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Qué me ha pasado.

Blanca, mi amor, mi vida, mi perdición. Qué no me ha pasado, desde que te esfumaste una tarde a las puertas de una iglesia. Por dónde empezar a contarte mi descenso, mi miseria, mi ruina. Qué parte de ella escoger para que me entiendas, para que sepas, lo que nunca podrás, ni debes, saber o entender. Puedo hablarte de la soledad infinita de estar a punto de morir en medio de la noche. Puedo hablarte de la muerte consumada y repetida de saber que has arrebatado una vida ajena, que tu mano ha sido el instrumento de los dioses más siniestros de alguien y que has desempeñado bien ese papel. Puedo hablarte de otra clase de indignidad, la de estar durante días delirando entre fiebres y echando las tripas en chorros malolientes y salpicados de sangre, por culpa del agua podrida. Y de cómo todavía hoy, a la menor, el estómago que las tifoideas estropearon para siempre se me rebela y convierte en vómito o diarrea los manjares más exquisitos que puedas imaginar. Puedo hablarte de levantarme días y días ciego y muerto como un trozo de madera; o aterrorizado como una niña ante su primera menstruación; o yerto y sin esperanza como una madre que ha matado a sus hijos y no encuentra perdón en la tierra ni en el cielo.

Puedo contarte toda clase de historias lúgubres, sórdidas o terribles, pero no puedo explicarte nada porque después de los años y de las caídas y de los intentos de volver a ponerme en pie, nada consigo explicarme. Sólo sé que un día, cuando el mundo era nuevo y yo todavía estaba limpio, decidí, lleno de amor y de la nobleza y la generosidad que nunca había tenido antes, tomar una senda, tu senda. Que supe que ese acto mío quebrantaba algunas leyes, las de la moral y la religión que habían intentado inculcarme, las de tu compromiso todavía no deshecho, y acaso las que hasta aquel día me habían abocado a ser un muchacho descontento y un poco funerario. Pero juro que no me sentí malo, que creí que todas las infracciones, todos los perjuicios, eran nimios al lado del torrente de belleza y bondad que me envolvía en tu presencia. Y sin embargo, ese día dejé abierta la ruta por la que iba a despeñarme hasta los peores confines del error. Tantas veces he pensado en la crueldad que representa esto, que los errores sólo podamos calibrarlos debidamente cuando nos están pasando la factura, y que yo hubiera de cometer el error máximo, el más definitivo e insuperable, con poco más de veinte años, sin apenas recursos para luchar contra él y contra sus consecuencias. Pero si algo he aprendido en este áspero y degradante camino es que de nada sirve lamentarse y de menos aún implorar clemencia, retroactiva o futura. Que uno debe aprender a vivir en la postración, en la infamia, en la indigencia; a pelear sabiéndose solo, vejado, estafado; a alzar la mirada y sostenérsela al lobo aún mucho después de que haya quedado establecido sin lugar para la incertidumbre que el lobo ha vencido y sólo espera a terminar de devorar la pieza cobrada. Si tú supieras, Blanca, qué sucio, qué débil, qué vil he sido, y con qué firmeza, aun entonces, he sujetado mis armas, negándome a entregarlas, mostrándole a las claras al enemigo que para quitármelas no tendría más remedio que cortarme los brazos.

Pero no puedo tampoco decirte esto, no puedo arriesgarme a que lo malinterpretes y puedas llegar a considerarme en algo encomiable. La única verdad que puedo demostrar cumplidamente, ante ti o ante quien sea, es que he sido ruin y pernicioso, y que por tanto lo sigo siendo (como debo de ser aún angélico por haber besado un día tus labios adolescentes, aunque por desgracia lo uno pesa más que lo otro). Cada día, al irme a dormir, en ese momento en que nada me distrae de mi esencia más profunda, siento principalmente desagrado por el hombre que yace en mí, conmigo. A veces le tengo lástima, pero la mayor parte de las noches le observo, sin más, como el alguacil que observa a un asesino confeso caminando hacia la silla en que han de agarrotarle. Es siempre deplorable cosa ver morir a un hombre, eso puedo decírtelo con conocimiento de causa, pero hay veces en que al lado de eso, del hombre que muere, o quizá por encima, uno tiene otros pensamientos que vuelven irrelevante el pesar por el que cae. Muchas noches no me da pena mí castigo, porque sé que lo he merecido bien, y porque aceptar la penitencia nos proporciona a los dos, al criminal que soy y al juez con cuya severidad me sentencio, una especie de paz que ya no podemos alcanzar, ni uno ni otro, en la piedad o el olvido.

