15. Raleigh

Esa noche dormí muy poco. Andrew y yo regresamos al Residence Inn, pero yo me quedé levantado haciendo llamadas telefónicas para tener las cosas organizadas en Raleigh. Estaba intentando persuadir al FBI de enviar allí agentes y un equipo de radiogoniometría a la mayor brevedad. Quería ir a Raleigh con el fin de estar mejor situado para obtener información y tomar decisiones en caso de que el comportamiento de nuestro objetivo cambiase.

A las 4:30 a.m. localicé a Kathleen Cunningham, en un esfuerzo por conseguir que enviasen a Raleigh un equipo Triggerfish de seguimiento de ondas radiales. Ella dijo que haría cuanto pudiese, pero después de colgar el auricular tuve un momento de pánico al preguntarme si se pondría en comunicación con el FBI en Los Ángeles y si éstos intentarían interferir. Por lo que yo había visto hasta ahora, Kevin Mitnick era una criatura de costumbres en el mundo de las redes informáticas. Se iba haciendo evidente que no era tan listo y que era propenso a cometer errores. Al mismo tiempo, parecía creerse invulnerable. Todo esto debería haberlo convertido en una presa fácil. Pero para el FBI, que dominaba las técnicas de investigación tradicionales pero era ignorante en materia de ordenadores y redes informáticas, bien podría haber sido Casper el Fantasma. No obstante, si el FBI de Los Ángeles resolvía actuar, yo poco podía hacer al respecto. Kent Walker me estaba ayudando, y yo tendría que ver qué tipo de colaboración podría agenciarme cuando llegara a Raleigh.

Llamé a la American Airlines e hice una reserva para el vuelo de las 9:29 a.m. a Raleigh por Chicago, cuya llegada estaba señalada para las 7 de la noche. Pedí un asiento en primera clase porque Kent me había recomendado que tuviera fácil acceso a un AirFone y yo quería poder estirarme y dormir.

Muerto de cansancio, me levanté por la mañana y tomé a duras penas el desayuno continental del hotel. Andrew me llevó en coche al aeropuerto poco después de las 8 y cuando nos deteníamos junto a la puerta de salidas le pedí que se comunicara con Julia y le dijese adonde me había ido. Pero otra cosa me inquietaba, y era la preocupación de que, si Mitnick tenía un cómplice, era posible que perdiésemos el software robado y lo encontrásemos esparcido por toda Internet entre miembros del mundo informático.

“¿Podrías hacer una lista de todos los sitios de la red en los que Mitnick ha ocultado software, e idear un plan para reunir pruebas y hacer limpieza una vez que él sea detenido?”, le pregunté. “No hagas nada aún: déjame primero aclarar el aspecto legal con Kent Walker”.

Cuando me instalé en mi asiento en el avión, pensé, “Esto tiene algo de irreal, es como una película”. Llevaba más de dos semanas tras una quimera electrónica, y ahora en las últimas horas se había transformado de una tenue imagen en Internet en una persona real en el mundo real. No es la clase de situación en la que suela verse inmerso un investigador académico. Hemos rastreado a ese tipo, y cinco horas después salgo en el primer vuelo a tratar de localizarlo.

Sólo dormité un poco en el vuelo a través del país. Cuando llevaba un par de horas en el aire descubrí que Andrew se las había arreglado para introducir secretamente unas manzanas y unos plátanos en mi mochila gris. Era un bonito detalle, y explicaba por qué mi equipaje se había vuelto de pronto tan pesado.

Durante el cambio de aviones en Chicago dispuse de un poco de tiempo y volví a llamar a Levord. Le pregunté si había conseguido comunicarse con Cellular One, el otro operador en Raleigh. Todavía íbamos a necesitar también su colaboración. Levord dijo que aún no había podido conseguir un número telefónico.

“¿Ha probado el 1-800 CELL-ONE?”, le pregunté intencionadamente.

“No, ése todavía no”, me contestó, evidentemente enfadado por la sugerencia. Las cosas entre él y yo no habían empezado demasiado bien y se estaban deteriorando rápidamente. Me daba cuenta de que a él no le gustaba recibir órdenes de un civil, pero se encontraba en una posición incómoda, ya que el Departamento de Justicia le había dicho que cooperase conmigo. Yo tenía la sensación de que Levord estaba técnicamente superado y comprendía que le fastidiase que yo me hubiera hecho cargo de la búsqueda.

