Se sentía extraño. Se sentía usado. Se sentía usado como siempre, pero esta vez distinto.
Mientras se acercaba a la parada del colectivo trataba de entender lo que pasó. No podía. No era posible que su cerebro pudiera hacerlo. Estaba demasiado quemado.
—Gringa puta, pedazo de mierda, yegua mal culiada —mascullaba.
Trataba de entender lo que pasó, pero no podía. Había sido usado. Como muchos lo habían usado, aunque muy distinto. Se sintió, por no imaginarse otra cosa con qué compararlo, violado.
—¡Reventada, hija de mil puta!
No era el tema de la plata. Era no haber sabido. Haber sido engañado de esa forma. Como un chico, como el pelotudo que era.
Sabía que las cosas no iban a quedar así. Sabía que de alguna manera se iba a vengar. Tenía ganas de volver y partirle la cabeza. Pero el Coronel y su reglamentaria se lo impedían. Rápido para la reglamentaria el Coronel. Y más si del otro lado del caño había un negro flaco con zapatillas sogueadas.
—El papito… el hijo de mil puta del papito. Ella y el conchudo del hermano… ¡no podían ser distintos!
Esa madrugada no fue al colegio. Se metió en cama y se tapó hasta la frente. Cuando el Rana y el Pelusa lo fueron a buscar se hizo negar. Nunca se hacía negar para el Rana y el Pelusa. Pero esta vez no quería verle la jeta a nadie. No quería admitir que la gringa lo había jodido como un perejil.