17

De la última parte, de aquella caminata solitaria en la madrugada sin orillas, Faura no iba a guardar detalles precisos. Se veía a sí mismo avanzando, con los ojos ansiosos y los dedos crispados sobre el fusil, controlando la respiración para que el corazón no se le saltara del pecho, desbaratado y disminuido por aquella sensación de estar desnudo como un niño en medio de un páramo de lobos. En cierto momento debió de perder la fe en la capacidad que pudiera restarle para defender su vida. En cierto punto del cansancio o del delirio que acabó adueñándose de su mente sobrepasada por la realidad, debió plegarse e implorarle a alguna forma de Dios que se apiadara de él.

Fuera como fuera y se lo debiera a quien se lo debiese, a alguna fuerza superior a sí mismo o a su propia tenacidad de animal acorralado, el legionario Faura acabó llegando al parapeto de Segangan.

—Alto, quién vive.

Cinco horas y pico después, en el puesto suroeste volvía a estar de centinela el legionario Poveda. Sólo que ahora se encontraba aterido, con el relente que anunciaba ya la amanecida, y legañoso, después de una cabezada intermitente entre los dos turnos de vigilancia.

—La Legión, no dispares —gritó Faura mecánicamente.

Poveda, por precaución, se dispuso a pesar de todo a cargar el fusil. Pero en ese momento reconoció a Faura y reparó en su estado. Bajó el arma y se acercó para ayudarle a saltar el parapeto.

—Coño, pero de dónde vienes.

Faura gastó sus últimas energías para trepar y dejarse caer dentro. Se desplomó a los pies de Poveda, derrengado y jadeante.

—¿Dónde has estado? ¿Tú no ibas con Bermejo? ¿Y los otros?

Faura alzó hacia Poveda una mirada enajenada. No podía creer que hubiera llegado, no podía creer que estuviera allí, que alguien le estuviera haciendo aquellas preguntas. Había asumido que ya no vería más rostros humanos que el del moro que terminara dándole caza, y allí estaba la cara de Poveda, que era la de alguien que no le deseaba mal. Reparó en sus grandes ojos oscuros, en su gesto apicarado. Aun sucio, sin afeitar, y vestido con aquel uniforme que proclamaba como ningún otro su mortal condición, se le antojó un guardián del Paraíso.

—Dios —musitó, no tanto porque creyera, sino porque era la palabra que quedaba cuando ninguna otra valía para expresarse.

—Dime, ¿y el resto? —repetía Poveda.

A Faura se le vinieron a la memoria todos los que habían quedado atrás, y la manera en que los había visto caer. También se acordó de lo que habían hecho en la casa. Y no supo por qué ni por quiénes, acaso por todos, o acaso por sí mismo, se tapó la cara con las manos.

—¿Pero qué ha pasado? Eh, no —entendió Poveda—. No me jodas.

El centinela no se lamentaba sólo por los que no habían vuelto. Ya veía cómo arrestaban a toda la guardia. Como poco.

Faura había recuperado algo el resuello, y también la lucidez para discurrir lo que ahora le incumbía. Se rehízo e inspiró hondo.

—No quiero ni pensarlo, me cago en… —maldecía Poveda.

—No hay mucho que pensar —dijo Faura al fin.

—¿Cómo?

—Los dos diremos lo mismo. Que no sabemos nada.

—Pero ¿qué ha pasado, los han cogido?

—No.

—¿Entonces?

—Muertos —respondió Faura, sintiendo que la palabra se le quedaba atravesada en la garganta, como arena o ceniza—. Todos.

Poveda no daba crédito. La ruina que se le venía encima.

—Pero ¿cómo muertos? ¿Qué coño fuisteis a…?

—No quieras que te lo diga —lo cortó Faura—. No te lo voy a decir, ni a ti ni a nadie. No tenemos más solución que hacernos el idiota. Así nos despellejen. Yo lo tengo más jodido que tú, eran de mi pelotón.

Poveda sacudía la cabeza, pero finalmente comprendió que no tenía más remedio que asentir a la propuesta de aquel fantasma que había devuelto la noche, después de tragarse a los que habían salido con él. No sabía lo que habían ido a buscar, pero su suerte acababa de ligarse a la que Faura corriera. Así rueda la vida a veces. Sin que uno se dé cuenta, lo tiene todo apostado a una carta que no eligió.

—Está bien. Pero métete en la tienda antes de que te vea nadie.

—Descuida. Y gracias.

Faura corrió hacia su alojamiento. Por suerte no lo tenía en los barracones del viejo campamento de las minas, insuficientes para albergar a las dos banderas, más las tropas auxiliares, que estaban acantonadas en Segangan. Dormía en una tienda, con otros diecinueve hombres. Sólo ellos, o mejor dicho, los doce que quedaban ahora, sabrían que había pasado la noche fuera, y podía confiar en que no le delatarían. En primer lugar, porque esas cosas no se hacían entre legionarios. Y en segundo, porque para ellos lo mejor era decir, como él mismo diría, que no tenían ni idea de adónde se había ido el sargento Bermejo con los hombres que faltaban. Y añadir, si les apretaban mucho, que quiénes eran ellos para pedirle cuentas de sus actos a un sargento.

