1. El regreso de Julia

¿Es posible cubrir en menos de dos horas, conduciendo hacia el oeste, los 310 kilómetros que hay desde Echo Summit, en la cima de la Sierra Nevada, hasta el Aeropuerto Internacional de San Francisco?

Yo lo intenté el día anterior a la Navidad de 1994, con una tormenta de nieve.

Pensaba que tenía una buena razón. Estaba deseando ver a una amiga a quien no veía desde hacía más de dos meses y me sentía inquieto en cuanto al punto en que se hallaría nuestra relación cuando ella regresase de sus viajes. Habíamos sido íntimos amigos durante tres años y en el curso de los últimos seis meses se había hecho evidente que éramos más que amigos: estábamos enamorados. Habíamos convenido en que durante el tiempo de separación pensaríamos adónde queríamos llegar en nuestra relación. Ahora yo tenía prisa, porque estaba lleno de expectativas, pero al mismo tiempo de nervios y de incertidumbre. De lo que no tenía noción era de que mi precipitada carrera de un extremo al otro de California fuera el inicio de una insólita aventura que estuvo a punto de cambiar para siempre mi existencia.

La tarde anterior, Julia Menapace había dejado un mensaje en el contestador automático de mi casa en San Diego: estaba en el aeropuerto de Bangkok y llegaría a San Francisco a las 13:40 del siguiente día, tras un vuelo de catorce horas. ¿Iba a ir a recibirla?

Por supuesto que sí. Había estado pensando mucho en Julia: el mensaje sugería que también ella había estado pensando en mí.

Julia, una mujer alta y graciosa, fuerte y delgada, que a menudo lleva el cabello hacia atrás en una trenza, había sido programadora en Apple Computer y en otras empresas de alta tecnología de Silicon Valley durante casi una década. De mirada intensa y ojos de un gris azulado, se mostraba a veces introvertida, pero también fácilmente dispuesta a reír. Era una cualificada maestra de yoga y poseía una cualidad etérea que yo encontraba absolutamente cautivadora. Últimamente había estado trabajando como programadora independiente, y sus servicios eran empleados por empresas de alta tecnología en proyectos específicos de desarrollo de software.

Aunque conocía bien el funcionamiento interno del ordenador Macintosh, nunca se obsesionó con la informática tanto como los hombres con los que trabajaba. Jamás había sido absorbida por completo por la cultura de los fanáticos del ordenador de Silicon Valley; le gustaba hacer muchas otras cosas en la vida, lejos del mundo de los ordenadores en el que el tiempo se mide en nanosegundos. Durante nuestros años de mutuo conocimiento habíamos realizado incontables viajes explorando zonas poco habitadas del país: montañas, fuentes termales, playas. Compartíamos la afición por lo desierto, en cualquier estación.

A Julia le inspiraba una especial pasión el mundo de la montaña por encima de los seis mil metros, y en el otoño de 1994 partió hacia el Himalaya, pero antes de irse de escalada y caminata por el Nepal tuvimos una gran aventura explorando juntos el suroeste. Hicimos autoestop por los parques nacionales de Bryce Canyon y Zion, y recorrimos las ruinas anasazis en Chaco Canyon. Fue durante esos viajes cuando acabé viendo a Julia como la maravillosa persona que es, y nos enamoramos. Yo sabía que ella quería que formalizásemos la relación, pero le había dicho que necesitaba pensar si estaba preparado para un compromiso en serio. No habíamos hablado desde inmediatamente después de su llegada a Katmandú, pero al cabo de un par de meses de reflexión decidí que quería estar con ella y pensé que era capaz de cumplir con mi parte del compromiso.

No obstante, no tenía idea de si los pensamientos de ella seguían el rumbo de los míos, y nuestra relación no era sencilla. Las cosas se mantenían ambiguas porque ella estaba además intentando terminar con una relación de siete años que llevaba largo tiempo arrastrándose hacia un penoso final. El hombre con el que había vivido fue en una época amigo mío, uno de los fanáticos de Silicon Valley y activista de la intimidad de los datos informáticos, muy conocido por su dedicación a asegurar que la misma no fuera a perderse en la emergente edad digital. Había sido un periodo doloroso el anterior a que Julia se fuera del país, pero yo tenía claro que la relación entre ellos había dejado de funcionar y que la cuestión no era si acabaría, sino cuándo.

