7

Ahora no había más remedio, aunque las ametralladoras enemigas siguieran disparando, que asomarse al parapeto y responder. Faura se irguió el primero, y mientras se echaba el máuser a la cara, gritó:

—Fuego, fuego.

Vio de reojo cómo se alzaban Corral y Pajuelo, mientras los demás dudaban. Vio también cómo al otro lado Robles hacía crepitar con saña su ametralladora y los carabineros replicaban a su vez. Fue apenas una fracción de segundo, porque en la siguiente buscó entre la oleada de asaltantes a uno que viniera en línea más o menos recta hacia su posición, lo fijó en la mira y apretó el gatillo. Cuando el otro cayó, ya tenía la mano en el cerrojo. Aquél era el tercer legionario al que mataba en su vida, después de Bermejo y de Klemper, tantos años atrás.

Buscar un segundo objetivo no le resultó tan fácil. Los atacantes estaban cayendo como moscas, barridos por las ametralladoras de los baluartes y la barricada y por el eficaz fuego de fusil que hacían los carabineros (respecto del concurso de los suyos, no confiaba Faura en que fuera demasiado). Seguramente, quienes habían lanzado a los legionarios al asalto creían que enfrente tenían sólo un puñado de civiles inexpertos, y de repente se encontraban con la respuesta de unas tropas disciplinadas y efectivas, a las que habían concedido la baza, inestimable en cualquier choque, de desdeñarlas. No le extrañaba, en todo caso. La táctica era la misma que a menudo había visto en África, y que alguna vez, cuando la loma o la trinchera enemiga estaba bien defendida, le había dado ocasión de comprobar cómo una sección podía quedar casi entera sobre el campo. Eso le sucedía ahora a aquélla. A mitad de camino, los blindados se detuvieron. Apenas quedaban legionarios siguiéndoles, y los supervivientes retrocedían.

—Venga, no os paréis, que aquí tenéis a la novia —gritaba el sargento Robles, enardecido por el olor a pólvora y el estrépito de las ráfagas.

—Alto el fuego —ordenó Faura a los suyos.

Sabía que iban a volver, enfurecidos. Y así fue, pero antes les tocó a los defensores encajar otros cuatro o cinco morterazos, que vinieron peor colocados, porque los nervios también afectaban a los de enfrente. Tras las explosiones, salió la nueva oleada, que corrió buscando el abrigo de los blindados mientras las ametralladoras de ambos bandos volvían a escupir balas a un ritmo frenético. Se repitió la escena de antes, sólo que esta vez uno de los blindados llegó a poca distancia de la barricada, donde con su ametralladora causó estragos. Pero aquello no duró mucho. Dos carabineros le arrojaron bombas de mano y una de ellas le dio de lleno. La chatarra humeante pasó a engrosar las defensas, mientras sus ocupantes trataban en vano de salvarse.

O Faura no conocía a aquella gente ni a quienes la dirigían, o habría una tercera oleada. Los heridos de las anteriores se arrastraban por el suelo, pero eso no desmoralizaba a la Legión. Tronaron los morteros.

Mientras estaban encajando aquel enésimo bombardeo, apareció Toribio. Por poco no lo derribó una granada que estalló al otro lado de la muralla, apenas un segundo después de que cruzase por allí. Pero el miliciano se lo tomó con humor. Le dijo a Faura:

—Coño, no puede faltar uno un rato.

—Qué —interrogó Faura, expectante.

Toribio bajó el tono de voz para responder:

—Están dentro. Creo que han roto por Puerta Pilar. En algunas esquinas tratan de pararlos, pero los más de los nuestros tiran el fusil.

Faura no se engañó. Podía preguntarse por qué los jefes de la columna enemiga estaban cometiendo con su propia gente el crimen y el disparate de arrojarla contra aquella puerta para entrar en una ciudad que ya habían expugnado por otro sitio. Podía admirarse ante el heroísmo inconsciente e inútil de los legionarios. Pero lo que estaba claro era que en aquel instante la resistencia ya no tenía sentido, más allá del gesto. Y pensó que su deber ahora era otro. Llamó a Ramírez.

—Mi teniente, Toribio me dice que hay ya fuerzas fascistas dentro —le informó—. Que han pasado por Puerta Pilar.

—Entonces…

Una nueva oleada salía contra la muralla. Sus aullidos de guerra y el fuego de las ametralladoras apagaron la voz indecisa de Ramírez.

—Repelemos ésta y nos vamos —le gritó Faura—. Hacia la Puerta de Palmas o la de Carros. Para escapar por allí.