A continuación llamé a Kent y le pregunté sobre la legalidad de hacer limpieza después de la detención. Me dijo que él creía que sí lo era, porque estábamos protegiendo la propiedad de la víctima.

Cuando el avión iniciaba la aproximación final a Raleigh, llamé a Murph, que prometió ir a recibirme en la terminal con uno de sus socios. Aunque en el este era pleno invierno, yo seguía con mi atuendo californiano: shorts de excursionista, chaleco Gore-Tex color púrpura y sandalias Birkenstock, sin calcetines.

Julia me había hablado de su adolescencia en Durham envuelta en el aroma del tabaco, y atravesando la terminal percibí por doquier ese perfume dulzón.

“Ya no estamos en Kansas”, Toto, pensé.

Mientras esperaba a Murph fui hasta un grupo de teléfonos y llamé nuevamente a Levord. Todavía no había logrado sacarle un compromiso de apoyo, pero él empezaba a decir que estaba pensando presentarse. Yo aspiraba a estar listo para el caso de que Mitnick saltase de un sistema celular al otro en Raleigh, pero Levord dijo que todavía tenía problemas para comunicarse con Cellular One. Yo seguía recordando lo que había dicho Kent sobre no recibir órdenes de agentes de la ley, y que en nuestro caso la ley nos proporcionaba respaldo legal y administrativo. No hice partícipe de esto a Levord, pues no veía motivos para restregarle aquello por la nariz. Hacia el final de la conversación él aceptó ponerse en comunicación con un agente local en Raleigh.

No obstante mi tenacidad, todavía no estaba seguro de que Mitnick estuviese efectivamente en Raleigh. ¿Y si había instalado algún ingenioso tipo de repetidor? Imaginaba a agentes del FBI yendo a un apartamento para encontrarse únicamente con un complicado sistema de comunicaciones y una alarma para hacer saber a Mitnick el descubrimiento. Estaríamos como al principio, pero sería una puerta más que tendríamos que derribar.

Me encontraba todavía en los teléfonos del aeropuerto cuando entró Murph con otro ingeniero, Joe Orsak, a recibirme. Murph era un hombre grande y fornido, que parecía haber jugado al fútbol de joven. Sus modales eran directos y sin rodeos, y tenía un leve toque de acento sureño. Su acompañante era todavía más voluminoso, un tío corpulento, de semblante amigable y bigote. Ambos parecían entusiasmados con la perspectiva de una aventura que los apartaba de la tarea cotidiana del uso y mantenimiento de centrales de telefonía móvil. Recientemente habían intervenido con el éxito en el desmantelamiento de un grupo celular ilegal en la zona de Raleigh que había estado empleando teléfonos copiados y vendiendo tiempo de llamadas internacionales desde una granja en las afueras de la ciudad, y aquel incidente parecía haberles abierto el apetito por perseguir más fraudes telefónicos. Mientras salíamos para dirigirnos a la furgoneta de Sprint Cellular aparcada junto a la acera, pensé para mis adentros: “Si Mitnick creía que podía ocultarse aquí en algún lugar tranquilo, está claro que se equivocó”.

Necesitaba recoger un coche alquilado y acabé con un Green Geo Metro en el cual seguí a la furgoneta de la Sprint. Las autopistas son todas iguales en todos los EE UU, pero lo que noté inmediatamente en Raleigh fue que había muchas obras en marcha. Por todas partes estaban reparando y construyendo nuevas autopistas.

La MTSO de Sprint, que Murph pronunciaba “mitso”, el término que en el argot de la industria telefónica celular se emplea para Mobile Telephone Switching Office (Oficina de Conmutación de Telefonía Móvil), estaba situada al otro lado de la ciudad, en un solar arbolado al borde de una zona de oficinas de reciente creación. Estaba oscuro cuando llegamos, pero alcancé a ver un edificio de hormigón de dos plantas detrás de una alta valla de seguridad. Detrás del edificio se elevaba una antena con una luz roja intermitente en lo alto.