Todo resultó tal y como lo había planeado Faura, y en ningún momento albergó temores de que ocurriese de otra manera. Después de salvarse de lo que se había salvado, le asistía una especie de certidumbre irracional de que nada le fallaría. Amaneció en su tienda, rehusó aclarar a los demás qué había sucedido con los ausentes (alegó sin más que no sabía dónde estaban, que él se había vuelto a medio camino) y logró mantener la calma cuando en la lista matinal se descubrió todo. No era la primera vez, ni mucho menos, que faltaban a lista legionarios, pero llamó mucho la atención que fueran siete, de la misma compañía, y que todos se hubieran llevado el arma. Los jefes dedujeron por sí solos que Bermejo y los otros habían salido a raziar saltándose la prohibición de ir armados, que se habían tropezado con algo y que no había que contar con que volvieran. Poco más les aclaró la investigación. El incidente era tan grave que justificaba un castigo ejemplar, pero no podía individualizarse en nadie y no iban a fusilar a media compañía, cuando hacía falta carne de cañón para las operaciones que se avecinaban. Se arrestó a la guardia, se arrestó a Faura y a todos los de la tienda. Y se advirtió que en adelante habría severidad máxima con quienes se fueran de pillaje sin atenerse a las normas.

Pero los arrestos, como el episodio mismo, pronto quedaron olvidados. En las semanas siguientes no faltó entretenimiento para los hombres del Tercio. Pocos días después reconquistaron Monte Arruit, donde encontraron tantos muertos que lo de Zeluán, en comparación, casi se quedaba en nada. Entre las ruinas del antiguo campamento los cadáveres se contaban por cientos y hasta por miles. El espectáculo atrajo a los generales, a los periodistas, y motivó en todos ellos las más inflamadas proclamas patrióticas. Luego, los turistas se volvieron, y para los legionarios siguió la campaña. Una noche se metieron por los barrancos del Uixan y les arrebataron el estratégico monte a los rebeldes. Quienes intervinieron en esa operación recorrieron durante un trecho el mismo camino que había hecho el pelotón de la muerte del sargento Bermejo, aunque sólo uno pudo saberlo y reconocer la ruta. Hacía más frío, y el paraje, visto desde el seno de la compañía que progresaba en orden de marcha, intimidaba mucho menos; pero Faura no pudo evitar acordarse de aquella otra noche que en los días transcurridos había tratado de enterrar en los sótanos más recónditos de su conciencia. Al alba, cuando desde lo alto del Uixan, que dominaba toda la región, avistó la silueta alargada del Yebel Harcha, supo que pronto volvería allí, y que entonces no habría modo de escapar al recuerdo.

La bandera marchó al fin sobre el Harcha en la primera mañana de diciembre. El día amaneció bastante frío, y los hombres se echaron al campo con esa mezcla de pereza y de ganas de ejercitar los músculos que les producía madrugar y sentir el aire cortante en la cara. La operación, por lo demás, no se presentaba difícil. La harka, a tenor del terreno que había cedido en las últimas jornadas, parecía haber renunciado definitivamente a seguir ocupando posiciones en el territorio de Beni Bu-lfrur. Ante aquel movimiento, que no suponía sino consolidar el dominio sobre un área controlada ya en la práctica por los españoles desde su nuevo bastión del Uixan, no cabía esperar de los harqueños otra reacción que un repliegue a zonas más seguras para ellos.

Esta vez, el camino fue justo el mismo de aquella noche, y Faura, le gustara o no, hubo de reproducirlo metro a metro. Pasaron el blocao y pasaron también el lugar donde había caído Navia, sin que su compañero, aunque anduvo pendiente, tuviera ocasión de encontrar ningún rastro de él. Como en un paseo, los legionarios rodearon el Uixan y avanzaron sin impedimentos hacia el Harcha. Lo tenían ya a la vista, casi al alcance de la mano, cuando las vanguardias dieron el aviso.

Eran seis cadáveres, sometidos al ritual de profanaciones habitual. Pero esta vez había una diferencia. No se trataba de soldaditos de los regimientos de infantería de África, Melilla o Ceriñola, es decir, de los que habían caído en el verano. Vestían uniformes de la Legión, y uno de ellos conservaba aún los galones de sargento. Los cuerpos estaban tan descompuestos que debían de llevar allí varias semanas. El capitán de la compañía, después de examinarlos, formuló una apuesta:

—Para mí que éste es Bermejo. Ahora ya sabemos dónde se quedó.

