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Como ya venía siendo habitual, le despertó el ruido del bombardeo: el zumbido insidioso de los motores de los aeroplanos y el estruendo intermitente de las explosiones. Donde vivía no solían caer las bombas, pero por otras razones no podía quedarse allí. Calculó que habría dormido cuatro horas, como mucho. Con eso tendría que arreglarse.

Se aseó someramente y se enfundó el mono de miliciano. Luego se ciñó el cinto, con la pistola y las cartucheras que colgaban de él y le hacían pesar más de lo que acabaría aguantando la hebilla, quizá. Se miró un momento en el espejo. Había vestido de muchas maneras a lo largo de su vida. Había llevado buenas ropas, trajes elegantes, Otros uniformes más nuevos y también alguno más ajado. Pero en aquel instante decisivo le tocaba ir así. De azul Mustio, salpicado de rojo. Lo único que se permitió opinar fue que no era un buen camuflaje.

Antes de salir de su casa, se detuvo a echarle una última ojeada. Era espaciosa, relativamente nueva, un lugar acorde con su posición. Le pertenecía en propiedad, y dentro estaba todo lo que había juntado en la vida, salvo algunos pequeños objetos de valor que le había dado a Josefina para que los empeñara si le hacía falta. No había sido demasiado feliz allí, pero tampoco había estado del todo mal. Incluso, durante algunos trechos, había disfrutado de algo que se asemejaba a la paz más que ninguna otra época que recordara de su existencia. Ahora que tenía que irse, se preguntó quién iría a vivir allí; quién se sentaría en aquellas sillas, comería sobre aquella mesa, dormiría en aquella cama. Sabía que las cosas perduraban más allá de las personas y que en realidad no eran de nadie, porque siempre acababan siendo de otro. Era una idea en cierto modo desalentadora, que, sin embargo, en aquel momento le hizo bien. Todo aquello iba a tener quien lo usara y lo cuidara, mejor o peor, si en la batalla no resultaba destruido. No tenía que preocuparse por ello, podía cerrar la puerta y olvidarlo. La sensación de desasimiento le reconfortó, porque lo que anhelaba en aquel trance era, precisamente, poder aligerar la carga. Después de haber puesto a Josefina a salvo, y de trasponer aquel umbral, ya no era ni tenía más que lo que llevaba sobre el cuerpo. Y prefería que fuera así.

Salió a la calle. Se cruzó con alguna gente que corría hacia abajo, hacia el río. Posiblemente era aquélla, sí, la zona menos expuesta a las bombas. Pero él echó a andar hacia la plaza. Por el camino se fijó en la ciudad como si fuera la primera vez que la veía. Las calles tortuosas y estrechas, nunca en cuadrícula, calcando el urbanismo moruno, aunque aquella parte había sido ya erigida extramuros de la vieja medina y bajo el dominio de los cristianos. Los edificios bajos, de dos o tres pisos como mucho, con los balcones ocupando casi toda la fachada. Era una ciudad hecha con casas de pueblo, un híbrido anómalo que a primera vista le había parecido feo y que, sin embargo, ahora no le desagradaba. Ya se había convertido en una parte de su paisaje personal.

Iba mirando hacia arriba, por si veía a alguno de los moscardones. Uno de ellos cruzó apenas durante una fracción de segundo por el escaso campo de visión que le dejaba la traza de las calles, acompañado por el tableteo de una ametralladora. Supuso que era la que estaba emplazada en la torre de la catedral, que probaba con más fe que posibilidades a acertarle al escurridizo y lejano blanco. Callejeó con soltura, sorteando a la gente que huía y a los milicianos que presuntamente se incorporaban a sus puestos, aunque algunos no iban en la dirección que habría resultado congruente con tal intención, Atravesó la plaza a buen paso, porque no era de extrañar que alguno de los aviones enfilara hacía allí para ametrallar la torre desde la que los hostigaban, y no le apetecía exponerse a que se lo cobraran de forma tonta y antes de tiempo. Una vez salvado el peligro, se dirigió hacía la comandancia de Carabineros, donde esperaba poder encontrarse con Ramírez.

El teniente, en efecto, estaba allí. Le avisaron de que preguntaba por él y se presentó enseguida. No parecía haber dormido más que Faura. Pero se mostró animoso, sacando fuerzas de donde no había.

—Buenos días, compañero —le saludó Ramírez—. Por decir algo.

—Pues sí, porque mira que madrugan, los hijoputas.

—¿Todo en orden?

—Sí —respondió Faura, bajando la voz—. La saqué, anoche mismo.

—Bien. Me alegro. ¿Has desayunado? ¿Un café?

—Coño. ¿Tenéis?

—Claro. Tenemos de todo. Menos moral de victoria, lo que quieras. Y como cada vez somos menos, tocamos a más. Vente, anda.