Adentro conocimos a Lathell Thomas, de la agencia local del FBI en Raleigh, a quien todos conocían por L. B. Cuando entré estaba al teléfono tratando de obtener más información sobre la situación en la que lo habían metido. Era un negro de unos sesenta años, y había venido provisto del mismo memorándum confidencial de la AirTel sobre Kevin Mitnick que habían tenido los agentes del FBI en la reunión en la Well. Parecía agradable y profesional, pero enseguida me di cuenta de que en materia de fraude telefónico y delito informático no era precisamente un experto.

Llamé a Andrew y establecí dos códigos para utilizar en el busca en el caso de una detención. Uno fue una señal de “alerta”. Le pedí al agente del FBI la fecha de nacimiento de Mitnick, pero estaba ocupado, así que me acerqué y apoderándome del memorándum de AirTel leí la fecha: 080663. A continuación se me ocurrió para el segundo número la fecha del primer ataque a mis ordenadores en San Diego —122594— como señal de “adelante” para que Andrew empezara a limpiar el software robado.

Andrew me contó que Mitnick había estado de nuevo en acción y que habían visto un par de sesiones de charla que los habían intrigado. La primera tuvo lugar cerca de mediodía con un amigo que era miembro de la vieja pandilla de Mitnick en Los Ángeles. La casa de este amigo había sido asaltada por el FBI al mismo tiempo que Mitnick desaparecía. El amigo había puesto pleito al Departamento de Justicia por el allanamiento y decía públicamente pestes de los agentes del FBI que perseguían a Mitnick. Gran parte de la conversación era indescifrable, dijo Andrew. El amigo se refería a Mitnick como “Kremlin”, y éste a él como “banana”. Hablaban de una señal preconvenida que vendría después y les permitiría mantener una conversación telefónica directa.

Era una conversación extraña y Andrew y yo especulamos sobre el significado de otras palabras, que parecían parte de un código. El amigo se quejaba de un “mosquito”, y poco después Mitnick tecleaba: “hahaha. no entendí tu mensaje: noticia, mosquito. Supongo”. ¿A qué se refería mosquito? ¿Quería decir que les preocupaba ser “pinchados”? Al final, Mitnick tecleó: “Oí que ayudante de jl estaba en lo de hottub”. Los dos reconocimos “hottub”. En mensajes que el mismo amigo había puesto en conferencias por Usenet en el pasado, incluía una línea al final de cada mensaje, refiriéndose a uno de los agentes que buscaban a Mitnick como Kathleen “Hottub” Carson.

Después de nuestra conversación, Andrew me envió por fax parte del material de las sesiones de seguimiento. Esa mañana, Mitnick había conectado con escape.com con una nueva contraseña —Yoda, el personaje de La guerra de las galaxias— y había encontrado una carta de jsz. Éste le avisaba que su padre había sufrido un grave ataque cardiaco y que no estaría en la red los siguientes tres o cuatro días.

“Una cosa más”, me dijo Andrew antes de colgar. “Puede que haya metido la pata y haya enviado a Julia a Denver en vez de a Raleigh”.

“¡Vaya!”, respondí. “¿Qué pasó?”.

El viernes por la noche, cuando Julia partió, todavía pensábamos que la más probable ubicación de Mitnick sería Denver. El domingo por la mañana, después que yo salí para el aeropuerto, Andrew la llamó para transmitirle el mensaje de que si quería viniera a reunirse conmigo. Como el lugar donde ella se alojaba era sumamente rústico, ninguna de las habitaciones tenía teléfono, y el teléfono público no funcionaba, Andrew había dejado un mensaje urgente en la oficina para que Julia lo llamase por el busca. Estaba preocupado por las historias que había oído sobre la pericia de Mitnick para intervenir líneas, y cuando por fin se comunicó con Julia mantuvieron una conversación especialmente críptica para evitar el peligro de revelar nada.

Andrew dijo: “Tsutomu fue al lugar al que planeaba ir luego”.

Al rato de colgar se dio cuenta de que no tenía la menor idea de si ella creía que estaban hablando de Denver o de Raleigh, pero para entonces era demasiado tarde para volver a encontrarla. Tampoco yo podía hacer nada al respecto, pues no sabía cómo dar con ella. Sólo me quedaba esperar a ver si Julia se reunía con nosotros.

