4. El mundo real

Con frecuencia llamamos complejas a aquellas cosas de este mundo que no entendemos, pero a menudo eso sólo significa que todavía no hemos descubierto la forma adecuada de pensar en ellas.

Durante toda mi vida como científico me he dedicado a explorar y comprender lo complejo, y he descubierto que aunque pudiera parecer que a la naturaleza se le ha ocurrido hacer funcionar las cosas de una forma complicada, en cualquier fenómeno subyace casi siempre una explicación muy elegante y sencilla.

Esta perspectiva básica ha estado presente en gran parte de mi trabajo en campos tan diversos como la biología y la física, y los problemas relativos a la informática, en los que me he centrado durante más de una década en el Centro de Superordenadores de San Diego. ¿Cómo ordena el mundo físico sus respuestas? Esta puede parecer una pregunta tremendamente vaga, pero se encuentra en el meollo de un abordaje radical a buena parte de la ciencia moderna. Por ejemplo, ¿qué formas existen de localizar una fuga en un cubo? Ante esto, un ordenador no tendría ningún método simple de dar con el punto preciso. Podría por un proceso iterativo recorrer punto por punto toda la superficie del cubo hasta dar con el agujero. Pero hay una solución mejor y más sencilla: llenar el cubo y dejar al agua la tarea de localizar la fuga.

Era la reflexión sobre esas cuestiones relativas a la naturaleza de la informática lo que centraba el interés del legendario físico Richard Feynman hacia el final de su vida. Yo empecé a tomar clases con Feynman sobre la física de ordenadores cuando me inicié en Caltech como estudiante de primer curso en 1982, y pasé otro tiempo con él durante el verano de 1984 en Thinking Machines, una empresa de superordenadores que empezaba a funcionar en Cambridge, Massachusetts. Su perspectiva influyó enormemente en mi propio modo de pensar. Feynman poseía una notable capacidad para ver el mundo claramente y no ser confundido por los preconceptos en boga. Durante toda mi carrera he buscado emular el enfoque de Feynman ante la ciencia, y creo que también me ha ayudado a lograr esa perspectiva independiente el hecho de ser un científico y el haberme criado entre dos culturas.

Yo nací el 23 de octubre de 1964 en Nagoya, Japón. Mis padres se criaron en Japón, donde vivían durante la guerra. Mi padre, Osamu, se formó como bioquímico y mi madre, Akemi, empezó a trabajar como farmacéutica. Emprendieron juntos como socios su carrera en investigación, especializándose en el estudio de la bioluminiscencia. En los años sesenta, la principal institución en la materia era la Universidad de Princeton. Fue un periodo estupendo para realizar investigación en los Estados Unidos, y mis padres se vinieron cuando a él le ofrecieron allí un cargo como investigador residente en la facultad. Mi madre se apartó un tiempo de su propia carrera para criarnos a mí y a Sachi, mi hermana menor.

Aunque conservo tempranos recuerdos de viajes de ida y vuelta entre Estados Unidos y Japón, los primeros tiempos que puedo recordar con claridad son los años de mi niñez en Princeton. Recuerdo especialmente mi aprendizaje del inglés como segunda lengua en el parvulario y en primer grado.

El haber sido criado por dos científicos moldeó para siempre mi forma de ver el mundo. Mi niñez se desarrolló entre la cocina de mi madre y el laboratorio de mi padre. Desde que di los primeros pasos mi familia estimuló en mí la curiosidad. Me instaban a hacer preguntas, ante las cuales nunca recibía como respuesta un “porque”. La respuesta de mis padres solía ser una sugerencia para que realizase un experimento que me permitiese obtenerla por mí mismo.

El valor de la experimentación me era enseñado incluso en las circunstancias más corrientes. Una vez, cenando, se me cayó una seta al suelo, y cuando fui a recogerla para comérmela, mi padre dijo “Está sucia”.

“Yo no veo ninguna suciedad”, repliqué.

El resultado de esa discusión fue que mi padre me condujo a su laboratorio para que pudiésemos examinar más atentamente la seta bajo el microscopio.

Yo era, en general, un chico discutidor, aunque mis padres me toleraban considerablemente. Era tan rápido para rebatir, incluso en mi época de escolar, que un día mi madre, exasperada, levantó ambos brazos y dijo “¿Tú que vas a ser de mayor: científico… o abogado?”.

En los años sesenta y setenta Princeton era la comunidad académica liberal por excelencia, pero yo era todavía alguien de afuera, a pesar de que la universidad tenía una amplia población asiática. Durante este periodo retorné con frecuencia a Japón, e incluso viví allí casi dos años, lo suficiente para asegurarme de conservar la sensación de estar levemente al margen de ambas culturas. Pasé mi quinto año completo de colegio en Nagasaki. En Japón se enseñan tanto el japonés como el inglés, y fue interesante llegar a conocer la visión japonesa de América tras haberla experimentado yo personalmente.

Debido a que la investigación de mi padre implicaba estudiar medusas bioluminiscentes, pasé muchos de mis veranos en Friday Harbor, en las islas de San Juan, del estado de Washington, donde él dirigía la investigación de campo en el laboratorio de biología marina de la universidad. Yo estaba en mi elemento, en libertad con montones de otros niños aburridos de familias académicas. Aquellos veranos me brindaban tiempo libre para ayudar en el laboratorio de mi padre intentando encontrar algo útil que hacer cuando no estaba metiéndome en líos y vagando por la soledad de la isla. El clima fresco, las alfombras de pinos Douglas y los cristalinos charcos dejados por la marea eran un maravilloso contrapunto al más civilizado, caluroso y húmedo verano de Princeton.

Cuando tenía doce años —habiendo adelantado varios cursos ya estaba en primero de secundaria— empecé a estar cada vez menos tiempo en casa. No me llevaba especialmente bien con mis padres y acabé pasando la mayor parte del tiempo en la universidad.

En esa época un amigo mío tenía un empleo con un profesor de psicología en un laboratorio que estaba haciendo investigación neuropsicológica, y él me ayudó a conseguir un trabajo allí también a mí. Él estaba intentando poner en marcha un sistema de adquisición de datos. Era básicamente una tarea de programación en la que intervenía un ordenador DEC PDP-11/34, que era entonces el elemento estándar en todo equipo informático de laboratorio.