Ramírez llamó a uno de sus hombres y le pidió que trajera un par de cafés. Invitó a Faura a pasar a su oficina. Era una habitación modesta y funcional, como correspondía a la sobriedad del cuerpo. Ramírez tomó asiento y le indicó a Faura que hiciera otro tanto. En un perchero colgaba su guerrera. Sobre la mesa reposaban el correaje y el arma.

—Esto se deteriora por momentos —informó Ramírez—. Menacho y la Bomba están llenos de traidores. Ya se han ido unos pocos, y de los que quedan no esperes que muchos presenten batalla. Hay quien dice que hasta se han organizado para indicarles a los fascistas por dónde entrar. No creo que podamos contar, de verdad, con más de uno de cada diez oficiales del ejército. Sargentos, alguno más. Pero ya ves tú.

—¿Y Puigdengolas?

—En su sitio, como nuestro teniente coronel y el comandante de la Guardia Civil. He oído que van a montar el cuartel general en Correos, y que están recorriendo los baluartes del sur para tratar de organizar la resistencia allí. Por lo menos no siguen al gobernador. Por ahora.

—¿Y se sabe dónde anda el enemigo?

—Muy cerca. Puede que hoy mismo estén ya en condiciones de emplazar la artillería. Si es que no llegan incluso a los barrios exteriores.

—Pues estamos listos. Vienen por abajo, ¿no?

—Eso parece. Por donde está la gente de los cuarteles para abrirles paso, por donde falta parte de muralla, por donde no les obstaculiza el río. Es de libro, no pueden venir por otro lado. Aunque si mandan a alguna unidad que rodee por arriba y no acertamos a pararla, nos joden. No tenemos gente para defender bien todo el perímetro.

Les trajeron el café. Los dos lo bebieron en silencio, deteniéndose a saborearlo. Era su exiguo lujo poder hacerlo. Y no iban a rehuirlo.

—Pues me cuentas lo que ya me temía —dijo Faura, tras apurar la taza—, pero no quería dejar de pasar a confirmarlo contigo antes de ir con los míos. Otra cosa. ¿Por dónde piensas desplegarte?

Ramírez sonrió maliciosamente.

—Yo no pienso, compañero, soy un mandado, el cuerpo de Carabineros todavía es una estructura jerárquica. Según mis jefes, a mi sección le toca el baluarte de la Trinidad. Y allí voy a llevármela. O bueno, me llevaré lo que cuando pase lista esta mañana me quede de ella.

—¿También se están escaqueando los vuestros?

—Alguno. Pero en general no. Mi gente se está portando.

Faura se puso en pie.

—Bueno —dijo—, como yo no pertenezco a una estructura jerárquica y mis supuestos jefes producen cualquier cosa menos órdenes de operaciones, agarraré a lo que encuentre de mi pandilla y vamos con vosotros. Hay situaciones en la vida en que es mejor tener al lado un amigo.

—Estamos de acuerdo. Allí te espero. Y gracias.

—De nada. También miro por mí.

—Así y todo.

El cuartel de las milicias era aquella mañana el circo habitual, agravado por el apuro del momento. La gente iba y venía, cogía fusiles, municiones, formaba y deshacía pelotones, daba consignas, protestaba, discutía, pedía que se desarmara al ejército, que se fusilara a alguien, que se exigiera a Madrid apoyo para resistir, para evacuar o para ya ni se sabía qué. Faura se presentó a quien vagamente era el jefe ante el que respondía de sus actos y le anunció que se iba a llevar a su grupo al baluarte de la Trinidad. El jefe, a quien en ese mismo momento acosaban con discursos, reclamaciones y lamentos varios otros tres o cuatro mandos subalternos, no le opuso ninguna objeción, y Faura se sintió autorizado para hacer lo que tuviera por más conveniente, con la gente de la que podía responsabilizarse. No aspiraba a más.

Se reunió con sus hombres. Contó una docena, aunque en condiciones normales habría debido tener el doble de gente. Les daría una hora de margen antes de salir para el baluarte. Llamó a Toribio, que le hacía las funciones de sargento, merced a la experiencia que había adquirido como cabo de Ingenieros en África, donde le había dado tiempo a hacer el final de la campaña. No había visto mucha guerra, pero tenía la suficiente como para destacar de largo sobre el resto. Le explicó los planes y le pidió que se preocupara de acopiar munición. Toribio, a sus otras cualidades, sumaba una habilidad innata para la taumaturgia en que se convertía la intendencia en aquel desbarajuste de milicia. Se llevó a uno para que le acompañara en su brujuleo.

Vio que alguna de su gente estaba hablando con un desconocido. Era un hombre de unos cuarenta años, y en el rostro tenía grabado el rastro de un gran cansancio o una gran penalidad. Se acercó a ellos.

—Salud.

—Salud, camarada inspector —respondió Corral, uno de los milicianos más jóvenes. Le llamaba así porque para no dar muchas explicaciones les había dicho que era inspector de Aduanas, sin más detalles.

—Buenas —añadió Faura, dirigiéndose al nuevo.