La tercera oleada y su cobertura fueron terroríficas. En la barricada ya no quedó casi nadie disparando, y en los baluartes empezó a flaquear la resistencia. Más de un miliciano abandonó su puesto bajo aquel vendaval de plomo, y otros cayeron abatidos por él. Cuando quiso echar cuentas, Faura sólo tenía a Toribio, Corral y Pajuelo. Y éste con un balazo en el hombro, del que, no obstante, no se quejaba. El sargento Robles estaba desplomado sobre su ametralladora, y los soldados se habían esfumado. En una tregua del fuego, buscó a Ramírez con la mirada. El teniente, que había cogido el fusil de uno de sus hombres caídos, aprobó su muda sugerencia. Faura se colocó entonces tras la ametralladora y metió un cargador. Se dirigió a los suyos:

—Id abajo, ahora os sigo yo. Rápido.

Ramírez entre tanto replegaba a sus hombres. A aquellas alturas le seguía media docena. La mayoría de los demás habían caído. Otros, al ver desmoronarse la defensa, intentaban ya ponerse a salvo.

Faura vació el cargador contra un pelotón que arremetía contra la barricada. No disfrutó acribillando a aquellos hombres, trocando su arranque de coraje en un apelotonamiento de muñecos desarticulados. A otros les cabría juzgar que sólo eran criaturas fanáticas y enajenadas, y que recibían lo que se merecían; pero eso nunca podría ser Faura quien lo dijera. Había probado en carne propia, como ellos, hasta dónde podían escapársele a uno las consecuencias de sus actos, y aun los actos mismos. Y más allá de otras consideraciones, nunca iba a sentirse autorizado a menospreciar a quienes lo daban todo, por más errores que creyera poder imputarles.

Gastó el cargador sin piedad, en cualquier caso, y procurando hacer el máximo daño posible, porque la vida era así de implacable y él no estaba todavía fuera de ella. La vacilación que su acción produjo en la fuerza atacante la aprovechó para reunirse con los suyos.

Ramírez y Faura formaron un grupo de una decena de hombres, cuatro milicianos y el resto carabineros. Todos conservaban sus armas y tenían municiones para tratar de vender cara la piel.

—Vamos hacia la parte alta —dijo Ramírez.

Dos carabineros y Toribio cubrieron la retirada, mientras el resto del grupo embocaba por la calle Trinidad. Luego, se juntaron todos y a la carrera llegaron hasta la plaza Cervantes, donde tomaron la primera calle a la izquierda, hacia la alcazaba. Por todos lados corrían milicianos que se arrancaban las insignias, arrojaban los fusiles, se quitaban los correajes. El caos de la derrota, el espanto ante la muerte, que Faura no saboreaba por primera vez. Ellos, sin embargo, se mantuvieron agrupados. A la altura de la calle Amparo vieron a unos quince o veinte metros una partida de legionarios y regulares. Acorralaban a unos hombres contra la pared, y los moros les rasgaban las camisas y les examinaban los hombros desnudos. Faura comprendió, a la misma velocidad a la que lo vio, el significado de aquel ritual: buscaban huellas del retroceso del fusil, el enrojecimiento que provocaba en la piel el golpe repetido de la culata sobre el hombro. En dos de ellos lo encontraron, y antes de que Faura y quienes iban con él pudieran reaccionar, a los infortunados los cosieron a bayonetazos. Dispararon entonces hacia el pelotón de liquidadores, que se deshizo al punto en un desorden de cuerpos que se echaban a tierra o buscaban desenfilarse, pero no se quedaron a pelear con ellos. Ahora tenían otra prioridad.

Llegaron hasta la calle San Lorenzo sin ser hostilizados. Una vez allí, empezaron a recibir el fuego del grupo enemigo al que acababan de atacar, y que había salido en su persecución. Faura, Corral y un carabinero aguantaron en la esquina, para contenerlos, mientras el resto se dirigía hacia la calle Brocense. Un par de giros más les permitiría tomar la vía que conducía casi recta hacia la Puerta de Carros, el hueco en la parte norte de la muralla por el que se proponían huir.

—Fuera ya de aquí los dos —les pidió Faura a los otros, al tiempo que metía un peine nuevo en el fusil.

Vio que Corral se resistía.

—Vamos, joder, esto hay que hacerlo más rápido —le apremió.

Corral y el carabinero echaron a correr, mientras Faura se asomaba a la esquina. Disparó los cinco tiros rítmicamente: gatillo, palanca, puntería, gatillo, palanca… Los otros, al percatarse de que no era un pardillo el que estaba tirándoles, se metieron en los portales a ambos lados de la calle y ahí se quedaron pegados hasta que Faura gastó el peine.

Cuando llegó a la calle Brocense, con ánimo de bajar hacía San Juan para enseguida volver a torcer, vio que la idea resultaba impracticable. Ramírez y los demás respondían a duras penas a un grupo de legionarios que subían por San Juan en buen orden. Cayeron dos carabineros y Pajuelo, con un tiro en la cabeza que lo dejó listo en el acto.

—Hacia la plaza, no tenemos otra —aulló Ramírez.

