5

Cuando llegó a su casa, estaba agotado. La caminata había sido considerable, y no menos habían contribuido a su cansancio el inesperado encuentro junto al monasterio y los recuerdos que habían estado ocupándole durante el camino de vuelta. Subió derecho al dormitorio y se quitó los zapatos y la chaqueta. Aún con el pantalón y la camisa, se tendió en la cama. Había abierto antes de hacerlo la ventana y por ella se colaban los ruidos nocturnos del pueblo y un ligero frescor.

Se sentía raro. Estaba reviviendo todo lo que durante Idos se había negado siquiera a aceptar que hubiera ocurrido, y por primera vez notaba en sí mismo una suerte de conformidad, una mínima capacidad de convivir con ello y de reconstruirlo con la objetividad con que pudiera hacerlo alguien a quien le fuera indiferente. No es que dejara de afectarle, al contrario. Tan pronto como la había reconocido hacía unas pocas horas, se había visto forzado a admitir que seguía deseándola con el mismo frenesí y la misma demencia de aquellos lejanos días. Que cualquier ilusión que hubiera podido forjarse de haberla dejado atrás no podía resistir, cara a cara frente a ella, mucho más que una bola de granizo arrojada a las brasas. Pero así como en el pasado se había llegado a persuadir de que debía extirparse el recuerdo para poder seguir adelante y no enloquecer, ahora tenía la sensación opuesta: que debía recordarlo todo, incluso lo más oscuro y sórdido, como un exorcismo o una purga cuya finalidad ignoraba pero se le imponía.

Aquel febrero de 1921 era la raya del antes y el después de su itinerario, la línea que separaba la luz de la tiniebla, la inocencia de la abyección, el orden del caos, las ansias de vida de las ganas de morir. No pudo contentarse con la carta, era demasiado ostensible que no podría, y cuando la abordó a la puerta de la casa de sus padres, la primera vez que la vio salir sola, Blanca parecía esperárselo. No le esquivó, como él había temido. Aun en ese trance arduo y peligroso, ella fue la buena chica que afrontaba sus responsabilidades, que daba prioridad a su obligación y no se permitía caer en el atolondramiento. Se lo llevó a un café cercano, tras arrancarle la promesa de estar tranquilo y escucharla, y acodada en aquella mesa, tragándose las lágrimas pero sin dejar de hacer ni decir nada de lo que había de hacerse y decirse, fue aplastándolo con suaves y precisos martillazos contra la silla.

No le ocultó nada, y quizá fue esa confianza, ese demostrarle que de veras él era el hombre de su vida, a quien no podía someter a la humillación del engaño, lo que más le desgarró. Fue entonces cuando Juan supo que no sólo se casaba con su prometido, sino que estaba embarazada de él. No se ahorró tampoco Blanca precisarle de cuántos meses estaba encinta (casi tres), ni cuándo y cómo había sucedido. Había sido a mediados de noviembre, cuando su prometido había ido a visitarla a Madrid. Y el desencadenante, una audacia por parte de ella. Se había atrevido a anticiparle, aprovechando esa visita, que tenía dudas sobre el futuro de su relación, y que había empezado a considerar que tal vez debían dejar el compromiso en suspenso, si no cancelarlo. Al oír esa palabra demoledora, cancelación, que a Blanca se le escapó, más allá de su intención inicial, por no saber cómo terminar o por un inoportuno rapto de valor, el prometido se había derrumbado. Le había implorado, le había jurado que se mataría, incluso había tenido un amago de desvanecimiento. El desdichado incidente había acabado en el hotel en que él se alojaba, entre las sábanas en las que Blanca había perdido su determinación, su virginidad y, a la postre, a Juan. Pero lo de las navidades no había sido una comedia. No podía soportar la idea de que la hubiera poseído un hombre al que no amaba, y que aquel a quien pertenecía su corazón no lo hubiera hecho. Por eso se le había entregado entonces, y le juró que se había separado de él resuelta a enfrentarse otra vez a su prometido y a no dejarse ablandar esta vez por lloriqueos ni desmayos. Pero antes de llevar a cabo sus propósitos había sabido de su estado, y la inequívoca paternidad de la criatura no le había dejado otra salida que tomar aquella decisión, la más terrible de su existencia, le aseguró, mientras le estrechaba la mano y sin poder evitar que las lágrimas resbalasen por sus mejillas. Aún aturdido y apabullado por tanto horror, Juan improvisó una defensa desesperada. No tenía que casarse con aquel hombre, él daría sus apellidos al niño.

—No puedes ser el padre de quien ya tiene uno —repuso ella.

—Lo que tú digas será lo que crean todos —porfió él.

—No sabes lo que dices. Entiéndelo. Estoy embarazada de otro hombre. No puedes ser el padre de ese niño. No lo soportarías.

—Por ti puedo ser y puedo soportar lo que haga falta.

—No te empeñes en lo que no puede ser. Dios lo ha querido así, aunque a nosotros nos duela, y Él siempre sabe por qué.

