario con tarifas menores como contribución al mantenimiento del espectro de frecuencia, pero la utilización del sistema requiere un teléfono especial, y su comprobación regular exige un equipamiento especial del que ellas carecen. Le dije al agente que Joe Orsak había desconectado NAMPS en la célula 19 la noche anterior y que yo creía que la sede de Cellular One no contaba con esa tecnología. Antes de colgar los puse en comunicación con la gente de Sprint, que podría proporcionarles información más detallada sobre las células base con las que iban a encontrarse.
Poco después de las 5 de la tarde hablé con Levord, que acababa de llegar a la oficina del FBI en Raleigh. Estaba intentando encontrar alojamiento para él y el equipo de Quantico, de cuya inminente llegada se había enterado, y parecía irritado por tener que hacer de agente de viajes.
“¿Por qué tiene que encargarse de eso usted, Levord?”, dije para expresarle mi comprensión.
Él no me contestó.
Sin revelarle que un error cometido por nosotros era el motivo de que me sintiese más nervioso que nunca, le manifesté mi impresión de que, si iba a haber un asedio y una detención, necesitaríamos un equipo de agentes mucho más numeroso.
“No vamos a tener más agentes esta noche”, declaró, como quien dice algo obvio.
“Vea, tenemos que estar listos para movernos esta noche”, argüí yo, pero él no parecía dispuesto a hacer nada a menos que la situación estuviese bajo su control. No obstante, convinimos en reunimos a las 8 en la oficina de conmutación de la Sprint, donde podríamos recoger a Murph y a Orsak e ir a cenar por allí cerca mientras esperábamos a los dos agentes de Quantico.
A las 7:30, cuando Julia y yo nos disponíamos a abandonar el hotel, llamó Seiden, que parecía preocupado. Hacía menos de una hora, Mitnick había vuelto a Internex, y era evidente que sabía que se tramaba algo. “Parece que ha agregado una cuenta llamada Nancy, ha borrado Bob y ha cambiado un montón de contraseñas, incluyendo la mía y la de raíz”, dijo Seiden. “Parece una venganza. Se está poniendo destructivo”. Y, en un despliegue de malicia, Mitnick había hecho accesible a cualquiera la cuenta de Markoff en Internet.
Cuando llamé a Andrew para comprobarlo, me dijo que él también había observado la sesión de Mitnick en Internex, y que su actitud denotaba un claro recelo. Después de abandonar Internex, Mitnick había ido a comprobar su puerta trasera en Netcomsv, que John Hoffman había clausurado el viernes. Era sólo una de las diversas formas de entrada de Mitnick en Netcom, pero al encontrarla cerrada se había puesto verdaderamente en guardia.
Su siguiente paso, según Andrew, fue dirigirse directamente a otra dirección de Internet que no le habíamos visto utilizar antes, operado por la Community News Service en Colorado Springs, donde tenía guardada una copia de test1. Ése era el programa que le permitía utilizar Netcom como base de operaciones sin dejar rastro. Al parecer Mitnick recuperó aquella nueva copia de test1 para compararla con la que ya había escondido en Netcom, presumiblemente para ver si nosotros habíamos alterado la versión para que ya no pudiera ocultar sus huellas. Comparando ambas copias, encontró la versión de Netcom intacta. Estaba usando una cuenta llamada Wendy, con una contraseña “fuckjkt”.
“¿Quién es jkt?”, preguntó Andrew.
“No tengo ni idea”, dije en tono impaciente.
Andrew describió seguidamente una serie de acciones que en Mitnick eran de rutina, lo cual nos indicó que una vez que hubo verificado que su copia de test1 no había sido alterada, empezó a tranquilizarse, quizá por llegar a la conclusión de que lo de la puerta secreta clausurada era una casualidad, sin relación alguna con sus problemas en Internex. Al menos eso esperábamos: a aquella altura de la partida se estaba volviendo difícil decir qué era calculado y qué era mera coincidencia. Unos minutos después, Mitnick había retornado a Internex y Andrew abandonó la vigilancia. Seguro que estaba tratando de ver si había sido detectado, y en tal caso, dónde.
“Sigue en actividad, así que está bien”, le dije a Andrew. “Pero tiene sospechas. Eso es precisamente lo que menos falta nos hace. Después de haber conseguido traer aquí al equipo con el Triggerfish, sería verdaderamente engorroso que él estuviera una semana sin presentarse”.
Markoff tenía dudas sobre si acompañarnos a Julia y a mí a la oficina de Sprint. Estaba seguro de que cuando los del FBI descubrieran en la escena a un periodista del New York Times se pondrían quisquillosos.
“No te preocupes”, le dije. “Diles sólo que eres de nuestro equipo”.
“De ninguna manera voy a mentirles”, replicó él. “Ese tipo de cosas siempre te explota en la cara”. Pero no estaba dispuesto a perder su reportaje, así que decidió venir con nosotros, aunque en su propio coche por si en algún momento tenía que largarse.
Mientras iba con Julia en mi Geo Metro alquilado, recibí un mensaje en el busca desde un número local que no reconocí. Cuando llamé, descubrí que era el teléfono privado de John Bowler, el fiscal adjunto a quien Kent Walker había prometido llamar.
“Kent dice que necesita usted ayuda”, dijo Bowler. “¿En qué puedo serle útil?”.
“Estoy en un teléfono móvil”, le advertí.
“Ah, vale”.
“Hay alguien que viene de Washington”, dije.
“Dígale que me llame”, replicó Bowler, y rápidamente cortamos.
Joe Orsak y Murph nos estaban esperando en la oficina de Sprint con un tercer técnico que era todavía más grande que ellos: Fred Backhaus, un hombre fornido con la barba descuidada, el cabello recogido en una cola de caballo y chaleco de motociclista. A pesar de su aspecto de Ángel del Infierno, resultó ser tan afable y amistoso como los otros, y los tres estaban ansiosos por participar en la cacería. Hablamos un rato de teléfonos móviles, hasta que llegó Levord Burns.
El agente especial Burns era un negro atlético con un corte de pelo militar, y a mi juicio al final de la treintena. El bien cortado traje gris, la camisa blanca bien planchada, el reloj tipo Rolex y los zapatos negros de ejecutivo no le habrían dejado fuera de lugar en Wall Street. Pero el gran Ford Crown Victoria, con su ominosa antena de látigo, era inconfundiblemente un coche policial: un coche policial con matrícula de Virginia. “Cuidado, Kevin, pensé, los Federales andan por la ciudad”.
Los tres ingenieros y yo nos presentamos, y yo le di a Levord el mensaje de que llamase a John Bowler a la oficina local del fiscal. Él asintió con aire indiferente, no muy feliz de tener todavía otra persona a quien rendir cuentas.
Burns nos dijo que sus jefes en Washington le habían ordenado traer un juego de teléfonos Clipper, el nuevo dispositivo estándar del Gobierno para mantener una conversación codificada digitalmente a través de una línea telefónica normal. Estaban en el maletero del coche. “En rigor, son inútiles a menos que se hable con alguien que tenga uno al otro extremo de la línea”, dijo, con una mueca de fastidio.
“El maletero es un buen sitio donde dejarlos”, asentí. Después de todo, podía resultar que Levord fuese un buen tipo.
Antes de abandonar el aparcamiento de la Sprint se lo presenté a Julia y a Markoff, empleando únicamente sus nombres de pila. Levord no hizo preguntas, y yo prescindí de explicaciones.
Fuimos en tres coches a Ragazzi’s, un restaurante italiano a unos dos kilómetros del conmutador de Sprint. Cuando nos sentamos todos a una larga mesa, noté que Markoff elegía el asiento más alejado del agente especial Burns.
