El Jota siempre había estado con pendejas del barrio. O del colegio. Una vez, con una mina casada que se lo levantó en el estacionamiento del super. Hasta la gringa, esa mina había sido el mejor polvo del Jota.
Con las pendejas del barrio, o las del colegio, al Jota todo le costaba el doble. Que se la chupen llevaba cuarenta y cinco minutos de bla bla bla. El culo, promesa de casamiento con una mano sobre la medallita de la Virgen de Luján. O había que aprovechar cuando estaban tan dadas vueltas que no sabían al otro día por qué les dolía tanto al sentarse. Al Jota lo tenían cansado las pendejas del barrio. Y las del colegio, ni hablar.
Por eso es tan adictiva la gringa. Porque la gringa chupa, da el culo, traga la leche, lo espera un rato y se lo vuelve a coger. Sin chistar, sin decir ni mu. Solo hace falta un mensajito en el celular: venite. Y lo espera en su cuarto, al que no entra ni el Coronel. Siempre con las sábanas limpias y oliendo rico. Siempre bien ordenadito. Siempre con la luz prendida.
El Jota se sintió raro la primera vez, entrando furtivamente a la casa del Coronel, en puntas de pie, de sombra en sombra. Pero en el cuarto de la gringa, la luz prendida. Y no es que el Jota tuviera vergüenza. Vergüenza de qué…
Pero desde ese día no pudo dejar de sentirse raro sabiendo que si el Coronel abría la puerta no podía dejar de ver la pija del Jota en el culo de su hija. Pero así estaba de segura la gringa de que nadie entraba en su cuarto si ella no lo permitía.