La primera vez que vi un ordenador fue en el parvulario. El padre de uno de mis compañeros de clase, que trabajaba en los Laboratorios Sarnoff de la RCA, trajo uno al colegio para una especie de sesión de “dime-qué-es-esto”, y aunque yo no llegué a jugar con él, fue sin lugar a dudas algo que recordaba y que me intrigó. Recuerdo claramente que incluso en aquel primer encuentro, consideré a aquellas máquinas como instrumentos que me ayudarían a resolver problemas.

Pero mi primer contacto real con la informática no empezó hasta que tuve diez años, cuando, a través de amigos, tropecé con un peculiar e informal club informático de Princeton conocido como los Resistors[10]. Resistors era un acrónimo de “Radically Emphatic Students Interested in Science Technology and Other Research Studies”[11], y lo formaba un grupo anárquico de adolescentes (la edad media era probablemente los 15 años) que se reunía en el E-Quad, el edificio de cuatro plantas de la facultad de Ingeniería de Princeton. La primera generación de Resistors estaba influida por gente como Ted Nelson, el visionario científico social que escribió el libro Computer Lib/Dream Machines y que había de convertirse en el flautista de Hamelín del hipertexto. Yo fui en realidad miembro de la segunda generación, y lo que el grupo me proporcionó fue una entrada fácil en el mundo de la informática: entre otras cosas, mi ordenador personal propio en la era de los miniordenadores y los grandes ordenadores. Pero por lo demás yo era mas bien un tanto solitario por naturaleza, y nunca llegué a tener un vínculo realmente estrecho con los otros Resistors.

El grupo fue en realidad resultado del mismo impulso que motivaría la aparición de un club de aficionados semejante conocido por Homebrew Computer Club, que emergió varios años más tarde en Silicon Valley. Aunque sus miembros eran mayores, la mayoría apenas veinteañeros, fueron también producto de la disponibilidad de los primeros chips baratos para microprocesador, y su pasión por poseer el ordenador propio llevó directamente a la explosión de la era del ordenador personal. Gentes como Steve Wozniak y Steve Jobs crearon Apple Computer al calor de la cultura tecnológica que surgió en torno al campus de Stanford en la segunda mitad de los setenta. Otros miembros del Homebrew, como Lee Felsenstein, acabaron diseñando tanto la máquina Sol como la Osborne 1.

Los Resistors crecieron bajo el influjo de una edad informática anterior, con un distintivo sabor a la costa Este. El mundo de los grandes ordenadores había surgido durante los años cincuenta y sesenta en IBM, seguido por la era del miniordenador de los setenta creado por compañías como DEC, Data General y Prime. El miniordenador fue la apoyatura de la época de la informática de tiempo compartido. Producto de la cultura del hacker del MIT, los sistemas operativos de tiempo compartido permitieron que más de una persona utilizara el ordenador al mismo tiempo. El truco fue cortar en diminutos trozos iguales las tareas informáticas y luego hacer que la unidad central de proceso del ordenador saltase de uno a otro sucesivamente. Con eso los ordenadores se hicieron enormemente más productivos y expandieron el poder de la informática a una audiencia muchísimo más amplia. Fue asimismo el tiempo compartido lo que permitió a los jóvenes hackers como yo lograr el acceso a ordenadores poderosos.

La particular contribución de la AT&T a la revolución informática había sido el sistema operativo Unix, un programa desarrollado en los años sesenta por dos científicos informáticos de los Laboratorios Bell, Dennis Ritchie y Ken Thompson. Los sistemas operativos son una combinación de agente de tráfico, secretaria y criado dentro de un ordenador. Son los programas que ejecutan todas las operaciones básicas de manejo y responden a los requerimientos y órdenes del usuario además de orquestar el delicado ballet que se desarrolla entre todos los distintos componentes de un sistema informático. Los sistemas operativos proporcionan asimismo al ordenador una personalidad distintiva. Cabe considerarlos como un lenguaje para hablar directamente con el hardware del ordenador.

Ritchie y Thompson, que habían quedado atónitos ante un proyecto de desarrollo de sistema operativo llamado Multics, financiado por el Pentágono, crearon Unix como alternativa, y éste pronto se convirtió rápidamente en la herramienta de programación predilecta para el anárquico ejército de hackers que estaban conformando una cultura informática en diversas universidades y empresas por todo el país. Como miles de estudiantes de facultad de la época, yo crecí como hijo de la revolución Unix.

A diferencia del mundo del ordenador personal, en el que los sistemas operativos como el CP/M, el MS-DOS y el Apple DOS fueron elaborados a partir de cero, el Unix fue un sistema que se creó desmontando muchos de los elementos del mundo de los grandes ordenadores y se adaptó a la capacidad de los miniordenadores y las estaciones de trabajo. Como resultado, mi generación de hackers esperaba que los ordenadores tuviesen ciertas características de las que los ordenadores personales carecían y de las que en algunos casos, más de una década después, todavía carecen. Conceptos informáticos de Unix tales como multitarea, administración de memoria de hardware, y ser portátiles, formaron parte de un evangelio que aprendí mientras me instruía en la programación Unix entre los diez y los quince años. Era de sentido común que los ordenadores fueran capaces de hacer múltiples cosas al mismo tiempo, incluso para un usuario solo, y empleasen la administración de memoria de hardware, que asegura que un programa pobremente diseñado no abandone el espacio de memoria que le ha sido reservado y pisotee otros programas.

Crecí también sin pensar que hubiera algún modo de utilizar los ordenadores que no fuesen conectados entre sí para formar redes. Primero entré en contacto con la ARPAnet, la predecesora de la Internet financiada por el Pentágono, en 1976. Era una comunidad abierta, aunque muy pequeña —la red entera no debe haber sumado más de un centenar de ordenadores— y a mí me encantaba explorarla.

Lo que no hacía era pasar las tardes y noches forzando mi entrada en otros ordenadores, una moda que los adolescentes adoptaron casi una década más tarde. Cuando yo viajaba por la Red a mediados de los años setenta casi no había cerraduras y todo se compartía. En varios lugares alrededor del campus de Princeton había terminales públicos que te permitían sentarte y acceder a toda la Red. Yo probaba juegos, charlaba con gente, y me paseaba por sitios como el MIT, Carnegie Mellon y Stanford.