El restaurante estaba adornado con botellas de Chianti y ristras de ajo, pero las paneras eran de plástico. Y en tanto que los palitos de pan eran frescos, la ensalada resultó ser estrictamente congelada. Durante la cena Levord comentó que el FBI en esos momentos rastreaba de forma rutinaria las llamadas de teléfono móvil durante las investigaciones. Reconoció que habitualmente vigilaban a personas que no sabían nada sobre la tecnología que ellos estaban utilizando, y no a tipos que lo sabían todo sobre la telefonía móvil, como Kevin Mitnick. Oyéndole hablar de su trabajo, quedaba claro que Levord Burns era un tío abrumado por sus ocupaciones. “Este tipo de viajes implica bastante presión sobre la vida familiar. Mi esposa está embarazada, y a mí no se me ve mucho por casa”.
Los de Sprint lo imitaron hablándonos de su trabajo y nos dieron más detalles sobre las llamadas fraudulentas que habían desmantelado. La redada había tenido lugar en la vivienda de una granja cuyo salón no tenía muebles, sino un montón de teléfonos celulares por el suelo. La conversación derivó hacia el fraude telefónico en general, y Markoff hizo un relato de parte de la historia de Kevin en la manipulación del sistema telefónico, y de cómo lo habían visto por última vez saliendo a la carrera de una tienda de fotocopias en Los Ángeles.
En un momento dado, Levord fue a una cabina telefónica a responder a varias llamadas de su busca. En su ausencia pasamos al tema de la capacidad de Mitnick para sonsacar información, y yo traje a colación su intento de hacerlo conmigo en Los Álamos.
“Nosotros tuvimos un problema como ése en el último par de semanas”, dijo Murph, sorprendido. “Alguien llamó a uno de nuestros encargados de mercadotecnia fingiéndose empleado de Sprint y consiguió sonsacarle varios pares MIN-ESN”.
“¿No recuerdas qué nombre dio el tío?”.
Murph se volvió hacia Joe. “¿Te acuerdas tú?” Ninguno de los dos lo recordaba.
“¿Sería Brian Reid?”, aventuré.
“Ajá, ése era”, dijo Joe.
“¡Kevin!”, exclamamos al unísono Markoff y yo.
¡Qué apego a los hábitos, seguir utilizando el mismo nombre que había empleado conmigo varios años antes! El verdadero Brian Reid era ahora un directivo de la DEC en el negocio de las conexiones de redes de Internet.
Los técnicos de la Sprint quedaron visiblemente afectados al enterarse de que Kevin había robado información de su empresa. No era culpa suya, pero para ellos constituía una cuestión de honor estar a cargo de una empresa segura, y les irritaba el error de un colega.
Cuanto más se centraba en Mitnick la conversación, más nervioso me ponía yo. Si nuestra seguridad operativa fuera buena, no habríamos estado sosteniendo una conversación como aquella en un restaurante público. Miré detrás de mí y vi en un reservado próximo a una pareja con aspecto de americanos corrientes visiblemente interesada en nosotros. Eso aumentó mi inquietud. Empecé a hacerles preguntas técnicas a los de la Sprint, para encaminar la charla en otra dirección.
Hacía menos de veinte minutos que habíamos vuelto de la cena cuando por fin el equipo de dos hombres de Quantico se presentó en la oficina de la central, conduciendo una vieja camioneta cargada de equipo.
Más que Hombres G, se parecían a Simon y Garfunkel. Uno era alto, de complexión más bien liviana, y el otro era bajo, con la nariz y las orejas carnosas. Ambos parecían andar por los cuarenta, tenían una pinta ligeramente descuidada —de académico rural, con algo de caballerizo—, y el bajo llevaba el tipo de gorra preferido por los británicos que conducen coches deportivos.
Una vez efectuadas las presentaciones, resolvimos que el mejor plan sería utilizar la furgoneta familiar blanca de Fred Backhaus para transportar al equipo y sus elementos de búsqueda direccional. Cuando ellos empezaron a descargar la camioneta, Levord fue a cambiarse a la sala de descanso, de la que salió con ropa de trabajo y con gorra de béisbol, un atuendo que le hacía parecer un pintor de casas, aunque un pintor algo grueso de cintura, gracias a la faja protectora que llevaba debajo.
Yo me ofrecí para ir con ellos, pues ninguno de los dos tenía la menor idea de cómo era realmente el terreno. Levord me miró con atención, y en su estilo lento e inexpresivo, dijo: “Tsutomu, no cabe en forma alguna que venga con nosotros. Su foto ha aparecido por todas partes. Si él lo ve y lo reconoce, desaparecerá”.
Yo insistí. “Vean”, argumenté, aun sabiendo que no me estaba haciendo simpático con ninguno de ellos, “tengo que ir con ustedes. Hemos prometido a un montón de gente del mundo informático que velaríamos por ellos. Nadie sabe cómo podría reaccionar Mitnick. Si hace alguna faena antes de que ustedes lo cojan, necesito ver qué hay en su ordenador para poder decirle a mi gente cómo contrarrestarlo. Hasta ese momento puedo mantenerme al margen”.
Levord no se inmutó. “Esta noche no va a pasar nada”. Capté el mensaje de que no iba a quererme cerca aun cuando creyese que algo pasaría. Sospeché que toda aquella tecnología que no entendía lo intimidaba, además de no querer llevarse la culpa si yo me asustaba en una persecución o un tiroteo.
Los del equipo de Quantico sí me hablaron un poco sobre la tecnología que habían traído en la camioneta, en particular sobre algo llamado un simulador de emplazamiento de célula, que estaba embalado en un gran baúl de viaje. El simulador era un dispositivo utilizado normalmente por los técnicos para comprobar el funcionamiento de los teléfonos móviles, pero también podía emplearse para llamar al teléfono celular de Mitnick sin hacerlo sonar, siempre que lo tuviese encendido pero no efectivamente en uso. El teléfono actuaría entonces como un transmisor que ellos podrían localizar con la antena direccional Triggerfish.
Por ingeniosa que sonara la técnica, yo señalé que sería arriesgado utilizarla con Mitnick. “Están ustedes tratando con alguien que posee el código fuente para toda clase de teléfonos celulares”, dije. “Podría detectarlo”.
Ellos concedieron que podría no valer la pena arriesgarse, aunque añadiendo sin enunciarlo un “Vete de aquí, chaval, que estás molestando”. No creo que les gustase la idea de tratar con un civil, especialmente con uno que estaba en condiciones de entender de todo lo relacionado con sus técnicas.
En ese momento Backhaus ya había arrimado la parte posterior de la furgoneta a la puerta principal del edificio de la Sprint, y los agentes iniciaron un ir y venir entre la camioneta y la furgoneta, instalando su equipo. El localizador direccional Triggerfish, una caja rectangular de elementos electrónicos de cerca de medio metro de alto, controlado por un ordenador portátil Macintosh Powerbook, fue colocado en el centro del asiento trasero de la furgoneta. Por uno de los agentes, que estaba instalado en la furgoneta calibrando la unidad, logré saber que Triggerfish era un receptor de cinco canales, capaz de controlar simultáneamente ambos extremos de una conversación. A continuación tendieron un cable coaxial negro entre la ventanilla de la furgoneta y la antena direccional que habían colocado en el techo. Ésta constaba de una base negra de unos 30 centímetros cuadrados y varios de espesor, que sostenía cuatro extensas astas de antena plateadas, cada una de las cuales se alzaba hasta cerca de 30 centímetros hacia el cielo.