—Qué huevos, venir hasta aquí —se admiró un teniente.

—O qué disparate, según se mire —corrigió el capitán.

Faura, que hubiera podido, no los sacó de dudas. No les dijo que aquellos restos, a los que los moros habían despojado de las chapas de identificación, eran, sí, los del sargento Bermejo, el cabo Klemper y los legionarios Casals, López, Balaguer y Gallardo. Y mucho menos se le pasó por la mente contarles que él también había estado allí aquella noche. Todo lo que hizo fue ofrecerse voluntario para formar parte del pelotón que se quedó a darles tierra, con una pequeña escolta, mientras el grueso de la bandera proseguía su camino hacia el Harcha.

Al abrir el hoyo para sus camaradas, se acordó de aquel otro agujero que había cavado con ellos en Zeluán, para el hermano del sargento. Los muertos llamaban a los muertos y ahora todos eran lo mismo; todos, menos él. Y el misterio, para Faura, era por qué y para qué continuaba él con vida. Tal vez para eso, para enterrarlos, para que alguien pudiera contar la historia completa: de una fosa a otra fosa, de una muerte a otra muerte y del silencio al silencio. Pero según hundía la pala en aquella tierra endurecida, comprendió que su supervivencia no servía para nada, porque nunca iba a contarle a nadie la historia. Cuando la tierra cubriera aquellos despojos, sólo subsistiría la huella de lo ocurrido en su memoria reprimida. Y cuando Faura muriese, todo (el horror, el coraje, la vergüenza) moriría con él. Por una prevención que no pudo ni intentó explicarse, evitó tocar los cuerpos. Dejó que otros los depositaran en la fosa. Ayudó, eso sí, a taparlos.

Faura y el resto del pelotón de enterradores se reincorporaron a su unidad ya en las inmediaciones del monte, donde la columna había hecho un alto mientras las vanguardias de los regulares reconocían el terreno. Una vez que los exploradores indígenas les anunciaron que el camino estaba expedito, los legionarios atacaron el tramo final.

Pasaron también junto a la casa. Como todas las de los alrededores, estaba vacía, según certificaron los regulares que diligentemente se habían ocupado ya de allanarla y registrarla en busca de cualquier cosa de valor. Puestos a saquear, aquellos soldados indígenas, provenientes del otro extremo del país, y nada amigos de los bereberes montañeses, dejaban en mantillas a los más rapaces del Tercio. Faura reconoció enseguida el lugar. Podía haber entrado a mirar dentro, pero prefirió pasar de largo. Dónde estarían ahora la mujer, la muchacha, los niños. Quién sabía. Y quién quería saberlo. Desde luego, él no.

Una hora después, Faura contemplaba el paisaje desde la cima del Yebel Harcha, apoyado en el parapeto de la antigua posición española que los ingenieros se afanaban ya en refortificar. A un lado estaba el Uixan y las ondulaciones montañosas que marcaban la ruta de Segangan, con los pequeños aduares blancos agarrados a las herrumbrosas laderas. Al otro, una despejada y árida llanura, rajada por la herida tortuosa del río Kert. Arriba el viento soplaba helado e impetuoso, anunciando el invierno que se cernía sobre el Rif y sobre quienes allí debían pasarlo. Pero era otra clase de invierno, un invierno más vasto y definitivo, el que Faura sentía invadiéndole el alma. Veía desde las alturas, tan pequeño y de un solo golpe, el trecho que había hasta Segangan, aquel itinerario fatídico que tan sólo hacía unas semanas le había parecido un mundo y que ahora quedaba atrás. Y se volvía luego a la llanura desnuda que se extendía hacia el poniente, a la línea encajonada del río hacia el que deberían avanzar en los meses sucesivos, y que marcaba los límites de su inmediato porvenir. Llegaría a la orilla de ese río, o no. Pero algo se le reveló en aquel instante al legionario Faura. Había en su vida un antes y un después de aquel Yebel Harcha que ahora estaba pisando. Alguien que había sido quedaba enterrado allí: en aquel mirador entre el pasado y el futuro, o en la fosa colectiva de la cuneta donde había sepultado a los otros; el lugar exacto tanto daba. El caso era que de allí en adelante, irrevocablemente, debía resignarse a ser otra persona. Y a dar por perdido, junto al sargento Bermejo y el resto de su pelotón, al hombre que habría podido ser si nunca hubiera salido de cacería con ellos y no los hubiera visto matar y morir. No quiso compararse con él, con aquel otro que ya nunca sería, porque no estaba seguro de ser mejor, o porque temía que no era mejor ni peor, pero iba a estar más solo. Apuró aquella soledad nueva e incierta, y miró hacia la llanura del único modo en que podía hacerlo quien había recibido el incomprensible mandato de vivir: sin poder sacarse de encima el temblor, pero tampoco despojarse de toda esperanza.