Todos los días me acuerdo, Blanca, todos los días. Todos los días varias veces, a todas horas. Por la mañana, cada día que comienza lo estreno con alivio y con una ilusión ingenua de que el mundo es nuevo y yo también puedo serlo. De que haré cosas, hablaré con gente, ciudadanos ejemplares o truhanes, tanto me da, que me permitirán entretenerme, dispersarme en sus historias interesantes o anodinas, eso tampoco importa. Pero cada día, a medida que las horas avanzan, el empeño se va revelando inviable. Porque me acuerdo, primero a ráfagas, luego deforma casi continua, hasta que cuando viene la noche, una vez más, como siempre, estoy hundido en el fango hasta el pescuezo.

Veo sus caras, Blanca. Las de todos. Las de unos mejor que las de otros, es cierto, como también es cierto que a algunos apenas puedo distinguirlos, los vi caer tan lejos… Pero están ahí, siempre van a estar ahí, conmigo, y hay momentos en los que me gustaría saber sus nombres, para poder llamarlos por ellos, para poder sentarnos y charlar, o pedirles perdón las noches que me veo peor, cuando las fuerzas me fallan y la cabeza empieza a darme vueltas y en el remolino se me pasa que están muertos y que nunca van a perdonarme.

He probado a hacer lo que hacen otros. No creas que no soy hombre de recursos, que carezco de la inteligencia necesaria para ingeniar salidas o paliativos. He probado a decirme que era demasiado joven, que estaba a merced de fuerzas muy superiores a mí, así es la guerra y demás monsergas al uso. Pero tengo un problema que vuelve inútiles todos esos expedientes de autoindulgencia. Cuando veo a otro aplicárselos, lo desprecio. Y no puedo utilizar para mí lo que me parece risible en otros. Porque no me he perdido el respeto hasta ese punto, y sobre todo, porque yo, me consta, soy peor que el peor de ellos. Yo tomé libremente el camino del horror, y perseveré en él aun cuando ya conocía sus perfiles, sus asperezas y sus placeres abominables; y es verdad que conmigo iban otras fieras tan execrables y repulsivas como yo, pero yo hube de superarlas la noche en que compartí su saña y me negué, en cambio, a participar de su desprendimiento suicida. Como ellos, yo maté y tuve que morir, pero ellos saldaron su cuenta, y yo seguí viviendo. Por eso mí crimen no puede compararse al de nadie, y nadie ni nada pueden absolvérmelo.

La cara que más recuerdo es la de ella, la de la mujer a la que no maté. Qué pensarías, mi tierna Blanca, si te dijera que es posible que allá abajo, en la tierra amarilla y roja del Rif, viva ahora un chiquillo o una chiquilla con mi sangre y la suma del odio de los suyos y los míos, una criatura que sembré a la fuerza en el vientre de su madre, mezclando mi basura seminal con las de otros chacales entre las que a lo peor acertó a prevalecer. Cuando uno está perdido, cuando uno ya no puede redimirse, tiene tendencia a consolarse con las ideas más estúpidas. La esterilidad de mí matrimonio, que sólo te he dejado entrever, me ofreció durante un tiempo la esperanza de que ese niño o esa niña nunca llegara a existir, o fuera de otro de los dos que iban conmigo esa noche, del sargento Bermejo o del cabo Klemper, que ya tenían pagado el crimen. No saber si Matilde no podía concebir hijos por infecundidad de su vientre o porque mi semilla era anémica, me inclinaba a creer que la causa era la segunda y que ese fantasma, el del andrajoso infante sin rostro, no tenía por qué regresar a mis pesadillas. Pero ahora ya he dejado de pensar en eso. No sé si el estéril soy yo o si es ella, y no sé si algún día lo sabré. Sin embargo, el morillo con mi cara (suele ser un chico, Dios sabe por qué) me sigue mirando y seguirá haciéndolo mientras viva, porque no ha nacido de un poco de fluido corporal, sino del reflujo de mi alma marcada para siempre por aquella cópula de la que gocé bestialmente. Cómo puedo decirte, Blanca, amada mía, que nadie me obligó a violarla, que lo hice por mí, a conciencia y con deseo, que algunas noches vuelvo a soñar que la penetro y que ella grita mi nombre y yo muerdo sus pechos como no lo hice entonces, y que a la mañana siguiente una polución me acredita la bajeza de mi ser. Cómo puedo contarte que recuerdo su cara, su espalda, el tacto de su piel, la tibieza de su sexo recién usado por otro, el estremecimiento que la sacudió mientras me desahogaba en ella, o que en algunas de mis noches más demenciales he llegado a pensar en abandonarlo todo e ir a buscarla, y averiguar si se llamaba Jalima o Zamimunt o Hadduma o cualquiera de esos otros nombres hermosos y desconcertantes que tienen las bereberes, y averiguar también si tuvo al fin un niño o una niña y enfrentar sus rasgos mestizos para tratar de adivinar si soy yo su padre, o el sargento, o el cabo. Cómo puedo mezclarte a ti en esta pesadilla horrenda. No, sé que no puedo.