Aquel aparato no parecía en absoluto disimulable, y yo hice notar nuevamente que no se enfrentaban a un vendedor de cocaína técnicamente analfabeto. “Este individuo es desconfiado, y se sabe que ha utilizado escáners para detectar a la policía antes de ahora”, dije. “Ha interceptado incluso las comunicaciones del FBI”.
Ahora no querían hablar conmigo para nada, pero yo no iba a ceder. “No, esto es ridículo”, dije. “Ustedes van a aparcar allí fuera, y el tío no es estúpido. Estoy seguro de que sabe qué aspecto tiene una antena direccional”.
No se convencieron. “No es tan visible”, replicó el más bajo.
Lo miré con tristeza. “¿No pueden ponerla adentro?”.
“No, eso perjudicaría el rendimiento”, dijo el más alto.
“¿Por qué no la cubrimos con una caja?”, sugirió Murph.
“No, eso sería demasiado evidente”, dijo el otro.
Miré otra vez al techo de la furgoneta, que tenía dos barras paralelas que iban de un costado al otro, a la manera de una baca. Lo que necesitábamos era una caja que pareciese hecha para ser transportada allí.
“Un momento”, les dije. “Murph, tú tienes tubos fluorescentes. ¿Te queda alguna de esas cajas en las que vienen?”.
Tuvimos suerte, estaban en un armario del cuarto de recambios frente a la sala principal del centro de conmutación. Regresamos con una caja de dos metros y medio de largo que se podía amarrar a lo alto de la furgoneta. Le hice un agujero para que pudiera colocarse encima de la antena, ocultándola por completo en caso de que Mitnick estuviera en un apartamento de la planta superior y pudiese ver la furgoneta desde arriba.
Cuando terminamos el arreglo, la furgoneta parecía el irreprochable vehículo de un electricista. Yo estaba seguro de que los agentes habían aceptado lo del camuflaje sobre todo para contentarme, pero tuvieron que admitir que el disfraz funcionaba estupendamente.
Era cerca de medianoche cuando los tres agentes del FBI estuvieron preparados para salir.
“¿Y qué hacemos si le vemos fuera del apartamento?”, preguntó uno de los del equipo de Quantico. Parecía posible que Mitnick frecuentase las tiendas del centro comercial que quedaba enfrente de los apartamentos. “¿Le cogemos?”.
“Es un violador de la libertad condicional, de modo que podemos detenerle”, dijo Levord, “pero ¿alguno de ustedes lo reconocería al verle?”. Las fotos que teníamos todos eran viejas, y los documentos del FBI indicaban que su peso había variado.
Resolvimos que parecía improbable que esa noche fueran más allá de identificar cuál era su apartamento, de modo que el equipo de Quantico partió con Orsak y Backhaus, mientras Joe y Levord los seguían en mi alquilado Geo verde, que les pareció el vehículo menos sospechoso de nuestra flota. Levord dijo que harían un rápido reconocimiento y regresarían enseguida.
Mientras esperábamos, Murph nos llevó a recorrer la central, una construcción sin ventanas llena de elementos muy semejantes a las unidades centrales de proceso de los ordenadores, estanterías con baterías del tamaño de impresoras y equipo generador de emergencia. Después nos pusimos a esperar, primero contando los minutos y después, con ansiedad creciente, las horas.
Una pequeña cantina frente al centro de operaciones principal nos proporcionó un lugar donde sentamos, y matamos el tiempo comiendo galletitas y bebiendo refrescos de una pequeña nevera. Un cartelito escrito a mano indicaba los precios de las distintas bebidas, incluyendo Gatorade, del cual desgraciadamente no quedaba. El pago se basaba en la confianza, y el gran tarro que habían colocado a ese fin se fue llenando lentamente con nuestros dólares. Para mantenerme ocupado, me leí todas las notas importantes del boletín mural, incluido un recorte de periódico sobre el desmantelamiento del locutorio telefónico celular en la granja en el que habían intervenido Murph y Joe.
Markoff y Julia empezaron a jugar con el HP 100 que formaba parte de mi terminal RadioMail. En cierto momento Markoff puso en marcha un programa destinado a editar iconos para el interfaz del usuario del dispositivo, lo cual no se sabe cómo hizo que el ordenador dejase de repente de funcionar, corrompiendo todo mi software de comunicaciones inalámbricas.
Grrrrr.
Markoff se disculpó profusamente, pero el sistema de comunicaciones del ordenador estaba completamente muerto. Recordé que todos los archivos de seguridad estaban a salvo en San Diego, donde ahora no me servían de mucho, y eso me trajo a la memoria una cita que leí una vez, de alguien que no recuerdo: “El destino se enamora del que es eficiente”.
Mitnick no estaba utilizando el sistema Sprint. Y si bien podíamos descubrir si estaba activo en Cellular One mediante periódicas llamadas a Gary Whitman, un ingeniero de esa empresa que vigilaba el emplazamiento celular desde la base, en cambio no podíamos seguir las llamadas de Mitnick tan de cerca como habríamos podido si fueran procesadas a través del conmutador del edificio en el cual estábamos instalados.
A eso de las 3 de la mañana envié un mensaje al busca de Joe Orsak. Me llamó rápidamente pero no pudo decirme gran cosa, aparte de que estaba llamando desde una de las cabinas públicas en el centro comercial que estaba en Duraleigh Road frente al complejo de apartamentos.
Le pedí que hiciera venir al teléfono a uno de los agentes del FBI. Al cabo de un par de minutos se puso uno de ellos y, sin esperar a oír qué quería yo, preguntó furioso: “¿Quién es ese tipo de nombre John que está con usted?”.
“Es un escritor”, le expliqué.
“¿Qué escribe?”.
“Es un escritor. Escribe libros”.
“¿Escribe alguna otra cosa?”.
“Montones”. Pensé que comprendía su problema: se vería en un grave aprieto ante sus superiores si hubiera dejado a sabiendas que un reportero de periódico observase las actividades del equipo. Yo intentaba proporcionarle la opción de una negativa creíble, pero él insistía.
“No será John Markoff, el reportero del New York Times, ¿verdad?”.
“Sí, es él”, tuve que admitir.
“¿Y fue el que escribió ese libro sobre los hackers?
“Sí. Cyberpunk. El libro sobre Kevin Mitnick. Es nuestro experto en Mitnick”.
Ahora estaba realmente furioso. “¿Y por qué está aquí? ¿Por qué ha venido?”, preguntó. “¡Está usted poniendo en peligro la operación! ¡Los periodistas no están autorizados para intervenir en las actividades del FBI! ¡Usted me mintió!”.
“No”, respondí. “No le mentí. Usted no me preguntó quién era”.
Mi explicación no lo satisfizo, y colgó.
Markoff había oído la conversación a mi lado y decidió que era el momento de emprender una rápida y elegante retirada. La noche anterior había dejado absolutamente en claro su identidad ante Murph y Joe, incluso habían intercambiado tarjetas profesionales, y al parecer uno de ellos se lo había mencionado a los del FBI.
“No quiero que me pesquen en medio de esto y tener que explicarle mi presencia a un agente del FBI”, dijo Markoff antes de partir hacia el Sheraton.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, a eso de las 5 de la mañana, Levord Burns regresó con Joe Orsak.
Levord, esta vez sin su habitual lentitud, entró como una tromba y se encaró conmigo en cuanto me vio. “Vea, usted me ha estado haciendo perder el tiempo, y ahora descubro que tiene a ese reportero del New York Times siguiéndonos. ¿Qué significa esto?”.
