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El paraje nunca dejaba de resultar extraño, incluso para él, que tantas razones tenía para considerarlo familiar, porque lo conocía desde la infancia y en él había vivido no pocos momentos memorables. Sorprendía encontrarse de pronto en un sitio tan aislado y recóndito como aquel valle entre las montañas de las sierras de Corbera y la Murta. Mientras uno caminaba por la pista abandonada, envuelto por el verdor del bosque y sacudido de trecho en trecho por los insólitos silbidos de los pájaros que en él anidaban, se sentía como si le hubieran arrancado de cuajo de la realidad que había dejado atrás apenas hacía unos minutos. Pese a las muchas veces que había estado allí, y pese a los años que le habían convertido en un hombre poco propenso a creer en magia alguna, aspirar aquel aire balsámico y pasear la mirada por las frondosas laderas seguía provocándole un irresistible encantamiento. Había percibido en otras ocasiones algo semejante, la misteriosa potencia de un paisaje, en escenarios tan dispares como la llanura desértica del Guerruao, en el Rif, o algún horizonte cantábrico próximo a donde ahora vivía. Aquel sitio, sin embargo, poseía algo que no había hallado en ningún otro. Una huella difusa, pero patente, de los seres que allí habían vivido, y que aun después de ser barridos por el tiempo se aferraban al escenario de sus afanes, sus dichas y sus desazones.

Contaban que aquél había sido siempre lugar de ermitaños. Al principio moraban repartidos por las cuevas colgadas sobre el valle, hasta que allá por el siglo XIV decidieron reunirse en un monasterio. Contaban también que el monasterio, de la orden de los jerónimos, había vivido momentos de alguna pujanza, e incluso que en cierta ocasión había ido allí a retirarse el rey Felipe II, cuyo nombre llevaba el puente que salvaba la abrupta garganta junto a la que habían erigido el edificio. Pero cien años atrás, cuando la desamortización, había llegado la hora del expolio y las tierras habían pasado a manos particulares. Los nuevos dueños habían dejado que se viniera abajo gran parte de los muros, y ahora el monasterio era una ruina fantasmal en medio del bosque, que sólo conservaba entera una altiva torre almenada.

Por eso mismo, por su abandono, por la insolente silueta de la torre herida pero irreductible, y por el aura legendaria de su pasado y de aquellos eremitas que huían de la compañía de sus semejantes, aquel sitio siempre le había fascinado a Juan. Desde que le llevó su padre por primera vez, cuando apenas levantaba unos pocos palmos del suelo, hasta que andando los años, y porque así lo quiso el azar o el destino, allí tuvo su principio la historia que le correspondería llevar para siempre a cuestas.

No pudo evitarlo. Cuando a la vuelta de un recodo apareció ante sus ojos la solitaria torre, un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza y todo el vello de su cuerpo se erizó. Hacía mucho tiempo que no la miraba, pero de pronto fue como si todos aquellos años hubieran sido abolidos y regresara a la piel, el corazón y el turbado espíritu del muchacho que allí había tocado el cielo y encontrado la boca del infierno.

All this the world well knows, yet none knows well to shun the heaven that leads men to this hell. Recordó las palabras una por una, comprobando que ni su pobre noción del idioma inglés, ni la década transcurrida desde que se las aprendiera, representaban el menor obstáculo para rescatarlas. Si debía creer a Henderson, el londinense chiflado que se las había enseñado y traducido (y hasta aquel momento lo había creído, porque Henderson no tenía ninguna razón para engañarle), aquellos dos endecasílabos los había escrito William Shakespeare, y significaban algo así como: Todo esto es de sobra sabido, pero nadie alcanza a saber cómo rehuir el cielo que lleva a los hombres a este infierno, Aquel legionario pelirrojo y borracho se decía hijo de un lord y doctorado por Oxford, y juraba estar en el Tercio por un desaire amoroso, por un error que esos versos, según él, resumían como ninguno. Se acordaba de Henderson, recitando durante las largas noches del blocao, y no era lo más extravagante que había visto: ahí estaba Mazzoni cantando el «Adiós a la vida» de Tosca en el fondo de una trinchera. Se acordaba también del pobre Henderson muriéndose a chorros en el hospital Dockers de Melilla. Y de Mazzoni, con el pecho acribillado en el llano de Drítis.

