Epílogo

Mica se vio en un brete fenomenal cuando la policía investigó las muertes del Coronel y Juan Cruz. Si Mica abría la boca, manchaba la memoria del hermano. Un vago de mierda y malcriado, Juan Cruz. Pero mejor víctima, que traficante y pornógrafo infantil. Mejor víctima, aunque su victimario se salga con la suya. Mejor la venganza propia, que no dudaría en buscar oportunamente. Intención de robo, entonces, las dos muertes. Aunque a la policía no le cerraba por ningún lado, a la familia del Coronel había que dejarla tranquila.

El Jota la sacó barata, pero de todos modos eligió exiliarse. Córdoba era su oficina, su hábitat natural, pero se había vuelto peligrosa para él. Por la probable posible futura venganza de Mica. Y porque el Coronel tenía muchos amigos de las buenas épocas que no dudarían en cazarlo como a un animal. Exiliado, entonces, el Jota. Con lo puesto, en el exilio, el Jota.

El Pelusa lo buscó un tiempo. No mucho. No pudo. Solo, en el barrio del Jota, el Pelusa tuvo que elegir una de las bandas y hacer de tripa corazón. Terminó con un fierro en la mano. Pero terminó siendo bueno para eso. Y cuando el padre lo fue a buscar para sacarle en cara lo de la Ramona, el Pelusa le puso una bala de treinta y ocho en la cabeza. No lo mató, pero el viejo se quedó piola.

El Jota entró a Buenos Aires por la panamericana. A dedo en un camión de esos que llevan pollos, entró el Jota a Buenos Aires. Siempre supo que, trabajando de lo que él trabaja, iba a terminar ahí. El conurbano era ideal para desaparecer. Desaparecer en serio. Había dejado mucho atrás, y nada al mismo tiempo. Ahora tendría que empezar de cero, en un lugar donde el más mínimo desliz se paga con una bala en el cerebro o una pija en el culo. Pero al Jota lo único que le preocupaba de vivir en Buenos Aires era que no iba a poder ir a la cancha a ver a Talleres. Qué se le va a hacer.