Poco después, me llamó al busca. La llamé enseguida y me dijo que había reservado pasaje para Denver y me llamaba para comunicármelo.

“Bueno”, dije, “pero no estoy en Denver, sino en Raleigh”. Le conté brevemente lo que había ocurrido en su ausencia, y ella dijo que haría una reserva para el siguiente vuelo que saliese. Pocos minutos más tarde llamó para decirme que cogía un vuelo de madrugada y llegaba por la mañana.

Dentro del centro de conmutación de Sprint empezamos otra vez el juego de la espera. Mitnick había desaparecido del sistema de la Sprint. Andrew veía actividad en la Netcom, pero hoy Mitnick no aparecía en las consolas de Murph. El miniordenador Motorola de Sprint que controlaba el conmutador era de una lentitud exasperante para clasificar los detalles de registros de llamada que necesitábamos para comparar con el perfil de las actividades del día anterior que teníamos en nuestro poder. Al cabo de un rato una cosa estuvo clara: no había Mitnick. El número que llamaba el día anterior había desaparecido. Sugerí ampliar la red de búsqueda para ver si sencillamente él había cambiado su comportamiento o si estaba usando otro número. Cada indagación llevaba tiempo y más tiempo. Era evidente que aquel ordenador no había sido diseñado para efectuar esta clase de búsqueda, sino para facturar las llamadas de los clientes.

“¿Se pueden volcar parte de los datos de llamadas en un disco flexible?”, pregunté finalmente. “Si se pueden sacar del sistema, nosotros podemos meterlos en mi RDI y efectuar una búsqueda más precisa”.

Murph dijo que se podía y nos pusimos a descargar su información. Pero entonces él se detuvo y después de pensarlo un instante resolvió probar antes otra cosa. Llamó a un ingeniero conocido suyo en Cellular One y le pidió que buscase entre sus registros alguna actividad sospechosa. Le dimos un perfil de las cosas a buscar, pero el técnico dijo que él tampoco encontraba ninguna coincidencia.

Había realizado el largo viaje aéreo hasta la costa Este, y ahora Mitnick empezaba a parecerse un poco a Houdini. Si aparecía en la Netcom pero no a través de Sprint ni de Cellular One, ¿dónde estaba? La cosa era exasperante: él tenía que estar en uno de los dos sistemas.

“Inténtalo un poco más”, dije. “Tiene que estar ahí”.

Busqué otros varios números de llamada de Netcom en distintas partes del país y se los leí. El ingeniero de Cellular One hizo un nuevo repaso a sus datos, y un ratito después volvió al teléfono a decir que no tenía actividad de llamada que casara con nuestra descripción. Mitnick estaba en el aire, pero ¿dónde?

“No puedo ayudaros más, tíos, a menos que haya una autorización”, dijo el ingeniero.

Estábamos otra vez bloqueados por el mismo problema que Murph y yo habíamos tenido el sábado por la noche, pues no teníamos la autorización necesaria para los registros de Cellular One. Aunque el domingo por la mañana la Sprint había recibido una autorización para el rastreo, localización e información de registro de llamadas, así como una orden judicial autorizando el seguimiento en tiempo real, entre tanto Mitnick debía haber “secado” su teléfono móvil. Era obvio que había intercambiado el fraudulento par MIN-ESN de Sprint por uno que debía haber pertenecido a un suscriptor de Cellular One. Llamé a Kent y con ayuda de Murph él redactó una segunda autorización, que se pasó por fax a Cellular One.

En este punto, no obstante, todo parecía detenido. Mi plan había sido reunir un equipo de representantes de la ley, ir al emplazamiento de la célula y, cuando Mitnick saliera al aire, utilizar un dispositivo direccional para localizarle. De nuevo el FBI había echado el freno. Al agente especial Thomas, a quien habían llamado un domingo por la noche para ocuparse de un caso del que no sabía nada, dejó claro que no estaba dispuesto a tomar ninguna decisión sobre el siguiente paso a dar, sin intervención de alguna autoridad superior.

No me lo podía creer. Teníamos a Mitnick, y podíamos rastrearlo inmediatamente. Pero cuanto más tardásemos en hacerlo, más probable era que saliesen mal. “Por eso es que Kevin Mitnick anda suelto todavía, tras su desaparición en 1992 para eludir la búsqueda por parte del FBI”, mascullé.