Le ayudó al teniente a sujetar a los legionarios, mientras los restos del grupo se dirigían hacia la plaza Alta. No les quedaban muchas municiones y cada vez resultaba más evidente que se habían metido en un avispero. No sabían cuánto tiempo podían llevar ya los invasores dentro de la ciudad, pero había sido el suficiente para desperdigarse por todas partes. Los comercios de la calle San Juan, que veían al fondo entre el humo de los disparos, eran un hervidero de moros entregados al saqueo. Pensó Faura, con malévola ironía, en los dueños de las tiendas, que en una gran mayoría anhelaban la llegada de aquellas tropas. Ahora les tocaba pagar el peaje de la victoria, igual que el resto, viendo cómo los géneros que no les habían quitado durante el terror rojo pasaban en un santiamén a manos de los mercenarios africanos.

Los pocos hombres que les quedaban ya se habían metido por el callejón que conducía a la plaza Alta. También se oían tiros por esa parte, y mientras discurría deprisa qué podía hacer, en aquel instante desesperado, a Faura el corazón amenazaba con saltársele del pecho.

—Ve con ellos —le dijo a Ramírez—. Sácalos.

—¿Y por qué vas a quedarte tú?

—Porque me toca a mí esta vez.

Ramírez no podía entender aquellas palabras, esta vez.

—Soy más viejo y he vivido más —le explicó—. Lárgate, teniente.

—No voy a dejarte aquí.

—Yo no voy a moverme. Y te quedan ahí hombres que están bajo tu responsabilidad. No tienes elección, Ramírez.

Volvió a asomarse y a disparar. Los otros estaban a apenas treinta metros. Venían legionarios y regulares mezclados, cerca de una veintena. No tenía ninguna posibilidad, y fue completamente consciente.

—Mi teniente —llamó a Ramírez uno de los carabineros.

Lo vio dudar, a aquel compañero que la última vuelta del sendero le había proporcionado. Se acordó de cuando él había dejado a Navia, tirado con un balazo camino del campamento de Segangan.

—Vete —insistió—. No tienes que decir nada. Suerte.

El teniente echó a correr, mientras Faura ponía el último peine que le quedaba. De pronto, le pareció que todo aquello dejaba de ser real y se convertía en una especie de ensoñación. Su corazón seguía martilleando desbocado, pero no sentía ya que su golpeteo le lastimara el pecho. La escena, aquella esquina entre las calles Brocense y San Lorenzo, se le aparecía velada por una bruma desleída, que suavizaba los contornos de todas las cosas; un zumbido se sobreponía a su raciocinio, anulándolo, y podía observar aquella encrucijada decisiva de su existencia como si ya no estuviera allí. No fue, por tanto, ningún cálculo lo que le hizo salir de detrás de la esquina y plantarse ante los hombres que venían por él. Habría podido serlo, porque bien mirado más le valía eso, ofrecerles blanco y hacer que le dispararan sin embarazo, donde pudieran matarlo enseguida, que tratar de hurtarse y arriesgarse a que se recrearan dándole martirio. Pero simplemente salió, se echó el fusil a la cara, y a través de la mira observó con asombro a aquella turba mezclada que de repente no eran los regulares del tabor de Tetuán ni los legionarios de la Quinta Bandera que habían roto las defensas de Badajoz, aunque así lo creyeran ellos mismos. No, a quienes disparó Faura, y a quienes se ofreció, fue a los fantasmas de su pasado, a los enemigos y camaradas con los que estaba en deuda y a quienes no podía pagar de cualquier forma, sino jugando la partida como entonces, como cuando juntos habían aprendido sus inclementes reglas.

Y los fantasmas, tal y como lo esperaba, se cobraron. Fueron tres las balas que le mordieron, pero sólo sintió, y apenas como una picadura, la primera, la que se le clavó en la columna y le hizo caer a la tierra de la que no iba a poder levantarse. Luego, ya todo tan desvaído que no llegó a saber si aquello ocurría o lo inventaba, vio sobre sí la faz barbuda y atezada de un marroquí y el rostro ojeroso de un legionario que le apuntaba con la bayoneta mientras hablaba algo con el otro. Intentó reconocerlos, pero no lo consiguió, porque su memoria era una caja vacía de la que resultaba vano intentar sacar nada. El regular empuñó entonces un largo cuchillo curvo, cuyo nombre tampoco Faura recordó. Y cuando ya iba a agacharse sobre él, una mano le retuvo el brazo.

Un sargento del Tercio había impedido que el regular le degollara. Faura le vio el rostro, y entonces la caja vacía le devolvió algo.

—Poveda —murmuró.

—¿Te acuerdas de mí? —oyó decir al otro, muy lejos.

—Gracias por venir. Mejor tú.

El sargento legionario le miró las heridas. Dudó apenas un segundo. Luego, apuntó la pistola a la frente del moribundo y apretó el gatillo. Entre el fogonazo y la sombra, Faura sólo tuvo tiempo de pensar que la cuenta quedaba ajustada. Y que podía, al fin, dejarse ir.