Pero no sabía qué iba a ocurrir en adelante. Había echado de menos a Julia y estaba deseando verla. Para mí era importante llegar a tiempo al aeropuerto, aunque hacerlo implicaba venir desde la vertiente oriental de Sierra Nevada hasta cerca del límite del estado. Sólo un día antes me había mudado a una cabaña con techo a dos aguas en las afueras de Truckee, California —a unos doscientos metros de la estación de esquí Tahoe-Donner, en el centro mismo de una meca del esquí de fondo— y lo había hecho con Emily Sklar, una instructora de esquí de la que hacía varios años que era un buen amigo.

En San Diego, donde trabajo la mayor parte del año, me distraigo patinando, pero aunque me divierte, me gusta mucho más el esquí de fondo. Durante los últimos tres años había aprendido una técnica de esquí llamada de patín, que se parece mucho al patinaje y aporta más velocidad que la tradicional técnica de zancadas que vemos utilizar a la mayoría de los esquiadores. En lugar de esquiar siguiendo dos angostos carriles, los de patín se deslizan hacia adelante colocando cada esquí en diagonal con la pista. También me gusta participar en carreras, y el invierno anterior había empezado a tomármelo de nuevo en serio y había intervenido en varias pruebas de biatlon, una combinación de esquí y tiro con rifle que exige fuerza, velocidad y control.

La nieve no es, por supuesto, uno de los puntos fuertes de San Diego. El invierno anterior, los vendedores de pasajes y las asistentes de vuelo de Reno Air llegaron a conocerme bien. Una vez hasta incluí en mi equipaje de mano un piolet y lo pasé por la máquina de rayos X. Nadie se inmutó. Sólo en esa temporada de esquí me apunté más de treinta mil kilómetros entre la California meridional y la septentrional. Mi plan este año había sido pasar el invierno esquiando, tomar parte como voluntario en la patrulla de esquí nórdico, actuar de instructor de esquí a tiempo parcial y, cuando el tiempo lo permitiese, abordar problemas interesantes de investigación.

El tipo de trabajo que hago a menudo, de informática científica e investigación en seguridad de ordenadores, se puede realizar desde casi cualquier lugar. Y como el invierno anterior había acabado volando desde San Diego prácticamente cada fin de semana, este año había resuelto sencillamente instalar mi cuartel general en la montaña durante cuatro meses. Planeaba llevarme un par de estaciones de trabajo Unix y conectar mi propia red de ordenadores con el mundo exterior mediante una línea telefónica digital de alta velocidad.

Por lo general paso la mayor parte del año ocupando varios cargos. Hasta el invierno de 1995 era miembro residente en el Centro de Superordenadores de San Diego —una dependencia de la Universidad de California en el campus de San Diego, sufragada con fondos federales—, a la vez que investigador científico en el departamento universitario de física. El Centro me proporciona un despacho y el acceso a algunos de los superordenadores más rápidos del mundo. Mi trabajo ha implicado siempre investigar en un área que ha transformado básicamente la ciencia en las últimas dos décadas: la física de ordenadores. La informática ha emergido como una tercera vía del desarrollo científico, ocupando su lugar junto a los tradicionales métodos teórico y experimental.

Mientras que antes era necesario probar las teorías científicas llevando a cabo experimentos en el mundo real, los ordenadores se han desarrollado con tal rapidez que actualmente es posible crear con toda precisión una simulación de hechos reales. Los físicos de ordenadores procuran resolver problemas científicos mediante simulaciones. Unos ordenadores cada vez más poderosos posibilitan simular cualquier cosa de forma realista, desde el flujo del aire sobre la superficie del ala de un avión hasta la estructura básica de la materia en la cacería del quark.

La física de ordenadores trata asimismo de la propia física de la informática, que descubre cómo se pueden ordenar los electrones para manejar cantidades cada vez mayores de información de una forma cada vez más rápida; y del diseño de máquinas especializadas que superen el rendimiento de los mejores superordenadores actuales. Como otros muchos en mi campo, que empezaron preparándose como físicos, yo he empezado en estos últimos años a dedicar cada vez más tiempo a problemas informáticos de la vida real, como el de la seguridad. Entre los físicos y los operadores es en cierto sentido una tradición consagrada. El premio Nobel Richard Feynman era famoso en Los Álamos por sus escapadas violando la seguridad en tiempos del proyecto Manhattan. Y Robert Morris, uno de los inventores del sistema operativo Unix y más tarde principal científico de la Agencia Nacional de Seguridad, fue pionero en el descubrimiento de cómo introducirse sin autorización en un ordenador y cómo protegerlo.