—Pues no sabes lo que le voy a hacer a Dios, si me lo cruzo.

—No blasfemes. Acéptalo como lo acepto yo, que sé que estoy renunciando a vivir con el único hombre al que puedo querer.

—No voy a aceptarlo, prefiero morirme antes que eso.

—No, tú no vas a morir. Creo que le entiendo, a Dios, a pesar de todo. Sin mí, él no podría vivir. Pero tú si vas a poder. Tú eres más fuerte.

Le avergonzó hasta amargarle, en los días sucesivos, la mansedumbre con que se separó de ella, después de que le hiciera añicos la vida, y el silencio anonadado con que encajó su última petición:

—Es mejor que no trates de verme más. Te lo suplico.

Trató de verla, cómo no. La esperó como un perro apostado frente a su portal, volvió a abordarla en la calle tres o cuatro veces, pero ella ya nunca volvió a detenerse, ni a hablarle, hasta la última vez.

—Por favor, Juan, no hagas que deje de quererte —le pidió, con los ojos inundados de lágrimas, y desde ese momento él ya no tuvo fuerzas para continuar asaltando aquella fortaleza inexpugnable y empezó a pensar en la manera, honrosa o no, de asumir su derrota.

Antes de que terminara aquel mes de febrero, Juan había resbalado hasta los últimos abismos de la autodestrucción. Estuvo delante de la iglesia el día de la boda, viéndola salir del brazo de aquel llorón al que envidiaba miserablemente, porque iba a tener día a día lo que a él, segundo a segundo, iba a faltarle más que el aire. Se dejó arrastrar por Bosch, el sargento rumboso y putero a cuyas órdenes servía en Capitanía, y que llevaba tentándole sin éxito desde que se conocían para que fuera con él a un burdel con cuya dueña tenía una gran confianza. Juan nunca se había acostado con una puta, pero en una semana lo hizo con tres, a cuál más sucia y tirada, porque los favores que la madame le hacía a Bosch iban en consonancia con su rango y su nivel de dispendio, y los mejores bocados se reservaban para otros paladares con más galones y billetes para respaldarlos. Fue sobre una de aquellas mujeres, borracho perdido, y deseando morir como nunca lo había deseado durante su fúnebre mocedad, cuando decidió acudir al banderín de enganche del Tercio, del que había tenido noticia hacía algunas semanas. Pero al día siguiente, cuando estampó su firma ligándose por tres años, no sólo estaba sobrio, sino también convencido de que era el único camino que le quedaba a quien había sido despojado de aquella forma tan despiadada.

Ahora que hacía ya más de diez años de todo, podía pararse a diseccionar fríamente el proceso de su derrumbamiento. Incluso habría podido intentar reírse de su obcecación y de su vehemencia juvenil, de no ser por lo que había desencadenado con aquel acto. Lo que en medio de la oscuridad turbia de aquellos días de febrero de 1921 le había embargado, lo recordaba ahora como un rencor ingente y voraz. Un rencor que le ahogaba y en el que se consumía, porque no podía dirigirlo contra ella (Blanca le quería, por él había intentado desmontar la vida que tenía planeada, lo que sucedía era que no lo había conseguido), ni contra su marido (un pobre hombre defendiendo su ilusión, como cualquiera), ni contra las circunstancias (había sido la fatalidad, una sola flaqueza por parte de ella, movida seguramente por la lástima, la que lo había decidido todo). El odio, falto de objeto, se acababa volviendo contra sí mismo, y en los momentos más exasperados no tenía más salida que alzarlo hacia Dios. El Dios que Blanca había invocado, y en el que creía a pies juntillas, pese a su relativa ligereza de costumbres, porque se lo habían insuflado cuando su corazón de niña estaba aún demasiado tierno. El Dios al que ella obedecía y en el que él, tras haberle dado la prueba irrefutable de hundirlo en la desgracia, no tenía más remedio que creer también. Pero resulta complicado ajustar cuentas con Dios, porque el que escupe hacia arriba suele acabar recibiendo su propio lapo. En medio de la ira y la desolación, ahogado por aquella congoja persistente que le quitaba hasta las ganas de respirar, Juan acabó persuadiéndose de que eso, escupir al cielo y ponerse en medio, malbaratar y dilapidar la vida que presuntamente ese Dios le había concedido, era la única manera de despreciarle y saldar la cuenta entre los dos. Había apostado todo lo que era, toda su fe y toda su fuerza de vivir, a la carta de Blanca. Y Dios le había dejado hacerlo, le había dejado enredarse en ella hasta no poder concebir otro modo de estar en el mundo, para después quitársela de un plumazo. Su reacción era extrema, pero extrema era la ofensa. Por otra parte, alistarse en aquel cuerpo de choque, en vez de tirarse al río, era su forma de provocar a Dios. De retarlo a que ahora lo protegiera frente a las balas de los moros, o acabara de una vez la tarea que había empezado al privarle de Blanca. A la vuelta de los años, Juan Faura recordaba aquel ofuscado desafío juvenil con una sensación contradictoria. Si algo de todo aquello tenía algún sentido, si arriba había alguien ocupándose de sus insignificantes asuntos de mono rabioso y desconcertado, el hecho era que lo había protegido. Lo que aún no sabía era por qué.