Aunque mi primer lenguaje de programación fue el BASIC, creado en 1969 en Darmouth con fines educativos, pronto me di cuenta de que podía escapar de los estrechos limites de un lenguaje hacia el shell de comando de Unix. El shell —básicamente el panel de control del software del ordenador— amplió mi horizonte y me dio acceso a todos los recursos del ordenador, así como al mundo de redes que había más allá. Después de estar confinado al mundo rigurosamente controlado de Basic, el shell de Unix fue un poco como estar en el puente de mando de la nave espacial Enterprise. Disfrutando mi nueva libertad, aprendí a programar en C, un lenguaje que había sido desarrollado por el mismo equipo de hackers de los Laboratorios Bell que había inventado el Unix. El C fue para mí liberador. Como lenguaje resulta complicado, pero una vez dominado es notablemente poderoso y flexible. Con C adquirí una habilidad que me hizo objeto de una gran demanda, aún en mi adolescencia.

Un graduado en ciencias informáticas llamado Peter Honeyman me ofreció mi primera cuenta Unix en Princeton, en el ordenador DEC del departamento de ingeniería eléctrica y ciencia informática. Aunque me fue retirada después, cuando el ordenador se sobrecargó de estudiantes regulares, fue mi punto de entrada original en un mundo que pronto se convertiría en mi pasión. El PDP-11/45 era una máquina excéntrica, y Honeyman fue evidentemente lo bastante listo para advertir que otro alumno de secundaria llamado Paul Rubin y yo éramos una fuente virgen de trabajo barato. Pronto nos convertimos en administradores y cuidadores del ordenador.

En ocasiones tuve problemas por el uso del ordenador. Recuerdo que descubrí que podía emitir un mandato para mover el brazo principal de la unidad de disco magnética de nuestro miniordenador del colegio hacia atrás y hacia adelante con rapidez. La disquetera era un monstruo IBM estándar de 14” que parecía un frisbee[12], cuya cabeza para leer v escribir datos magnéticos estaba controlada por un stepper[13] y a la cual se le podía ordenar entrar y salir y leer y escribir en cualquiera de los 203 cilindros de la unidad. Una vez que conseguí desplazarla al cilindro 0, y luego al cilindro 100, empecé a preguntarme “Vaya, ¿qué pasaría si intentase desplazarlo al cilindro HEX FFF?”. Eso sería el equivalente al cilindro 4095… desgraciadamente, uno que no existía.

Di la orden y oí, Rrrrr, Crunch. Aquel fue el fin de la unidad. Fue una lección útil, y para mí puso efectivamente en cuarentena uno de los cánones de la informática que siempre se enseñan: “No te preocupes, el hardware no se rompe”.

Según iba pasando cada vez más tiempo del día alrededor de la universidad, la secundaria iba progresivamente convirtiéndose en algo subordinado en mi vida. A un extremo del espectro me fascinaba la física porque exploraba los principios fundamentales que subyacen en todo lo que forma el universo; y en el otro extremo, la biología, en la que unos principios muy sencillos crean sistemas muy complejos. En un caso uno puede intentar simplificar, mientras que en el otro no hay ninguna posibilidad de hacerlo. Estudiaba, sí, otros campos, como psicología y geología, pero no espoleaban mi interés, porque eran más parecidos a la botánica, que para mí era el arte de establecer categorías y no requería análisis ni inteligencia.

Si bien esa incursión en las disciplinas académicas me resultó beneficiosa, fueron mis habilidades informáticas las que me hicieron parte integral de la escena universitaria. En 1978 Princeton se enfrentaba al creciente problema de la proliferación de miniordenadores. El centro informático de la facultad había tratado anteriormente de mantener el monopolio de toda la informática académica. Al efecto, le había dicho a los diversos departamentos: “Dado que nosotros proporcionamos este servicio, queremos que uséis nuestros ordenadores”. Y como todo el que tiene un monopolio, cobraba precios escandalosos. Pero los otros departamentos de Princeton descubrieron el medio de librarse de tener que depender del centro informático: la aplicación específica. Todos los diversos departamentos se las ingeniaron para adquirir su propio miniordenador individual y ejecutar complicados proyectos especiales inventados por ellos.

El departamento de astronomía había conseguido hacerse con un DEC PDP-11/60 y quería instalar Unix, pero en el personal no había nadie que supiera algo sobre él. Como yo ya andaba rondando gran parte del tiempo, mendigando, tomando prestado o robando tiempo libre del ordenador, me pidieron que fuera a instalar un cierto hardware especializado con el que poder leer una determinada cinta magnética de datos.

Gracias a aquel proyecto me convertí en el gurú informático del departamento, a los catorce años de edad. Después de haber escrito para ellos un manual para usuarios que hacía que el ordenador le hablara de forma clara a unas esotéricas unidades de disco, un joven profesor ayudante, Ed Turner, me invitó a trabajar a tiempo parcial. En esa época, la tradición en el departamento era que la informática estuviese a cargo del miembro más nuevo de la facultad. Ed no sólo me dio un empleo, sino que me introdujo en un mundo sorprendente, sacándome de mi claustrofóbica existencia de estudiante secundario.

Visto retrospectivamente, el acceso a aquel empleo fue uno de esos sucesos cruciales que me ayudaron a definir, a una edad muy temprana, quién era yo. Fue asimismo una increíble fuente de diversión, y me dio acceso a algunos de los mejores juguetes del mundo.

El resto del tiempo que pasé en secundaria estuve constantemente rondando el departamento de astronomía, principalmente colaborando en el trabajo de procesamiento de imágenes computerizadas. Amén de aprender algo sobre igualación de esquemas y un montón sobre programación de sistemas, el cargo contribuyó a moldear de forma duradera mi actitud hacia la informática. Tratar de resolver problemas en astrofísica y astronomía me convenció de que, si una máquina no hace lo que uno quiere, hay que reprogramarla para que lo haga. Aprendí tempranamente que una máquina hace precisamente lo que se le dice que haga y nada más.

Mis responsabilidades aumentaron hasta incluir el diseño de hardware específico para el departamento de astronomía, y en mi año de secundaria avanzada pude desarrollar un sistema de almacenamiento de datos para captar información experimental de un lanzamiento de misil financiado por la NASA en el que participaba el departamento. Mi tarea fue la de ayudar a diseñar el hardware que recogiera los bytes de información del vuelo en el White Sands Missile Range, en Nuevo México. El problema comprendía recuperar las imágenes desde las cámaras a bordo del misil, conservarlas en cinta de vídeo y luego tratar de convertir los datos en cantidades digitales para ser almacenadas y analizadas por ordenador. El lanzamiento resultó un éxito, y proporcionó información de la franja ultravioleta del espectro en los confines del espacio.