“Vamos a hablar”, dije. Vi que tenía que bajarle los humos a Levord y pensé que no le haría ningún favor arremeter contra mí delante de Murph, Joe y Julia. Le hice una seña indicándole el depósito de materiales.
Cerramos la puerta detrás nuestro y Levord se puso a medir la habitación a grandes pasos. “¿Qué se propone?”, dijo. “¿Cuál es su programa?”.
Le dije que no estaba intentando lograr notoriedad trayendo conmigo a un periodista, sino que simplemente me apoyaba en un amigo de confianza, que hacía años que escribía sobre Mitnick y tenía un cierto conocimiento de sus hábitos y motivaciones.
Estaba claro que yo había chocado con la obsesión del FBI por la seguridad operacional, compartida por Levord, quien me hizo saber que a los agentes de Quantico les aterrorizaba que los secretos de sus procedimientos de seguimiento y vigilancia fueran a aparecer en un artículo del New York Times. Ellos iban a tener que informar del encuentro a sus superiores, y eso no les hacía ninguna gracia. Aunque parecía exhausto, Burns me dio una conferencia de veinte minutos sobre los protocolos específicos del Bureau acerca de las relaciones con la prensa, y dijo que muchos habían sido violados por nosotros.
“¿No irá Markoff a advertir a Mitnick, para que pueda escapar y así él tener un reportaje mejor?”.
“Ni hablar”, le aseguré. Era obvio que, como periodista, Markoff estaba aquí porque iba a haber material para un buen reportaje, pero el mejor posible sería el del apresamiento de Mitnick. De modo que los intereses de Markoff y de Levord eran del todo coincidentes, y así se lo expliqué a este último.
“¿Por qué no me lo presentó como periodista? ¿Por qué no jugó limpio conmigo?”.
“Usted no me lo preguntó”, repliqué.
“¿Dónde está él ahora?”.
“Se volvió al hotel”.
Finalmente, cuando la irritación de Levord pareció haber amainado, le pregunté si había localizado la ubicación de Mitnick.
“Estamos cerca”, dijo con aspereza, “pero aún no hemos situado el apartamento con precisión”. Los agentes de Quantico lo seguían intentando.
Yo estaba bastante seguro de que aunque todavía le habría gustado echarme, Levord probablemente sabía que en ese momento era cuando más me necesitaba. Iba a tener que confeccionar un atestado para la orden de arresto. Y eso requeriría buena parte de la información que nosotros habíamos reunido hasta el momento, que él no tenía forma de interpretar sin mi ayuda.
Con eso in mente, se la ofrecí.
“Vale”, dijo él, “pero no más sorpresas… ¿de acuerdo?”.
Yo asentí con la cabeza, y seguidamente sugerí la clase de datos que podía reunir para él en orden correlativo: los registros de entrada en Netcom, las grabaciones de la compañía de telefonía celular y las propias sesiones de Mitnick recogidas en nuestro seguimiento electrónico. El cruce entre aquellos datos demostraría irrefutablemente que Mitnick era nuestro hombre. Llamé a Andrew y le pedí que me enviara por fax otras partes del material necesario.
Cuando Levord y yo nos dirigíamos a la cantina, apareció Julia, vio que al parecer habíamos alcanzado un cese del fuego, y se encaminó al depósito de materiales a echar una cabezada.
“Disculpen”, dijo. “Necesito dormir un poco”.
Al poco rato el material complementario de Andrew empezó a salir por la máquina de fax. Pasé la siguiente hora y media seleccionando datos, mientras que Levord estuvo casi todo el tiempo al teléfono poniendo en antecedentes a diversos funcionarios del Bureau para que tomasen las disposiciones necesarias en cuanto a apoyo y refuerzos.
Elaboré un listado de treinta sesiones distintas, ocurridas entre la tarde del 9 y la madrugada del 13 de febrero, sobre las que podíamos cotejar las horas de los registros de entrada de Netcom con los registros detallados de las llamadas proporcionados por Cellular One o Sprint. De aquéllas seleccioné unas cuantas para Levord, y empecé a explicarle la correspondencia entre los registros de llamadas telefónicas y las sesiones en Netcom, y lo que las propias pulsaciones del teclado por parte de Kevin para cada sesión nos revelaban acerca de sus actividades. Para cualquiera sin una buena base de conocimientos sobre redes telefónicas y comandos de Internet y Unix, era una cantidad abrumadora de información que digerir; habida cuenta las relaciones entre Levord y yo en aquel momento, el proceso resultaba particularmente penoso. Pero Julia no tardó en despertarse y hacerse cargo de la tarea, demostrando ser un instructor mucho más paciente.
Cuando terminaron, ella y yo salimos a tomar un poco de aire fresco, después de una noche entera en aquel agujero con luz fluorescente y sin ventanas. Me sorprendí: estaba claro, el cielo lucía plomizo y encapotado, pero de todas formas era de mañana, casi las 8.
De nuevo adentro, llamé a Andrew y a Robert Hood, que seguían aún esperando en la Netcom que ocurriese algo y no parecían muy contentos. Les comuniqué que Levord decía que probablemente antes de mediodía, tiempo del este, tan pronto como su exposición y las órdenes de arresto y allanamiento estuvieran listas, el FBI cogería a Kevin. Les aseguré que las señales de “atención” y “adelante” podían llegarles en las próximas horas.
Poco después regresaron los dos agentes de Quantico, con el aspecto de agotamiento de dos hombres de mediana edad que han pasado la noche en vela. Me miraron con inquina, pero ni ellos ni yo teníamos energías para ponemos a discutir sobre Markoff. Acababan de ser relevados por agentes de la oficina de Raleigh y sólo querían irse al hotel a dormir un poco mientras Levord se encargaba del papeleo. Éste iba a ir a la oficina del Bureau en el centro, y como la operación no había conseguido aún dar con el apartamento buscado, quería que alguien fuera al complejo a realizar una discreta vigilancia a pie, al viejo estilo. Le hice prometer a Levord que se pondría en comunicación conmigo antes de efectuar la detención. No creía que fuera a hacerlo, pero continué subrayando la vulnerabilidad de la Well, la Netcom y otras y mi necesidad de alertar a su gente.
Con la llegada del reducido grupo de trabajadores que cumplía el turno de día, el centro de conmutación de telefonía móvil estaba empezando a cobrar vida. Julia y yo nos volvimos al Sheraton en el Geo, y ella me hizo notar que era 14 de febrero, el día de San Valentín.
Me desperté sobresaltado. Las cortinas estaban echadas, y tuve que girarme en la cama para mirar el reloj y ver la hora: casi las 2. Cogí el busca de la mesilla para ver si había algún mensaje nuevo: nada. Joder. Deben haber ido a arrestar a Kevin sin avisarme. La acción había tenido lugar, y probablemente Andrew y Robert estuvieran profundamente dormidos.
Rebusqué en la riñonera, encontré la nota donde había garabateado el número de la oficina local del FBI y marqué.
“Estoy buscando a Levord Burns”, dije en cuando descolgaron.
Una voz somnolienta al otro extremo de la línea dijo, “Mm-jm”. Sólo podía ser Levord.
“¿Qué pasa con la orden de arresto para Mitnick? ¿Ya ha sido el asalto?”.
En lugar de una respuesta, lo que escuché fue un sonido como si mi llamada estuviese siendo transferida. Después la línea enmudeció.
¿A quién acababa de hablarle? ¿Me habían embaucado?