Fui a la parte trasera de la oficina de la central y llamé de nuevo a Kent para manifestarle mi frustración. “Esto es realmente un desastre”, le dije. “Estoy hasta el gorro de esto”.

Él se estaba acostumbrando a mis enfados y prometió hacer unas llamadas para ver si podía acelerar las cosas. Pero la situación no hacía más que empeorar. Cuando dejé el teléfono empezamos a discutir los detalles operativos relativos al seguimiento y la detención. El agente especial Thomas me aseguró que los agentes de la ley no tendrían problemas para mantenerse en contacto entre ellos, pues todos ellos llevaban radios con frecuencia alterada.

“No pueden usar esas radios”, tuve que explicarle. “Ese individuo no es un delincuente corriente. Trabaja con el escáner puesto”.

“No se quedará ni un momento si oye tráfico codificado por los alrededores”, intervino Murph, y finalmente la cosa quedó clara.

Eran casi las 10:30 p.m. A pesar de las dudas de los agentes del FBI, resolvimos que todavía podíamos ir al emplazamiento de la célula y utilizar el equipo de diagnóstico de Sprint para conseguir una localización exacta de Mitnick. Murph sugirió que siguiésemos la pauta de la reciente investigación de fraude telefónico. Cada vez que un teléfono móvil establece una llamada, ésta es asignada a su propia frecuencia. Esa frecuencia era visible para los ingenieros que hacían el seguimiento en el conmutador de la compañía, que por eso habían utilizado un sistema según el cual, cada vez que cambiaba la frecuencia, ellos la enviaban a un busca en poder del técnico de campo. Entonces el técnico sintonizaba el radiogoniómetro según esa frecuencia. Parecía una buena idea. Era improbable que Mitnick estuviera vigilando las frecuencias celulares y también las de busca. Aun si así fuera, era improbable que le diera importancia a una ocasional llamada de busca de tres dígitos.

Llamamos nuevamente al técnico de Cellular One para que nos ayudase alertándonos cuando se hacían nuevas llamadas. Él estaba vigilando su conmutador desde su casa y podía ver la información del que llamaba y también la del sector. Como había una célula o emplazamiento de antena repetidora de Cellular One inmediatamente al lado de la célula 19 en el sistema de Sprint, ahora pudimos determinar que las llamadas de Mitnick en el sistema de Cellular One estaban siendo puestas desde un teléfono ubicado en la misma área que las de la noche anterior. ¡Estábamos de suerte!

Las llamadas venían de una zona inmediatamente al sur del transmisor celular, confirmando la previa sospecha de Murph sobre la ubicación de Mitnick. Murph, Joe y yo fuimos a examinar un gran mapa de la zona de Raleigh. El transmisor estaba situado sobre la ruta 70, conocida también por avenida Glenwood. Directamente hacia el sur se encontraba el cementerio Raleigh Memorial: al este y al sureste estaba el parque estatal William B. Umstead.

Nuestros ojos se dirigieron inmediatamente a Duraleigh Road, que corría casi directamente hacia el sur desde su intersección con Glenwood. Sobre la margen de la Duraleigh que daba al este se extendía aproximadamente un kilómetro un vecindario llamado Duraleigh Woods. Parecía un buen lugar para iniciar la cacería. Murph no estaba seguro sobre la distancia a la que Mitnick se hallaba de la célula, pero trazó un arco con centro en al emplazamiento de la antena repetidora y dijo que probablemente estuviese dentro de aquella área.

Sobre el asiento trasero de la furgoneta de Joe Orsak había un dispositivo, de aproximadamente el tamaño de un PC de mesa, llamado Cellscope 2000, que en realidad era un transreceptor de radio de aficionado conectado a un ordenador personal portátil. Empleado por las compañías de telefonía móvil para probar la calidad de la señal, podía funcionar también como goniómetro. Orsak tenía asimismo una antena Yagi manual conectada al Cellscope, que podía mantener dentro de la cabina de la furgoneta. La Yagi no fue diseñada para tareas de detección de señales de radio, pero realizaría una tarea semejante.