El hecho de frecuentar una comunidad de estudiantes mayores y profesores a una edad tan temprana y el ser esencialmente precoz acabó también por causarme dificultades. Como me había saltado dos cursos, en el otoño de 1980 estaba en el último año de secundaria con quince años.

No obstante mi mediocre currículo, obtuve brillantes puntuaciones en las pruebas y fui aceptado en Carnegie Mellon a comienzos de mi último curso. Fue una decepción, no obstante, que mi otra opción, el MIT, me rechazase a pesar de que tenía recomendaciones de unos cuantos profesores tanto de Princeton como del propio MIT. A lo largo de los años de secundaria, mi actitud había sido que mientras estuviera haciendo algo que tuviese suficiente interés “intelectual”, las notas no importaban.

Aburrido y con creciente resentimiento hacia lo que parecían rituales académicos sin sentido, en ocasiones irritaba a mis profes. Una vez en una clase de Inglés nos dieron una lista de palabras que debíamos usar en ensayos escritos en el curso del semestre. Había que emplearlas en contextos adecuados, y por cada uso correcto se nos adjudicaría puntos para nuestra graduación final.

Pero a mí se me ocurrió que había una solución más sencilla, que puse en ejecución en forma de un único trabajo hecho en diez minutos. Escribí un cuento acerca de una estúpida clase de inglés en la que el profesor suministraba una lista de palabras e incluí al pie de la letra las propuestas. Reclamé la puntuación por toda la lista, y resolví que, puesto que ahora disponía de suficientes puntos para pasar, no asistiría al curso durante el resto del periodo.

Esa clase de trucos no me hacía simpático ante los profesores.

Tampoco encajé en la secundaria con el típico empollón en informática o ciencias. Aunque no me atraían los equipos de alumnos, sí me encantaba practicar por mi cuenta toda clase de deportes. Me convertí en entusiasta ciclista, corriendo con un club local llamado el Century Road Club of America. Me pagaba el equipo de ciclista, relativamente caro, armando de vez en cuando ruedas de bicicleta para una tienda local del ramo, Kopp’s Cycles. Durante los inviernos empecé a desarrollar mi afición apasionada por el esquí de campo en la ondulada campiña de Nueva Jersey.

Durante el breve tiempo que realmente pasaba en el cole me reunía con un pequeño grupo de amigos, a uno de los cuales le llamábamos “el terrorista”. Era en realidad un hábil pianista de música clásica, y aunque en ocasiones suspendía, la dirección no podía realmente tomar medidas más severas con él porque lo necesitaba para tocar en los actos del colegio.

Era bastante famoso, y sus bromas eran siempre dramáticas: el hueco de la escalera cubierto de termita[14]; inodoros que aparecían en medio del campo de fútbol. Una vez el sistema de megafonía se quemó por entero porque él lo consideraba una herramienta de propaganda. Se convirtió literalmente en humo.

En el momento de la última de las bromas yo me encontraba a quinientos kilómetros de distancia, visitando el Carnegie Mellon para una entrevista, de modo que tenía una coartada perfecta. Pero como se me consideraba un revoltoso, cuando entré de regreso al colegio, el director vino hacia mí y dijo: “¡Usted! ¡Ha sido usted!”.

Después la dirección descubrió que el sistema de megafonía fue destruido aplicando una corriente alterna de 120 voltios a uno de los llamadores mediante un temporizador. Esto ocurrió sólo después de haber cambiado todas las conexiones en los tableros y haber hecho volar nuevamente todo el sistema, porque el temporizador estaba puesto para un ciclo de 24 horas.

El periódico del colegio estaba preparando un artículo sobre el incidente, y nos enteramos de que estaba lleno de errores técnicos. Una tarde a última hora fuimos a la redacción, cogimos el artículo, lo revisamos y lo devolvimos a la bandeja del director del periódico. El artículo que salió resultó bastante preciso en el aspecto técnico, aunque nadie en el colegio se enteró de cómo lo había logrado.

“El terrorista” ingresó con el tiempo a Yale, pero durante la secundaria jamás consiguió ser considerado más que como un vándalo. Él, por su parte, consideraba sus actos como delitos políticos. Como alumno de secundaria tenía una formación ideológica sumamente desarrollada. Todavía no estoy seguro de a qué parte del espectro político pertenecía cualquier otro de mi grupo. Probablemente, sería antiestablishment… el que fuese.

En cuanto a mí, no sé cuál fue la gota que colmó el vaso: si las calificaciones o la insubordinación. Pero una noche, durante mi año de secundaria superior, encontré al llegar a casa que mis padres habían recibido tres cartas del colegio. Dos de ellas eran de felicitación por haber ganado un concurso local de matemáticas y física; la otra era para comunicar que me habían expulsado de Princeton High School. Considerándome como una causa perdida para el sistema educativo, el director me había dicho a comienzos de aquella semana: “No vuelva, es usted persona non grata Si le encontramos por aquí, lo haremos detener”.

Mi respuesta fue: “¡Vale, vale, perfecto! Si no venía cuando era alumno, ¿qué les hace pensar que querría volver?”.

Cuando me echaron del colegio, Carnegie Mellon rescindió su oferta. Dijeron que conservarían mi plaza para el siguiente curso académico, proporcionándome otra oportunidad de graduarme. Acabé en un concurso de gritos con el funcionario de turno y diciéndole “No se molesten”.

Poco después, mis padres se incorporaron al laboratorio de biología marina en Woods Hole, donde mi padre había aceptado un cargo de investigador. Yo tenía aún mi puesto en el departamento de astronomía, y mis amigos seguían en Princeton, así que me encontré yendo y viniendo entre Nueva Jersey y Massachusetts.

A pesar de mi experiencia en la secundaria, yo siempre había tenido aspiraciones académicas centradas cada vez más en la física, de modo que me presenté a la Universidad de Chicago, a la John Hopkins y a Caltech. Cuando inicié el proceso de solicitudes de ingreso tenía la impresión de que en Caltech te exigían demasiado, que era algo así como beber de una boca de incendios y, por tanto, no me había presentado. Pero yo había trabajado para Jim Gunn, un joven y brillante astrónomo de Princeton que había empezado como profesor de astrofísica en Caltech, y tras mi rechazo por parte de Carnegie Mellon, él y un par más del departamento continuaron empeñados en que yo cursase enseñanza superior y pensaron que Caltech podría irme muy bien.

