A quemarropa

El Jota ya había visto agujeros de nueve milímetros antes. Eso no es lo que lo pasmaba. Lo pasmaba el hecho de que ese agujero, negro y lleno de borbotones colorados, estaba abierto en el pecho flaco y blanco teta del Rana.

Abiertos estaban los ojos del Rana. Nunca había estado tan blanco el blanco de esos ojos. Blanco grisáceo. Blanco hielo.

Estaban abiertos los ojos del Rana y clavados en los del Jota. Pero el Rana ya no estaba ahí. No estaba en ninguna parte.

El Jota vio salir corriendo al que le tiró a quemarropa. Y lo conocía. El Jota no lo había visto más de una vez, pero conocía al chetito que se había cargado al Rana.

—¡Hijo de remil puta!

Para cuando las sirenas estaban a un par de cuadras, se hizo el sota y desapareció del lugar. El Jota era invisible cuando se hacía el sota.

Llegó a la casa del Rana y tocó la puerta. La vieja del Rana abrió en camisón y ojotas. En cuanto lo vio ahí parado supo que su hijo estaba muerto. No dijo nada. El Jota tampoco. La vieja del Rana no dijo una palabra al enterarse de que su hijo estaba muerto. Pero no le sacaba los ojos de encima al Jota. Ni para pestañear. Ni para secarse las lágrimas. El Jota por fin dijo lo que fue a decir.

—Yo se quién fue, yo me encargo.

La vieja del Rana escuchó lo que quería escuchar y, sin abrir la boca, cerró la puerta.