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Juliette era una estrella en la web. Pero una grosa. Tenía más fanáticos que muchas estrellas de Hollywood. Todos pajeros los fanáticos de Juliette; pero muchos. Algunos se contentaban con pajearse en secreto en la soledad de sus habitaciones de solteros cuarentones. Otros eran verdaderos militantes; y en los foros posteaban fotos de Juliette «honradas» con espesas descargas de leche fresca. Como en un ritual, como en un rito compartido por millones en el mundo.

Es más. Dicen que en China había un club secreto donde decenas de hombres se reunían a la hora del show virtual de Juliette a compartir su onanismo fanático. Un club donde trabajaban bellas jovencitas que nunca eran penetradas. Ni siquiera tenían que desnudarse. La única función de esas bellas jovencitas era limpiar la ofrenda de semen de piernas peludas, pechos lampiños, pisos de porcelanato, zapatos caros. Es solo un rumor, pero dicen que Juliette no recibía un peso de lo mucho que ganaba ese club.

A Juliette le importaba un sorongo los fanáticos. A Juliette le importaba un sorongo ser venerada como una ninfa sagrada por millones de hombres alrededor del mundo. Juliette lo hacía por amor. Una particular, especial, extremadamente singular clase de amor. Pero amor al fin. Y no, el verdadero nombre de Juliette no era Juliette.