El software de Mark Lottor estaba funcionando en mi PC HP100 en combinación con un teléfono celular de bolsillo Oki 1150, un arreglo que realizaba en parte las mismas funciones, pero más económico y ocupando menos espacio. No era direccional, pero para mis fines eso no importaba. En el mundo de la telefonía celular, la conexión que va del punto de partida o base a un teléfono celular se llama canal de ida y la que viene del teléfono al punto base se llama canal de vuelta. El Cellscope podía rastrear uno u otro canal, pero no los dos simultáneamente. Pero utilizándolo en tándem con mi sistema portátil, podíamos rastrear los dos extremos de una llamada.

Mark y yo habíamos preparado un cable personalizado para conectar el ordenador al teléfono Oki. En su interior había un chip microprocesador que hacía la conversión de la información entre el Oki y el ordenador HP de forma que los dos dispositivos pudieran hablar entre sí. El pequeño chip posee tanta capacidad de procesamiento como los primeros ordenadores personales. Es el protagonista de una historia que a Dany Hillis le gusta contar a menudo. Durante una conferencia que tuvo lugar por los años setenta en el Hilton de Nueva York, un orador formuló una estimación aparentemente exagerada del número de ordenadores que habría en el mundo de allí a una década. Alguien de la audiencia se puso de pie y dijo: “¡Eso es una locura! Para que eso fuera así, ¡tendría que haber un ordenador en cada puerta!”.

Una década más tarde, Hillis volvió al Hilton para otra conferencia, y efectivamente, había un ordenador en cada puerta: ¡en las cerraduras electrónicas que acababan de instalar en el hotel!

Mientras nos dirigíamos al emplazamiento de la célula me puse a montar mi equipo y a manipular el Cellscope mientras Joe me daba instrucciones sobre su uso. El interceptar llamadas de teléfonos móviles con un dispositivo como ése está prohibido a los particulares por la Ley de Protección de la Intimidad de las Comunicaciones Electrónicas, pero las compañías de telefonía móvil están autorizadas a efectuar rastreos con el fin de detectar e impedir fraudes.

Previendo la posibilidad de un cerco prolongado, paramos en un Seven-Eleven y yo compré algo de comer y de beber mientras Joe se tomaba un café. El ingeniero de Cellular One informó que Mitnick no estaba activo, de modo que llegamos al emplazamiento de la célula y esperamos. El agente especial Thomas nos había seguido en un llamativo turismo Crown Victoria del FBI. Aparcamos frente al muro de hormigón sin ventanas de una nave oculta tras una cerca alambrada. Dentro estaban los bastidores de transceptores de radio para controlar el tráfico de llamadas en la célula.

Joe y yo salimos a dar una vuelta con la furgoneta para comprobar el equipo de seguimiento y a reconocer el terreno. Le pedimos al agente especial Thomas que aguardara hasta nuestro regreso, pero cuando volvimos, a los veinte minutos, el Crown Victoria se había ido.

Alrededor de las 11:30 p.m. Markoff me llamó por el busca. Yo lo había llamado desde el aeropuerto en San José antes de partir, y él, que había volado a Raleigh varias horas después, se había alojado en el Sheraton Imperial, próximo al aeropuerto. Le pasé el teléfono a Joe y éste le explicó cómo llegar al local de la célula. Mientras lo esperábamos, volvimos a salir para ocuparnos del equipo de exploración direccional. Un domingo cerca de medianoche en los suburbios de Raleigh, las cosas están realmente tranquilas en todas las frecuencias de telefonía celular.

Era una fría y serena noche invernal. Joe estaba de pie fuera del vehículo escuchando el Cellscope con la antena Yagi bajo el brazo, y no conseguía detectar tráfico alguno. De pronto captó una llamada en un canal de Cellular One. Prestó atención y enseguida oyó que alguien con marcado acento de Long Island, hablaba de “Phiber Optik”.

“¡Lo tenemos!”, exclamé. “¡Vamos!”.

Phiber Optik era el pirata informático que había estado un año preso y ahora trabajaba como administrador de sistemas para Echo, un servicio on-line de la ciudad de Nueva York.

Nos metimos de un salto en el interior de la furgoneta y salimos rápidamente del sendero de acceso a la calle. Un coche venía lentamente hacia nosotros.