Me tocaba el turno de ponerme paranoico. ¿Y si Kevin Mitnick había podido manipular los teléfonos del FBI para que las llamadas le llegaran a él? Si era Mitnick, yo acababa de revelarle todo. Volví inmediatamente a llamar al mismo número, y una voz masculina diferente respondió “FBI”.
Pregunté por Levord Burns.
“¿Quién?”.
“Levord Burns. Ha venido de Washington”.
“No creo que esté aquí, aunque hay como treinta y cinco personas. Hay bastante jaleo”. Le di las gracias y colgué.
¿Estarían llevando a cabo en ese momento la detención? Julia se había despertado y le dije: “Creo que deberíamos ir a ver si está pasando algo en el complejo de apartamentos”.
Los apartamentos del Player’s Club se encontraban al otro lado del aeropuerto saliendo del Sheraton, y Julia nos condujo hasta allí atravesando lo que parecía un laberinto de caminos en construcción y desvíos. Cuando finalmente llegamos a la urbanización, pasamos una vez por delante, pero no vi nada que recordase ni remotamente a una operación de vigilancia, un asedio o la intensa actividad que podía esperarse si un arresto por los federales hubiera tenido lugar en el curso de las últimas horas.
Como no queríamos seguir rondando por la zona, arriesgándonos a ser vistos, recorrimos el breve trecho por la avenida Glenwood hacia Raleigh y en una gasolinera encontramos una cabina telefónica.
Llamé a Kent Waller, quien dijo que ese día no había sabido nada de Raleigh. Parecía que nada había ocurrido aún, cosa que a él le sorprendía y a mí me desconcertaba. Por sugerencia de Kent, llamé a John Bowler, cuyo mensaje le había pasado yo a Levord la noche anterior.
“No he tenido noticias” dijo Bowler. “Esto me ha caído de pronto en las manos. Pero no he visto ningún papel y no he tenido noticias del agente especial Burns”. A pesar de ir a ciegas, Bowler me pareció dispuesto a colaborar.
“Creo que es necesario que hablemos cuanto antes”, dije.
Bowler me dio indicaciones sobre cómo llegar al Edificio Federal en el centro. El tráfico lento de la tarde ya había empezado, de modo que nos llevó un buen rato llegar al edificio de los tribunales. Aparcamos en la calle delante de la fachada acristalada del moderno edificio y entramos, dejando atrás el puesto de control en el vestíbulo.
Poco después de las cuatro Julia y yo alcanzamos por fin las oficinas del fiscal en la última planta, donde firmamos y nos proporcionaron distintivos de visitante. Tuvimos que aguardar un rato mientras Bowler daba fin a una reunión, hasta que salió a la zona de recepción, se presentó y nos invitó a pasar a su despacho.
El fiscal era un cuarentón calvo con sonrisa de dentífrico y aspecto saludable, casi juguetón. Andaba como un atleta y era evidente que era una especie de fanático de la bicicleta, pues había revistas de ciclismo por todo el despacho y una caricatura enmarcada de la extraña vestimenta de los ciclistas. También había varias fotografías de su esposa y sus dos hijos preadolescentes.
Nos sentamos en dos sillones delante de su escritorio y empezamos a explicarle el motivo de nuestra comparecencia en su despacho en una deprimente tarde de martes.
“¿Qué conoce usted ya de este asunto?”, pregunté.
“Muy poco”, dijo Bowler, pero dejando entrever su curiosidad ante el hecho de que dos hackers californianos hubieran peregrinado hasta su oficina con una historia que contar.
Le dije que estábamos persiguiendo a Kevin Mitnick, que estaba buscado por el FBI y los tribunales, y le mencioné lo más concisamente posible los acontecimientos de las pasadas semanas, hasta el rastreo de Mitnick en el complejo de apartamentos del Player’s Club el sábado por la noche.
“El FBI está en la ciudad desde anoche”, dije, “y dado que todos sabemos dónde está Mitnick, no comprendo porqué las cosas no se desarrollan con mayor rapidez. Él lleva más de dos años eludiendo al FBI, y da la impresión de que le estuvieran dando la oportunidad de volver a escaparse”.
“¿Va armado, o es peligroso en algún sentido?”, preguntó Bowler.
Le dije que no creía que fuese armado, pero que era peligroso en un sentido impredecible. Fuera o no a esgrimir efectivamente ese potencial, de momento estaba en condiciones de dañar sistemas informáticos utilizados por decenas de miles de personas y que contenían información valorada en cientos de millones de dólares. Varias compañías de Internet estaban operando con considerable riesgo en un esfuerzo por colaborar en la caza del delincuente, y no era probable que continuaran exponiéndose durante mucho más tiempo.
“Mitnick no es el delincuente al que las autoridades suelen enfrentarse”, subrayé. “Para Mitnick esto es un juego, y él conoce la tecnología telefónica e informática mucho mejor que los agentes de la ley que lo persiguen”.
Le comenté a Bowler que el agente especial del caso, Levord Burns, había esperado tener a mediodía un mandamiento judicial y una orden de registro, pero que yo no había tenido noticias de él desde la mañana temprano. Me preocupaba que eso dilatara las cosas un día más, porque tenía motivos para creer que Mitnick podría estar alertado sobre nosotros.
“Parece que tendré que hablar con Levord Burns”, dijo Bowler. Llamó a la oficina del FBI en Raleigh, donde lo remitieron al hotel de Levord.
Cuando dio con él, Bowler le dijo, en tono amable pero firme: “Tengo entendido que está redactando el atestado”. Hizo una pausa para escuchar. “¿Puede venir lo antes posible?”.
Bowler miró su reloj —era casi la hora de cierre del Edificio Federal— y dijo: “Será mejor que tenga preparado a un juez para esas órdenes”. Llamó al despacho del juez Wallace Dixon, a quien seguidamente localizó en el gimnasio del edificio. Bowler y el juez convinieron en que más tarde le llevásemos los papeles a su casa.
Las siguientes llamadas de Bowler fueron a un amigo, que aceptó reemplazarle esa noche como entrenador del equipo de fútbol de su hijo, y a su esposa, para decirle que iba a faltar al partido y que probablemente regresaría a casa un poco tarde.
A continuación se puso a reunir documentos y a asignar tareas a dos ayudantes. La más joven de las dos mujeres parecía andar por los treinta, era llenita, con el cabello rubio rizado, las uñas bien pintadas y un pañuelo Betty Boop al cuello. La mayor, que parecía además llevar la voz cantante, era más corriente y tenía la ronquera típica de los fumadores inveterados. Mientras ellas trabajaban, el busca me anunció un mensaje de Pei.
“Ha ocurrido algo nuevo”, me informó cuando la llamé. Kevin había destruido unos datos de cuentas, dijo, y aunque pudieron recuperarlos, a los jerarcas de la Well les preocupaba que se volviera vengativo y se propusiera causar un daño irreparable. “Tsutomu”, añadió, “a la dirección le inquieta continuar en esta situación vulnerable”.
Lo de “la dirección” a mí me sonó a “Claudia”, así que le di a Pei un informe de cómo estaban las cosas, afirmando al final: “Sabemos dónde está, y ahora mismo estamos cumpliendo los trámites para la detención”. Agregué que tan pronto como pudiese llamaría a Bruce Katz.
El oír aquella conversación pareció galvanizar aún más a Bowler, que volvió a llamar a Levord, a quien dijo, esta vez con mayor firmeza y menos amabilidad: “¡Estamos necesitando ese atestado!”.