Aunque nadie le veía, y mucho menos podía nadie leer sus pensamientos, se avergonzó de sí mismo. Por echar mano de Mazzoni, Henderson y la mugre de África, recuerdos que siempre abortaba apenas se insinuaban en su memoria, y que en este caso comprendía que dejaba correr, e incluso se recreaba en ellos, por apartarse de otro recuerdo al que le tenía más aprensión. A Mazzoni y a Henderson, y a todos los demás locos o desgraciados a los que había visto morir, les debía el respeto de no utilizarlos para aquellos cobardes menesteres. Ya que había consentido ir allí, tenía que enfrentarse a lo que allí le aguardaba. Los versos de Shakespeare venían a cuento y era justo recordar a Henderson para agradecérselos, pero no para tratar de escurrirse.

Cruzó el puente, pendiente del pretil de piedra que, como cada rincón de aquel lugar, despertaba en él evocaciones precisas. Se detuvo ante el edificio arruinado y alzó la vista a lo alto de la torre que allí seguía, ajena a los pequeños avatares de aquel hombre que ahora la observaba, como indiferente había sido antes a los de muchos otros. Decidió rodearla e ir a sentarse junto a la alberca, desde donde podía a la vez contemplar el monasterio y las montañas que amparaban su sueño de siglos. Como siempre, el suelo estaba cubierto de una fina capa de hierba, porque allí, gracias a la abundancia de arroyos y aguas subterráneas, era posible lo que no se daba en la mayoría de las tierras circundantes. Veinte años atrás, cuando en su cabeza prevalecían aún los cuentos heroicos, aquellos prados le parecían el escenario de alguno de ellos, y mientras los pisaba imaginaba que podía toparse con el rey Arturo o que de las aguas de la alberca podía emerger en cualquier momento la silueta majestuosa de la Dama del Lago. Ahora sabía que no tendría ningún encuentro fabuloso, que de aquella hierba y aquella agua sólo podía brotar su amarga memoria de la pérdida, y se decía que si hubiera sido sensato no habría recorrido el camino hasta allí. Las heridas habían sido demasiado profundas, y había ahondado demasiado en ellas con su conducta posterior, como para que al pasar los dedos otra vez por ellas no volvieran a sangrar un poco.

Se acomodó sobre el borde de la alberca y casi instintivamente metió la mano en el agua. Estaba fría. Siempre estaba fría, y se acordó de cuando se había zambullido allí, provocado por ella. Era una de sus habilidades: ponerle en situaciones que no podía soportar sin reaccionar como ella buscaba que lo hiciese. No había podido resistir contemplarla, chapoteando desnuda en el agua verdosa, mientras le llamaba y se reía, sin desvestirse a su vez y arrojarse a compartir el imprudente baño. Volvió a ver su cuerpo blanquísimo, a oír su voz de metal casi infantil; a sentir sobre sí el tibio agasajo de su mirada siempre límpida, como si nada, ni dentro ni fuera de ella, pudiera enturbiarla.

En ese momento le sacó de su ensoñación la presencia de una mujer. Venía por el prado, tirando de una bicicleta. Fue doble su desconcierto. Por toparse con alguien allí, a esas horas, y por tener que volver súbitamente a la realidad desde el laberinto de sus añoranzas. La mujer era más o menos de su edad, tenía el cabello castaño y un aire mundano que le impidió tomarla por una campesina. Llevaba un vestido estampado, vistoso, que subrayaba un torso grácil y ayudaba a disimular unas caderas algo anchas y unas piernas de robustos tobillos.