Con mis calificaciones de examen y la recomendación de personas como Gunn fui admitido en Caltech para el otoño de 1982.

En el verano de 1982, con diecisiete años de edad, viajé a Baja California con intención de estudiar física y biología cuando comenzaran las clases, un mes después. Había estado antes en Caltech una cantidad de veces por mi trabajo en el departamento de astronomía de Princeton y alquilé una habitación en una casa situada justo frente al campus. En comparación con Princeton, este campus siempre me ha parecido diminuto. Ubicado en Pasadena, apretado contra las montañas de San Gabriel, me resultaba claustrofóbico; en Los Ángeles había demasiada contaminación para andar en bicicleta, y como yo no tenía coche, carecía de un medio para escapar. Lo que no escapó a mi percepción fue que el lema bíblico del instituto, “Y conoceréis la verdad, y la verdad os liberará” (San Juan, 8:32) era el mismo utilizado por la Agencia Central de Inteligencia.

Para la entrevista sobre mi solicitud de ingreso la primavera anterior, un miembro del profesorado llamado Jerry Pine me había visitado en mi despacho de Princeton. Pine, un físico en altas energías que había hecho la transición a la biología, me había sugerido que fuese a California antes del comienzo de las clases a trabajar en un proyecto dirigido por otro profesor de Caltech, Geoffrey Fox, físico, que conocía a través de Gunn y otros mi reputación como hacker. Fox se hallaba en las primeras etapas de diseñar una nueva clase de ordenador compatible conocido como hipercubo. Se trataba de una potente y novedosa arquitectura de ordenador acorde con la tendencia a fragmentar los problemas complejos en componentes menores y tratarlos por ordenador de forma simultánea. La operación de ordenadores en paralelo, objetivo por entonces de investigadores y empresas en todo el país, habría de conducir más tarde a notables avances en la velocidad de los procesos y a la transformación de la industria de los superordenadores.

Cuando llegué al campus, el equipo de Fox acababa de poner en funcionamiento un prototipo de cuatro procesadores. Pero como nadie sabía cómo programar aquellas máquinas totalmente nuevas, mi primera tarea fue contribuir a averiguar cómo usarlas para resolver problemas que previamente habían sido resueltos en forma secuencial. Mi misión era “ganar rapidez”: tratar de encontrar formas inteligentes de conseguir más rendimiento para un problema particular, algo que yo había hecho muchas veces en Princeton. Una de las cosas que descubrimos enseguida fue que los ordenadores hipercubo eran ideales para informatizar un conjunto de problemas matemáticos conocidos como transformadas rápidas de Fourier, que se utilizan en el procesamiento de señales y tienen aplicaciones prácticas para todo, desde perseguir submarinos enemigos hasta reconocer el habla humana, pasando por la compresión de datos.

Trabajé a tiempo completo con Fox durante el verano, pero cuando comenzaron los cursos mis intereses fueron en otras direcciones y rápidamente me aparté del proyecto. Un factor en mi alejamiento fue una oferta de empleo por parte del JPL, Laboratorio de Retropropulsión de la NASA, colina arriba desde Caltech. Los ingenieros del JPL me ofrecieron la oportunidad de trabajar en investigación en sistemas de comunicación, un área esotérica responsable de buena parte del trabajo implícito en la creación de puentes radiales con las sondas espaciales enviadas a otros planetas, como Pioneer y Voyager. Algunos de los mejores expertos del mundo en comunicaciones estaban en el laboratorio en ese periodo y buscaban estudiantes partidarios de embarcarse en proyectos en los que no hubiera pautas fáciles que seguir. Mi experiencia con el Unix y en informática resultó ser un valor sumamente apreciado. El grupo del JPL estaba intentando desarrollar en una máquina Unix un sistema que les ayudase a diseñar un circuito integrado de galio y arsenio, y yo pronto me convertí oficialmente en el hacker y arreglalotodo de Unix.

En Caltech existe una larga tradición de manipulación inteligente del sistema por parte del hacker. Los criterios eran que toda actuación suya debía ser realizada con estilo; debía ser inteligente, divertida, y no una copia de algo ya hecho antes; y sobre todo, no debía ser destructiva o perjudicial.

Yo tomaba parte en las diabluras. Por ejemplo, había escalado algunos peñascos antes de venir a Caltech, y cuando llegué al instituto descubrí que el hecho de que el campus estuviese en medio de una ciudad no disuadía a los escaladores. Al escalar edificios se le llama “edificiar”, y hasta hay una guía para escaladores de la arquitectura de Caltech. Trepar a un edificio a las dos de la mañana era uno de nuestros deportes favoritos para eludir las tareas. Por supuesto, los encargados de la seguridad del campus odiaban que la gente trepara a sus edificios, de modo que durante mis años de estudiante allí hubo permanentemente una partida disputada entre los escaladores, que procuraban trepar sin ser descubiertos, y los guardias, que intentaban impedírselo.

Una noche, un amigo y yo resolvimos dar trabajo a los guardias de seguridad. Puesto que no había nada de malo simplemente en andar por allí provistos de equipo para escalar, los dos nos colgamos al hombro cuerdas y demás elementos y nos pusimos a recorrer el campus, deteniéndonos ante las rutas de escalada más frecuentadas y de muchas de las improbables. Pronto reunimos un acompañamiento formado por un puñado de guardias que se detenían a vigilarnos a distancia con las radios funcionando y continuaron siguiéndonos durante toda nuestra gira por los puntos de acceso más importantes, hasta que, una hora más tarde, cada uno de nosotros giró y se fue a casa, en direcciones opuestas.

En el frente académico empecé el año escolar tratando de comportarme como un estudiante normal, con la esperanza de que la universidad sería distinta de la secundaria. Pero al cabo de unas semanas me di cuenta de que era en gran parte la misma experiencia y descubrí que me concentraba en lo que me resultaba de interés, sin hacer caso del hecho de que la universidad esperaba que yo superase los obstáculos de rigor a lo largo del curso.