Yo le estaba agradecido a Kent Walker por haberme puesto en contacto con Bowler, de modo que lo llamé para ponerle al corriente. Él también se alegró de oír que alguien en Raleigh reconociese por fin la urgencia del caso, y se quedó pasmado al enterarse de que Levord todavía no había acabado con la documentación necesaria. “¿Qué le pasa a este hombre?”, dijo Kent. “No es necesario escribir un libro sobre el tema. El atestado no tiene porqué ser tan minucioso”.
Como Julia y yo no habíamos comido nada desde la cena de la noche anterior, y en vista de que el Edificio Federal estaba a punto de cerrar, ella bajó hasta un puesto del Metro y trajo unos bocadillos. Nos sentamos en el suelo del despacho de Bowler y los compartimos con él y sus ayudantes, que seguían trabajando.
Telefoneé a Katz, que volvió a contarme lo que me había dicho Pei sobre el archivo de registros borrados. “Tsutomu, quiero su consejo”, dijo. “¿Hasta qué punto somos vulnerables?”.
Katz planteó una serie de interrogantes. ¿Mitnick había detectado, efectivamente, que el personal de la Well lo estaba vigilando, y había decidido que cayeran juntos si él iba a ser capturado? ¿Qué riesgo estaban corriendo ellos al no desconectar sus sistemas o expulsarle inmediatamente? “¿Qué está pasando, Tsutomu? ¿Está Mitnick tratando de vengarse?”, preguntó Katz.
“No hemos hecho nada para poner a Mitnick contra la Well”, respondí honestamente. “Estamos a punto de cogerle. Dennos un poco más de tiempo”.
Si bien yo no creía que Mitnick tuviera algún motivo para pensar que la Well lo hubiera descubierto, no podía decir lo mismo en cuanto a Netcom. Telefoneé a Andrew, que me informó de más señales de desconfianza en Mitnick. Continuaba moviendo sus reservas de datos y cambiando contraseñas, y en un gesto de desprecio hacia quienes se ocupasen de revisar los archivos de registro, había intentado entrar en Netcomsv con la contraseña .fukhood, sin duda para suscitar la especial atención de Robert Hood. Y desgraciadamente, había también algo que indicaba que de pronto se aproximaba a la Well con una cautela nueva: la cuenta dono, que él había utilizado durante semanas con la misma contraseña, fucknmc, tenía súbitamente una nueva. Puede que hubiera algún significado oculto en la elección de la nueva contraseña —no, panix—, pero lo que a nosotros nos importaba mucho más era que al parecer Mitnick había considerado necesario adoptar una medida de contraseguridad en la Well, por más que resultase ineficaz, dado el nivel de nuestra vigilancia. ¿Acaso algo o alguien lo había puesto sobre aviso? ¿Habría descubierto el uso de su registro de entrada por Pei?
Por fin llegó Levord, que me dirigió una mirada de enojo al entrar a paso aún más lento que el acostumbrado. Depositó el atestado sobre el escritorio de Bowler y declaró que podía haber venido antes, pero que había pensado que para hacer las cosas bien sería una buena idea organizar su equipo.
“Me he tomado además un tiempo extra para estar seguro de que el atestado estaba correcto. Puede que ustedes quieran capturarlo”, dijo, con los ojos puestos en mí, “pero para mantenerlo preso es necesario hacerlo todo según las reglas”.
El obstáculo por superar, le dijo Levord a Bowler, era el de determinar cuál era la dirección correcta entre las varias posibles a las que habían quedado reducidas por el equipo de Quantico la noche anterior. La disposición del edificio estaba dificultando captar con precisión las radio señales celulares.
Esa mañana el agente local del FBI, L. B. Thomas, había ido al Player’s Club a hablar con el gerente, con la esperanza de revisar su lista de inquilinos y descubrir si un hombre de unos treinta años se había mudado recientemente a alguno de los apartamentos sospechosos. Dos inquilinos habían entrado en las últimas dos semanas, pero uno de ellos era la novia del gerente, y el otro vivía en otra parte del complejo. De modo que a Levord le habían quedado tres direcciones posibles. Cualquiera de ellas podía ser la buscada, pero también existía la posibilidad de que ninguna de las tres fuese la del apartamento del que efectivamente provenían las ondas de radio.
La dificultad, nos explicó Bowler a Julia y a mí, no estribaba en obtener una orden de arresto, que podía expedirse para todo el complejo del Player’s Club en tanto Mitnick estuviese en algún lugar del recinto. Lo peliagudo sería la orden de registro. Para encontrar y secuestrar pruebas era necesario contar con autorización del juez para revisar una residencia, la cual en este caso había que especificar con número del edificio y el apartamento.
Levord salió a la zona de recepción a hacer más llamadas para ver si su equipo había encontrado nuevos indicios. Entretanto, Bowler y sus ayudantes, ahora que contaban con el atestado, se dedicaron a preparar órdenes para cada una de las direcciones de la lista de Levord. Por si acaso, Bowler les hizo preparar una cuarta, con la dirección en blanco. Esperaba poder persuadir al juez de que firmara las tres que estaban completas, y dejar la restante para autorizar después, en caso necesario, mediante una llamada telefónica al juez, si los agentes en el lugar determinaban que Mitnick vivía en otro apartamento.
Ayudé a Bowler a hacer una lista de elementos para incluir en la orden de registro, tales como ordenadores, documentación de software y hardware, discos flexibles, modems, teléfonos móviles y componentes de los mismos. Era bastante surrealista tratar de imaginar la guarida de Mitnick y lo que podría haber dentro. Las noticias relativas a sus últimas maquinaciones en la Netcom y en la Well habían subrayado una vez más su potencial para lo malo. Y cuando una de las ayudantes de Bowler fue a imprimir las órdenes y descubrió que de pronto su ordenador estaba incapacitado para comunicarse con la impresora por la red de área local de la oficina, Julia sugirió que aquello podría ser obra de Mitnick. Pero rápidamente descubrimos que el problema se había debido a un error y no a un saboteador.
Finalmente, poco después de las 7 de la tarde, tuvimos las órdenes listas. Como Levord no había avanzado en acortar la lista de direcciones, Bowler metió las cuatro órdenes en una carpeta y salimos para ver al juez Dixon.
Al salir al vestíbulo de la oficina de Bowler Julia vio un cuenco lleno de pequeños caramelos rojos en forma de corazón típicos del día de San Valentín. Tras revolver un poco encontró uno que ponía YES DEAR y me lo dio. La broma consistía en que yo a veces la fastidio diciéndole eso, pero yo estaba tan desasosegado que me limité a mirarlo distraídamente antes de metérmelo en la boca. Los cuatro nos encaminamos a los ascensores, animados por las dos asistentes.
“¡A por ellos!”, exclamó la de la ronca voz de fumador.
Resolvimos cubrir el trayecto hasta la casa del juez en la furgoneta especial de Bowler, para poder luego proseguir directamente hacia el Player’s Club. Todavía esperaba llegar al complejo de apartamentos antes de las 8 y captar a Mitnick en el aire antes de su descanso para cenar, que generalmente duraba más o menos hasta las 11 de la noche La furgoneta, provista de persianas y cortinas en las ventanillas, me permitiría permanecer fuera de la vista durante la vigilancia. Además sería más cómoda que el Geo, pues se trataba de un completo salón familiar móvil, con paneles de madera, gruesa tapicería, envoltorios de comida y juguetes de plástico por el suelo.
Con Levord siguiéndonos en su Crown Victoria, nos dirigimos a un acaudalado barrio al norte de Raleigh que resultó estar bastante próximo al emplazamiento de Mitnick. Julia y yo aguardamos en la furgoneta mientras Bowler y Levord entraban en la casa del juez, una vivienda de ladrillo, de tamaño mediano, con un pequeño porche techado. Afuera había oscurecido bastante, con lo que nos fue fácil observar a través del ventanal sin cortinas del salón de la casa del juez a las personas que se movían en el interior.
