El Rana era, desde todos los puntos de vista, un pibe simple. No había ningún rasgo de complejidad en ninguno de sus pensamientos. Era básicamente un animalito del que el Jota cuidaba. Blanco teta, de pies a cabeza, en el barrio se corría el rumor de que la madre lo había encontrado en una bolsa en un baldío. Lo mejor que le podía pasar al Rana. Lo mejor que le pudo pasar a una mujer seca de útero.
Para colmo, quemado por todo lo que podía aspirar sin pagar mucho, el Rana era, entonces, un pibe simple. Aunque tenía un secreto.
La primera vez que vio una carta, de esas comunes de sobre blanco y estampilla sellada del Correo Argentino, se la encanutó sin dudarlo. De una vecina, la carta. Debajo de la remera se la encanutó. Diez minutos después de eso, ya en su pieza, la carta en las manos del Rana. Como un tesoro. Como un objeto religioso. El Rana sabía lo que era, pero su entendimiento no podía siquiera raspar los límites de las posibilidades de lo que adentro yacía en tinta de bic sobre papel rayado.
Nunca la abrió. Pero de vez en cuando acariciaba el sobre, amarillento con los años, y pensaba una nueva historia posible para las palabras secretas. Esa primera carta encendió en el pecho flaco y blanco teta un fueguito que nunca se apagó. Hasta el día del agujero de nueve milímetros, nunca se apagó. Un fueguito que era lo único fuera de la casi perfecta simpleza del Rana.
El Rana seguía al tipo que iba en bici en otra bici. Choreada la bici del Rana. El tipo que iba en bici, con uniforme. El Rana lo seguía de cerca al tipo de uniforme. Solo, el Rana. Como nunca. El tipo que iba en bici se paró frente al trescientos cincuenta y dos. El Rana lo miraba sabiendo lo que quería. No era la bici del tipo lo que quería. No era las topper viejas que el tipo tenía, lo que quería. Lo que quería estaba en un bolso colgado de la bici. El tipo se bajó y se acercó a la reja del trescientos cincuenta y dos. Como un rayo el Rana aprovechó que el tipo se bajara y dejara su tesoro descuidado. Como un rayo el Rana cargó el bolso. Como un rayo desapareció de ahí. Esa fue la única vez que choreó sin sus hermanos. Con lo del bolso tenía para una vida de historias inventadas y de preguntas sin respuestas. Una vida corta, la del Rana, encima.
En sus manos, las diferentes cartas disparaban diferentes preguntas. Simples, nada del otro mundo, las preguntas. El cerebro del Rana no daba para mucho más.
Cuando los del correo dieron aviso a las autoridades y se hizo público, a muchos de los que enviaron esas cartas se les frunció el orto. Lo que no saben, esos a los que se les frunció el orto, es que sus sucios secretos están a salvo. No van a terminar en un diario. No van a terminar en internet. Ni siquiera van a terminar en la Afip o en la Side. Ni se imaginan los orto fruncidos que el Rana nunca abrió ninguna de esas cartas. Abrirlas era asesinar las posibilidades. Era acabar con el juego. Y al Rana le gustaba jugarlo.