Siempre me ha parecido un reto intelectual irresistible el descubrir las grietas en el blindaje de un ordenador o una red de ordenadores que, desprotegidos, podrían permitir a un ladrón digital saquear los fondos electrónicos de un banco o facilitar a espías extranjeros el acceso a los ordenadores del Pentágono. Es un mundo al que uno no puede aproximarse sólo a un nivel académico o teórico. Hay que ensuciarse las manos. La única forma de estar seguro de que una cerradura digital es suficientemente sólida reside en saber desmontarla y entender completamente su funcionamiento. Mi investigación con diferentes modelos ha proporcionado nuevas herramientas para evaluar los puntos fuertes y débiles en redes de ordenadores.

Hasta que decidí trasladar mi base de operaciones a la montaña durante el invierno me había estado dedicando cada vez más a la investigación en materia de seguridad informática en el Centro de Superordenadores de San Diego, o SDSC, donde quien establecía las pautas era su director, Sid Karin, un cincuentón alto, delgado, barbudo e imperturbable, que había sido ingeniero en energía nuclear. Como otros muchos que han llegado indirectamente a la informática, Sid estaba trabajando en la General Atomics, una firma contratista de plantas nucleares establecida en el sur de California, cuando resolvió que él podía desarrollar las complejas simulaciones necesarias para diseñar una planta de energía mejor que los programadores dedicados al proyecto. Una cosa llevó a la otra, y actualmente dirige el Centro, un edificio de cuatro plantas que alberga un Cray C90 y un superordenador Intel Paragon, con la misión de ampliar las fronteras de la informática de alta energía, así como de la ciencia pura.

El Centro en sí, una aséptica construcción blanca de cuatro plantas situada en la ladera de una colina del campus universitario, no es un modelo de realización arquitectónica, y la llamamos “la caja en la que venía el edificio”. Pero es un sitio razonablemente adecuado para la investigación, y atractivo para un montón de gente a la que no le gustan los horarios regulares ni las rutinas burocráticas. Sid apenas parpadeó la noche en que entré patinando en su despacho.

Lo cual no quiere decir que no me haya ingeniado para molestar a algunas personas del Centro. Por ejemplo, tuve un temprano encontronazo con el subdirector de operaciones, Dan D. Drobnis, a quien yo y otros nos referimos a sus espaldas como “D3”.

Un día, en 1992, D3 me descubrió patinando en el salón de las máquinas, un extenso espacio rodeado de vidrieras donde se aloja el hardware principal del Centro. Se puso completamente fuera de sí, insistiendo en que yo podía estrellarme contra uno de sus ordenadores de millones de dólares, y jurando que si me acercaba patinando al edificio no volvería a poner los pies en el Centro.

Parecía una actitud extrema y poco razonable. Dado que estaba siempre atravesando el recinto en mis continuos desplazamientos entre la puerta principal y un ordenador especial para gráficos a unos treinta metros de allí, yo pensaba que andar en patines era perfectamente lógico. Pero puedo ser pragmático en ciertos asuntos, y desde aquel incidente, no es exactamente que haya evitado a D3, pero tampoco he entrado patinando en su despacho.

Dejando aparte los peores excesos de la burocracia, la vida en el Centro de Superordenadores ha consistido casi siempre en un compromiso razonable. Pero en diciembre de 1994 yo me había jurado que las cosas serían diferentes. Truckee, donde tengo mi cabaña de esquiador, está a veinte kilómetros del lago Tahoe, y la zona a su alrededor posee la ventaja de hallarse a suficiente altitud como para recibir la mayor parte de la nieve y estar a la vez convenientemente cerca de Silicon Valley, donde tienen su sede la mayoría de mis patrocinadores en seguridad informática. Pero para llegar allí desde la región del lago normalmente hay que atravesar el famoso Donner Pass, donde la caravana de carretas de la partida de Donner quedó atascada en la nieve en octubre de 1846. Fue completamente ilógico por su parte intentar el paso con la estación tan avanzada. Atrapados por fuertes nevadas y ante la perspectiva de perecer de inanición, algunos de los pioneros cayeron en el canibalismo y sólo sobrevivió aproximadamente la mitad de los primitivos ochenta y siete viajeros.

Es una historia que se enseña a todos los niños de California para ilustrar las penalidades que soportaron sus valerosos antepasados. En la actualidad, empero, la mayoría de los esquiadores que acuden masivamente cada invierno tiende a prestar poca atención a los elementos. Conozco a un ingeniero de software de Silicon Valley en cuya camiseta predilecta se lee “Donner Pass, Calif. Who’s for Lunch?[2]” Pero ese día previo a la Navidad de 1994 experimenté un nuevo respeto por el paso de Donner.

Probablemente debí haber partido la noche anterior, y de hecho había considerado por un momento salir entonces y pasar la noche en la ciudad. Pero parecía que el tiempo se iba a poner asqueroso y con nieve, y yo estaba cansado después de esquiar todo el día, así que regresé a la cabaña y me fui a dormir.