Mientras esperábamos, decidí enviarle a Andrew el código de alerta que habíamos convenido de antemano, lo cual me dio cierto trabajo. Yo quería colocar el número 080663 entre sendos guiones para que resultara claro de una ojeada que este no era un número telefónico normal. En muchos busca numéricos, el guión se logra pulsando la tecla *, pero cuando introduje la combinación *080663* seguida de la tecla # para enviarla, me dio una señal de error. Tras introducirla otra vez con igual resultado, introduje el número código sin los guiones, que fue transmitido sin problemas. Sólo me quedaba esperar que Andrew lo interpretaría correctamente.
Las cosas no iban como la seda en el interior de la casa del juez. El juez Dixon, según supimos después, estaba pidiendo diversos cambios en las órdenes, incluyendo una disposición autorizando un arresto después de las 10 de la noche, lo cual era legalmente necesario estipular, ya que las detenciones han de efectuarse en general durante las horas normales de vigilia. Estaba claro que se iba a necesitar documentación adicional, de modo que Bowler hizo arreglos para que alguno de sus letrados la preparase y se reuniera con él en el lugar de la vigilancia. Casi a las 8:30 Bowler y Levord salieron de la casa.
Recorrimos varios kilómetros hasta el aparcamiento del centro comercial situado sobre Duraleigh Road frente al complejo de apartamentos, y Levord se desvió por una calle lateral hacia el extremo del Player’s Club donde se iba a desarrollar la acción. A estas alturas no teníamos idea de cuántos ni qué clase de refuerzos había reunido Levord, pero yo supuse que ya que esta parte de la función estaba totalmente en manos del FBI, ellos sabrían lo que hacían.
Bowler fue rodeando el pequeño aparcamiento del centro comercial mientras considerábamos el mejor lugar donde situar la furgoneta. Al final aparcó de forma que por el parabrisas viésemos la urbanización, aunque no del lado de Mitnick. Yo me senté al fondo, para no llamar la atención. Después de instalar mi monitor, encendí una diminuta linterna que me había prestado Julia para vigilar la pantalla mientras empezaba a buscar las frecuencias, tanto de Cellular One como de Sprint. No había señales de Mitnick.
“Parece que está cenando”, dije. Tal vez hubiera salido; incluso podría estar aquí, en la zona comercial. Miramos por los alrededores en torno a la furgoneta, pero no andaba nadie a pie por Duraleigh Road. Bowler y Julia resolvieron dar una vuelta caminando por la zona para ver si veían a alguien que pudiera ser Mitnick, aunque ninguno de los dos sabía exactamente qué aspecto tenía.
Para hacer frente al helado aire nocturno de febrero, Bowler llevaba un sombrero de fieltro y una trinchera, y al salir de la furgoneta se volvió hacia mí y me preguntó, con timidez: “¿Le parece que tengo demasiado aspecto de agente de paisano?”. Evidentemente estaba disfrutando con aquella inesperada aventura.
Con las cortinas laterales cerradas para no ser visto, no podía ver qué hacían Julia y Bowler, pero a los quince minutos ambos regresaron de su vuelta de reconocimiento. Mientras les escuchaba, Bowler me dejó ponerme su sombrero para que no me sintiese ajeno a su diversión. Él y Julia habían pasado por delante de un restaurante chino de comida para llevar, una pizzería a domicilio y un bar, mirando a través de los respectivos escaparates; entraron en una tienda a comprar Gatorade, palomitas y pilas para la linterna de Julia.
“No vi a nadie que se pareciese a Mitnick”, dijo Julia con humor, “pero te aseguro que en el aparcamiento había varios personajes sospechosos”. Camino de las tiendas habían visto a dos hombres sentados a oscuras en el asiento delantero de un coche evidentemente oficial, de frente al Player’s Club.
Julia había decidido entrar en el chino a comprarnos algo más de comida, y mientras aguardaba el pedido notó que uno de los que atendían en el mostrador se volvía hacia un compañero y le decía: “Me parece que algo está pasando; esos tipos llevan ahí muchísimo rato”. Uno de los empleados de la pizzería también se había asomado varias veces a la puerta para ver qué podía estar ocurriendo en el aparcamiento.
Durante las siguientes dos horas no hubo más que silencio en el escáner, y no pude ahuyentar el pensamiento de que Kevin podría haber huido, una situación que resultaba cada vez más verosímil, dado lo escasamente sutil que era lo poco que podíamos ver de la operación de vigilancia.
“La otra noche lo vimos hablar de Los fisgones; puede que haya ido al cine”, dijo en cierto momento Julia, en un intento por levantarme el ánimo.
En un rincón del aparcamiento, al lado de la gasolinera, había un grupo de teléfonos públicos que yo alcanzaba a ver mirando a través de las cortinas laterales. Para ser un día de semana en pleno invierno, el número de llamadas que se estaban efectuando desde ellos resultaba llamativo. Varias veces sonó el busca —Markoff desde el Sheraton, ansioso por noticias— y Julia salió del coche para ir hasta el teléfono público a llamarle. Entonces, cerca de las 11, hubo una llamada de Andrew desde la Netcom.
“Esto no va a gustarte” me advirtió Julia cuando volvió de hablar con él. Andrew se había dado cuenta de que había vuelto a meter la pata. Tres horas antes, cuando me había costado varios intentos transmitirle el mensaje de “alerta”, Andrew había interpretado la ráfaga de señales como señal de que Kevin ya había sido detenido. Como pruebas, se había puesto a hacer copias de seguridad de los archivos que Mitnick había escondido en diversos lugares de Internet y luego había empezado a borrar las propias versiones del intruso.
Había también una noticia buena: Andrew había analizado el borrado del archivo de cuenta de la Well realizado ese mismo día por Mitnick determinando que era consecuencia de un simple error tipográfico, no un acto de sabotaje. Pero la noticia mala era devastadora: nuestra vigilancia había sido irremisiblemente comprometida.
Y había ocurrido hacía varias horas. De nuevo Andrew había pospuesto la llamada, temiendo mi cólera. Aquello era increíble. Yo había estado presionando duramente al FBI, y si ahora todo se derrumbaba y Mitnick huía, ellos iban a poder venir a decirme: “Su gente lo echó a perder”.
Pero no había tiempo para lamentarse del error: mi monitor indicaba que Kevin Mitnick acababa de fichar para el turno de la noche. Y si no había advertido antes de la cena que sus escondrijos habían sido destruidos —y su presencia actual indicaba que podía no haberse enterado aún—, estaba por descubrirlo.
No había sido yo el único en enterarse de que Kevin había vuelto. Repentinamente, el coche de Levord y varios otros vehículos atravesaron velozmente el aparcamiento y desaparecieron detrás de una bolera situada al final del centro comercial. Era una breve reunión final de coordinación de las agencias federal y la policía local, y Bowler se acercó con la furgoneta a la media docena de agentes de paisano que se habían reunido. Le entregó las órdenes enmendadas a Levord, y yo le advertí al grupo que Mitnick podía haber sido puesto accidentalmente sobre aviso, de modo que la prisa era más crucial que nunca. Alguien mencionó que los agentes de Quantico tenían ahora un “radiofaro” al que apuntar y podían usar un monitor manual de potencia de señales para el trabajo de acercamiento, de modo que no debía llevarles mucho tiempo encontrarle. La reunión duró menos de un minuto, y los otros se fueron a ocupar sus respectivos puestos alrededor y sobre el extremo del Player’s Club.