A partir de cierto instante, empezó a tener la sensación de que la ciclista iba hacia él. Al cabo de pocos segundos, se insinuó en su mente el primer amago de reconocimiento. Cuando la mujer se hallaba a unos diez metros, pese a la agudeza visual que él había perdido, y las leves arrugas y el peso que había ganado ella, no pudo quedarle ya ninguna duda, Entonces tuvo la tentación de creer que sufría una alucinación; que en realidad no era su madre, sino él, quien había muerto y ahora habitaba el burdo delirio en que, según parecía, consistía la vida de ultratumba. Como cautela, Juan Faura puso en práctica el aprendizaje adquirido en los barrancos del Rif: cuando uno se da de bruces con lo que menos espera, conviene sobre todo mantener la serenidad.

La mujer terminó de acercársele. Se detuvo apenas a un paso de él. Sonreía. Lo hacía su boca y lo hacían sus ojos, aunque ninguno completamente. Lo estuvo mirando así, quieta, como si lo cotejara con su recuerdo, o como si esperase a que fuera él quien dijera algo.

Cuando debió de entender que no iba a hablar, lo hizo ella.

Carinyet, quant de temps

La voz no le había cambiado nada. Ni el gusto por recurrir al valenciano, aprendido de su madre. Juan, en cambio, no había tenido a nadie que se lo hiciera sentir como SUYO, y por eso, aunque lo comprendía, no lo usaba jamás. Pero qué podía responderle, en la lengua que fuera. Dudó si debía hablar, si importaba que escogiera pronunciar tales o cuales palabras, en aquella coyuntura que nunca había previsto que pudiera producirse. Al final, sin pretensión alguna, dijo:

—Mucho. Once años. Y pico.

El gesto de la mujer se relajó un poco. Lo miraba con verdadero afecto, o fingiéndolo muy bien. Por lo demás, estaba nerviosa. Se lo notaba en la forma en que con la uña del dedo índice rascaba una y otra vez la goma que recubría el extremo del manillar.

—Sigues llevando cuenta de todo.

No era un reproche. Más bien parecía impresionarla.

—No, no de todo —repuso, procurando evitar que sonara desabrido, aunque no aspiraba a reproducir, ni lejanamente, la calidez de ella.

Blanca asintió, meditabunda.

—Te preguntarás cómo es que estoy aquí.

Él meneó la cabeza.

—No. Lo que me pregunto es cómo estoy yo. A decir verdad, nunca creí que volvería a poner aquí los pies.

Mare de Deu —exclamó ella, divertida—, no has cambiado nada.

—Sí he cambiado —la desengañó—. Todo cambia. Y algunas cosas más. Algunas cosas cambian tanto que dejan de ser lo que eran.

—Tú no. Tú no has dejado de ser el que eras.

—Vaya. ¿Por qué piensas eso?

—No lo pienso. Lo siento. El que piensa eres tú.

Creyó que era momento de hacer algo más que afectar aquel talante estoico, porque si seguía así todo el tiempo iba a acabar pareciendo un imbécil, y la vergüenza y la vanidad son lo último que se pierde.

—No estoy pensando nada, ahora —replicó—. Y otras muchas veces he tenido que dejar de hacerlo. Hay situaciones en las que, si uno piensa, sólo puede llegar a la conclusión de que ha perdido la cabeza.

Blanca se echó a reír. No porque le hubiera hecho gracia, sino porque le hacía falta para dar salida a su propia tensión.

—Sé lo que te pasa. Yo también he creído que estaba viendo visiones cuando me ha parecido reconocerte, pasando por la plaza. Pero luego he comprendido que no era un espejismo. Que habías vuelto. Que te había visto, realmente. Como ahora tú me estás viendo a mí.

Una simple casualidad. Tortuosa, no cabía duda, pero qué casualidad no lo era, en alguna medida. Él había heredado la casa de sus padres. Ella habría heredado la de los suyos. O no: sus padres no eran muy viejos ni los recordaba con mala salud, simplemente habría ido a visitarles. Una coincidencia, nada más, que hubiera escogido el mismo día que él volvía allí, al cabo de tanto tiempo. No tenía por qué significar nada, en realidad nada significaba nada, la vida sucedía, y a menudo sucedía de forma absurda, a Juan ya le constaba de sobra.