Hubo dos clases, no obstante, que me tomé con verdadero entusiasmo. Una era un curso dictado por Ron Drever, un investigador en relatividad general muy conocido por su trabajo con detectores de ondas gravitatorias. Los problemas en cuya solución se destaca implican la detección de efectos sumamente ínfimos en un ambiente en donde actúan desordenadamente fuerzas mayores y más potentes. La clase, compuesta en un 50 por ciento por principiantes y alumnos avanzados y el resto por estudiantes graduados, aparte de mí, estaba básicamente dedicada a cómo medir efectos gravitatorios increíblemente pequeños mediante una inteligente preparación de los experimentos. Buena parte del tiempo lo dedicábamos a repasar experimentos en relatividad teórica, prestando atención tanto a los efectos que han sido postulados pero no medidos aún, como a las mediciones que han sido efectivamente llevadas a cabo.

Una cosa notable acerca del curso era que no tenía exámenes parciales, y la calificación final dependía de proyectar un experimento de laboratorio para medir uno de los efectos todavía sin medir predichos por la relatividad general. Yo expuse una idea para medir un fenómeno llamado inercia del marco gravitatorio utilizando de forma innovadora una herramienta llamada interferómetro láser. Todos entregamos nuestros trabajos, y Drever comenzó una de sus últimas disertaciones anunciando: “Me siento muy defraudado con vosotros. Entre todos los trabajos encontré sólo una idea original, y fue de un principiante”.

El otro curso que me produjo una enorme impresión fue uno para posgraduados dictado por Richard Feynman; Carver Mead, el padre del VLSI o diseño de Circuito Integrado a Muy Grande Escala; y John Hopfield, sobre la informática física. Hopfield, uno de los inventores de las redes neuronales, un modelo informático que remeda sistemas biológicos, fue uno de mis consejeros, pero lo que me intrigó fue el interés de Feynman en las bases subyacentes de la informática. Feynman, uno de los principales físicos teóricos del mundo, no había dado clase en Caltech durante la primera cuarta parte de mi curso porque estaba sometido a un tratamiento contra el cáncer, pero al final de ese periodo yo me presenté y tímidamente le pregunté si podía asistir a su siguiente curso. Él me hizo un par de preguntas sobre mis antecedentes y luego me dijo que me convendría hacerlo. Acabé asistiendo al curso los dos años que pasé en Caltech.

El seminario se centraba en las limitaciones de la informática —de quantum, de comunicaciones, de codificación, de termodinámica— y de ese modo sondeaba las últimas fronteras. Aunque yo había explorado las operaciones en paralelo incluso en la secundaria, a través de Feynman empecé a comprender que mientras los ordenadores modernos procesaban la información secuencialmente —una instrucción y un fragmento de información por vez—, la naturaleza lo hace en paralelo. Empecé asimismo a comprender que el procesamiento en serie realmente perjudica nuestro modo de pensar como científicos. Utilizar ordenadores seriales para explorar un mundo en paralelo a menudo enmascara la sencillez real de la naturaleza.

Pasé el verano posterior a mi año de principiante de nuevo en Princeton, donde trabajé en el Instituto de Estudios Avanzados con Steven Wolfram, el físico que más tarde desarrolló el Mathematica, el programa actualmente más utilizado en colegios secundarios e institutos. Era suficiente como ocupación veraniega, pero Wolfram buscaba un codificador profesional que le ayudase a desarrollar productos de software, lo cual a mí no me interesaba. Yo escribo software, pero para resolver mis propios problemas.

En el otoño, cuando regresé a Caltech, no tardé en descubrir que me estaba hastiando de la rutinaria tarea académica. Empecé a tomar más clases avanzadas y de posgrado, picoteando en todo con la esperanza de encontrar algo en lo que pudiese meterme de lleno. En el proceso, empero, me agoté rápidamente. Sencillamente, estaba perdiendo interés en pasar por los aros académicos sin motivo aparente. Mi rendimiento en las clases obligatorias era cada vez más pobre y me sentía desasosegado. Me gratificaban más las clases de posgrado, y empecé a pensar en hacer otra cosa, aun cuando no tenía in mente nada en particular.

Durante mi primer año en informática física con Feynman había conocido a Danny Hillis, el investigador en inteligencia artificial que hacía poco había fundado la Thinking Machines Corporation, en Cambridge, Massachusetts. Feynman era allí un visitante frecuente, lo mismo que una cantidad de otros científicos e ingenieros atraídos por el enfoque radical de Danny con respecto a la construcción de un ordenador a gran escala en paralelo. Al término del año escolar, Hillis me invitó a ir a Cambridge a trabajar en Thinking Machines durante el verano, con lo cual Feynman y yo constituimos el contingente de Caltech en lo que era esencialmente una empresa basada en el MIT.

El ordenador de la Thinking Machines —Thinking Machines Connection Machine— fue una ruptura con todo lo precedente en materia de informática de alto rendimiento, un campo hasta entonces dominado por la Cray Research. Las máquinas de Seymour Cray estaban hechas para utilizar un pequeño número de procesadores muy, muy rápidos y sumamente costosos. En cambio, en Thinking Machines la idea fue dividir los problemas de forma que pudieran ser resueltos por más de 64.000 procesadores baratos trabajando simultáneamente.

En la empresa tuve ocasión de trabajar en una cantidad de atractivos proyectos, pero probablemente el que resultó más útil fue un sencillo invento para conectar un conjunto de pequeños discos de bajo coste. Uno de los mayores problemas con los superordenadores es conseguir que el enorme caudal de datos empleados en sus cálculos entren y salgan de la máquina con suficiente prontitud. Utilizar un grupo de discos baratos y diseminar los datos entre ellos, en lugar de depender de un único disco rápido pero costoso, era el complemento perfecto para el ejército de procesadores baratos que estaban efectivamente manejando los datos. Mi contribución fue inventar un conjunto de discos “autorregenerable”, o sea, resolver cómo distribuir la información en un cierto número de discos de forma que si uno fallase, los datos contenidos en el defectuoso se regenerasen automáticamente en uno de recambio.

Hillis era una persona estupenda con la que trabajar, porque estaba sinceramente más interesado en construir máquinas capaces de pensar que en convertirse en un próspero hombre de negocios. Había reunido a un notable grupo de ingenieros y científicos, y con frecuencia las cosas ocurrían de una forma impredecible.