Bowler volvió lentamente con la furgoneta a nuestro sitio en el aparcamiento y yo reanudé mi tarea, captando las idas y venidas de Mitnick a lo largo de aproximadamente una hora. Por lo general, al concluir una llamada de información, volvía a marcar inmediatamente. Pero en un momento dado no le oí volver al aire, de modo que empecé a comprobar los vectores adyacentes del emplazamiento de la célula de Cellular One, para ver si su señal había sido rebotada a otro sector. Y entonces advertí algo extraño.
Aunque Kevin estaba al sur de la célula, yo ahora estaba captando una portadora desde el norte. Desde que estaba en Raleigh, era la primera vez que veía colocar dentro de esta célula otra llamada de otra parte que no fuese la vecindad de Mitnick. Debido a la irregular fiabilidad de las conexiones celulares y al coste relativamente alto del servicio a menos que sea robado, no es corriente utilizar la radio celular para transmitir informaciones.
Les comuniqué mi descubrimiento a Bowler y a Julia, y nos pusimos a conversar en voz baja. ¿Se había mudado Mitnick? ¿Tenía un socio? ¿O se había movilizado después de ser alertado por la prematura limpieza de Andrew?
Después de captar el MIN de este nuevo usuario, le dije a Bowler: “Vamos hasta los teléfonos públicos”. Eran las 12:40 a.m. Él situó la furgoneta lo más cerca que pudo de los teléfonos, con el vehículo entre el complejo de apartamentos y yo para que me deslizara fuera y poder llamar al técnico de Cellular One.
“Gary”, dije cuando Gary Whitman cogió el teléfono. “¿Está observando?”.
Estaba efectivamente vigilando el emplazamiento de Cellular One, de modo que le leí el nuevo MIN y le pedí que me avisara cada vez que nuestro misterioso llamador pusiera una nueva llamada y se mudara a una nueva frecuencia. Lo podía hacer por mi busca pasándome los nuevos números de canal.
Una vez más, Bowler volvió a nuestro lugar en el aparcamiento y casi inmediatamente recibí la primera serie por el busca, lo que me permitió hacer un rápido barrido entre el sector de Mitnick y el del hombre misterioso, confirmando que en efecto teníamos dos usuarios separados utilizando la misma célula. Estuve cuarenta y cinco minutos vigilando a los dos.
Entonces, casi exactamente a la 1:30, el portador de Mitnick se paró. Inmediatamente vimos pasar velozmente la furgoneta rural de Quantico, primero por Duraleigh Road y al poco rato a toda velocidad en dirección opuesta. El vehículo llevaba ahora la antena direccional que la noche anterior había estado en la furgoneta de Fred Backhaus. El segundo usuario seguía aún en el aire, y era evidente que los agentes de Quantico también lo habían ubicado.
Otros vehículos se estaban moviendo ahora hacia el Player’s Club, incluyendo el de nuestros vecinos del aparcamiento. “Ha ocurrido algo”, dijo Bowler. “Vamos a echar una ojeada”.
Lentamente, sacó la furgoneta del aparcamiento y se metió en la calle lateral más próxima a los apartamentos, para detenerse detrás de unos arbustos, desde donde veíamos directamente el aparcamiento. Bajamos de la furgoneta. Ahora veíamos que la zona estaba bien cubierta. Había por lo menos cuatro coches oficiales y una docena de agentes de paisano.
Yo quería ir a decirles a los agentes lo que sabía sobre las nuevas señales procedentes del norte, pero Bowler vino a colocarse a mi lado y dijo: “No, no, no. En este momento no puede hacer nada. Además, todavía no sabemos si tienen a Mitnick. Él podría verle”.
“Pero yo tengo el MIN”, objeté. “Cellular One me está enviando los números de canal”.
“¿Por qué no manda a Julia con un papelito?”, sugirió él.
Julia fue. Ellos de entrada se molestaron, pero cuando se dieron cuenta de que les llevaba una valiosa información, recibieron el MIN y mi busca y una vez más la furgoneta del equipo de Quantico salió rugiendo, esta vez hacia el norte. Julia regresó, y nos instalamos en la furgoneta a escuchar el suave siseo del modem del misterioso usuario.
A los diez minutos entró Levord.
“Estamos dentro”, dijo. “Tenemos a Mitnick. Pero vamos a tener que llamar al juez para que autorice el registro de una dirección nueva”.
Le tendí a Bowler mi teléfono móvil para que pudiera despertar al juez Dixon y pedirle la orden de registro de la casa de Mitnick. A continuación le envié a Andrew por mi busca el código “adelante”. Por fin era hora de que se pusiera a alertar a la Well y al resto de nuestra lista. Esperaba que todavía estuviera despierto.
Mientras Bowler hablaba con el juez, Levord nos describió a Julia y a mí cómo él y varios agentes más habían golpeado a la puerta del apartamento y aguardado cinco minutos enteros a que se abriese. Cuando finalmente se abrió, el hombre que apareció se negó a admitir que era Kevin Mitnick.
Ellos entraron igual, y Mitnick corrió a guardar unos papeles en un maletín, un acto sin sentido, dadas las circunstancias. Dijo que estaba al teléfono hablando con su abogado, pero cuando Levord cogió el auricular, la línea estaba muerta. El delincuente informático más famoso de América se puso a vomitar en el suelo del salón de su casa.
“Todavía no le hemos interrogado”, dijo Levord. “Nos preocupa su condición física. Encontramos frascos de medicinas. Está bajo alguna clase de tratamiento”.
Ahora no había peligro en salir de la furgoneta. El equipo de Quantico había vuelto, y me dirigí adonde se encontraban, junto a su furgoneta rural. El aire frío y húmedo de la noche había terminado dando paso a una ligera lluvia. Los agentes tenían el aspecto de unos fatigados atletas veteranos después de una gran victoria: alegres, pero demasiado cansados para celebrarlo. Habían seguido captando crecientes ecos de radio con la antena direccional, de modo que se pusieron a recorrer el complejo rastreando a Kevin con el medidor de potencia de las señales, y la señal celular cada vez más intensa les llevó hasta la misma puerta principal de Mitnick.
Pregunté por la otra señal de datos. Me dijeron que la habían seguido durante un rato pero no habían podido situarla. Al igual que otros hilos de la investigación, permanecería siendo un misterio.
Esa noche no vi a Mitnick en ningún momento. Pasaría aún no menos de otra hora antes de que fuera provisionalmente enviado a una celda en la cárcel del condado de Wake en el centro de la ciudad. Mucho antes de eso, Levord Burns obtuvo del juez, vía Bowler, una orden de registro, y puso a sus agentes a reunir pruebas.
Levord vino nuevamente a la furgoneta a informar de tales avances. Le pregunté si podía echar una ojeada al apartamento, para ver cómo mi oponente había pasado sus días y sus noches, pero Levord no me lo permitió.
“Hemos hecho un montón de fotografías del interior del apartamento, pero son pruebas para el juicio y nadie más puede verlas hasta que esté terminado”, declaró. Pero en cambio nos mostró el coche de Mitnick, un viejo Plymouth Horizon azul claro.
El talante de Levord había mejorado visiblemente, a pesar de la constante llovizna fría que nos estaba calando a todos, y dio la vuelta hasta el costado de la furgoneta para estrecharme la mano.
“Enhorabuena”, dije. “Hemos conseguido hacer esto sin matarnos el uno al otro”.
Él no respondió, pero por primera vez desde que le conocí, el agente especial Burns me dedicó una sonrisa.