Tampoco querrías saber lo que hubo luego: los dos años siguientes, apurando mi compromiso tan necia e inconscientemente manifestado al alistarme. Lo único que puedo alegar en mí descargo es que durante varios meses llegué a acariciar muy en serio la idea de desertar. Que sopesé las posibilidades, medí las consecuencias y hasta busqué la ocasión. Otros lo hacían cuando se cansaban de soportar la disciplina, los insultos y los abusos de los oficiales, la dureza de la campaña que no acababa nunca y que siempre nos ponía delante un nuevo cerro que asaltar o un nuevo blocao que defender. Alguno lo consiguió, o al menos nos cupo la duda, porque no volvimos a saber de él. A otros los pillaron, los nuestros o los otros; si eran los nuestros, se les fusilaba, y si eran los moros, cuando encontrábamos el cadáver tirado en el campo no había que hacer muchas cábalas sobre lo que les había ocurrido. También contaban que había algunos que se habían pasado a ellos, a los moros, pero sabía que de eso yo nunca iba a ser capaz. No me gustaba tirar sobre el enemigo, porque ya había comprendido que ellos eran unos pobres diablos como nosotros y que un hatajo de hijos de puta nos enfrentaba para que nos despedazáramos en su provecho. Pero menos aún me habría gustado tirar sobre los míos, sobre los desgraciados cuyas historias conocía, a los que había visto reír o llorar y que me habían cubierto cuando me disparaban. Así que lo único que me quedaba era tratar de llegar vivo a la zona francesa y perderme allí. Lo malo era que la zona francesa estaba lejos, demasiado lejos. Eran muchos días de marcha solitaria por territorio casi desértico y hostil. Pese a todo, estuve a punto de hacerlo cuando las operaciones nos llevaron a la zona del Guerruao. También fue la vez que estuve más cerca de la zona francesa. Desde la posición contemplaba la llanura pelada, que el viento batía de lo lindo, cuando se ponía a soplar, y pensaba que allí, al fondo, estaba la libertad, la posibilidad de dejar de ser un pedazo de carne de cañón arrojado una y otra vez contra otros pedazos de carne de cañón. La posibilidad, también, de dejar de vivir acorralado entre el miedo y la rabia, porque cada vez que me exponía al fuego tenía pánico a que me hirieran, pero la única forma de evitarlo era apretar los dientes y ser más homicida que ellos. Pude intentarlo, ésa es la verdad. Varias noches me tocó estar de centinela en el puesto que más se prestaba a servir de punto de partida de la escapada. Lo quise hacer, y hasta llegué a alejarme unos pasos del parapeto, calculando el tiempo que tardarían en dar la alarma, dudando si enviarían o no a alguien tras de mí. Pero al final, me pudo el miedo. A la sed, a perderme, a que me cazaran los moros y me degollaran, a conseguirlo y a que los franceses me cogieran y me obligaran a elegir entre alistarme en su propia Legión o ser entregado a los míos para acabar ante el pelotón de fusilamiento. No era una mala muerte, doce balazos bien metidos, ya me encargaría de pedirles a los compañeros que afinaran la puntería para que el asunto fuera rápido. Pero tuve miedo, Blanca. Este desecho humano quería vivir. Quiere vivir, todavía.