—Debo confesar que te he seguido un trecho —continuó Blanca, bajando los ojos—. Y cuando he adivinado que venías aquí, he ido a casa a coger la bicicleta. ¿Te parece que soy una irresponsable?

—Quién soy yo para juzgarlo. Eso tú lo sabrás.

—Me ha dado un vuelco el corazón cuando he visto que venías hacia aquí. El caso es que tengo que estar de vuelta enseguida, pero no he podido resistir la tentación de espiarte. De ver a qué venías.

—Ya ves, a nada —declaró él, encogiéndose de hombros.

—He pensado en ti muchas veces durante estos años —le espetó ella.

La observó, como para calibrar cuánto de auténtica tenía la frase.

—Yo también pensé en ti. Aquí no puedo negarlo.

—Supe lo de la guerra —y aquí volvió a bajar los ojos—. No imaginas la alegría que me dio cuando me dijeron que habías vuelto.

—Bueno, hubo suerte. A veces la hay.

—Después alguien me dijo que te habías ido a vivir lejos. Que te habías casado. Y luego tu familia dejó de venir por aquí, y ya…

Parecía recriminarse algo. Juzgó que debía exonerarla:

—Ya te esforzaste por saber mucho. Es normal.

—Siento lo de tu padre. A todos nos sorprendió, parecía tan sano, tan enérgico, y era todavía tan joven cuando…

—Cincuenta y seis años. No está mal. Sobre todo, después de haber visto morir a tantos mucho más jóvenes. Al menos no sufrió.

—¿Y cómo está tu madre?

Juan se detuvo a buscar el modo de no decirlo muy bruscamente.

—Mi madre ya no está, tampoco. Murió anteayer. Por eso vine.

Blanca se agarró al manillar. Como gesto, resultaba exagerado: no podían temblarle las piernas por recibir la noticia de la muerte de alguien a quien apenas conocía de vista. Pero sonó de veras afectada:

—No sabes cuánto lo siento.

—Gracias.

La entrada de un muerto en la conversación la encalló un poco. Supuso Juan que le tocaba a él reanudarla, pero no sentía especiales deseos de hacerla fluir. Tampoco le era desagradable, por otro lado.

—¿Y tus padres, cómo están? —preguntó, por no esforzarse mucho.

Blanca aprovechó al vuelo la invitación para salir del pesar, genuino o fingido, por la difunta madre de su interlocutor.

—Están bien. Más mayores. Y mi madre con sus achaques. Pero bien.

—Me alegro.

No le dio recuerdos para ellos, porque nunca había tratado con ninguno de los dos. Había soñado que tenía que hacerlo, tratar con ellos, pero esa parte, la de los planes irrealizados, no contaba a efectos sociales. Blanca, ahora un poco más incómoda por la situación, un poco menos dueña de sí, echó una ojeada al reloj que ceñía su muñeca.

—Se me hace tarde. Mi madre, precisamente.

No tenía que dar excusas por irse, aunque la fugacidad del encuentro lo hiciera más violento y embarazoso. Lo que le asombraba a Juan era más bien que habiendo podido evitarlo hubiera querido verle.

—Me hago cargo. No te preocupes.

Ella montó en la bicicleta, algo más torpe de lo que la recordaba.

—Juan —dijo, sin mirarle.

—Qué.

—Me gustaría que habláramos más despacio.

—¿Estás segura?

—Sí. ¿Qué te parece mañana, aquí? Pero antes, a las cinco.

—No sé. Sinceramente.

—Está bien. Yo vendré. Tú decides.

Y echó a pedalear, casi despavorida. Mientras la veía irse, sin estar aún del todo seguro de que aquello fuera la realidad, Juan comprendió hasta qué punto le habría resultado útil aprender a odiarla.