Eran alrededor de las 8:30 de la mañana del 24 de diciembre cuando saqué rápidamente mi Ford Probe alquilado de la aguanieve fangosa del sendero de acceso a mi cabaña. Todavía nevaba ligeramente, pero yo no planeaba salir del coche hasta estar abajo, lejos de las montañas, de modo que iba vestido para el invierno de California: camiseta y shorts Patagonia, gafas de sol Oakley y sandalias Teva. Contaba con tiempo suficiente para un viaje descansado: por Donner Pass en la Interestatal 80, luego las estribaciones de las colinas, la travesía por Central Valley, la autopista hacia el sur por Berkeley, el puente, y finalmente al sur por San Francisco en dirección al aeropuerto situado en el borde occidental de la bahía. Calculaba estar allí a las 11:30, o a mediodía, si me detenía a tomar un batido de fresa en el bar de Ikeda, en Auburn.

Poco después de salir llamé a Caltrans por mi teléfono móvil para conocer la situación en la carretera y recibí la mala noticia: había “control de cadenas” en la Interestatal 80 que va por las montañas. Eso significaba que allá adelante estaba nevando mucho más fuerte y que la CHP (Patrulla de Carreteras de California) estaría deteniendo a los coches para comprobar si llevaban cadenas y obligando a dar la vuelta a los que no. Por supuesto, mi Probe de alquiler no las tenía.

El informe afirmó que la carretera 50, que se extiende desde Sacramento hasta el extremo sur del lago Tahoe, estaba aún abierta. Hice un giro en redondo y partiendo en la dirección opuesta pasé por Squaw Valley y fui por la orilla del lago que pertenece a California. Pero cualquier esperanza de poder eludir la tormenta y dejar rápidamente atrás el puesto de control de cadenas de la carretera 50, se evaporó noventa minutos más tarde, cuando llegué a South Lake Tahoe. Ante mí se extendía una larga fila de coches retenidos en la estación de control de cadenas de la CHP.

Estaba empezando a comprender lo mal preparados que debieron sentirse los Donner cuando se dieron cuenta de que la primavera no llegaría suficientemente pronto. Di media vuelta con el Probe y me fui pitando a la ciudad. Cincuenta dólares y una hora después estaba de nuevo en la cola del control de cadenas, esperando con los demás para iniciar la lenta travesía de Echo Summit por la carretera 50.

Se hicieron casi las 11:30 antes de que me pusiera realmente en marcha. Tomad nota, ingenieros de la Ford: vuestro modelo básico Probe puede hacer 130 kilómetros por hora con las cadenas puestas, aunque con un ruido bastante molesto.

Tengo un detector de radar, lo que es una gran cosa cuando recorres largos tramos a alta velocidad en Nevada. Pero en California un detector no sirve de mucho, pues la CHP ha descubierto un sencillo y eficaz método para pescar a los velocistas que lo llevan. En lugar de utilizar un radar, simplemente sitúan su coche blanco y negro en una rampa de entrada a la carretera, siguen al infractor a su misma velocidad durante un trecho que les permite tomarle el tiempo y luego tranquilamente cobran su presa.

Aquel día tuve una suerte tremenda, o todos los coches de la CHP estaban demasiado ocupados en controlar las cadenas para preocuparse por los excesos de velocidad.

Por el camino hice una llamada para comprobar la hora de llegada del vuelo del puente aéreo de la United en el que Julia venía de Los Angeles. Era previsible que yo iba a llegar tarde, así que le pedí a la compañía que le transmitiera un mensaje. El mensaje no la alcanzó en Los Angeles, de modo que llamé otra vez y le pedí a la United que se lo hiciera llegar al avión, y ellos me prometieron que lo harían.

Fue un viaje de más de 300 kilómetros conduciendo por carreteras californianas, y calculo que hice un promedio de 155 por hora —algo menos con las cadenas puestas— durante los primeros 130 kilómetros de la carretera 50, y ciertamente mucho más después de haberme detenido para quitar las cadenas.

Hacia la 1:30 había conseguido llegar, aparcar y situarme al borde mismo de la zona de control de seguridad del aeropuerto, cuando Julia, con su andar desmañado, bajó por la escalera mecánica de la terminal de la United Airlines. Por su expresión comprendí que estaba sorprendida de verme.

“Veo que no recibiste mi mensaje”, dije.

“¿Qué mensaje?”, replicó ella. Pero no importaba. Nos abrazamos. Más tarde me dijo que le había parecido algo preocupado.