—Buenos días —murmuró éste.

—Aquí el camarada viene del campo —informó Corral—. Y no vea las cosas que cuenta de esos canallas de los moros y los fascistas.

Corral era un muchacho bien dispuesto, y con temple para combatir, como ya le había demostrado a Faura. Pero otros no lo eran tanto, y le preocupó lo que pudiera estar contándoles aquel hombre.

—¿Hace mucho que llegó? —preguntó, precavido.

—Esta madrugada —respondió el forastero—. Y todavía no me lo creo. Ya me había hecho a la idea de que me quedaba allí.

Faura dudó si llevárselo aparte, antes de seguir indagando. Pero supuso que eso levantaría desconfianzas en los suyos. Así que no lo hizo.

—Cuénteme. ¿Qué pasó?

—Pues nada, lo que había de pasar. Llegó la columna enemiga a los alrededores del pueblo, bombardearon un poco y cundió el pánico. Los del Comité decidimos liberar a los facciosos que teníamos en la cárcel popular, como gesto de buena voluntad, y rendirnos, porque con un puñado de escopetas ya me dirá usted cómo se puede hacer frente a los cañones. Había quien decía que teníamos que resistir, pero yo fui de los que dijeron que suicidarse no valía para nada. Que sólo nos habíamos puesto al lado de la República y que allí no se había matado a nadie. A treinta fascistas metimos en la cárcel, y treinta salieron. Ellos serían nuestra garantía. Al pensarlo ahora me siento idiota.

—¿Y eso por qué?

El hombre agachó la cabeza y la sacudió a un lado y a otro.

—¿Por qué? Pues le contaré por qué, claro que sí. No creo que desde el pueblo se les hiciera arriba de veinte o treinta disparos. Y eso antes de que empezara el cañoneo, que luego ni uno. Pues bien, ellos entraron a sangre y fuego, disparando contra todo lo que se movía. Yo vi con mis ojos a un hombre con los brazos en alto caer acribillado, sólo porque llevaba todavía las cananas colgadas al hombro, y a otro que se les puso de rodillas llevarse una sarta de bayonetazos. Saquearon las casas, al principio todas, hasta que se les presentó el grupito de los fascistas más señalados del pueblo y les fue diciendo ésta sí, ésta no. A partir de cierto momento dejaron de matar y los legionarios empezaron a agrupar a los hombres. Los moros seguían principalmente a la rapiña, pero también se ocuparon de las mujeres. Oí gritar a más de una, y esos gritos sólo los da una mujer ya se imagina cuándo.

Faura miró de reojo a su alrededor. Su gente no podía disimular la impresión que le causaba la historia de aquel hombre.

—Me cago en mi estampa —maldijo el fugitivo—. Yo me encaré con la bestia del Eulogio, que se quería tirar a la maestra cuando mandábamos nosotros, porque decía que era fascista, y desde luego de nuestra parte no estaba, pero ya sabía yo que lo que había era que la pretendía y la otra le había mandado siempre a paseo y así se lo dije, al Eulogio, que me sacaba dos cabezas, y tuve que tirar de pistola y avisarle que sobre mi cadáver, y ver cómo se lo pensaba, sin prisa. Pero ellos, y eso que no les faltó de comer, que nadie les puso la mano encima, y ganas sobraban, no movieron ni un dedo para pedir que los moros no se ensañaran con nuestras mujeres. Al revés. Se las dieron como trofeo.

—¿Y cómo pudo escaparse usted?

—Porque algo me iluminó, eso es lo que me parece ahora. O sólo por lo acojonado que estaba, que me impidió reaccionar de otra manera. En vez de entregarme, me escondí en un pozo donde sabía que había un hueco en el que podría resistir un buen rato sin que me descubriesen. Allí pasé todo el día, acurrucado y sin hacer un ruido, oyendo cómo se divertían los muy cabrones. Por la tarde empezaron a fusilar, y no debieron de llevárselos muy lejos, porque oí perfectamente las descargas y los lamentos de los heridos. Todavía los oigo, si cierro los ojos.

Se le quebró la voz y las lágrimas se le saltaron. A los milicianos que lo rodeaban, Faura incluido, se les hizo un nudo en la garganta.

—Luego, cuando cerró la noche —continuó—, salí del pozo y conseguí escurrirme fuera del pueblo, no sé cómo. Y sin parar hasta aquí.

—Joder —dijo Corral.

—No os engañéis —concluyó el hombre—. Esos criminales traen carta blanca. Sus jefes les han dicho que nos pueden hacer lo que quieran y no van a tener piedad. Por eso he venido yo aquí. A pediros un fusil y que me dejéis pelear con vosotros. Hice el servicio en Ceuta, Infantería, algo sé de pegar tiros. Y les voy a meter todos los que pueda.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Faura.

—Pajuelo. Enrique Pajuelo.

—De acuerdo, Pajuelo. Vente. Nos harás falta.