¡No te avarientei!

El Jota rara vez andaba de caño. Simplemente porque no es tan fácil conseguir un fierro como la gente cree. No solo que no es fácil, sino que es caro. Y cuanto más limado está, más caro es.

Para suplir este contratiempo laboral, el Jota se había especializado en el filo. Astuto el Jota como era, practicaba hasta con su sombra. Habilidoso el Jota. Sobre todo con el filo.

Entonces el Jota siempre andaba de filo. Hasta cuando calzaba los cortos para el fulbito con los del barrio.

—¡No te avarientei! —gritó el gordo Axel, y se le vino al humo.

El Jota acababa de mandar el cuero al diablo y no lo vio venir. Morada le puso la jeta el Axel de un piñón. Morada y grande como una ciruela.

El gordo Axel no pudo embocar nunca el segundo roscazo. El Jota lo había fileteado de oreja a oreja.

En quince segundos el gordo quedó solo en la canchita, con la garganta abierta y los ojos más abiertos todavía. Invisible de tierra quedó el gordo Axel. De tierra que se le hacía barro en el pecho. Barro marrón rojizo.

El Jota ya estaba en su casa cuando el gordo por fin cayó de jeta en el suelo. Dios le había dado piernas largas y fibrosas, para correr detrás de la pelota y huir de la policía, como dice la canción. Y al filo no le quedaba ni una molécula de sangre.

—Gordo boludo, la vez que le ganábamos a los del chueco…