“Apuesto a que es John Markoff”, dije.

Joe hizo parpadear las luces de la furgoneta, y cuando el coche se detuvo junto a nosotros reconocí a Markoff tras el volante.

“¡Aparque el coche y venga, acabamos de captarlo!”, le grité por la ventanilla. Él lo hizo y saltó al asiento trasero. La voz con acento de Long Island salía por el altavoz de la unidad Cellscope. Sólo podíamos escuchar un extremo de la conversación, el que venía de la estación celular base; el teléfono móvil estaba demasiado lejos y era demasiado débil para poder captarlo.

“¡Esa voz la conozco!”, exclamó inmediatamente Markoff. “¡Es Eric Corley!”.

Yo había oído hablar de él. Como director de 2600 había defendido públicamente a Kevin Mitnick en muchas ocasiones, aduciendo que se trataba de un hacker incomprendido y maltratado que se entrometía en los sistemas por pura curiosidad. Afirmaba que cuando un hacker robaba software no se producían víctimas. Ahora estábamos oyéndole charlar con alguien sobre cómo mejorar su imagen pública.

Unos años antes, 2600 había publicado la refutación del propio Mitnick a Cyberpunk, el libro del que Markoff había sido coautor. En la misma aquél argumentaba que su socio Lenny Di Cicco le había tendido una trampa. Ahora lo que captábamos daba a entender que Corley estaba aconsejando a su interlocutor sobre cómo hacer frente a la persecución por parte de los representantes de la ley. Me pregunté si Corley sabía que Mitnick seguía mintiéndole a la gente, leyendo su correo electrónico y robando su software.

Joe condujo la furgoneta hasta la avenida Glenwood y luego torció a la derecha y avanzó hacia el sur por Duraleigh Road. Al tiempo que conducía ajustó el Cellscope para captar el canal de vuelta y pudimos oír brevemente la voz al otro extremo de la comunicación. Aunque había hablado con Mitnick años antes por teléfono y una vez le había oído hablar como “consultor” en seguridad informática, Markoff no pudo identificar como suya la segunda voz, de forma concluyente.

Yo estaba vigilando el indicador de potencia de la señal, que de pronto descendió del todo. “Se ha perdido”, dije.

Continuamos captando fragmentos hasta que en un momento dado la voz dijo “adiós” a Corley y le preguntó si seguiría levantado a las 5 de la mañana. A partir de ese punto, la llamada se perdió.

“Tengamos paciencia”, me dije. Ahora tenía la convicción de que Mitnick se encontraba en las inmediaciones. Puede que hubiera podido preparar un complejo sistema con un par de modem de datos, pero habría sido mucho más difícil disponer un relé que manejase voz y datos. Joe buscó un lugar para girar en redondo y volvimos lentamente por Duraleigh esperando captar otra llamada.

Cuando nos aproximábamos a la intersección vimos una urbanización relativamente nueva de bloques bajos de apartamentos. A nuestra derecha había un centro comercial y una gasolinera. Durante la marcha íbamos mirando los mapas especializados de Joe. Parecía posible que la señal proviniese de algún lugar dentro de uno de los apartamentos. Elegimos el más lejano sobre el camino y nos introdujimos en su aparcamiento mientras continuábamos explorando. Era fácil porque no había ninguna otra conversación en la célula. Era casi la una de la mañana.

Ahora nuestros monitores captaron otra llamada mientras estaba siendo establecida. Esta vez oímos el pitido de un modem, lo que significaba que era una llamada de información. Vi en mi pantalla el MIN, el número telefónico celular, 919-555-6523. Programé rápidamente el monitor para rastrearlo más adelante.

La señal era potente. En algún lugar, a pocos cientos de metros de donde íbamos marchando, se encontraba Kevin Mitnick sentado, probablemente inclinado sobre un ordenador portátil, afanándose en husmear contraseñas, instalar puertas secretas y leer el correo de otras personas. Cada pocos minutos la señal caía, y tras una pausa de unos treinta segundos se iniciaba una nueva llamada.

“Pobre bastardo”, dije. “Está consiguiendo una recepción celular realmente paupérrima”.

Joe regresó a Duraleigh girando al norte e inmediatamente se internó en el camino de acceso de un grupo más grande de apartamentos llamado el Player’s Club.