Su padre intentó protegerle de otra manera. O le insinuó que iba a hacerlo. Aunque Juan era ya legalmente mayor de edad y no podía, como habría podido un año atrás, revocar el consentimiento que había prestado en el banderín de enganche, tenía contactos en la Capitanía General a los que podría recurrir para anularlo de otro modo. Pero a esta amenaza Juan respondió con otra. Si hacía eso, se iría lejos de Valencia, se buscaría otro banderín de enganche y en vez de alistarse por tres años se comprometería por cinco. El padre, exhibiendo una decepcionante estupidez, advirtió que en tal caso le desheredaría. Y Juan le replicó que no hacía falta, ¿o es que no se daba cuenta de que apuntándose al Tercio ya se desheredaba él solo? El abogado Faura no entendía de la misa la media, y fue un pobre placer derrotarlo. Lo curioso era que nunca antes Juan se había enfrentado tan gravemente al autor de sus días, y revolcarlo en el primer asalto, con tanta facilidad, le hizo conocer la nueva y lúgubre fortaleza que le proporcionaba su resolución de abdicar de toda esperanza. Por primera vez, mientras le daba la espalda a su padre, Juan Faura disfrutó de ser un desahuciado.

Antes de partir, quemó todas las cartas de Blanca y aquel autorretrato al carboncillo que hasta entonces había guardado como una reliquia de los días felices. Debía irse desnudo de alma y de corazón y no dejar nada tras de sí. Por primera vez en mucho tiempo, cuando subió al tren sintió una especie de paz. De allí en adelante, alguien se ocuparía de decidir su vida. Ya no tenía que pensar en nada, sólo dejarse arrastrar por la corriente y hacer lo que le mandasen.

Los primeros días bajo el uniforme legionario fueron duros, pero no tanto como había imaginado. Casi todos eran mayores que él, algunos mucho mayores, y aunque había notorios canallas (escoria humana procedente del presidio y de las compañías de voluntarios de los batallones de cazadores, las tropas que hacían el papel de la Legión antes de que ésta se formase), tampoco faltaba gente dispuesta a amparar y dar algo de calor a los novatos, especialmente a los más jóvenes. La comida era abundante y nutritiva, y los oficiales procuraban mantener la disciplina y endurecerlos, pero por otra parte les daban a rachas un trato paternal y protector. La Legión apenas existía desde hacía unos meses y había un empeño por crear un espíritu de cuerpo, lo que aconsejaba que quienes allí acudían sintieran que estaban bajo el manto de una madre acogedora, que si bien les pedía el mayor de los sacrificios, también les proporcionaba la familia que muchos no tenían.

Durante su instrucción como recluta de reemplazo ya se había mostrado diestro con las armas. En el Tercio refinó rápidamente su habilidad, lo que le ayudó a ganarse el respeto de compañeros y superiores. El fundador había dispuesto que todos los legionarios habían de ser buenos tiradores, y los que como él lograban la excelencia estaban llamados a contarse entre los elegidos. Tener metas como aquélla, ser el mejor con el fusil, le ayudaba a olvidar, le empujaba y le devolvía un remedo de alegría. Los blancos que al principio hacía a treinta metros, pronto los hizo a doscientos. Se aplicó en compenetrarse con el máuser de tal modo que al final su límite era el alcance de sus ojos. Lo que ellos veían, se lo comía la bala. Sólo aquello que quedaba más allá estaba libre de recibir el plomo que escupía al dictado de su odio. Averiguó entonces, aunque no, lo compartió con nadie, cuál era el secreto de la infalibilidad del tirador escogido: saber que acertarle al blanco no solucionaba nada y no sentir apenas deseos de hacerlo, ser perfectamente consciente de la inutilidad de aquel acto y desarrollar un despego absoluto hacia lo que de él resultara. Cuando alguna vez fallaba, era porque de pronto le había importado más de la cuenta atinar.

Sintió una inevitable inquietud antes de entrar en combate por primera vez. No era lo mismo la teoría que vivirlo. Y vivirlo quería decir verlo, oírlo, olerlo, sentirlo retumbar en las tripas y en los pulmones. Pero pronto se habituó también a aquello. Todo parece que va a ser difícil hasta que uno lleva dos meses haciéndolo. Lo único que temía era que cuando le dieran resultara demasiado doloroso y perdiera la serenidad. Pero ¿acaso podía algo dolerle más que ver a la mujer que era suya del brazo de otro? Ese suplicio seguía sufriendo cada vez que la imagen se metía en sus pesadillas. Podría aguantar cualquier otra clase de dolor. Y sobre todo podría desentenderse del dolor ajeno. No se compadece de nadie quien ha aprendido a no apiadarse de sí.

Durante ocho meses, había sido un magnífico soldado.