Un domingo por la noche, por ejemplo, Danny y yo nos encontramos con que queríamos algo de la máquina dispensadora de refrescos pero estábamos fuera del recinto. Danny recorrió el edificio buscando la llave, que finalmente encontró, pero ambos decidimos que conseguir la llave cada vez que quisiéramos un refresco no era una respuesta óptima al problema. Nos parecía que podíamos inventar una solución permanente: sencillamente colocaríamos un interfaz a la máquina de refrescos para poder controlarla desde un ordenador conectado a Internet. Nos llevó apenas media hora poner en funcionamiento un interfaz serial que permitiese tal control y además acreditar el cambio desde un ordenador de mesa. Nuestro sistema iba un paso más allá del dado por la clásica máquina de Carnegie Mellon, que estaba conectada a la Red sólo con objeto de proporcionar información sobre cuántas latas quedaban en la máquina y si estaban frías.

Pasé un verano estupendo en Thinking Machines, abordando sencillamente cualquier problema que me pareciese interesante, y cuando volé de regreso a Caltech, en el otoño de 1984, la idea de volver a ser un estudiante me atraía todavía menos que cuando salí de allí en junio.

Había recibido una oferta para trabajar con Steve Chen, el arquitecto de ordenadores de Seymour Cray, quien más tarde fundaría Supercomputer Systems, Inc. Visité a Chen en Cray Research y jugué con la idea de aceptar la oferta, pero el estar fijo en una empresa se parecía en cierto modo a estar confinado en el colegio.

Al mismo tiempo, además, había recibido una llamada por parte de un equipo de investigadores que habían abandonado Caltech por el Laboratorio Nacional de Los Álamos, en Nuevo México, para construir un ordenador paralelo especializado para investigación en física. ¿Me interesaría ir a trabajar allí incorporándome a un innovador proyecto de ordenador paralelo? Parecía extraño que se lo ofrecieran a alguien no graduado habiendo tantos graduados entre los que escoger, pero me di cuenta de que la amplitud de mi experiencia en informática tenía su valor. Estuve un tiempo sopesando mis perspectivas y fui en busca de Feynman. Quería su consejo sobre si debía seguir como estudiante.

Le encontré una tarde cruzando el campus a pie. Le expliqué que mis calificaciones me habían colocado en una situación problemática con la dirección, y que de todas formas no sabía si deseaba quedarme. Me respondió que si había cualquier cosa que él pudiera hacer para mejorar mi situación en Caltech, estaría encantado de hacerla. Le conté lo de la oferta que había recibido para Los Álamos y le pedí su opinión. Él no iba a tomar ninguna decisión por mí —protestó— pero yo tuve la sensación de que pensaba que lo mejor sería que me lanzara por mi cuenta. Resolví que era hora de abandonar el colegio para siempre.

Llegué a Los Álamos a fines de 1984 con un nombramiento de investigador de posdoctorado, pese a no haberme graduado en bachillerato ni en la universidad. A los diecinueve años fui el miembro más joven incorporado a la división teórica de Los Álamos desde el ingreso de Feynman al Proyecto Manhattan en los años cuarenta. Siendo el laboratorio de armas nucleares más antiguo de la nación, éste estaba inmerso en la burocracia gubernamental y plagado de burócratas, algunos de los cuales eran supervisores míos. Al mismo tiempo había en los laboratorios un espíritu de “poder hacer” que me resultaba refrescante, y espacios de libertad intelectual en los que era posible dedicarse a cuestiones de interés científico.

Aunque había llegado a Los Álamos en medio del creciente desarrollo de la guerra fría de Reagan, en el término de pocos años el presupuesto de defensa de la nación iba a alcanzar su máximo para luego empezar a declinar, forzando a los diseñadores de armas, muchos de ellos antiguos prodigios en física, a justificar su existencia por primera vez en sus carreras. Entretanto, a mí me regocijaba saber que estaba trasegando fondos del presupuesto para armas al área, mucho más interesante intelectualmente, de la investigación básica en física. En lugar de devanarme los sesos en problemas como el de la forma más eficaz de volar por los aires al enemigo, yo trabajaba con un grupo que dedicaba su tiempo a explorar los fundamentos mismos de la informática, vinculado sólo teóricamente con las armas, y que, por tanto, nos colocaba fuera de la corriente mayoritaria del laboratorio.

Aunque mi misión original en Los Álamos fue contribuir al diseño de un nuevo tipo de superordenador paralelo, acabé formando parte del equipo de visualización y simulación científicas de la División Teórica, dirigido por un brillante físico llamado Brosl Hasslacher, que era veinticuatro años mayor que yo y fue en todos los sentidos mi mentor. Fue Brosl quien me reclutó sacándome de Diseño de Ordenador Paralelo para volver a la física y juntos trabajamos en provechosa colaboración.

Si bien Brosl poseía una reputación internacional como físico, muchos de sus superiores jerárquicos en el laboratorio no apreciaban la importancia de su trabajo. Un invierno, nuestro equipo fue exiliado a una virtual Siberia, una caravana-gulag en el exterior del edificio principal del laboratorio. No nos molestaba que la jodida caravana no estuviera diseñada para aguantar un montón de terminales de ordenador y que necesitara ser equipada de forma improvisada para asegurarnos la adecuada energía eléctrica. Pero puesto que era esencial mantenernos en contacto con el mundo exterior, tuvimos que tender un cable coaxial de ordenador hasta otra caravana que ya estaba firmemente conectada a la red principal del laboratorio y a Internet.

Como en Los Álamos puede nevar abundantemente, después de que el cable quedase enterrado por una tormenta y para protegerlo de daños accidentales, colocamos algunas señales de carretera fluorescentes de color naranja a lo largo de su extensión y alertamos al departamento de mantenimiento sobre su existencia. No sirvió de mucho. Al día siguiente vino una máquina quitanieves del Laboratorio y lo cortó limpiamente. Tendimos un cable nuevo y volvimos a llamar a mantenimiento, pero la siguiente vez que nevó, la máquina nos dejó aislados una vez más.

Se imponían claramente medidas más fuertes. Se me ocurrió la idea de envolver el cable en kevlar, el material a prueba de rotura que se emplea en los chalecos antibalas y para amarrar los submarinos. Cogí una cuerda de kevlar, aseguré un extremo a una columna de hormigón, la enrollé a lo largo del cable y luego até el otro extremo de la cuerda al costado de la caravana vecina. “Ya está”, dije para mí.