Desde ese momento, cuando comprendí que no iba a desertar y que tendría que cumplir los tres años, apliqué mi cerebro en conservarme. Si iba a seguir allí, tenía que buscar la mejor manera de hacerlo, de reducir los riesgos y las penalidades que hubiera de sufrir. Entonces tomé la decisión que menos habría podido imaginarme unos meses atrás: tratar de prosperar en la milicia. No carecía de cualificación para ello. Tenía estudios y era diestro con las armas. Y dentro de lo que había a mi alcance, no me las apañé mal. Llegué a sargento y logré pasar los últimos meses como instructor de tiro de los nuevos reclutas. No me libraba de tener que ir al campo cuando la guerra se complicaba, ni siquiera de tener que correr contra las balas, aunque ahora al mando de mi pelotón. Pero se acabó estar de centinela y jugármela siempre en las descubiertas, y también tenía una compensación de orden moral, de las pocas que a la sazón me eran asequibles. A los nuevos (algunos, pobres muchachos; otros, perfectos hijos de perra, pero todos criaturas humanas rotas, y en general ignorantes de las artes del soldado) les daba al enseñarles a usar el fusil una oportunidad de no morder el polvo en aquel infierno. A la vez estaba contribuyendo a que perecieran otros, los que se les pusieran a tiro, pero la guerra es bárbara, y lo único justo que cabe hacer en ella es equilibrar las opciones de los que se enfrentan. Yo hacía de ellos soldados capaces de medirse con los combatientes curtidos que se iban a encontrar delante. Y el resto era cosa de Dios.

Pero, para decírtelo todo, tendría que contarte también, Blanca, la nueva ignominia que sumé entonces a todas las que ya llevaba. Porque para poder seguir adelante, para disfrutar de mí nueva suerte y beneficiarme de aquella manera (aunque fuera intermitente) de sustraerme a la cochambre de la primera línea, hube de hacer un nuevo aprendizaje ominoso. Debí convertirme en un artista de la mentira y la simulación, habilidad que después me ha prestado no pocos servicios de importancia. Debí convencer a quienes me impusieron los galones, primero, de que era un fanático y un cómitre a la medida de lo que ellos deseaban; hasta llegué a persuadirles de que creía en todos los dislates que me obligaban a proferir con las venas del cuello a punto de reventar. Debí fingir también ante los que estaban a mis órdenes, sepultando en un sótano al que nunca pudiera llegar su mirada lo que de veras creía acerca de aquella guerra y de quienes en ella medraban y se complacían. Me hice mentiroso, y recibí la recompensa que toca al que miente: me quedé completamente solo.

Bueno, completamente no. Había alguien a quien me unía algo, compartir un secreto que a ambos nos podía destruir si lo descubrían. Fue mi único compañero, el único con el que llegué a mantener una relación duradera de amistad (los otros con los que acaso pude murieron demasiado pronto). No éramos iguales, ni siquiera parecidos. Él no se encontraba mal allí, y en cierto momento decidió que se quedaría mientras no le echasen. Pero, pese a nuestra actitud despareja, nos apoyamos el uno al otro, y nos respetamos siempre. También él se hizo sargento. Cuando se cumplió mi compromiso y recibí la libertad, él no me afeó que decidiera aprovecharla y largarme. Tampoco yo le juzgué mal, a Poveda, por elegir quedarse en el Tercio y seguir haciendo aquella puta guerra. Lo que había entre ambos estaba muy por encima de esas cuestiones.

Y después, qué contarte, Blanca. Regresar a un mundo en el que sabes que ya siempre vas a ser extranjero, donde todos te miran con reparo, conmiseración o repugnancia, hasta que aciertas a hacer olvidar que estuviste allí, y eso te alivia algo, porque nunca has aspirado a que te entienda nadie, y sólo deseas su ignorancia para que sustituyan el recelo por la indiferencia. Pero tú sigues recordando, día a día y noche a noche, y sabes que tendrás que mentir ahora y siempre y que cada vez vas a estar más irremisiblemente solo.

Cuesta aceptarlo. He trabajado para perfeccionar mi mentira, para hacerla confortable. Mi carrera terminada. Mis oposiciones. Mi puesto de funcionario. Mi matrimonio. Pero no te engaño. Quisiera dejar de estar solo. Me arrodillaría llorando a los pies de quien pudiera librarme de esta condena.

Todo esto te diría, Blanca, si pudiera contarte lo que no puedo. Porque si hay alguna remota esperanza para nosotros, así la estaría asesinando.