Mientras lo rodeábamos todos empezamos a sentirnos incómodos. El aparcamiento estaba lleno de coches, pero no se veía gente y casi todos los apartamentos exteriores tenía las ventanas sin luz. ¿Qué habría pensado alguien que se asomara a la ventana, al ver a tres hombres en una furgoneta rodeando el aparcamiento a esas horas?

Avanzábamos despacio, en dirección opuesta a la de las manecillas del reloj. En la parte posterior del complejo de apartamentos vimos aquellos que tenían campo abierto a sus espaldas. “Si yo fuese Mitnick tendría planeada mi huida a través de esos campos”, comentó Markoff. “Además, instalaría el ordenador de forma que tuviera una buena visión por la ventana”.

Yo iba girando la antena Tagi mientras nos movíamos. Al entrar en el camino de acceso del Player’s Club había visto aumentar la intensidad de la señal en la pantalla del Cellscope. Habría jurado que Mitnick se encontraba en algún lugar a nuestra izquierda. Ahora, en la parte de atrás del complejo de apartamentos, la señal decreció. La antena no era demasiado precisa porque yo estaba dentro de la furgoneta con el propósito de no llamar la atención. Estaba intentando además mantener una imagen mental de la dirección de donde provendrían las señales en el espacio real, más bien que en el espacio de la furgoneta, dejando de lado la situación de ésta. Al mismo tiempo, los tres buscábamos una ventana con las luces encendidas.

El Player’s Club estaba circundado por hileras de plazas de aparcamiento. La urbanización en sí parecía un cuadrado del que se proyectaban unas alas laterales separadas por otros aparcamientos. Al aproximarnos a la esquina suroeste del complejo la señal volvió a dar un salto. Era evidente que la llamada venía de una de las extensiones laterales, o bien de una esquina interior de la urbanización.

Resolvimos que circundar nuevamente el complejo sería demasiado arriesgado, de modo que Joe atravesó la calle y aparcó en el solar del centro comercial. Yo estaba convencido de que habíamos localizado a Mitnick y ahora lo único que necesitábamos era al FBI.

“¿Por qué no volvemos a la sede de la célula a ver si podemos persuadir al FBI para salir otra vez?”.

De nuevo en la célula llamé a Murph al conmutador de la oficina central y él llamó al FBI para insistir en que actuasen. Después que le contestaron que no tenían agentes disponibles, llamé yo mismo a la oficina local del Bureau.

“El sujeto está operando ahora mismo”, le dije al oficial de guardia. “Es como tener una linterna iluminando el camino hasta la puerta”.

“Lo siento”, respondió él. “En este momento no hay aquí ningún agente, lo único que puedo hacer es tomar nota de su mensaje”.

Yo colgué y llamé al agente especial Thomas, a quien no le produjo la menor alegría escucharme a las 2:30 de la mañana. “Esta noche me temo que no puedo ayudarle”, me explicó. “El hombre está buscado por orden de la policía judicial, no del FBI: no es un problema del FBI”.

Me puse a medir a grandes pasos la pequeña habitación para arriba y para abajo. Volví a llamar a Kent, que me prometió que los refuerzos pronto estarían en camino, pero cada vez estaba más claro que esa noche no iba a ocurrir nada. Aguardamos otros cuarenta y cinco minutos mientras las llamadas informativas de Mitnick iban y venían. Finalmente resolvimos abandonar y regresar al conmutador de la Sprint.

Por el camino pensé en hacer otra llamada a Levord, pero decidí que emplear el teléfono móvil era demasiado riesgo. Probablemente, estábamos fuera del alcance del escáner, pero si Mitnick estuviera utilizando software robado a Mark Lottor tendría acceso al canal de control de ida, y podría ver aparecer mi número en el sistema en Raleigh. Era sumamente improbable, pero ése era el tipo de cosas que pueden causarte un tropiezo.

Joe me dejó y yo monté en mi coche para seguir a Markoff al Sheraton. Entramos en el vestíbulo desierto a las 4 de la mañana. Yo había tenido la esperanza de que Mitnick fuera detenido esa noche, y ahora me preocupaba la posibilidad de que el nuevo retraso le permitiera escurrirse.