La cosa funcionó, aunque demasiado bien quizá. La siguiente vez que una quitanieves tropezó con nuestra línea, el kevlar, actuando como el cable que contiene a un aparato que aterriza en un portaviones, la retuvo, y la máquina arrancó el costado de nuestra caravana vecina. De todos modos, a partir de entonces los conductores de las quitanieves fueron más cuidadosos.

En el verano de 1985 Brosl pasó varias semanas con el físico teórico Uriel Frisch en la campiña francesa próxima a Niza. Los dos estaban colaborando en un enfoque básicamente nuevo de la informática, que llamaban autómatas de matrices de gas. En los años treinta, el matemático Alan Turing había presentado un sencillo dispositivo secuencial para resolver ecuaciones matemáticas que vino a conocerse como Máquina Turing. La virtud de la Máquina Turing es que puede simular cualquier otro esquema informático, y en consecuencia se ha convertido en la herramienta estándar para la reflexión en ese campo.

No obstante, tanto Brosl como Frisch eran físicos antes que matemáticos, y dieron con un nuevo modelo de informatización en paralelo a partir de la visión del mundo de un físico. Se dieron cuenta de que era posible describir teóricamente el flujo de los fluidos de una forma completamente diferente a como lo había sido hasta entonces, y se pusieron a pensar en el diseño de los ordenadores que harían falta para simularla. El resultado obvio es que operando con ordenadores en paralelo es posible conseguir sensibles incrementos de velocidad. En su modelo, en lugar de procesar secuencialmente una fórmula compleja, el flujo de un fluido es simulado por un sistema compuesto de numerosos componentes simples que interactúan localmente. En otras palabras, un algoritmo, o receta, para informatizar secuencialmente un problema es reemplazado por muchos agentes independientes que reciben el nombre de autómatas celulares.

Tradicionalmente, por ejemplo, el flujo de los fluidos ha sido descrito por una compleja ecuación conocida como de Navier-Stokes. Ahora Brosl y Frisch proponían la idea de una disposición hexagonal en cada uno de cuyos puntos se podían representar las partículas en colisión y en movimiento. Un conjunto de sencillas reglas de colisión para cada punto del conjunto basta para describir teóricamente todo lo que requería una compleja ecuación, y es capaz de simular el flujo de fluido en dos o en tres dimensiones.

Frisch y Brosl eran buenos amigos y los dos comprendían que se hallaban a punto de dar un importante paso adelante, pero Frisch era sobre todo un francés, profundamente nacionalista, por lo demás. Al cabo de unos días Brosl se dio cuenta de que al final de la jornada su amigo se iba solo y entablaba una conversación telefónica con un equipo de cuatro o cinco programadores en París. ¡Estaba intentando ganarle por la mano y dar a los franceses la ventaja de ser los primeros en llevar a cabo una versión práctica del modelo de autómatas de matrices de gas!

Brosl resolvió que él también podía jugar sucio, de modo que una noche me telefoneó a Los Álamos y me describió detalladamente el modelo teórico básico. Yo propuse algunos cambios secundarios y le dije que creía poder trabajar en ello rápidamente. La máquina con la que tenía que trabajar se llamaba Celerity, un terminal científico Unix con una visualización de alta resolución de 1280-por-1024-pixels. Trabajé un par de días codificando para poner en ejecución la teoría de Brosl en un programa que mostrase gráficamente el flujo de un fluido según emergía de las decenas de millones de pequeñas colisiones de partículas. Debido a que sólo estaba representando un pequeño conjunto de reglas locales sobre el comportamiento de las partículas, el software era muchísimo más sencillo que las versiones existentes. Los elementos esenciales de la simulación podían describirse en unas docenas de líneas de código, y era mucho menos complejo que los varios centenares de ellas que normalmente se requieren para ejecutar cálculos de hidrodinámica bidimensional y tridimensional.

Cuando Brosl regresó de Francia una semana después yo tenía algo para mostrarle en el visualizador, y la cosa estaba casi lista, pero algo no iba totalmente bien. Él planteó unos pocos cambios y luego se fue a su casa mientras yo me quedaba realizándolos. A eso de medianoche le telefoneé.

“Brosl, más vale que venga a ver”, dije. “Está pasando algo raro en la pantalla”.

En el monitor del ordenador una línea delgada que representaba un plato insertado para perturbar el flujo del fluido pasando a su alrededor estaba rodeada por un halo de colores que cambiaban lentamente. Brosl reconoció al instante que habíamos dado en el clavo; la imagen se transformaba gradualmente a medida que el ordenador registraba los millones de colisiones de partículas y los remolinos surgían con claridad. Dejamos la imagen congelada en la pantalla y a la mañana siguiente, cuando regresamos al laboratorio, el recinto estaba lleno de expertos en hidrodinámica sorprendidos de ver que estábamos calculando algo cientos de veces más rápidamente que con los algoritmos secuenciales tradicionales.

No obstante, la teoría de Brosl no tuvo una aceptación inmediata. Imperios enteros se habían construido sobre los viejos modelos secuenciales y la publicación de su artículo acerca de los autómatas de matrices de gas, en agosto de 1985, ocasionó una fea disputa en la comunidad científica. Algunos científicos intentaron de entrada cuestionar la exactitud de la técnica, pero pronto pudimos confirmar nuestros resultados. Era una prueba sobresaliente de que las controvertidas técnicas de la informática en paralelo podían proporcionar tremendas aceleraciones sobre los enfoques existentes.

A pesar de su triunfo intelectual, el trabajo de Brosl continuaba estando fuera de la actividad dominante, y a mediados de 1988 resolvimos alejarnos de la política y las peleas internas del laboratorio armamentístico. Nos trasladamos a San Diego a preparar una sede alejada para la División Teórica del laboratorio. Con el fin de la guerra fría los laboratorios armamentísticos iniciaban ya su declive, y con el agotamiento de los fondos la burocracia se estaba volviendo cada vez más restrictiva. Roger Dashen, un físico a quien yo conocía bien, estaba tratando de convertir el departamento de física de la Universidad de San Diego en un lugar animado y ecléctico, y me ofreció un puesto allí como investigador. Ese verano, Brosl y yo terminamos una noche de cargar en un semirremolque de 18 ruedas nuestro equipo informático y partimos hacia el oeste, en medio del fresco de la noche desierta.