El Coronel extrañaba las buenas épocas. Según él, las buenas épocas eran cuando la justicia llegaba rápida y contundente. Esa justicia rápida y contundente no la impartían los jueces, era una justicia de picana y paredón. Y el Coronel extrañaba esas buenas épocas.
Quizás por eso el Coronel llegó con otros tres a la casa del Jota. De noche, sin luna, llegó el Coronel con otros tres. Y en cuanto llegaron descargaron sus armas, de puño y de asalto, en las paredes de la casucha. Después patearon la puerta, el Coronel y los otros tres. Como en las buenas epocas de las que hablaba el Coronel, patearon la puerta de la casucha y entraron.
Buscaron al Jota. Putearon, ni miraron a los otros muertos. Putearon porque el Jota no estaba entre ellos. El Coronel y los otros tres escupieron, con asco, y prendieron fuego a todo. Hasta los cimientos ardió la casa del Jota. Pero el Jota no estaba.
El Coronel y los otros tres se fueron como llegaron. De noche, sin luna, se fueron. Pero en esa noche sin luna la casucha en llamas alumbraba media manzana.
El Coronel también tenía su propia idea de venganza. Una venganza sin jueces, sin karma siquiera. Una venganza de cara por ojo, de tripa por diente.
El Jota no se enteraría nunca lo que pasó esa noche. Nunca lloraría unos muertos que hubiese matado él mismo con tantas ganas. Nunca volvería buscando esa pieza húmeda y fría donde aprendió a ser el Jota. El Jota estaba lejos ya. Esperando.